Sade es, pues, nuestro antepasado. Pero ¿quiénes son los antepasados de Sade? Esa afición del marqués al látigo y los vergajos, ¿es únicamente producto de su delirante fantasía? Las fuentes inquisitoriales y la tradición literaria del siglo XVII parecen desmentir la «originalidad», al menos en la práctica, de nuestro marqués. Los confesores a los que la Inquisición española procesó y castigó bajo el rótulo de
flagelantes supieron de las delicias del látigo mucho antes que él. Bajo esta denominación el Santo Oficio, que los distinguía de los simples solicitantes (3), catalogó auténticos episodios de sado-masoquismo muy anteriores a los escritos de Sade, y por supuesto, de la divulgación de todo este tipo de literatura.
La flagelación
Tal vez convenga hacer una digresión y remontarse al origen de lo que fue en realidad una práctica penitencial, para distinguir mejor entre estos
flagelantes y los hombres y mujeres que desfilaron ante los ojos de sus convecinos, durante la Edad Media y el Antiguo Régimen, autoadministrándose buenas dosis de azotes, o que se flagelaron en privado como vía de mortificación.
Según el
Dictionnaíre de Spiritualité ascétique et mystique (4) el castigo con látigo o vergajos era conocido ya en la antigüedad. Entre los judíos era uno de los más comunes, pero los griegos sólo usaron la pena de flagelación con los esclavos, aunque el maestro
de escuela tenía derecho a castigar con el látigo a sus discípulos. En Roma,
sólo se le aplicaba a quien había sido condenado a muerte, y como es sabido,
este fue uno de los castigos que sufrió Jesucristo con anterioridad a su crucifixión, lo que probablemente explique el
prestigio y la amplia utilización de este tipo de mortificación a partir de la Edad Media, hasta el punto de llegar a representar la
disciplina por excelencia.
La flagelación fue mantenida como castigo por la Iglesia desde tiempos muy antiguos. Se menciona en las reglas monásticas, en las decisiones conciliares, en los estatutos de los capítulos, en las capitulares reales, etcétera, siendo muy utilizada también en la regla monástica de Oriente. Es lógico, por tanto, que se aceptara también como expiación de los pecados, incluso como práctica de virtud.
Hay que señalar a este respecto el papel casi fundamental que otorga el cristianismo al sufrimiento como vía de purificación. El individuo está en este mundo únicamente de paso y no sólo no debe sentir apego por las cosas de la tierra, sino que el verdadero cristiano debe manifestar su desinterés por todo lo material y mortificarse, sufrir para lograr la salvación de su alma. Aunque pueden citarse sin duda ejemplos y textos en los que el cristianismo parece manifestar ámor
por la naturaleza y la vida, en tanto que obra divina, las referencias en
sentido contrario resultan abrumadoramente mayoritarias. A este respecto, no sería exagerado decir que el cristianismo es una religión triste (5). Dentro de este contexto religiosocultural
no puede extrañar la amplia utilización que se hizo de la flagelación como autodisciplina a partir del siglo X y su prestigio entre ilustres santos y padres de la Iglesia.
Así pues, la práctica de la flagelación era cosa corriente y legitimada por la Iglesia durante el Antiguo Régimen.
¿Cómo es posible que llegase a constituir un delito para la Inquisición? En primer lugar, conviene distinguir entre lo que se entendía por
flagelante dentro de la línea penitencial que estamos examinando, y lo que la Inquisición llegó a clasificar como
flagelantes en los siglos XVII y XVIII. A causa de lo que se puede calificar de
curioso deslizamiento, estos flagelantes clásicos, de los que convendrá, sin embargo, volver a hablar, se convierten para la Inquisición durante los siglos XVI, XVII y XVIII en frailes y sacerdotes que llevados por su celo penitencial imponían penitencias de disciplinas a sus hijas de confesión... que les administraban ellos mismos. A veces, a mano limpia, otras, las más, con látigos y vergajos de cuerdas e incluso de hierro, y siempre, con las sayas levantadas, a carne descubierta.
Ante la Inquisición
Lea es el único en mencionar el tema, muy significativo desde el punto de vista de las consecuencias y derivaciones de cierto tipo de religiosidad, sin que ni Llorente ni Kamen hagan ningún tipo de alusión al mismo. Lea cuenta que el primer caso de este tipo fue el del franciscano fray Diego de Burgos, quien intercambió votos en 1606 con una viuda a la que dirigía espiritualmente para disciplinarse el uno al otro, para lo que se desnudaban casi por completo aunque, eso sí, con el acuerdo de mantener siempre los ojos cerrados. Es preciso indicar, sin embargo, que ya en el siglo XVI se habían producido situaciones similares. Las Cortes de 1563 solicitaron se prohibiera a los frailes permanecer en los conventos y aplicar personalmente penitencias a las monjas (6). Pese a estos antecedentes, parece que la Inquisición
sólo se preocupó por la cuestión a partir del siglo XVII. Según Lea, el caso de fray Diego de Burgos llegó a la Suprema en 1609 y como no había ningún precedente, la causa se suspendió, lo que nos ilustra sobre la forma en que una determinada cuestión podía llegar a constituir delito ante la Inquisición. Desde mi punto de vista, el Santo Oficio fue creando lentamente su propio ámbito delictivo y un repertorio paralelo de
leyes y jurisprudencia, según le iba determinando a ello la vida cotidiana y
la práctica de la moral y de la fe. Los calificadores actuarían, en cierto modo, como los médicos capaces de diagnosticar la enfermedad por los síntomas del paciente. El tribunal se alarmaba y actuaba cuando los síntomas anunciaban, además, la posibilidad de una epidemia. Las manifestaciones de la enfermedad
interesaban no sólo a nivel individual, sino como manifestación de un
posible enfermedad colectiva.
El caso de los flagelantes es muy significativo a este respecto. Después de este primer caso que produjo, al parecer, la perplejidad del tribunal, pronto les encontramos bien tipificados como delito y se hablará de ellos en los breves papales. Sousa y Alberghini se refieren a los flagelantes como a una variante de los solicitantes, lo que efectivamente eran, pero es probable también que el interés del Santo Oficio se despertase ante la afinidad que encontró entre ellos y los alumbrados uno de los calificadores de la causa de fray Diego de Burgos. Así se convirtieron en herejes este tipo de flagelantes, y como tales los encontramos clasificados en las causas reunidas en el catálogo de Alegaciones Fiscales que hemos utilizado para este trabajo.
Algunas veces se especifica que el reo fue condenado por flagelante y molinista,
como en alguna causa que analizaré a continuación, sin que haya, en realidad, ninguna proposición específica a este respecto. Otras, se considera que actuó como
solicitante y flagelante, pero es difícil comprender el criterio de los calificadores al establecer estas diferencias. De hecho, estamos ante diferencias
de matiz, y el espectro del delito era difuso y muy amplio. Por una parte,
afectaba al área de la moralidad del confesor con sus penitentes, y en este
sentido se convertían en solicitantes. Por otra, cuando el calificador pensaba que el sacerdote había suministrado la absolución con ligereza y desembarazo a las penitentes con las que llevaba a cabo tan extraños manejos, o había dado a entender que aquellas situaciones no constituían materia de pecado, hablaba de
sabor a la herejía de los iluminados, adamitas o molinistas cuando pretendía hilar muy fino, aunque el reo no hubiese hecho ninguna manifestación a este respecto. Lo que resulta evidente, en cualquier caso, es que la Inquisición vio con claridad las implicaciones eróticas de tales prácticas.
