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La carrera vital de Don Diego de Silva Velázquez coincide con un periodo muy definido de la historia de España. Nace en 1599, un año después de la muerte de Felipe II. Aunque los síntomas de declive del Imperio hispánico se hacían ya patentes, aún era, con gran diferencia, la potencia más grande y más temida. Muere en 1660, un año después de que la Paz de los Pirineos consagrara la transferencia de la hegemonía europea a la Francia de Luis XIV. Durante esos sesenta y un años ocurrieron en toda Europa infinidad de avatares, en general de signo adverso, que configuraron el siglo XVII como "Siglo de Hierro". Hubo guerras desastrosas, rebeliones sangrientas, mortandades que espantaron a los contemporáneos, y un hecho insólito que llenó de consternación y asombro a una sociedad educada en el respeto casi religioso a la institución monárquica: la muerte de un rey en el cadalso. Aquella Europa tenía contornos indecisos; la extremidad septentrional era casi terra ignota, el Mediterráneo, que formaba la frontera sur estaba en gran parte en poder de turcos y berberiscos, y las costas de las naciones cristianas vivían bajo la constante amenaza de los piratas. Las mayores incertidumbres estaban en el Este; no se consideraba europeo el Imperio otomano, que entonces llegaba hasta las puertas de Viena. Bohemia y Polonia, estaban firmemente adscritas a la cultura occidental, mientras que el espacio de la inmensa Rusia, por su atraso, su lejanía y su religión ortodoxa era un mundo aparte con el que se mantenían pocos contactos. Una Europa, en suma, bastante más pequeña que la actual, aunque al oeste, se extendía, como una promesa, América, en vías de colonización y desarrollo. No sólo era Europa más pequeña, sino internamente dividida por oposiciones políticas y religiosas: las viejas monarquías unificadas (España, Francia, Inglaterra) se disputaban, el predominio sobre los pequeños estados italianos y alemanes que no habían conseguido su unidad. Y junto a estas rivalidades políticas estaban otras, religiosas, que a principios del siglo XVII parecían en vías de apaciguamiento, pero luego estallaron con furia incontenible. La combinación de estos dos factores produjo extrañas alianzas, como pudo verse en la Guerra de los Treinta Años (1618-1648) que desde sus orígenes religiosos derivó cada vez más hacia un conflicto político, y terminó con un triunfo protestante gracias a la intervención de Francia, potencia católica. Lo que nos llena de sorpresa y admiración es que una Europa tan afligida por toda clase de desastres fuera capaz de desarrollar tal potencia creativa, porque la época de Velázquez fue también la de Rembrandt, Bernini, Pascal, Galileo, Monteverdi y otros muchos genios de la Ciencia, el Arte y la Literatura. En la cultura española se registró, sin embargo, una asimetría significativa; a pesar de la profunda crisis interna, al morir Velázquez todavía las artes plásticas mantenían un nivel muy alto, mientras la creación literaria, muy brillante en la primera mitad del siglo, iniciaba un descenso profundo. Sin embargo, el fallo capital de la cultura española estuvo en la incapacidad de contribuir al nacimiento de la ciencia moderna; cuando la Economía y el Arte militar estaban entrando en un proceso de racionalización que requería una elevada preparación científica, esta deficiencia agravó el efecto de otros factores negativos, ya materiales, como la escasa densidad de población, ya espirituales: intolerancia religiosa, culto exagerado al honor, desprecio de los oficios manuales, que si no eran exclusivos de España, adquirieron en ella especial gravedad. Mucha parte de la culpa se ha achacado a la incomunicación, lo que no deja de ser paradójico teniendo en cuenta que España era el centro de un vasto imperio, con extensas relaciones internacionales. Especialmente intensas eran estas relaciones con Francia, tanto a nivel oficial como popular y literario; la tercera mujer de Felipe II fue una princesa de la Casa Real de Francia, Isabel de Valois. A comienzos del siglo XVII, verificada ya la suplantación de los Valois por los Borbones, se concertó el doble enlace del futuro Luis XIII con Ana de Austria, hermana de Felipe III de España, y del hijo de éste (el futuro rey Felipe IV) con Isabel de Francia. Estos lazos familiares no impidieron que, por razones de Estado,las relaciones entre ambas monarquías sufrieran un progresivo deterioro hasta llegar a una confrontación abierta. Pero las frecuentes guerras entre