Disidencia religiosa
La existencia de corrientes de opinión (el término griego airesis = herejía, opción filosófica libremente elegida) es consustancial a todas las grandes religiones. Ortodoxia versus heterodoxia ha creado una imagen de unidad frente a variedad de pensamiento. Las dificultades comienzan a la hora de fijar los límites entre una y otra. Hereje, heterodoxo, disidente, son expresiones utilizadas muchas veces como armas arrojadizas. Más aún, el descubrimiento de la verdad como conjunto de dogmas ha sido fruto, por lo general, de una progresiva decantación. |
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En sentido hipercrítico (idea de Bauer), se ha sostenido que la heterodoxia (identificada con la variedad de opciones) precede a la ortodoxia, definida como unidad de pensamiento rígidamente establecido. No en balde, San Pablo hablaría de la conveniencia de que existieran bandos para que, a través de ellos, se descubriese los que eran de probada virtud. (1 Cor.11, 19.)
El cristianismo, que tuvo su campo de expansión inicial en la sociedad helenística, alimentó desde fecha temprana distintas escuelas doctrinales. El más elevado nivel cultural de la cuenca oriental del Mediterráneo -matriz del imperio bizantino- y su consiguiente mayor proclividad a la especulación teológica, hicieron de ella campo abonado para las primeras grandes herejías: gnosticismo, montanismo, marcionismo, arrianismo, nestorianismo, monofisismo. ..
Hasta fecha avanzada, el Occidente romano-germánico fue a remolque de la proliferación de corrientes doctrinales anatematizadas por una ortodoxia cada vez más definida. Priscilianismo, donatismo o pelagianismo (entre fines del siglo IV y comienzos del V) , pese a su indudable importancia, quedan en un rango inferior frente a las grandes querellas cristológicas de Oriente. El arrianismo, religión de los germanos asentados en el Occidente desde los inicios del siglo V, fue, a fin de cuentas, una herejía de procedencia oriental. Sólo a partir del siglo VIII, la Europa occidental va forjando definitivamente su personalidad. Una personalidad que conlleva la existencia de herejías propias.
La Europa carolingia -con ella se ha sostenido, empieza verdaderamente la Edad Media en el conjunto del Occidente- fue anti-lslam y anti-Bizancio. A ello contribuyó la política de emulación iniciada en la coronación de Carlomagno la Navidad del 800, pero también el presentarse frente a Bizancio como campeona de la ortodoxia. En efecto, ante una Constantinopla que en torno a esta fecha había sufrido el último de los grandes traumas espirituales de su historia interna -la querella iconoclasta-, el mundo carolingio ofrecía una aparente homogeneidad religiosa. No faltaron problemas, sin embargo: la herejía adopcionista (vid. artículo dedicado a la herejía en el medio hispánico), proyectada desde España al sur de Francia, la querella predestinacionista de Gotskalk, o el pensamiento de signo panteísta de Scoto Erigena. La primera, pese al poder de captación que demostró, se extinguió en los primeros años del siglo IX, y predestinacionismo y erigenismo no pasaron de ser especulaciones filosóficas de dos de los mejores cerebros de mediados de la centuria, pero prácticamente sin proyección social.
El mismo destino -a título de ejemplo- cabría a lo largo del siglo XI a la querella eucarística protagonizada por Berengario de Tours. Pero cuando este personaje muere en 1088 en apacible retiro en la isla de San Cosme, la situación espiritual del Occidente se encuentra en un período de sensibles transformaciones. Las herejías intelectuales van dando paso a los grandes movimientos religiosos de masas.
Reforma eclesial
Dos hechos inciden de forma decisiva en el desarrollo de los movimientos heréticos del Occidente entre los siglos XI al XIV: los intentos de reforma en la Iglesia y las transformaciones sociales y económicas que permiten hablar, para estos tres siglos. de un período de expansión. Las ciudades -en franca recuperación en estos años- se convierten en escenario de las más variadas experiencias espirituales.
Los vicios eclesiásticos, acrecentados a lo largo del Alto Medievo. despertaron, en especial desde los inicios del siglo XI, sinceros deseos de reforma desde la cúpula de la jerarquía. La simonía (tráfico mercantil de cargos eclesiásticos), el nicolaísmo (concubinato de los clérigos), la investidura laica (intromisión de los poderes seculares en la provisión de los cargos religiosos) y, en definitiva, la mediatización en la elección de papas protagonizada por los señores romanos o los emperadores alemanes, eran otros tantos abusos a los que una serie de reformadores trataron de poner coto. Fueron los Pedro Damiano, Humberto de Silva Cándida o el monje Hildebrando, papa desde 1073, con el nombre de Gregorio VII. La expresión reforma gregoriana ha quedado consagrada.