Implicaciones eróticas
Lea refiere en su monumental trabajo sobre el tribunal cinco causas de flagelantes, a los que estudia dentro del capítulo dedicado a la solicitación, aunque señala que los casos de este tipo se multiplican en el siglo XVIII. Su enfoque es fundamentalmente jurídico y sólo hace algunas alusiones a los datos sobre la sexualidad de la época que se encuentran en estas causas. Sin embargo, pasa como sobre ascuas por encima de tan espinoso asunto, aludiendo únicamente a
situaciones todavía más indecentes o al hecho de que, de acuerdo con determinados testimonios,
los monasterios de la época serían la antesala de Sodoma (7). Es una
púdica actitud muy de acuerdo con su tiempo y educación que hubiera
considerado como escabroso cualquier tipo de relato en el que se describiera
con el mismo detalle que en las causas inquisitoriales los hechos que estamos refiriendo. Hoy, sin embargo, la historia parece necesitar campos de estudio cada vez más amplios, y nos hallamos, desde luego, ante una fuente que, bien manejada, puede aportarnos datos riquísimos sobre la moralidad pública y privada del Antiguo Régimen. En el caso concreto que nos ocupa, las causas que he podido consultar en el Archivo Histórico de Madrid (8) parecen demostrar las conexiones entre determinadas prácticas de mortificación ascética y una de las desviaciones más curiosas de la sexualidad. Todo se dirige a señalar en estos
flagelantes los antepasados de Sade que mencionábamos al principio.
Estos casos ilustran situaciones de lo más variopinto. Escenas plenamente
sádicas, incluso de tremenda crueldad, junto a alguna francamente jocosa. Cuadros escapados de la literatura galante y erótica de la misma época. En ocasiones se tiene la impresión de estar leyendo una página de la literatura pornográfica clandestina del siglo XIX y no un proceso inquisitorial. En cualquier caso, estos sacerdotes y frailes son un buen exponente de la marginación que sufría una importante faceta de la psicología individual y de los subterfugios a través de los cuales lograba expresarse, sin embargo, el sexo.
Aunque algunos flagelantes son hombres de edad muy avanzada, las víctimas suelen ser jóvenes, por razones obvias, pero tampoco faltan cuarentonas y cincuentonas honradas por las
atenciones de nuestros heterodoxos confesores -heterodoxos en lo sexual, desde luego-. El caso más notable a este respecto fue el de Miguel García Alonso, cura de Majalerayo (9), que examinó de doctrina cristiana a un grupo de muchachas entre los diez y los dieciocho años, a las que azotó con el pretexto de que no la sabían bien. Este incidente se divulgó y originó tal escándalo, que en los contornos se las conocía con el nombre de
los azotados de Majalerayo. Aunque este sacerdote negó ante la Inquisición que esos actos le produjeran algún placer, los calificadores estimaron que se trataba de una práctica ilícita que sabía a la doctrina de Molinos, con abuso sacrílego de su ministerio. El caso es que este individuo, con el pretexto de la doctrina, andaba repartiendo azotes a las muchachas, y esta afición no dejó de originarle algún altercado. El padre de una de las víctimas, una niña de diez años a quien el lance había provocado tal susto que estuvo con calentura durante 8 días, no toleró su actuación y le denunció al Santo Oficio. Sin embargo, el carácter sexual de su actuación es evidente. Otra de las niñas, en este caso ya de quince años, contó cómo la había azotado primero con el mismo pretexto, y puesto luego sobre la cama haciendo
a su gusto lo que quiso con ella.
Sado-masoquismo
La Inquisición perseguía este tipo de actuaciones por diversos motivos, según parece desprenderse de las calificaciones. Por una parte, estaba el hecho de que la penitente descubría sus partes íntimas ante su confesor, ya que la disciplina se llevaba a cabo por lo general a carnes descubiertas, como he dicho. Por otra, la intimidad a que daba lugar esta situación, y finalmente, el escándalo que se podía originar entre los fieles. Todos estos matices están presentes en los procesos. En algunos casos es evidente, además, que tanto el confesor como la penitente sentían placer con las azotainas, creándose así una extraña vinculación erótico-sentimental de la que veremos muchos ejemplos. Este ambiente sado-masoquista, por otra parte, se puede detectar en la mayoría de las causas. Fray
Manuel San Vicente fue procesado en 1740 (10) por delación de una mujer a la
que había impuesto una pena de azotes que le suministró él mismo, por
delante y por detrás, preguntándole después si durante aquel acto había
sentido algún tipo de delectación. Según ella declaró, el confesor sí la tuvo al verla desnuda.
Muchas veces estas penitencias son un simple pretexto para ver a una mujer semidesnuda,
lo que resulta comprensible si tenemos en cuenta las limitaciones sexuales de estos hombres. La penitencia se convertía en subterfugio para acceder a su clientela paradójicamente preponderante: la femenina. Si nos atenemos al tipo de sexualidad revelada en estos procesos, es interesante notar que el interés erótico se circunscribe a la mitad inferior del cuerpo femenino, pues incluso cuando estos sacerdotes pasan a tener un trato más directo con sus penitentes, los tocamientos y demás actos a los que ellas hacen alusión se concentran sobre todo en este área. Estamos, pues, ante una sexualidad puramente masculina en la que la mujer no es más que objeto de desahogo.
Conviene señalar además la extrema tosquedad de muchos de estos hombres, su ausencia total de respeto hacia el otro sexo y su autoritarismo. Fray Ignacio Pruenca, prior del convento de agustinos de Palamós,
que fue procesado ya en 1816 (11) intentó flagelar a una mujer que se resistió,
por vergüenza, a que la levantase la ropa, a lo que fray Ignacio respondió airadamente:
«¿Tenéis temor de enseñar el culo? Ya os conozco, otros he visto.» Este sacerdote se presentó espontáneamente al tribunal y declaró que un día que había confesado a muchas mujeres y estaba con la cabeza mareada, mandó a una que se diese una disciplina y como ella pretextó que no sabía disciplinarse, la mandó volver para enseñarla cómo se hacía, y que se presentaba voluntariamente ante el Santo Oficio por si la mujer lo había interpretado como cosa deshonesta a pesar de
que él no había tenido mala intención. Sin embargo, terminó por reconocer el carácter de las penitencias que imponía y confesó que había impuesto a otras la misma penitencia con el mismo fin.
iCosas de mujeres! No parece que ellas estuviesen muy dispuestas a hablar de las pretensiones de sus confesores. La mayor parte de las delaciones las llevan a cabo otros sacerdotes que han tenido noticia del hecho por la confesión. Incluso cuando les denuncian las propias víctimas suele ser por imposición de algún otro sacerdote que se niega a
absolverlas si no delatan a su anterior confesor. La sujeción de la mujer al varón en esta sociedad se evidencia en estas extrañas historias. No se trata únicamente de una actitud pasiva y obediente ante el marido, el padre y el hermano. A esta trilogía hay que añadir la figura del confesor, cuyo campo de acción era mucho más amplio al abarcar la esfera de la intimidad. Este personaje se presentaba además con una cierta aureola sagrada, incluso en determinadas circunstancias. Fernando de Cuenca, cura de Caravaca, confesó en 1772 (12) a la mujer de un pastor a la que flageló. La pobre mujer le delató después al Santo Oficio por imposición de otro confesor, y cuando declaró ante el tribunal, dijo que la había mandado desnudar de medio cuerpo para abajo, la puso sobre sus rodillas y antes de disciplinaria la manoseó
las asentaderas. Añadió que le pareció que estaba en manos de un santo.
