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H ace algunos años, con Gloria Chicote publicamos un artículo titulado "El mester de clerecía en la encrucijada entre oralidad y escritura" (1997), en el cual reflexionábamos acerca de algunos de los problemas surgidos de la interacción entre el discurso de la "nueva maestría" y los moldes discursivos de la poesía oral. Hoy propongo volver sobre ese cruce para repasar algunos problemas referentes al género hagiográfico, por cierto el más ejercitado dentro de la poesía clerical (Walsh, 1999: 151).Las consideraciones que siguen surgieron de la lectura de los dos exponentes más tempranos, la Vida de San Millán de la Cogolla y la Vida de Santo Domingo de Silos de Gonzalo de Berceo, y no pretendo extenderlas hacia el resto del corpus hagiográfico. La elección se debe no sólo a las similitudes que ambos textos muestran en cuanto a su estructura y al modelo de santidad que plasman (Baños, 1989: 116; Ruffinatto, 1978), sino también a que, por ser los primeros representantes de la tradición de la hagiografía escrita en tetrásticos monorrimos, también comparten un papel fundamental en la constitución de su público, en el asentamiento de las expectativas propias de esta modalidad. Como dijéramos en el mencionado trabajo, en esta fase temprana del desarrollo de la poesía culta vernácula, se aprovechan
Ahora bien, además de su contribución en la fijación de un modelo discursivo para la poesía clerical, considero que la interacción con la épica también está al servicio del establecimiento del modelo mimético que será de ahí en más propio de la hagiografía en verso; dicha interacción es particularmente visible en esta fase de consolidación del género y, según espero demostrar en estas páginas, representa una instancia relevante en la afirmación de la hagiografía como discurso de la verdad. Como todavía en la crítica siguen repitiéndose algunos conceptos inadecuados, como por ejemplo que los hechos extraordinarios que pueblan la hagiografía pueden catalogarse como maravillas, intentar algunos ajustes no está de más, a pesar de los avances significativos que ha habido en este campo de estudio1. Permítaseme, entonces, volver sobre algunas ideas, algunas de ellas harto conocidas, a fin de clarificar este fenómeno. En primer lugar, vale la pena recordar que la hagiografía integra el campo de lo histórico, según la clasificación propia de la retórica clásica, que influyó a lo largo de la Edad Media principalmente a través de su difusión por Isidoro de Sevilla. De acuerdo con sus distintos grados de veracidad, se establecen tres tipos de genera narrationis: el primero de ellos, historia, constituía el registro veraz de hechos que en realidad habían ocurrido, pero distantes en el tiempo (res verae quae factae sunt); en el otro extremo, la categoría de fabula incluía la narración de sucesos que ni habían tenido lugar ni tampoco eran plausibles de suceder fabulae vero sunt quae nec factae sunt nec fieri possunt). En un lugar intermedio, se ubicaba una tercera categoría, la de argumentum, res ficta, más o menos cercana al concepto moderno de ficción (Curtius, 1955: 639; Beer, 1981: 10; Green, 2002: 3-4). Berceo cuida muy bien que sus relatos no puedan ser clasificados ni como fábulas ni como ficciones, de acuerdo con la opinión frecuentemente sostenida en el discurso clerical de que ambos términos remiten lo falso2. Dentro de este esquema, la hagiografía reivindica para sí el dominio de la historia, de lo cual depende en gran parte su eficacia didáctica, comparte con la épica y con la historiografía la apelación a una verdad que se pretende referencial, erigiéndose como res factae, aunque el hecho de que las leyendas no estuvieran amparadas por la autoridad bíblica haya dado lugar a opiniones escépticas a lo largo de la Edad Media (Green, 2002: 137). En la práctica, independientemente de estas divisiones teóricas, la creencia en una verdad metahistórica, es decir, en la verdad religiosa que el relato comunica, y su función de testimonio a favor de una fe preexistente, fueron los factores más relevantes en la definición del papel que el género desempeñó en su momento. La veracidad de lo narrado se ve reforzada