Francia y España no impidieron que se desarrollara un sentimiento de estimación mutua, que la lengua castellana fuera cultivada en Francia ("ni hombre ni mujer deja de aprenderla", escribió, con notoria exageración Cervantes en el Persiles) y que los grandes autores españoles del Siglo de Oro, tales como Guevara, fray Luis de Granada, Cervantes, y Lope, tuvieran allí muchos lectores. En 1635, en el París amenazado de cerca por las tropas españolas, el público llenaba el teatro donde se representaba un drama de asunto netamente castellano: El Cid, de Corneille. Estas complejas relaciones amor-odio también tuvieron su reflejo en la vida económica. Hubo una intensa emigración de franceses a España; llegaban desde las regiones más pobres atraídos por los altos salarios a colmar el vado dejado por la expulsión de los moriscos; muchos de ellos se dedicaban a los oficios más humildes; probablemente el modelo de El aguador de Sevilla, obra de juventud de Velázquez, fue uno de estos franceses emigrados de Auvernia o de los Pirineos. Pero también llegaban mercaderes que se introdujeron en el tráfico de Indias, o bien se abrieron paso en varios ramos del comercio interior. Se sabe que una parte de las librerías de Madrid era propiedad de franceses, lo que no tiene nada de extraño, porque París y Lyon eran ciudades donde se imprimían gran cantidad de libros españoles. Para estos hombres, cada ruptura de hostilidades entre España y Francia era una amenaza tanto para su negocio como para sus personas. Las relaciones con los países del Norte eran menos intensas, pero hay que señalar la presencia de artistas y técnicos flamencos y la persistencia de la demanda de objetos de arte procedentes de los Países Bajos. Incluso con los holandeses, a pesar de las prolongadas hostilidades, había intensas relaciones comerciales, porque ellos actuaban como intermediarios de muchos productos que España necesitaba: cereales de Polonia, pescados, maderas y cobre de Suecia, etc. Las ciudades hanseáticas de Alemania tenían representantes en los puertos de España. Cuando en la paz anglohispana de 1604 se estipuló que los comerciantes ingleses no serían molestados por la Inquisición, esto sentó un precedente para que más tarde holandeses y alemanes obtuvieran igual privilegio. Por otra parte, las relaciones con Austria estaban facilitadas por la comunidad de religión, de intereses y de dinastía; los Habsburgos de Madrid y los de Viena se apoyaban mutuamente en el tablero internacional, y muchos años el mercurio de Idria fue empleado para beneficiar los minerales de plata del Nuevo Mundo. Con el tiempo, la corte de Viena adoptó el traje negro y la rigurosa etiqueta de la corte de Madrid. En ella, el embajador español era el personaje más importante después del emperador. Con estos amplios contactos internacionales, con los soldados españoles presentes en toda Europa, con una extensa red de confidentes y espías, con una capacidad de expansión cultural muy elevada ¿cómo puede hablarse de aislamiento español? Aquel aislamiento, sin embargo, existió, aunque fue más espiritual que físico. Los contactos se reducían a una capa poco extensa; la masa de la población desconfiaba de los extranjeros, en parte por motivos religiosos, y los decretos promulgados por Felipe II prohibiendo el estudio en universidades extranjeras y apoyando las barreras establecidas por la Inquisición por medio de procesos a los herejes y prohibiciones de libros heterodoxos contribuyeron a crear un clima propicio a la comunicación intelectual. España fue permeable a las influencias literarias artísticas que llegaban del exterior, pero en el terreno científico se fue aislando cada vez más, decayendo, de una posición de relativo equilibrio en el siglo XVI a otra de clara desventaja en el XVII. Hubo motivos políticos en esta evolución; la lucha del Estado español contra los protestantes de Inglaterra, Holanda y Alemania la explica en parte, pero hay que tener también en cuenta la situación interna de España en el siglo XVII y el progresivo deterioro de los factores económicos y sociales. España tenía en 1600 algo menos de ocho millones de habitantes, más que Inglaterra, pero menos que Italia y apenas la mitad de Francia. El potencial humano era inferior al que requería el mantenimiento de una política mundial, teniendo en cuenta que además debía proporcionar emigrantes a las colonias de América. Este equilibrio entre las necesidades y las realidades demográficas se acentuó a lo largo del siglo XVII. En el mismo umbral de aquella