Casi todas las delatoras declaran, y parece verosímil que se dejasen hacer por obediencia y temor y muy pocas se resistieran a los deseos de estos hombres por el respeto que las inspiraban.
Intimidades
A veces el flagelante busca en realidad una ocasión de mayor intimidad con sus hijas de confesión. pero incluso siendo pretexto. es preciso reconocer que se trata de
excusa bien extraña que según parece desprenderse de las causas, solía contribuir a su excitación. Los ribetes patológicos de Miguel Palomeres,
religioso francés de sesenta y tres años que residía en Valencia, no parecen
dejar lugar a dudas (13). A una de sus penitentes la azotaba con crueldad hasta
causarle sangre y el fragmento del proceso en que se describe su relación con esta mujer es insustituible por su valor gráfico.
...Por espacio de dos meses fue a su casa durante este tiempo con mucha
frecuencia. Con el pretexto de ir a dar la lección se quedaban solos en la
cocina y la hacía poner con la cabeza pegada en la tierra y las asentaderas levantadas, y después la levantaba la ropa y se entretenía en tocarla el trasero y partes verendas, y luego sacando unas disciplinas de yerro la azotaba con tanta fuerza y crueldad que por dos veces se rompieron las disciplinas y por otras dos llegó la sangre al suelo. Que en cierto día se le olvidaron las disciplinas y la mandó que sacase un cilicio con el cual, habiéndola hecho poner en la misma postura, la rascó las asentaderas haciendo en ellas una cruel carnicería, que mientras la azotaba la miraba con un anteojo y después repetía los mismos tocamientos en las partes mencionadas.
Es preciso añadir que, aunque esta mujer dejó finalmente
de confesarse con él, siguió yendo a verle y no abandonaron los tocamientos y los azotes. Según parece, llegó a ingresar en un convento de Jávea, hasta donde la siguió su ardiente confesor para decirla que no se encontraba bien en Jesús
desde que estaba en su convento, porque quería tenerla a su disposición como tres cuartos de hora, de lo que ella dedujo que quería volver a sus antiguas crueldades y tocamientos. Sin embargo, añade, y efectivamente no paró hasta hacerla salir fuera del convento. Indudablemente, la actuación del sádico suele contar con el masoquismo de la víctima.
Sin embargo, todo parece completamente normal en su actuación con una tal Ramona Rico, que quería ser monja, y a la que ofreció enseñarla a leer para que pudiera ingresar en un convento. Con el consabido pretexto de que no sabía bien la lección la azotaba y luego le pasaba la mano por las nalgas, pero la relación parece menos morbosa con esta mujer que en el caso anterior. Según su declaración, un día que por la Pascua de Resurrección de aquel año de 1784
se quedó a comer dicho padre en casa de la delatora y habiendo ésta entrado a
despertarle después de la siesta, la mandó aquel arrimarse a la cama y tomándole de los brazos, la puso encima de las rodillas, y le metió en sus partes verendas una cosa que le hizo mal con gran displicencia de la declarante. Después de esto se confesó varias veces con él, y ni ella se acusó de esto ni el padre le preguntó cosa alguna.
Aunque en este caso resulta poco creíble que Ramona ignorara lo que su confesor estaba llevando a cabo con ella. La inocencia o estupidez de estas mujeres llama, efectivamente, la atención. Gertrudis Tatay también fue objeto de azotainas por parte de este lascivo cura por no saberse bien la lección, y son los mismos funcionarios de la Inquisición los que confirman sus pocas luces. Según consta en el proceso, era una alma cándida y temerosa de Dios, pero tan escrupulosa que había habido necesidad de escribir tres declaraciones para que saliese una limpia a causa de que no había párrafo que acabado de leer no le enmendase, siendo así que las variaciones eran poco substanciales. Gertrudis no estaba segura, por ejemplo, de si la había flagelado o no los días de fiesta, y lo mandó corregir varias veces para afirmar finalmente que cuando iba a celebrar misa no la azotaba, seguramente porque sería imperfección mirarla las carnes.
Sumisión enamorada
La sumisión es la nota característica de estas mujeres, a la par atemorizadas y... enamoradas. Ya he dicho algo de la extraña vinculación entre Miguel Palomeres y una de sus penitentes, pero no se trata de un caso aislado. La relación erótico-sentimental entre el cura y sus criadas o el confesor y la penitente parece una constante. Mosén Ramón Agulló, presbítero de Elche encausado por flagelante en 1775, solicitaba a su criada fuera de la confesión, y entre ellos parecen dibujarse también de forma muy típica estos extraños vínculos (14). José Fernández Sandoval (15), cura párroco de la parroquia de Albuñuela durante el siglo XVIII, disciplinaba y se dejaba disciplinar por una mujer con quien la vinculación amorosa es evidente. Aunque también otorgaba este tipo de favores a otras, a ella le aseguraba que era la más querida.
En los casos de Mosén Baltasar Larroy y Mosén José Antonio Campos, de los que hablaré a continuación, la actuación sádica no ofrece ninguna duda. Fray Francisco de Torrijos, en cambio, es un ejemplo de la tosquedad y brutalidad de algunos sacerdotes del Antiguo Régimen, que parece tener una clara tendencia a tomarse la justicia por su mano. El caso de Francisco Navarro, masoquista o flagelante pasivo según fue clasificado por la Inquisición, completa este cuadro de uno de los aspectos de la sexualidad heterodoxa del Antiguo Régimen. No faltan tampoco entre estos flagelantes los que utilizan la disciplina como mero pretexto, como ya he dicho, siendo en realidad solicitantes que usan de un subterfugio un tanto complicado y, desde luego, sospechoso de otras implicaciones. Carlos Pons, presbítero de Gerona, pertenece a este tipo. Fue procesado en 1811 por flagelante, solicitante y mala doctrina (16). Si bien algunas veces le vemos solicitar a sus penitentes -no con mucha sutileza, por cierto, aunque sí con cierta gracia- otras le vemos combinar el látigo con los tocamientos, etc. A una tal Ana Sempol, viuda de la que no consta la edad, le preguntó un día mientras la estaba confesando si había tenido alguna vez pensamientos de impureza con respecto a él, y cuando la viuda le respondió que sí, aprovechó para decirla: Yo también contigo, pero como jamás vienes por casa... Vea pues de venir. Para obligarla a ir a su casa, le aseguró que tenía que cumplir una penitencia que había determinado el Sr. Obispo, consistente en que se dejase flagelar por él, y una vez en su casa pretendió violentarla.