por la elección del cauce formal para la narración, en el caso que nos ocupa, del tetrástico monorrimo. En este punto, resulta útil repasar sintéticamente las formas adoptadas por la hagiografía a lo largo de su desarrollo diacrónico. Al analizar las relaciones entre la hagiografía y otros géneros en los inicios de la literatura francesa, Peter Dembrowski señala un hecho significativo, que es que "the Lives of Saints and other hagiographic writings have never developed specifically different literary forms of their own" (1976: 119). Podemos extraer consecuencias de esta observación de Dembrowski, y concluir que el hecho de que el género no haya desarrollado un molde propio sino que, al contrario, haya aprovechado formas ya existentes, constituye una elección interesada. En efecto, el ejercicio de formas ya consagradas le aseguraba entidad dentro del sistema, es decir, le permitía utilizar canales comunicativos ya abiertos y así tomar las formas más prestigiosas operantes en cada momento. Al trascender las barreras formales, la hagiografía atenuó las limitaciones que acarrea la identificación con una modalidad determinada del discurso, y con ello el riesgo de quedar sometida al consabido proceso de desgaste y de modificación de horizontes de recepción. Como es previsible, esto significó también la apropiación de los principios de autoridad típicos de cada forma: de manera sucesiva, la escritura en latín como vínculo con el pasado, el octosílabo pareado asociado con las novedades que llegaban de Francia, la solidez intelectual del verso clerical o el carácter impersonal de la prosa permitieron sostener el relato hagiográfico en un lugar de prestigio asegurado por las expectativas que convocaban esos moldes, contribuyendo a su identificación con la voz de la verdad a lo largo del tiempo3. La elección formal del tetrástico monorrimo consagrado por el Libro de Alexandre, y no del octosílabo pareado a la manera de la Vida de Santa María Egipcíaca, que era la otra posibilidad disponible en el momento en que escribía Berceo, también nos habla de la orientación histórica con que el poeta riojano reviste su materia. Reivindicar la forma del Alexandre, que pasará a ser el texto canónico evocado por la mayor parte de los autores de clerecía, equivale no solamente a exaltar la maestría formal y la erudición de alguien que, además, valida con su propio nombre lo que narra, sino que también erige al clérigo como mediador en la cultura, como quien a través de la escritura conecta el presente con el pasado histórico que yace en las fuentes latinas. El Libro constituye, además de un modelo formal, un modelo de escritura histórica digno de imitación, aunque, como veremos hacia el final de este trabajo, Berceo selecciona qué imitar, y toma sólo una parte de la propuesta global de esta obra. Ahora bien, pese a los esfuerzos para autorizarse desde la forma, el establecimiento de la hagiografía dentro del campo de lo histórico no deja de representar una cuestión a resolver -ya hemos mencionado el riesgo de que su interpretación se deslizara hacia el dominio de lo fabuloso, principalmente debido a la dificultad de conciliar la presencia de lo sobrenatural con la pretensión de veracidad. A diferencia de la épica, que apela a un pasado comunitario cuya veracidad histórica se considera dada y (por lo menos en principio) no es problemática, la hagiografía tiene que construir las condiciones adecuadas para que esa veracidad sea percibida, y para ello tiene que generar también el sentido de pertenencia, el consenso que desde el punto de vista social permita sustentar un determinado concepto de lo verdadero. Los relatos tienen que apuntalar continuamente sus afirmaciones, y para ello despliegan prácticamente todas las convenciones usuales para sostener la verdad "objetiva" de lo comunicado: el narrador como garantía de veracidad, la apelación a la fuente escrita, la construcción de un consenso, en este caso, representando una y otra vez cómo los integrantes de la comunidad interpretan el milagro como demostración de una verdad superior4. Los textos contribuyen a trazar los límites de una comunidad de interpretación, fundamentada en la pertenencia a la religión cristiana, que