A su lado, otras corrientes deseosas de una transformación radical de la Iglesia acometieron una virulenta denuncia del clero corrompido. La expresión más dramática fue la pataria milanesa, vasto movimiento popular apoyado al principio por los propios reformadores de la curia. Pero el movimiento evolucionó de la reforma de costumbres del clero al cuestionamiento de la jerarquía. Veteranos dirigentes patarinos como el clérigo Arialdo y el caballero Erlembaldo fueron víctimas de las pasiones desatadas. Los propios reformadores gregorianos hubieron de maniobrar para captarse el ala moderada del movimiento y arrojar la radical al pozo del anatema.
La experiencia reformista milanesa (Milán será designada en el futuro por la jerarquía romana como cueva de herejes) sentó el precedente para que otras ciudades italianas en años sucesivos se convirtieran en receptáculo de nuevas experiencias sediciosas. La de mayor entidad fue el arnaldismo romano de mediados del siglo XII. Mezcla de visionario religioso y de tribuno, Arnaldo de Brescia controlará la capital pontificia entre 1145 y 1155, fecha de su ejecución. Heredero de la vieja tradición republicana romana y de la idea de pobreza evangélica, Arnaldo adquirió fama de heterodoxo más que nada por su amistad con Pedro Abelardo.
Fue el sentido tumultuario del movimiento arnaldista y el cuestionamiento de alguna de las potestades jurisdiccionales (ajenas a lo puramente eclesiástico) que los pontífices trataban de arrogarse en estos años lo que hizo considerar a la jerarquía romana que se estaban traspasando peligrosamente las fronteras de un intento reformista ortodoxo. Para ello, éste habría de desenvolverse dentro de los condicionamientos sociales y políticos del momento y sin llegar a ponerlos en tela de juicio.
Reforma social
El cuestionamiento del orden social (se ha hablado de herejías antifeudales) es una buena piedra de toque para calibrar el valor de los movimientos heréticos del Medievo .
¿Herejías como formas de canalizar una protesta social? En ocasiones, en efecto, pueden agrupar a gentes desesperadas, pero las más de las veces componen frentes socialmente heterogéneos, por lo que resultan muy vulnerables frente al aparato represivo de la Iglesia. Aunque no deba llegarse a la simplificación de entender por herejía la expresión de la lucha de clases, la disidencia religiosa en el Medievo tiene con frecuencia el valor de un cuestionamiento del orden social, que es algo más que la simple jerarquización de categorías sociales. Y -habría que añadir- los canales utilizados para ello no suelen tener un sentido renovador: consideran los modelos del pasado (supuesto igualitarismo bíblico, pobreza evangélica) antes que la construcción de un futuro completamente diferente.
En este ambiente se propician movimientos de tipo mesiánico, profético, milenarista y otros de similar textura. Los estratos más desheredados de la sociedad medieval depositaron en ellos sus esperanzas, en especial en momentos difíciles: epidemias, vacíos de poder, acentuación de los desequilibrios sociales, etcétera. En tal contexto actúan personajes de carne y hueso (mesías como Tanquelmo o Eon de Stella en la primera mitad del siglo XII) o mitos (el recuerdo de Carlomagno o el de Federico Barbarroja, a quien la imaginación popular se negaba a reconocer como muerto). Ellos se encargarán de conducir a sus seguidores en especial o a sus pueblos en general a un mundo en el que el fin de las desigualdades sociales y de la práctica sacramental impuesta por la Iglesia serían las condiciones previas para la salvación.
En un terreno más intelectual izado se mueve la obra del cisterciense Joaquín de Fiore (muerto en 1202), que planteó a sus discípulos y seguidores la posibilidad de un reino del Espíritu Santo hacia 1260, momento en que la Iglesia jerarquizada daría paso a una especie de papado espiritual exclusivamente.
Renovaciones semejantes de la sociedad trataron de acometer los movimientos de pobreza voluntaria. La mecánica de sus relaciones con el poder eclesiástico establecido repite modelos anteriores.
La Iglesia en su expresión jerárquica no condenó por principio la pobreza voluntaria. La canonización de numerosos eremitas y la aprobación de comunidades monásticas que incluían este precepto en sus normas son (sugiere Manteuffel) buena muestra de ello. La actitud cambió cuando el ideal de pobreza voluntaria dejó de ser una aspiración individual para encabezar auténticos movimientos populares que, desde mediados del siglo XII en particular, pusieron en tela de juicio, o bien el orden social en un sentido global o bien -caso del arnaldismo- el papel de una Iglesia que por su mundanización e intento de dominio universal chocaba frontalmente con las aspiraciones reformistas de las que se había pretendido campeona.