Como se ve, había para todos los gustos. Ni siquiera faltaban las situaciones verdaderamente jocosas, como las veleidades penitenciales de que da pruebas Francisco Gasol (17) vicario de Alba procesado en 1815. Según la delatora, en una ocasión la mandó como penitencia que se desatase las sayas y puesta en camisa, él mismo por debajo de ella, la ató los muslos por encima de las rodillas y la mandó pusiese la cabeza en tierra y que levantase los pies hasta la pared, lo que ella no quiso ejecutar. Este cura parece
un tanto rabelesiano, además de aficionado a los ejercicios gimnásticos, permitiéndose grandes libertades de expresión
con sus timoratas penitentes. Como, además, la delatora parece una mujer muy escrupulosa las anécdotas de la causa son francamente divertidas. Con motivo de unas palabras que había oído decir en la calle a propósito de las partes de un animal, parece que esta mujer sintió escrúpulos y se confesó. Francisco la contestó ni corto ni perezoso que las de aquéllos se pueden comer, pero las de las mujeres no. También declaró que le había oído decir a propósito del sexto mandamiento, que si fuera tan grande pecado como decía la gente, ya podía Dios cerrar las puertas del Cielo. El vicario de Alba también había intentado flagelar a su delatora, pero ella, a pesar de la dependencia que parecen poner de manifiesto las nimias consultas
que hacía a su confesor, se negó alegando que estaba indispuesta. Francisco naturalmente no se contentó con esta explicación y después de verificarlo por sí mismo exclamó que si no estuviese así ya la compondría. Lo
que revela la triste situación de dependencia e infantilismo en que se encontraba la mujer en un mundo hecho en su mayor parte a la medida del hombre.
Veamos ahora a través de los ejemplos más característicos, las situaciones que pueden aparecer en estas causas.
Mosen Baltasar Laroy y sus beatas (18)
Mosén Baltasar Larroy era presbítero de Belchite. Tenía cuarenta años y fue llevado ante la Inquisición por las sospechas de una beata que ignoraba, en realidad, la complejidad de la situación que iba a desvelar ante el tribunal. Esta beata, una tal Teresa Oreal que contaba ya cuarenta y seis años, lo único que pudo contar al Santo Oficio fueron sus observaciones, no muy bien intencionadas por cierto, y los escrúpulos que probablemente le inspiraban sus celos. Según dijo, la conducta de Baltasar Larroy con las demás beatas, sus compañeras, le había dado que pensar. Cuando iba por las mañanas a confesarse había notado que Mariana Riveres, la rectora de las beatas, y otra compañera de beaterío llamada María Saldiz, iban también a confesarse con Mosén Baltasar.
Después de las confesiones, que eran muy largas y podían durar hasta tres cuartos de hora, o una entera, se ponían a charlar con él durante un rato, pasando por delante del confesonario y estando él sentado y ellas
de pie. Así llegaban a estar hasta más de
quince minutos. A veces. también charlaban en los rincones de la iglesia, y había podido apreciar que ellas la tenían en gran apego.
En una ocasión en que fue a la capilla del Rosario acompañada por otra beata llamada María Garcés, vieron comulgar a la rectora, y la acompañante comentó que andaba perdida. porque incluso con la Forma en la boca, la rectora se había vuelto a ella para decirla que fuese al confesonario de mosén Baltasar y le pidiese que se acercase a verla aquella tarde, o que se moriría. Mosén Baltasar frecuentaba, en efecto, la casa de las beatas, y la rectora había manifestado en algún recreo que sentía celos de María Saldiz. La delatora contó que incluso había visto pasear por la huerta a mosén Baltasar con la rectora, yendo ella detrás muy festiva, arrojándole piedrecitas y tirándole del manteo...
Hasta aquí un divertido cuadro que sirve para poner de relieve las vinculaciones que ya hemos visto en otras ocasiones entre estos sacerdotes y sus confesadas. Los juegos más o menos inocentes o tontos, el infantilismo y la sumisión al omnipresente varón, ya que ausente como esposo o amante, presente y dominante a través de la religión. No faltan tampoco en la historia los rasgos puramente eróticos y morbosos. que fueron sacados a la luz por la delación de otro sacerdote. Carlos Borromeo, quien escribió una carta al Santo Oficio para dar cuenta de que, según había oído decir a una mujer, una de las hijas de confesión de mosén Baltasar no se confesaba con otro sacerdote que no fuera él, salvo en sus ausencias, porque sabía que lo llevaría a mal. La enseñaba, como padre espiritual, que para agradar a Dios la convenía mortificarse y hacer puntualmente cuanto él la decía, sin discrepar ni un ápice de sus órdenes. Así pues, mosén Baltasar tras llevarla a un cuarto, la mandó echarse sobre un arca que allí había, y luego la azotó con fuerza. Esto lo había efectuado en varias ocasiones. unas veces tumbada en el suelo, y otras encima del arca. y un día la mandó volver boca arriba, la levantó las faldas y la obligó a enseñarle sus partes vergonzosas.
A consecuencia de esta carta, el Santo Oficio llamó a declarar a la supuesta azotada. Teresa Cubiles, de diecisiete años. Teresa se confesaba con mosén Baltasar desde que tenía catorce años y como también la enseñaba a leer (19), iba a su casa todos los días para que le diera la lección. Así transcurrieron tres años sin que pasara nada, pero el año que tuvo lugar la declaración, se había vestido de hombre para el Carnaval, y
así disfrazada había ido a visitar a su confesor. Al día siguiente, la disciplinó dándola a entender que lo hacía en castigo por haber llevado aquel traje... A partir de aquel día la azotó con frecuencia, unas veces diciéndola que era porque no se sabía la lección y otras sencillamente porque quería. La echaba sobre la cama o sobre sus rodillas, y aunque ella quería resistirse a los azotes, el la decía que tenía que obedecerle en todo porque era su confesor y maestro.
Otra muchacha llamada ante la Inquisición, Rafaela Cortés, de dieciocho años, también contó que mosén Baltasar la azotaba después de haberla preguntado durante unos ejercicios espirituales si sería capaz de soportar una disciplina de su mano. Unas veces, porque decía que había hecho alguna travesura, otras sin justificar la causa. Incluso con motivo de una de estas disciplinas, la mandó volverse boca arriba, le levantó las basquiñas, la tocó con sus manos y la miró. Luego la dijo que aquello era pecado y que no volviera más a su casa, porque de lo contrario pecaría más.
Un embarazo
A pesar de esta mezcla de tentación y remordimientos, el temperamento libidinoso y la represión que padecía mosén Baltasar se ponen plenamente de manifiesto en su relación con Gertrudis Marín, la principal protagonista femenina de esta historia. Cuando
ya estaba mosén Baltasar en la cárcel, fue llamado a declarar el colega que le
había delatado a través de la carta, quien añadió más detalles a esta historia
de mujeres con veleidades erótico-místicas y hombres reprimidos. Las beatas a quienes confesaba mosén Baltasar eran Mariana Riveres, María Saldiz y Gertrudis Marín. Mosén Baltasar confesaba a esta Gertrudis todos los días y según se decía en el pueblo, la había casado a toda prisa y en contra de la voluntad de sus padres porque la había dejado embarazada. Para conseguir este matrimonio, le había dado al futuro marido 40 escudos, pero a los cuatro días de casado ya andaba diciendo que su mujer estaba preñada. La comadre que asistió en el parto a la Gertrudis declaró que el encausado la había llamado para que ayudase en el trance a la muchacha, y aseguró que aunque Gertrudis había dado a luz un hijo muy sano y robusto, cuando al día siguiente fue a visitarla encontró al niño muerto y le pareció que le había asfixiado.