centuria una extensa y pertinaz epidemia segó medio millón de vidas. Poco después, en 1609-1610 fueron expulsados trescientos mil moriscos. La medida produjo grandes trastornos en el reino de Valencia; menores, aunque considerables, en Aragón, Murcia y algunas comarcas de Castilla. Este suceso fue diversamente comentado y dejó una honda huella en el recuerdo colectivo. Sirvió de tema a un cuadro, hoy perdido, con el que Velázquez pretendió entrar en contacto con el recién proclamado rey Felipe IV, que por cierto no consideraba de modo positivo aquella cruel medida que tomó su predecesor. Las catástrofes epidémicas siguieron abatiéndose sobre España; de especial intensidad fue la que, entre 1648 y 1653, castigó todas las regiones mediterráneas, y en especial Andalucía; Sevilla, la patria de Velázquez, fue una de las ciudades más afectadas. Todavía hubo otra gran invasión de la temible peste bubónica, a más de otras epidemias más localizadas. Cada una de ellas dejaba un rastro de luto y desolación, visible en el arte de la época; muchas pinturas, y en especial las del sevillano Valdés Leal, reflejan esta presencia constante de la muerte y la sensación de que los bienes de este mundo son algo frágil y transitorio. Las pérdidas militares y la emigración a Indias intensificaron el desequilibrio demográfico; la crisis económica dificultaba o retrasaba los matrimonios; los nacimientos no bastaban a colmar las pérdidas. Se produjeron reajustes que cambiaron la fisonomía de España y la distribución de las masas humanas. Las regiones centrales fueron un foco de emigración hacia las zonas del litoral mediterráneo, las más castigadas por la despoblación. También emigraban muchos desde el Norte; Galicia, Asturias y el País Vasco habían sido beneficiados por la introducción del cultivo del maíz, recién importado de América. Sus altos rendimientos permitieron mantener una población más numerosa. A finales del siglo estas regiones del Norte eran las únicas que registraban un balance demográfico positivo, mientras las demás permanecían estancadas, e incluso algunas registraban retrocesos. Así fue como Castilla perdió su antiguo predominio en favor de las regiones periféricas. Sólo Madrid crecía, a costa de Toledo, Ávila, Burgos, Segovia, Valladolid y otras ciudades que habían conocido épocas de esplendor, traducido en incomparables monumentos. La decadencia de las viejas ciudades castellanas estaba motivada en parte por la emigración de familias nobles a la Corte, abandonando sus residencias provincianas y sus poco confortables castillos. Pero también, y en gran medida, por la crisis económica que atravesó España entera en aquel siglo, ya la que se atribuyen diversas causas. Una de las más evidentes era la competencia industrial de las naciones extranjeras, menos ligadas por las trabas de las ordenanzas gremiales y sus rígidas reglamentaciones, que limitaban la iniciativa particular, mejor dotadas de capitales y de invenciones técnicas, más preparadas, sobre todo todo en el terreno de la industria textil, para seguir los caprichos cambiantes de la moda. Influyó mucho también la diferencia de costes, porque España era entonces un país de vida cara y de salarios elevados. No hay que descartar tampoco el efecto de la mentalidad caballeresca del español, que le llevaba a menospreciar las actividades mercantiles y los trabajos manuales. El comercio de América cayó cada vez más en poder de extranjeros; los capitales que de allí llegaban escapaban rápidamente para pagar las importaciones, y también para atender el costo de la política exterior de los Austrias. Otra parte importante del oro y plata quedaba atesorado en forma de joyas, menaje de casa y objetos litúrgicos. La plata que almacenaban os conventos, los palacios y las iglesias de España formaban un total impresionante. En cambio, faltaban capitales para promover el desarrollo económico de la nación. El empobrecimiento de la nación afectó de forma negativa al mecenazgo artístico y literario del estamento noble y de la Iglesia; hasta 1627 la situación no parecía revestir especial gravedad, pero a partir de estas fechas empeoró rápidamente a causa de malas cosechas, devaluación monetaria, inflación y carestía. El giro de la política internacional también era preocupante; se mantenía la interminable guerra de Holanda, y la tensión llevó al conflicto armado en 1635. Luis XIII y Richelieu encontraron aliados en las potencias protestantes, y también dentro de la propia Península Ibérica. En 1640 los catalanes y portugueses, irritados