se reconoce y se afirma en el culto y la admiración por el santo, nexo entre el aquí y ahora y la historia (y entre la historia y una metahistoria que la justifica). La toma de conciencia de dicha identidad, del lugar que le corresponde en la conservación de la memoria y del vínculo activo con la acción divina cada vez que se celebra al santo, constituye una de las situaciones recurrentes en estas vidas. Es interesante comprobar en este punto que la hagiografía berceana asume un principio semejante al que los teóricos de la épica han llamado "territorialización", que Jean Marcel Paquette define de la siguiente manera:
No necesariamente esto significa que haya que trasladar de manera mecánica esta idea de la épica a la hagiografía y, por ejemplo, explicar el surgimiento de ésta en conexión con la expansión territorial cristiana sobre áreas antes ocupadas por los árabes, como se ha propuesto en algún estudio (García de la Borbolla, 2001). Sí creo que se opera una territorialización simbólica, a través de una verdadera semiotización del espacio y del tiempo en términos cristianos. Es así que encontramos enemigos bien definidos -si algo no falta en estos relatos es el componente agónico en la distribución de roles y de identidades, con su división neta entre un "nosotros" cristiano y unos "otros" actualizados a través de distintos actores. Por cierto, ha sido planteada la pregunta referente al papel que los santos jugaron en ese "laboratorio de la identidad cristiana" que es la península Ibérica a partir de la recuperación de territorios antiguamente cristianos (Henriet, 2000: 56); tal vez el interrogante podría ser ampliado refiriéndolo a la cuestión de la identidad en una sociedad en proceso de cambio, en la cual no solamente los avances territoriales exigirían afirmar la herencia cristiana, sino también, y fundamentalmente, posicionarse frente a los nuevas concepciones tanto del poder político como cultural por parte de instituciones que marchan hacia su desacralización desde finales del siglo XII. Todo ello, sin dudas, está en la base de la preocupación por definir la identidad cristiana, y es probable que, desde el punto de vista de los clérigos, esta coyuntura representara una oportunidad para conquistar un territorio simbólico que podría serles disputado por ideologías y poderes laicos. En síntesis, vemos que desde este punto de vista cobran mayor relevancia los numerosos cruces de fórmulas y motivos entre épica y hagiografía, que habíamos puntualizado en el estudio mencionado al principio, y a los cuales la crítica se refirió tantas veces5: no se trata solamente de préstamos en el nivel léxico o en los contenidos, sino que funciona un trasfondo conceptual común. Con claridad, "esto no es fábula", "es cosa vera" (y de ninguna manera, maravillas), es el estatuto que reivindica para sí la hagiografía berceana, pues sólo desde la autoridad que le confiere la enunciación de la verdad puede cumplir con su cometido de catequesis y edificación, y brindar las instrucciones necesarias para "leer" el mundo en el sentido en que le interesa a la clerecía: como prueba irrefutable de la pertenencia a un plan divino, sostenido por un único fundamento colocado más allá de la historia. Creo que tener en mente este rasgo es crucial para comprender la evolución posterior de la hagiografía, su deslizamiento hacia la ficción y su interacción con otras formas narrativas. No tenerlo en cuenta, anularía la posibilidad de ver cómo diferentes formas del relato acuden a las convenciones de dicho género, a su especial modo de representación, para autorizar usos que (ahora sí) se alejan de la finalidad edificante y de toda pretensión de veracidad. Volviendo a Berceo, y ya que mencionamos el desarrollo posterior de la ficción, creo que es especialmente fuerte su gesto en relación con el Libro de Alexandre, como dijimos antes, modelo de tratamiento de una materia histórica pero también portador de una incipiente conciencia del relato como ficción autónoma (Arizaleta, 1999: 117). Es verdad que gran parte del prestigio del Libro emana, precisamente, de la historicidad de su asunto. Sin embargo, tal como ha demostrado Amaia Arizaleta (1999: 117145), el Alexandre, más