Gertrudis reconoció el trato íntimo con su confesor, sobre el que recayó la
condena del tribunal a pesar de que nunca llegó a aceptar su culpabilidad. El
Santo Oficio decidió que mosén Baltasar debía ser advertido y conminado, privado perpetuamente de confesar hombres y mujeres y desterrado durante 60 años, seis de los cuales debía pasar recluido en un monasterio, amén de otras penitencias saludables.
La sórdida historia de la Gertrudis no deja lugar a dudas acerca de las relaciones de mosén Baltasar con beatas, mujeres tan vinculadas a nuestro flagelante que, según otro presbítero que también declaró ante el Santo Oficio, las llamaban en el pueblo las beatas de monseñor Baltasar. Todas se confesaban con él con mucha frecuencia y este testigo, del que ahora volveremos a hablar, observó que
cuando
las tomaba la lección, siempre de una en una, las muchachas salían llorosas.
Movido por la curiosidad, se acercó a escuchar y oyó ruido de golpes. Cuando
interrogó a estas discípulas, le contaron con sencillez que mosén Baltasar las estaba disciplinando, sin ver en ello nada malo. Este cura añade que para comprobar la inocencia de las niñas se decidió a disciplinar a una de ellas, y que ésta se lo permitió como cosa natural...
Efectivamente. aunque según declaró las había desengañado, y las mandó confesar
con unos misioneros que estaban por entonces en el pueblo, parece que la conducta de Larroy hizo prosélitos. Fray Agustín Pérez fue procesado en 1745 por flagelante y mala dirección y en la causa se dice que era cómplice de mosén Baltasar. Se autodelató siendo ya muy anciano, a los noventa y nueve años, probablemente movido por su avanzada edad, y declaró que había disciplinado a algunas mujeres sin que mediase para ello confesión o penitencia, sólo al efecto sensual. Después de azotarlas, había tenído con ellas trato
ilícito.
En este caso, sin embargo, no parece que la causa prosperara. Los calificadores estimaron simplemente que fray Agustín era mal cristíano, peor religioso e indigno de ser confesor, sin que encontrasen nada censurable en su conducta, ni en lo subjetivo, ni en lo objetivo. Probablemente les movió a esta benévola conducta su longevidad.
La tosquedad del padre Torrijos
Los expeditivos métodos penitenciales de
fray Francisco de Torrijos parece que causaron no pocos quebraderos de cabeza a
los priores de los conventos donde iba destinado. No era un sádico, como Baltasar Larroy y los flagelantes que hemos visto hasta aquí, sino un hombre un tanto tosco partidario de un Dios más vindicativo que misericordioso. Contaba cuarenta y cuatro años y era fraile franciscano. Según el guardián del convento que tenía la Orden en Puertollano, los penitentes se quejaban de que les mandaba penas de azotes que les propinaba él mismo. El marido de una mujer que había sido así penitenciada por fray Francisco se quejó enérgicamente de su comportamiento ante el guardián, pero este no fue el único incidente, pues también hubo sucesos parecidos en Cedillo,
Illescas, Alcalá y Puertollano. En Cedillo, había seguido hasta su casa a una moza que se había resistido a disciplinarse y allí mismo, por la fuerza, la suministró los azotes que ella se había negado a darse. Según el padre guardián, la moza, que era honesta y de mediana esfera en el lugar, andaba muy desconsolada. Con motivo de este suceso, hubo un gran escándalo en el pueblo, y luego se recibió en el convento una nota en la que se recomendaba al padre Torrijos que no volviese por el lugar ni pasase por la casa de la muchacha en cuestión si no quería recibir una paliza... En Puertollano también había azotado a una mujer y a otra la perdonó en el último momento. Según él mismo confesó ante el Santo Oficio, a unos pastorcillos que no se sabían la doctrina también les había dado sus buenos azotes.
Estos incidentes provocaban los sucesivos traslados de fray Francisco que él achacaba siempre a la malquerencia del prior de turno y de los frailes, hasta que finalmente en 1661 fue el propio padre provincial el que decidió dar cuenta de los hechos a la Inquisición, recluyendo mientras tanto al escandaloso fraile en el convento de la Orden en Alcalá.
A pesar de los quebraderos de cabeza que originó a su orden, no parece que fray Francisco fuera otra cosa que un hombre de pocas luces. Según declaró, nunca había visto en aquella cuestión nada pecaminoso y sólo había hecho con sus penitentes lo mismo que en cierta ocasión hiciera con él otro confesor. Con gran satisfacción del padre provincial, que escribió al Santo Oficio una carta en este sentido, se le condenó a que abjurase de leví, se le privó perpetuamente de confesar hombres y mujeres, y se le destinó
a dos años de reclusión en un convento de su Orden, a seis de destierro de todos los lugares donde había protagonizado estos hechos.
Un arcipreste malagueño
Llega ahora el turno de una de las historias más divertidas y curiosas de las conservadas
en los archivos de la Inquisición, verdadero arsenal, por otra parte, de casos y tipos insólitos. Una historia que transcurre en la Málaga del siglo XVIII digna de ser incluida por su barroquismo en alguno de los cuentos que Potocki dedicó a la España de la época con el título de Manuscrito encontrado en Zaragoza o de formar parte, por su tono, de alguna novela clandestina de aventuras galantes.
Francisco Navarro, arcipreste malagueño calificado por la Inquisición de flagelante pasivo fue denunciado por su criada en 1745, es decir, cinco años después del nacimiento de Domitien Alphonse
François de Sade, más conocido como el marqués de Sade.
Francisco Navarro era arcipreste en Málaga hacia ese año como he dicho. Vivía en compañía de su cocinera, Francisca Martínez, de treinta años, y de una doncella llamada Rafaela Valverde, también de treinta años. Francisca mantenía con su amo unas relaciones
tan extrañas y chocantes que sintió necesidad de contárselas a su compañera
Rafaela, rogándole guardase el mayor secreto. El caso era que el buen arcipreste le pedía que le azotase el trasero con unas disciplinas hasta hacerle saltar sangre, cosa a la que ella accedía porque se trataba de su amo, pero contra su voluntad. Rafaela se sintió tan sorprendida que para convencerse de lo que decía Francisca se escondió en un lugar desde donde podía ver y oír todo lo que tenía lugar entre la cocinera y el arcipreste. Vio, efectivamente, como llegaba Francisco Navarro con su compañera y, poniéndose de rodillas, la decía Tu eres mi Reyna y mi señora, y así toma esos cordeles y castígame hasta que salte la sangre.
Francisca le azotó, le dijo palabras injuriosas y luego poniéndose en la mano diez sortijas falsas le abofeteó hasta que se cansó. Cuando terminaron las bofetadas y los azotes, el arcipreste fue a buscar un servicio, mandó a Francisca que se
sentase en él, y después quiso besarla el orificio (sic), pero ella se negó.