por las cargas que imponía la guerra y el escaso respeto del poder central a sus seculares derechos y libertades negaron la obediencia a Felipe IV y se sumaron a sus enemigos. Los crecientes esfuerzos por financiar múltiples guerras se tradujeron en aumento de contribuciones y arbitrios ruinosos, como la venta de cargos públicos. El Estado rebajó en un 50 por 100 los intereses de la deuda pública, lo que provocó la ruina de muchos pequeños rentistas y la pérdida de confianza; nadie quería prestar dinero a un Estado que pagaba mal o no pagaba. El tratado de Westfalia (1648), en el que España reconoció la independencia de Holanda, fue la primera señal de que el Imperio hispánico ya no ostentaba la hegemonía europea. El siguiente paso en la pendiente del declive fue la Paz de los Pirineos (1659). Francia no abusó de su ventaja militar, se contentó con algunos territorios fronterizos porque la reina madre anhelaba el enlace de su hijo Luis y María Teresa, hija de Felipe IV. Tampoco éste fue el final de las guerras para la exhausta Castilla; quedaba pendiente la recuperación de Portugal, en la que Felipe IV se esforzó vanamente hasta el fin de su reinado. La crisis política y sus consecuencias económicas afectaron a todos los estratos de la sociedad española, aunque en medida diversa. Como sucede en todas las épocas de crisis hubo sectores beneficiados, sobre todo en la alta burocracia y en los miembros de las oligarquías municipales, pero fueron muchos más los perjudicados. Tanto la nobleza como el clero sufrieron una disminución de sus rentas. Sin embargo, aumentó el número de nobles y de clérigos. Esta aparente paradoja se explica porque, precisamente a causa de la crisis, eran muchos los que procuraban escapar a sus efectos acogiéndose a los privilegios de la Iglesia o de la hidalguía. Después de la guerra se fundaron pocos conventos, pero los existentes incrementaron sus miembros con personas arruinadas y desengañadas del mundo y con jóvenes que huían de las levas. Aumentó el número y descendió la calidad. Lo mismo ocurrió en el estado noble, sedentario y ocioso, habiendo perdido su antigua vocación guerrera. Todavía en los primeros años del siglo XVII se alistaban en los renombrados tercios hidalgos, segundones de familias nobles, de los que Velázquez nos ha dejado imágenes imperecederas en La rendición de Breda. Pero después escasearon los voluntarios y hubo que acudir a la recluta forzosa para cubrir los huecos dejados por las guerras. La famosa infantería española disminuyó en número y calidad por falta de hombres y por falta de dinero. El descontento por estas deterioradas condiciones de vida se manifestó en toda Europa por medio de revueltas que iban desde pequeños motines de hambre hasta revoluciones políticas de gran envergadura; en España se registraron dos de gran importancia: la de Cataluña y la de Portugal, a más de una larga serie de conflictos menores. Catalanes y portugueses negaron la obediencia a Felipe IV, los primeros de forma temporal, y definitiva los segundos. En la mayoría de los casos el pueblo, al amotinarse, aclamaba al rey, atribuyendo toda la culpa a sus ministros; "iViva el rey y muera el mal gobierno!", era el grito usual. La razón de esta actitud estaba en la arraigada lealtad monárquica, que ni siquiera los padecimientos y los desastres podían destruir. A sus ojos, el rey era el representante de la Divinidad, contra quien no era lícito rebelarse. Su poder era absoluto, pero no tiránico ni despótico. Absoluto quería decir que no estaba sujeto a las leyes ordinarias, pero sí a la ley natural, a las leyes morales, y también a los contratos pactados entre la monarquía y la nación. Por eso no podía imponer nuevos tributos sin consentimiento del reino representado en las cortes. Un monarca de tal poder y autoridad debía llevar una existencia distinta a la de sus vasallos, debía superar en magnificencia a todos, incluso los más elevados. La vida de una corte real debía dar a todos una impresión de majestad, y estaba regulada por una serie de leyes y costumbres que tenían por objeto señalar las jerarquías entre los servidores y separar la persona del rey de sus vasallos por medio de un complicado ceremonial llamado Etiquetas de Palacio. A diferencia de los reyes franceses e ingleses, los de Castilla no habían tenido una residencia fija hasta que en 1561 Felipe II decidió instalarse de modo permanente en Madrid. Antes de esta fecha los reyes recorrían incesantemente su reino aposentándose unas veces en viejos castillos y alcázares (Sevilla, Granada, Toledo, Valladolid...), otras en monasterios que tenían adjunta una residencia real (Guadalupe, Poblet, Las Huelgas...). Juntamente con los reyes se desplazaba lo esencial de la administración central. El crecimiento de la burocracia estatal hizo cada vez más incómodo que los funcionarios, servidores y archivos viajaran continuamente, y sin duda ésta fue una de las razones que movieron a Felipe II a fijar su corte. Madrid tenía también un alcázar de origen árabe, en una colina dominando el río Manzanares. Felipe II, que tantos tesoros invirtió en la construcción de El Escorial, dedicó muy poca atención al alcázar madrileño; fueron Felipe III y Felipe IV quienes lo ampliaron y decoraron, sin conseguir darle la prestancia que requería la morada del soberano de ambos mundos; seguía teniendo un aire severo, triste, y además carecía de espacio, porque en él se alojaban también los servicios administrativos, que atraían gran cantidad de pretendientes. La servidumbre palatina, los burócratas, los militares y civiles en busca de empleo y los simples curiosos animaban en continuo vaivén la plaza situada frente a la entrada principal del alcázar. Deseoso de agradar al rey, el conde duque de Olivares ofreció a Felipe IV, en el otro extremo de Madrid, otra residencia, el Buen Retiro, que tenía lo que al viejo alcázar faltaba: amplios espacios, jardines, fuentes, estanques, estancias alegres con pinturas de famosos artistas (Velázquez incluido) y un teatro donde se representaban comedias de los grandes dramaturgos de la época. En determinadas ocasiones se permitía la entrada al público y el rey se liberaba del minucioso ceremonial. También le ofrecía mayor libertad de movimientos la estancia en los Reales Sitios, que en su origen fueron cazaderos en los que se edificaron residencias más amables y menos suntuosas que las de Madrid. Con el tiempo se estableció un turno, según el cual el monarca y sus íntimos alternaba su residencia en Madrid con otras estancias en El Escorial, Aranjuez, Valsaín, La Zarzuela y El Pardo. En todas ellas había amplias extensiones de monte inculto destinadas a la diversión predilecta de los reyes: la caza. Gracias a ello la Casa de Campo y El Pardo se han salvado de la tremenda deforestación y aún ofrecen sus fondos velazqueños a los habitantes de la capital de España. El conjunto de los reales palacios exigía para su entretenimiento una legión de empleados y grandes sumas de dinero. Formaban en conjunto un Patrimonio Real, con administración separada de la Hacienda estatal. Los inventarios describen las innumerables riquezas que contenían: joyas, muebles, reliquias, códices y objetos artísticos de fabuloso valor. En los testamentos reales entre otros preciados objetos, siempre se mencionaban los cuernos de unicornio, a los que se atribuían maravillosas virtudes. La corte de Madrid era una entidad autosuficiente, una verdadera ciudad dotada de todos los servicios, en la que vivían miles de personas. Allí se preparaban alimentos exquisitos para la familia real y los altos dignatarios, y más ordinarios para la multitud de servidores. Los servicios religiosos contaban con un confesor real, personaje muy influyente, un limosnero mayor, y los capellanes, predicadores y músicos de la real capilla. Médicos reputados, cirujanos y boticarios se ocupaban de la salud de los palaciegos. El transporte utilizaba carrozas, literas y animales de carga. Los caballos y perros para las cacerías regias estaban bajo la inspección de un caballerizo mayor, y los capitanes de guardias se ocupaban de los cuerpos armados, más decorativos que eficientes. Lo mismo que en las casas de la nobleza, en el real palacio había hombres de placer, bufones, enanos, simples de espíritu, cuyas deformidades realzaban el esplendor de quienes tenían salud, belleza y riquezas. En el otro extremo de la escala, sabios, literatos eminentes, artistas insignes. En violentos contrastes, la corte encerraba todos los valores de la cultura de su época. Hasta la época de los Reyes Católicos, la alta nobleza había mostrado hacia la corte una actitud distante e incluso hostil, pero bajo los Habsburgos cambió de táctica, se aproximó a los reyes y les ofreció sus servicios, esperando a cambio recibir mercedes, encomiendas, virreinatos y otros fructuosos cargos. Solicitaron como gran honor ocupar los puestos de gentileshombres. Los aristócratas de más elevada cuna aspiraban a ser mayordomos, caballerizos, camareros y otros oficios palatinos. Carlos V había introducido una etiqueta