allá de los hechos narrados y de que propone una lectura en términos de ejemplaridad moral, también representa un intento consciente de explorar las posibilidades miméticas de un relato que se sostiene en virtud de la coherencia de su organización interna, más que por las auctoritates invocadas o por los criterios externos de validación. Esta vía de indagación literaria queda trunca, pues en adelante vemos que la poesía de clerecía opta exclusivamente por el criterio de lo "verdadero" en términos ante todo religiosos y moralizantes. En este sentido, el experimento iniciado por el anónimo poeta del Alexandre no tendrá continuidad, y no llegará a abrir un camino para el despegue de una literatura de ficción a la manera en que los romans de materia antigua lo hacen para el desarrollo subsiguiente del roman courtois en el ámbito anglonormando6. Que yo sepa, solamente Michel Garcia (1989) ha intentado reflexionar sobre este fenómeno, en un trabajo que no ha recibido la atención que merece. El hecho de que la literatura romance más culta quedara constreñida a la elaboración de temas religiosos, sin lograr constituir un público para la ficción, es evaluado por este crítico como un fracaso en la mediación clerical:
Tal vez sea un tanto exagerado atribuir la responsabilidad de ese fracaso al poeta del Alexandre por haberse adelantado a los gustos de su potencial público; tampoco creo que haya que culpar a Berceo por haber llevado la "nueva maestría" hacia el ámbito de lo no-ficcional, donde quedará encerrada por siempre, con la (posible) excepción de ese extraño y tardío experimento que es el Libro de buen amor. Quizás haya que pensar que la ficción necesita, para consagrarse, de instituciones laicas suficientemente fuertes como para disputar significados a la Iglesia, que durante las primeras décadas del XIII ejerce todavía, sin dudas, el monopolio del poder en la asignación de sentido. En ese contexto, no es llamativo que sean las "cosas veras" de Berceo las que marcan el camino, y que haya que esperar aún bastante para ver que la narración se anime a transitar las sendas de la ficción
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NOTAS 1 Basten los siguientes ejemplos para ilustrar esta confusión conceptual: "Es por eso por lo que el elemento maravilloso obtiene un lugar fundamental en el mundo que evoca la hagiografía. [...] Puede decirse que esa atracción por lo esotérico es algo inherente al hombre, y más en la Edad Media, muy lejos aún de los planteamientos racionalistas que se adoptarían más tarde" (Baños, 1989, p. 194; las cursivas son mías); "[...] en los relatos continuarán las referencias a lo maravilloso, pero éstas se deben entender en primer lugar, en la medida en que estos hechos sobrenaturales e inexplicables contribuyen a consolidar la fama de santidad [...]" (García de la Borbolla, 1997, p. 177; las cursivas son mías). Para despejar la cuestión, véanse, entre otros, los estudios ya clásicos de Ward (1987) y Le Goff (1991), en los que se aclara que el campo del milagro está bien diferenciado tanto de lo maravilloso como de lo mágico. 2 La identificación entre el término fabula y la mentira, presente en las definiciones de Isidoro, sirvió a la Iglesia en sus polémicas con los mitos paganos y con las opiniones heréticas, ideas que fueron "stamped as fabulae and therefore false by contrast with Christian truth" (Green, 2002, p. 136). 3 En el ámbito hispánico no está documentado el uso de la serie épica por parte los hagiógrafos, como sí sucedió en Francia. 4 Una parte de estos recursos coincide con los que analiza Jeanette Beer (1981) como los más característicos para la construcción de la verdad narrativa durante el período medieval. 5 Además del estudio en colaboración mencionado al principio, baste por el momento la mención de algunos de los trabajos más conocidos: Menéndez Pidal, 1957; Dutton, 1961; Deyermond, 1973: 115-116; Baños, 1989: 115-20; Montaner Frutos, 1997; Grande Quejigo, 1998 y 2000, etc. 6 Ian Michael (1967) analiza posibles paralelos entre el programa literario de Chrétien de Troyes y el del poeta del Alexandre (retomado por Deyermond, 1973: 105).
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