Parece que Rafaela debió quedar muy escandalizada ante tal escena, sobre todo cuando oyó que su amo le pedía a Francisca que le tratase como a esclavo y le dijera improperios, así que después de haber satisfecho a fondo su curiosidad -según confesó al Santo Oficio, había presenciado semejante escena en dos ocasiones- pensó que no la convenía servir en aquella casa y se despidió..., pasando a dar debida cuenta a la Inquisición de todo cuanto había visto. Evidentemente, si bien el padre Navarro era un consumado masoquista, Rafaela no carecía de sus ribetes de voyeuse.
También se presentó ante el tribunal la cocinera, quien declaró de acuerdo con su compañera la mirona, corroborando cómo la
escondió para que viese la escena, la cuestión de los azotes, los improperios y las bofetadas con las tumbagas (sic) falsas. Añadió que ella había llegado a pensar que se trataba de un hombre de mala raza, porque jamás le vio rezar el rosario, ni oyó decir el oficio divino.
No fueron, sin embargo, sus criadas las únicas que delataron a nuestro infeliz y pintoresco
arcipreste. Las sucesivas delaciones que aparecen en las dos causas que la Inquisición organizó contra el arcipreste demuestran su largo caminar en busca de la mano caritativa que se prestase a suministrarle la disciplina. En esta especie de peregrinaje generalmente infructuoso, entró en relación con una tal Felipa,
que vivía alojada por la misericordia de una señora en un cuarto bajo. La dueña
de la casa oyó en cierta ocasión el ruido de los golpes, y presionó a la
muchacha para que no volviera a recibirle y además diera cuenta a la Inquisición. Felipa contó a la Inquisición que el arcipreste la había obligado a golpearle en las nalgas con unas cuerdas, con el pretexto de que quería mortificarse. Francisco Navarro la socorría a cambio de los azotes con alguna limosna, y aunque ella sentía repugnancia, no se negaba a hacerlo por la necesidad que tenía de dinero. Navarro le señalaba además todo lo que tenía que hacer
o decir, le mandaba ponerse unas tumbagas para tenerla como señora, y antes de azotarle mandaba que le gritase: Pícaro vil, echa los calzones abajo,
y él se los quitaba con mucha humildad. También parece que el pobre Francisco
fue sorprendido en una iglesia en compañía de una muchachita de no muy buena
reputación -circunstancia por la que la Inquisición no la llamó a declarar- mientras la instaba para que le azotase, a cambio de lo cual él la daría una limosna. El arcipreste tenía unas cuerdas en la mano y la decía Anda, hija mía, haz
lo que te digo y en eso llegó otro sacerdote, Navarro se azoró y escondió las cuerdas.
Dulces verdugos
No tenía efectivamente mucha suerte nuestro masoquista en la elección de sus dulces verdugos. Todas terminaban escandalizándose ante un hombre que quería ser azotado y tratado con la misma autoridad que habitualmente
ellas padecían de los varones. ¿Era justamente esto lo que tanto las espantaba ?
Véase el relato que hizo ante la Inquisición doña María González de su encuentro con el arcipreste. Esta mujer tenía treinta años y estaba casada, pero el marido debía de haberla abandonado, porque Francisco Navarro, que era hombre dadivoso y amigo de francachelas cuando no estaba con la vena ascética, según consta en otra parte del proceso, se ofreció a ayudarla en ausencia de su marido:
...Hacia unos tres meses que el reo fue a visitar una tarde a la declarante con mucho rendimiento, ofreciéndola casa donde viviese y asistirla, pero que había de ser con una condición, de que al reo lo había de tratar como a criado, mandándole con imperio y diciéndole, haz esto o lo otro, friega los platos y barre, y en suma, que la que denuncia había de tener las manos muy limpias y compuestas con anillos, y le había de mandar tender en el suelo, boca abajo, caídos los calzones, y que con un zapato lo tenía de azotar con rigor; a que respondió la declarante que cómo decía aquello, que si ella había de ejecutar semejante cosa con un ministro de Jesucristo, con lo que el reo se fue, pero que volvió al día siguiente y que la porfió tanto el reo sobre lo mismo, diciéndole que era para mortificarse, que consintió la declarante en que el reo se tendiese y pusiese caídos los calzones y con un zapato lo azotó, lamentándose siempre el reo de que le daba quedo, aunque a la verdad, enfadada la declarante le dio algunos golpes recios con toda su fuerza. y atándose los calzones el reo con mucha honestidad, tomó las manos de la declarante diciéndola, tú eres mi señora y mi reina, mándame como criado, de lo que admirada la declarante fue a casa de una amiga suya llamada Josefa Muniz, y la contó este caso y la dijo mirase no fuese con fin lascivo. Que pasados dos o tres días, estando la dicha Josefa Muniz en casa de la testigo, fue el reo e instó a las dos lo azotasen como antes, y las persuadió a ello de tal suerte que las dos lo azotaron con dos zapatos
con mucha fuerza, aunque el reo nunca se veía satisfecho de azotes, y
levantándose el reo con mucha honestidad, las besó las manos diciéndolas eran
sus señoras y reinas y que le mandasen como a esclavo, y así prosiguió el reo
hasta tres veces, que escrupulizando las testigos le dijeron al reo que no volviese más a su casa y con motivo de no parecer el reo en Málaga, lo confesó la testigo y el confesor la dijo no poderla absolver si no lo delataba al Santo Oficio.
¿Estamos ante un proceso inquisitorial o ante una página del diario del doctor Freud ? ¿Es la Málaga dieciochesca o la Inglaterra victoriana ? Nada falta en el cuadro. Sustituyamos los hábitos del arcipreste y los temores de las damas malagueñas por un traje decimonónico y unas maneras menos timoratas en ellas, y casi tendremos la impresión de estar ante los devaneos pervertidos de cualquier anciano libertino en cualquier encopetada casa de prostitución de la Europa que dio lugar a las hipótesis del doctor Freud. Ni siquiera falta el pequeño toque de fetichismo de las manos limpias, impecables, de las señoras, adornadas con joyas, aunque en este caso se las llame tumbagas -en la jerga más o menos popular- y sean falsas.
Tampoco le fueron bien las cosas a nuestro masoquista con una viuda de treinta y tres años, doña Luisa Donoso, quien contó a la Inquisición que hacía dos años había entrado en contacto con él para arreglarle la ropa blanca y cómo la había oído lamentarse de sus esfuerzos para salir adelante con una hija que tenía de pocos años, se había ofrecido a ayudarla, siempre que quisiera hacer su gusto, dándola casa y mantenencia. Como vemos, Francisco Navarro se relaciona siempre con mujeres en situación más o menos precaria, a las que ofrece su ayuda económica y su protección, pese a lo cual acaban delatando a su dadivoso protector. Evidentemente ellas no cuentan toda la verdad y gran parte de los remilgos que hacen ante el Santo Oficio acerca de la repugnancia que les inspiraban los deseos del arcipreste debían de ser fingidos. ¿ Qué las escandalizaba tanto que se sentían obligadas a delatar a un hombre que las favorecía sin exigirles trato íntimo a cambio ? Es probable que fuera el hecho mismo de la sumisión que les manifestaba el arcipreste lo que las hiciera sospechar de las implicaciones eróticas del asunto como veremos.