muy rígida, tomada de la corte de Borgoña, que se superpuso, sin sustituirla, a la castellana, originando mucha duplicidad de funciones y un gran aumento de los gastos. En el siglo XVII llegó al millón anual de ducados, en un presupuesto estatal que no llegaba a diez millones. Uno de los propósitos de Felipe IV cuando empezó a reinar en 1621 fue disminuir este tremendo gasto; lo hizo aconsejado por don Gaspar de Guzmán, conde de Olivares y luego duque de Sanlúcar, que apoderado del favor real iba a dirigir la marcha de la monarquía hasta su retiro en 1643. El fenómeno de la privanza no fue exclusivo de España; Jacobo I y Carlos I de Inglaterra, Luis XIII y Luis XIV de Francia también tuvieron ministros que acumulaban las funciones que hoy ejerce un jefe de gobierno o primer ministro con la intimidad que proporcionaba la amistad personal con el soberano. En teoría el rey lo examinaba y lo decidía todo; en la práctica, aunque estuviera auxiliado por los consejos y los secretarios reales, esto no era posible. Si además el rey quería disfrutar de la vida le era indispensable apoyarse en un favorito. Esta fue la relación entre Felipe IV y Olivares. El rey era un hombre de gran cultura, dominaba varios idiomas y tenía un exquisito gusto artístico, sobre todo en materia de pintura. Nunca se desentendió del gobierno de la nación. Pero bajo su apariencia impasible escondía un temperamento ardiente y sensual. Tuvo numerosas amantes e hijos bastardos, a pesar de que amaba a su esposa, la bella Isabel de Francia. La actividad de Olivares aliviaba su trabajo, le permitía dedicarse a variados placeres, sensuales y artísticos, con gran disgusto de sus vasallos por esta dejación de funciones, a la que achacaban los males que sufría el reino. El propio rey tenía crisis de remordimientos y temía el castigo divino.
* * * La vida de Velázquez se resume en su actividad artística. Exceptuando sus dos viajes a Italia su existencia transcurrió en el taller de Sevilla y el alcázar madrileño, sin los variados acontecimientos y los dramáticos episodios que esmaltan la biografía de otros artistas. Podría pensarse que su vida no fue representativa, mas una consideración más detenida nos convence de lo contrario. Velázquez, no sólo como artista sino como hombre, encaja perfectamente en el ambiente de su época y refleja las circunstancias en que vivió. Nació en Sevilla, cuna de grandes artistas y punto de atracción para otros muchos nacidos fuera de su recinto, atraídos por su fama y sus riquezas. Punto de llegada de los galeones de Indias y sus inmensos tesoros, Sevilla, con cerca de 150.000 habitantes, era la ciudad más importante de España, residencia de nobles, clérigos y ricos mercaderes, muchos de los cuales fueron mecenas de literatos y artistas. Su padre era oriundo de Portugal, y éste es otro rasgo muy típico; las estrechas relaciones entre los dos estados peninsulares habían culminado en 1580 con la unión de ambas coronas, lo cual propició una intensa emigración portuguesa, que en su mayor parte se dirigió hacia la zona del Bajo Guadalquivir, y en la mayoría de los casos contrajeron matrimonio y se afincaron definitivamente. A partir de la separación de Portugal, iniciada en 1640 y consumada en 1668, los portugueses empezaron a ser mirados con desconfianza. Ésta fue una de las causas que dificultaron la concesión del hábito de Santiago al eximio artista. La prosperidad de Sevilla comenzó a decaer desde comienzos del siglo XVII, y a la par que crecía la importancia de Madrid; tras el fugaz episodio del traslado de la corte de Valladolid (1600-1606) pareció evidente que ya no se movería de allí; su población creció hasta superar la de Sevilla, y muchos aristócratas abandonaron sus residencias en provincias para construir sus palacios en Madrid, que también suplantó a Sevilla como centro del mecenazgo artístico. Esto explica la emigración de varios grandes artistas: Velázquez, Zurbarán y otros. La marcha de Velázquez a Madrid se sitúa en los comienzos del reinado de Felipe IV, y bajo la égida de su favorito, don Gaspar de Guzmán. El hecho adquiere toda su significación si se piensa que don Gaspar, aunque nacido en Roma, se consideró siempre sevillano, como lo habían sido su padre y su abuelo. Don Gaspar, en sus años juveniles, frecuentó los círculos en los que bajo la égida de nobles patronos se reunían literatos y artistas; entre ellos, Pacheco, el suegro de Velázquez, Jáuregui y Rioja, poetas líricos, el segundo de los cuales fue su bibliotecario y confidente. Cuando don