Pedro Valdo y el valdismo en general simbolizan bien el drama de un sector del laicado progresivamente más culto, ganado por los ideales de pobreza voluntaria y por el deseo de romper con el monopolio de la predicación ostentado por el estamento eclesiástico. La escisión del valdismo a la muerte de su fundador (hacia 1184) con la condena del ala más radical y la atracción por Roma de los más moderados en el coloquio de Pamiers de 1207 confirma los viejos esquemas. y no será la última vez. Años después el drama se repetirá a la muerte del otro gran defensor de la pobreza absoluta: Francisco de Asís.
Reforma radical de la Iglesia, pobreza voluntaria y corrientes de signo minoritario e intelectual, sólo marginalmente afectan a la principal de las herejías del Pleno Medievo: el catarismo. Desde mediados del siglo XII -momento clave en los movimientos heteroddoxos occidentales- afectará profundamente al Mediodía de Francia y, en menor grado, a algunas zonas de Italia y otros países del Occidente. Desde el punto de vista doctrinal (vid. artículo dedicado al problema) , supuso un revivir del dualismo. Desde otros ángulos presenta una rica problemática; por sus connotaciones sociales, culturales, nacionales, se convierte en el mayor peligro para la unidad de la Iglesia romana. El catarismo será, así, la piedra de toque para la definitiva perfilación de la doctrina y el aparato represor puestos en juego por el Pontificado en estos años.
Réplica de la Iglesia
Se ha considerado la bula lIle Humani Generis, promulgada en 1232 por Gregorio IX, como el acta de nacimiento de la Inquisición, tomada como quintaesencia del espíritu de intolerancia de la Iglesia.
En realidad no es más que el fin del largo camino iniciado por los gobernantes del Bajo Imperio en el siglo IV al dictar una serie de constituciones que incluían duras penas contra arrianos, maniqueos y otros disidentes. Algunos años más tarde (entre el 411 y el 430), San Agustín abogó por una actitud de severidad y de colaboración de los dos poderes -espiritual y temporal- en la represión de la herejía donatista en el norte de Africa. Quedaba así sentado un grave precedente y su primera víctima notable sería el heresiarca español Prisciliano, ejecutado en Treveris en el 385 por orden del usurpador Máximo.
La conjunción de las tradiciones imperiales y canónicas en la represión de la heterodoxia quedaba fijada. Sin embargo, la debilidad de los movimientos heréticos en Europa antes del año 1000 y la facilidad con que los disidentes se plegaron a las sentencias hizo innecesaria una excesiva severidad .
La situación fue cambiando, en especial a lo largo del siglo XII. Por una parte, las corrientes heréticas eran más numerosas y tenían una proyección social más amplia. Por otro lado, la jerarquía eclesiástica, como categoría social oficialmente reconocida, guardiana por excelencia de la fe y monopolizadora de la administración de los sacramentos como medio de acción salvífica sobre el conjunto de la sociedad, será el blanco favorito de las herejías. Por último, la renovación del Derecho Romano -Bolonia a la cabeza- consolidará una inffraestructura jurídico-doctrinal en la que la Iglesia (paralelamente al poder civil) se apoyará para ejercer con mayor firmeza su autoridad sobre la masa de fieles y yugular toda disidencia. La labor de los canonistas (Graciano, Rolando Bandinelli, Huguccio, Lotario de Segni. ..) , algunos de ellos accedidos al Papado, será decisiva en la afirmación de este proceso.
Si bien los dos poderes actuaron frente a la herejía -atentatoria contra la unidad religiosa pero también contra el orden social en general-, lo hicieron muchas veces sin coordinación. Sin embargo, desde el concilio de Verona del 1184, la Iglesia pide con insistencia al poder civil que proceda contra los herejes cuando la jerarquía lo solicite.
El castigo tendrá dos expresiones: las medidas militares en forma de cruzada -los cátarosc del Mediodía de Francia (vid. artículo del informe) fueron los primeros en sufrir las consecuencias- y las medidas judiciales, perfeccionadas en una serie de concilios, tanto provinciales como generales, caso del IV de Letrán de 1215. La investigación de las causas de herejía por parte de tribunales (en manos fundamentalmente de los dominicos) y la colaboración exigida a los poderes civiles en la persecución y aplicación de la última pena terminaron de forjar el instrumento del que -también en este caso- los herejes del Languedoc serían víctimas. Desde 1231 se impone un término que hará fortuna: inquisidor.La herejía en la Baja Edad Media
Si el siglo XII fue etapa de expansión de la herejía, el XIII es de contención. Corrientes como el catarismo y el valdismo se ven progresivamente reducidas a la impotencia, aunque su desaparición no sea total ni mucho menos. El valdismo, en concreto, mantendrá un conjunto de colonias, especialmente en Italia, más allá de la estricta Edad Media.