Las tres hermanas
Francisco Navarro terminó en las cárceles secretas de la Inquisición, y los calificadores estimaron que el hacerse el reo azotar hasta que saltase la sangre con los cordeles, daba fundamento para hacerle sospechoso del error de los flagelantes. No tuvo, sin embargo, reparo en confesarlo y el tribunal fue benévolo con este hombre que declaró tener poluciones cuando le azotaban y que su fin era la delectación sensual que le provocaban los azotes. Pidió clemencia, rogando que tuvieran en cuenta las cinco hermanas doncellas que estaban a su cargo, y el tribunal decidió suspender la causa, absolverle ad cautelam después de recriminarle y conminarle, mandándole que durante un año rezase todos los días el rosario de rodillas
y ayunase los viernes. El tribunal consideró que en sus hechos no había motivo de censura teológica, aunque se desprendiese algún error. No decayó el ánimo del padre Navarro y cinco años más tarde, en 1751, le encontramos de nuevo encausado ante la Inquisición. Esta vez había tropezado con tres hermanas, a las que dijo: Señoras. yo soy muy malo, y necesito de castigo. Conozco
los ahogos de vuesas mercedes y si quieren tener alivio en ellos, han de hacer todo lo que yo las diga, y es que me han de azotar vuesas mercedes con un bicho, cordel o disciplina, poniéndome como un eccehomo. Y a la mayor de ellas, una tal Ana María Castilla y Terán, de 30 años, que fue quien llevó la voz cantante en la delación: Vuesa
merced, señora doña ana María, como mayor, ha de tener mando sobre todas sus
hermanas si no me castigan con rigor. Las tres se resistieron diciéndole que no podían tratar
así a un sacerdote, pero él insistía asegurándoles que su ministerio no importaba porque le trataban como hombre y no como sacerdote. Aunque por entonces no consiguió nada, Francisco Navarro seguía visitando a las hermanas para tratar de convencerlas. Una tarde que se encontró a solas con Ana María, la tomó de las manos instándola a que le azotase. Ella se horrorizó, según dijo al tribunal, intentó huir, y él la sujetó intentando impedirlo. En estos forcejeos Ana María tropezó con una vara que estaba en la sala y le dio dos o tres golpes para que la soltara, a lo que el arcipreste
respondió diciéndola que no le pegase de aquella manera, que tenía que ser a calzón quitado. En esto llegaron las otras hermanas y se tranquilizó Navarro, pero siguió insistiendo para que lo azotaran, lo que le hizo pensar a Ana María si no se trataría de un judío que quería que lo ultrajaran para así despreciar la dignidad sacerdotal. Después de este incidente volvió otras veces a casa de las tres hermanas, pero viendo que no conseguían nada les dijo: Vuesas mercedes no quieren tener alivio en sus trabajos y fatigas, vuesas mercedes lo pierden.
Esta vez, el fiscal consideró que era pertinaz en delitos de lujuria, indigno de ser párroco y he aquí de nuevo a Navarro en las cárceles inquisitoriales.
Ya preso por segunda vez, compareció de nuevo ante el tribunal doña Ana María, añadiendo a su declaración anterior detalles que demuestran sus escrúpulos y temores por las extravagancias del clérigo llevándola a sospechar de la ortodoxia de su actuación. Según parece, Navarro había vuelto a visitar
a las hermanas, a pesar de sus amenazas, cuando ya el asunto estaba en manos de la Inquisición, y ellas le recibieron con buena cara para que no sospechase que le habían delatado, aunque admirándose de su poca vergüenza. Al rato de estar con ellas, volvió a suplicarlas que le azotasen, especialmente a una de las hermanas llamada
Brígida, y doña Ana María reparó en que la estaba mirando el vientre con los
ojos desencajados y la vista muy fija, según dijo, lo que la escandalizó tanto
que se salió con su hermana del cuarto tratando de hacerle ver que estaban muy ocupadas y no gustaban de su compañía. El arcipreste, sin embargo, se quedó todavía largo rato y siguió insistiendo en que le azotaran. Incluso volvió en otras cuatro ocasiones. Un día que Navarro había oído decir que Ana María se hallaba enferma, se permitió comentar que estaba con la Santísíma porquería, dando a entender que estaba con el menstruo, y añadió yo se lo quítaré e íré a vestírla, que no se vista hasta que yo no vaya. Efectivamente fue, y le ofreció sus buenos servicios a Brígida. No te dé cuídado que caigan malas, que tú las asístirás, y yo haré las haciendas de la casa, fregando, poniendo la olla, barríendo y haciendo cuanto se ofrezca.
A este idílico cuadro doméstico añadió su cantinela favorita: Yo te tendré por señora, y tú me castígarás con un bícho a calzón quítado siempre que falte en algo.
Hasta tal extremo, habían llegado a comprender las hermanas la debilidad del
clérigo, que cuando Navarro le preguntó -un día a Ana María- dónde había
guardado el bicho que antes tenía, ella le respondió riéndose que lo había tirado a un pozo. Es evidente que estas hermanas, a pesar de los muchos escrúpulos y mojigatería de que hacen gala ante la Inquisición, también habían vapuleado en alguna ocasión al arcipreste.
La horma de su zapato
Francisco Navarro, nuestro masoquista, siempre a la búsqueda de una mujer a quien servir, no era hombre de suerte. En el momento
de su segunda detención había hallado, al fin, la horma de su zapato. Francisca Tiburcia
Meléndez, de veintisiete años, declaró en el último momento, cuando ya debía ser vox populí que el Santo Oficio se había hecho cargo de nuevo de nuestro hombre. Aquel mismo año se había encontrado
en la calle con unas parientes. Le hablaron del pobre arcipreste como de un santo que para mortificarse y ejercitar la humildad les hacía todas las faenas de la casa, y si se dejaba algún trasto por medio, se le obligaba a quitarlo a zurriagazos. El se despojaba de los calzones con toda humildad y se dejaba desollar
a azotes. A cambio de tan malos tratos, sin embargo, las daba un real y medio diarios.
Francisca Tiburcia acudió aquella misma tarde a casa de su pariente para comprobar con sus propios ojos tan insólita situación, y en cuanto Navarro la vio entrar, se hincó de rodillas y le pidió la mano para besársela y darla su obediencia. Ella se negó, por tratarse de un ministro de Jesucristo, pero él insistió: Si vuesa merced quiere darme con un bicho una zurra en las asentaderas a calzón quitado, yo la regalaré y la ayudaré en cuanto se la ofrezca. No pasó más aquella tarde, sino que mandaron a buscar unos pasteles y merendaron, pero habiendo vuelto otra vez al día siguiente vio como su pariente tomaba un bicho, y con el pretexto de que no había retirado un trasto que ella había dejado expresamente en medio de la sala, le dio de zurriagazos, haciéndole quitar
los hábitos. Luego le mandó sacar agua del pozo y otras faenas de la casa.
Navarro rompió la vasija, y de nuevo le dio de golpes mientras exclamaba: Frasquita, así se hace con los que no tienen cuidado con lo que se les manda. Francisca Tiburcia se quedó toda escandalizada ante aquella escena, pero mucho más viendo que el azotado no se esfadaba, sino todo lo contrario.