Gaspar de Guzmán consiguió tener un poder absoluto en la corte favoreció a sus amigos sevillanos; sin tan poderoso protector le hubiera sido difícil a Velázquez superar los obstáculos que se oponían a su nombramiento como pintor real. Su carrera parece así ligada al fenómeno de la privanza, a cuya importancia ya nos hemos referido. Los lazos internacionales de la España de su tiempo también aparecen claros en la carrera artística de Velázquez; sus dos únicos viajes al exterior (el segundo bastante prolongado) tuvieron como meta Italia, y más concretamente Roma, donde tantos compatriotas suyos residían, y que seguía siendo fuente inextinguible de inspiración para los artistas. Con el otro gran foco de cultura, los Países Bajos, sus contactos tuvieron que ser indirectos, pero eficaces; en Sevilla pudo contemplar una gran cantidad de tablas y lienzos de Flandes y trabar conocimiento con artistas de aquellas regiones. Entre los contactos posteriores no hay que olvidar su amistad con Pedro Pablo Rubens. Menos podemos decir acerca de sus relaciones con Francia, entorpecidas por las casi continuas guerras; pero hay detalles sintomáticos de que esas relaciones existieron; fue el pintor de la reina Isabel, y en su calidad de Aposentador de Corte se tomó un gran trabajo en organizar el viaje de la familia real a Fuenterrabía. Es posible que la fatiga y las preocupaciones que le ocasionó este viaje aceleraran su muerte. De carácter también puramente dinástico fueron sus relaciones con la corte de Viena, donde aún se conserva una parte de su obra. Sintomático también del ambiente de su época es su ambición por obtener una pública declaración de la nobleza de su linaje, sin duda para superar dos prejuicios muy extendidos, uno sobre su ascendencia y otro que tocaba a su profesión. Sobre los portugueses que residían en España pesaba la sospecha de que podrían pertenecer al grupo de los marranos de origen judío. Nadie podía afirmar que lo hubiera sido el padre de Velázquez, pero tampoco era fácil desvanecer la sospecha, porque el estado de guerra impedía hacer las averiguaciones necesarias en la época en que Velázquez solicitó el hábito de la Orden de Santiago. El obstáculo relativo a la profesión era también fuerte: la separación entre el artista y el artesano, que ya en el siglo XVI era clara en Italia, tardó mucho más tiempo en reconocerse en España, y los talleres de los más insignes artistas funcionaban con arreglo a las normas gremiales. El Greco había obtenido un triunfo consiguiendo que las pinturas que había ejecutado para el hospital de lllescas no pagasen tributo, pero éste fue un episodio de alcance limitado; durante todo el siglo XVII los pintores tuvieron que seguir batallando para que la Pintura se considerase arte liberal, y no oficio manual. Había que contar también con la protesta permanente de los militares de que los hábitos y encomiendas de las Órdenes, creados para premiar servicios de guerra, se concediesen a cortesanos y burócratas. Todos estos factores explican que, a pesar del decidido interés de Felipe IV por complacer a quien admiraba como artista y quería como amigo, la concesión del hábito de Santiago a Velázquez resultara tan laboriosa; hubo que pedir dispensa a la Santa Sede, porque las Órdenes militares seguían siendo, al menos en teoría, órdenes religiosas, y Velázquez tuvo que declarar que pintaba por agradar y obsequiar a su rey, no como una profesión ejercida para ganarse la vida. Aunque carecemos de elementos sobre la ideología de Velázquez, este empeño suyo por alcanzar la hidalguía y certificar la limpieza de sangre de su linaje indica hasta qué punto compartía la mentalidad de los españoles de su tiempo. Buero Vallejo, distinguido dramaturgo, en una pieza teatral justamente célebre por su calidad literaria, ha bosquejado el perfil de un Velázquez inconformista, algo así como un lejano precursor de Goya, un espíritu rebelde condenado a vivir en medio de una sociedad que no le satisface y no le comprende, pero no hay nada que autorice tal suposición. Lo que podemos conjeturar, a través de su vida y de su obra, es que su carácter estaba alejado de la crueldad, el fanatismo y las superstición, que tanto abundaron en aquella época y en otras épocas, pero de ninguna manera que rechazara los valores fundamentales de una sociedad con la que se sentía plenamente identificado.
Esta semblanza de Don
Diego Velázquez ilustra el Catálogo de la exposición
sobre el pintor, Indice del monográfico
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