En la primera mitad del siglo XIV, la Iglesia sigue su batida contra corrientes ya arraigadas en el período anterior. Espirituales franciscanos y fraticelli, hijos del franciscanismo radical, sufren la condena de Juan XXII. Algo similar ocurre con los conventículos y panteístas -Hermanos del Libre Espíritu- y con cciertas formas de piedad proclives a una excesiva independencia, caso de los beateríos de beguinas, o a manifestaciones aberrantes como los flagelantes, que proliferaron en momentos de crisis. La gran oleada de peste de 1248 fue una excelente piedra de toque.
Es, sin embargo, en la segunda mitad de la centuria cuando advertimos la existencia de movimientos heréticos de nuevo cuño, dotados de una gran capacidad de expansión. El clima les fue propicio, ya que, a las tensiones materiales del siglo (peste, crisis financiera, carestía, guerra generalizada entre Francia e Inglaterra. ..) se unen circunstancias de orden espiritual extremadamente graves, en especial la crisis del Pontificado, primero con su traslado a Aviñón y, desde 1379, con el estallido del cisma, que dividirá durante algunos decenios a la cristiandad occidental en dos bandos irreconciliables.
En este ambiente -matizado por algunas peculiaridades propias del medio inglés- surge la figura de Juan Wyclef .
Se ha fijado en 1370 el punto de arranque del wyclefismo. Es el momento en que el reformador de Oxford inicia la publicación de una serie de obras: Determinatio, De Ecclesia, De veritate Scripturas, De officio regis, De civile domino. En ellas se exponen puntos de vista insostenibles para la Iglesia establecida: identificación de la verdadera Iglesia exclusivamente con la comunidad de predestinados, amplios reproches a la actuación del Pontificado, cuestionamiento de la transustanciación eucarística, defensa de las facultades civiles frente a los beneficiarios eclesiásticos que obren injustamente, etcétera.
El wyclefismo fue al principio una doctrina con proyección exclusivamente académica. Sin embargo, sus acres críticas al orden eclesiástico causaron profunda impresión en sectores antipapales y antijerárquicos de la sociedad inglesa. Así, se han encontrado influencias wyclefitas en predicadores populares ingleses que atizaron el movimiento de los trabajadores de 1381. El Cuando Adán araba y Eva hilaba, ¿dónde estaban los señores?, de John Ball, es ilustrativo de la simbiosis de religiosidad y reivindicación social a la que se llega en momentos particularmente tensos. Si bien los poderes públicos ingleses actuaron con tremenda severidad contra los revoltosos, el wyclefismo moderado se refugió en las esferas de la administración británica, deseosa de aligerar la vieja dependencia con las autoridades papales.
Con todo, la mayor proyección de las doctrinas del reformador inglés tendría lugar en una zona muy alejada de las islas: en la Bohemia de Juan Hus. Como movimiento reformador, el husismo (vid. artículo en este informe) entronca con las doctrinas de otros personajes como Ernesto Pardubice, Conrado Waldhausen o Matías Janow. Todos ellos hicieron del Arzobispado de Praga y de la universidad de la capital checa los centros motores de los deseos de reforma en Centroeuropa.
Tanta trascendencia como la doctrina de Juan Hus la tiene el mito que se creó en torno a él tras su ejecución en la hoguera de Constanza en 1415. Lo que en principio parecía un movimiento de reforma moderada se convirtió en una gigantesca conmoción religiosa, social y nacional, que sólo declinará a partir de 1430, cuando la Iglesia romana consiga poner en juego una política de contemporización con los sectores más moderados del movimiento.
En los años siguientes, el Pontificado pudo mostrarse satisfecho de sus victorias. La herejía era mantenida a raya y las veleidades democratizadoras de los defensores de un conciliarismo a ultranza fracasaban tras la clausura del concilio de Basilea en 1448.
Las cosas, sin embargo, no eran tan sencillas. Aunque el husismo estuviera políticamente controlado, seguía mantenido en el medio checo la antorcha de la inquietud reformista. Algunas conmociones centroeuropeas, como la encabezada en 1476 por el tambor de Niklashausen contra la prepotencia económica de la Iglesia, son explicables dentro de este contexto. Tanto como la frase pronunciada por Lutero unos años más tarde: Todos somos husitas. Así, la unidad religiosa de Europa, amenazada repetidas veces por las herejías del Medievo, se rompe definitivamente en los comienzos de la modernidad.