Desgraciadamente, nuestro arcipreste no pudo gozar de esta situación durante mucho tiempo. Después de la declaración de las tres hermanas fue procesado y encarcelado de nuevo, y aunque también se le absolvió ad cautelam, se le privó de su cargo de arcipreste y fue desterrado de Málaga durante cuatro años, junto con
otras penitencias medicinales.
* * * * * *
No son las causas de Baltasar Larroy
o de Francisco Navarro las únicas que merecerían ser relatadas con minuciosidad. Baltasar Larroy no es el único sádico que he podido documentar, y tampoco es Francisco Navarro el único masoquista del que queda constancia en los archivos inquisitoriales, pero de los que no hablaré ahora por falta de tiempo. En
todos se encuentra esta extraña mezcla de religiosidad y sensualidad, que no deja lugar a dudas acerca del carácter de estímulo erótíco que pudo llegar a representar, bien a su pesar, la religión. No se trata simplemente de que la sensualidad
reprimida se desvíe hacia estas prácticas aberrantes, sino del aliento morboso que parece desprenderse de tales relaciones erótico-sentimentales que se establecieron con el pretexto y al calor de la religión.
Tal vez se me acuse ahora de haber abusado de textos y detalles que incluso hoy día pueden parecer escabrosos. Mi intención,
sin embargo, sólo ha sido poner de relieve las estrechas conexiones entre el
erotismo y la religión. Como señala también Bataille «El erotismo es uno de los aspectos de la vida interior del hombre. Nos equivocamos a este respecto, porque busca sin cesar en el exterior un objeto de deseo. Sin embargo, este objeto responde a la interioridad del deseo... En una palabra, incluso cuando está de acuerdo con la elección de la mayoría, la humana sigue siendo diferente a la del animal: hace referencia a aquella movilidad interior infinitamente compleja que es lo propio del hombre» (L ' érotisme, pág. 33).
El erotismo es, pues, una experiencia interior en la misma medida que lo es la religión. A pesar de su brutalidad, de su tosquedad, las experiencias de nuestros flagelantes y sus partenaires son experiencias eróticas. ¿ Cómo extrañarnos, en un mundo que se expresaba casi exclusivamente a través de la religión, de encontrar esta extraña, para nosotros, mezcolanza? Para ellos, esta no era, en realidad, sino la única vía posible.
NOTAS
(1) Bataille, Georges, L'érotisme, París, Minuit, 1957, pág. 193. La negación de los demás,
llevada a su último extremo, se convierte en negación de uno mismo. En la violencia de este movimiento, el gozo personal deja de contar, sólo cuenta el crimen y no importa convertirse en
la víctima: únicamente importa que el crimen alcance la culminación del crimen.
(2) Apud pág. 115. La asociación de la violencia de la
muerte y de la violencia sexual tiene doble sentido. Por una parte, la convulsión de la carne es más precipitada cuanto más próxima estádel desfallecimiento, y por otra, el desfallecimiento,con la condiclíon de que se le deje tiempo, favorece
la voluptuosidad. La angustia mortal no inclina necesariamente a la voluptuosidad, pero la voluptuosidad es mas profunda en la angustia mortal.
(3) Solicitante era el sacerdote que requería sexualmente a una penitente. Aunque la Iglesia
y el Santo Oficio -que lo perseguía como delito de herejía porque significaba el mal uso de un sacramento- tuvieron al principio una actitud
muy severa al respecto, se vieron obligados ante la frecuencia de los casos a manifestar una mayor benevolencia, sobre todo cuando el confesor no había llevado a cabo la «solicitatio ad turpia» durante el acto de la confesión.
(4) Dictionnaire de Spiritualité ascetique et mystique, París, 1937.
(5) Véase a este propósito el capitulo que dedica Julio Caro Baroja al concepto cristiano de
la vida (J. Caro Baroja, Las formas complejas de la vida religiosa, Madrid, Akal, 1978, Capítulo V «Vida y Muerte»).
(6) He aquí la curiosa petición de las Cortes de 1563 que puede dar mucho que pensar y que investigar. Cortes de Madrid 1563. Cap. XLI. «y porque de la continua residencia de los frayles en los monasterios con las monjas se siguen muy notables daños, el uno que las comen y gastan la mayor parte de sus rentas y ellas passan muchas estrechuras en su comer y vestir y en otras necesidades, por regalar a los dichos frayles y mantenellos muy bien, y lo segundo escusarse han algunas
murmuraciones y ocasiones que han con tanta continua residencia y visitación especialmente entrando los dichos frayles en el dicho monesterio y executando por sus personas las penitencias que dan a las dichas monjas, lo qual cessará con que se provea y mande que las monjas no tengan frayles que residan a la continua en sus monesterios, sino que vengan a dezir las missas y confessallas desde los monesterios y que no duren las visitas mas de 10 dias y que las penitencias que dieren se executen por las abadesas o prioras o otras monjas a quien las cometieren, sin que se hallen presentes los frayles». (Debo este dato a la amabilidad y erudición de D. Antonio Domínguez Ortiz.)
(7) Lea, H. Ch., A Hístory of the Inquísition of Spain, New York, Ams Press Inc. 1966 (cap. VI, vol. IV).
(8) Son en total 30 causas del catálogo de Alegaciones Fiscales y una del tribunal de Toledo, en la sección de Inquisición.
(9) A. H. N. Inquisición. Alegaciones Fiscales, leg. 3734, n.º 297. El hecho tuvo lugar en 1753,
(10) A. H. N. Inq., leg. 3.732, n.º 52.
(11) A. H. N. Inq., leg. 3.721, n.º 219.
(12) A. H. N. Inq., leg. 3.735, n.º 279.
(13) A. H. N. Inq., leg. 3.727, n.º 159.
(14) A. H. N. Inq., leg. 3.735, n,º 319.
(15) A. H. N. Inq., leg. 3.730, n,º 302.
(16) A. H. N. Inq., leg. 3.722, n.º 93.
(17) A. H. N. Inq., leg. 3.727, n.º 195.
(18) A. H. N. Inq" leg. 3.732, n.º 352.
(19) Ya hemos visto la vinculación maestro-discípula como origen de muchas relaciones sado-masoquistas,
A este respecto merece la pena señalar que éste es también el pretexto que se
suele utilizar en la literatura pornográfica, probablemente como alusión a
vivencias que podían ser muy comunes. Por recurrir al ejemplo más próximo, en la
publicación clandestina «La Perla» «colección de lecturas sicalípticas, sarcásticas y voluptuosas» que apareció en Inglaterra con gran éxito en 1879 para desaparecer repentinamente; se incluye la historia de «Miss Coote o las voluptuosas experiencias de una solterona», una sado-masoquista que fue iniciada en estas prácticas por su propio abuelo, un anciano libertino que la azotaba a ella y a sus criadas con el pretexto de que no se sabía bien la lección o de alguna otra travesura.
(20) A. H. N. Inq., leg. 3.721, n.º 110.
M.ª Helena Sánchez
Ortega
Profesora de Historia Moderna
Universidad Autónoma. Madrid
FLAGELANTES LICENCIOSOS Y BEATAS
CONSENTIDORAS
Prácticas penitenciales en el Antiguo Régimen
Historia16 1979