Dexar las labores del sexo; regañar continuamente los casados; robar y estar siempre como gatos, son ensaios y principios de cabronería. (Manuscrito de la Biblioteca Nacional)  

los historiadores
ante el santo oficio

 Ricardo García Cárcel  

   Escribir sobre la Inquisición ha constituido para los historiadores una inefable plataforma de exhibición con sus contradictorias tomas de posición ante una problemática que ha exigido siempre un compromiso definitorio, como subrayó con su peculiar rotundidad Menéndez y Pelayo: «Nunca el criterio de imparcialidad puede aplicarse a una historia de doctrina y libros, en que la crítica ha de decidirse necesariamente por el bien o el mal, por la luz y las tinieblas, someterse a un principio y juzgar con arreglo a él cada una de las cosas particulares. Y entonces el escritor pierde imparcialidad y entra forzosamente en uno de los términos del dilema: o juzgar con el criterio que llamo heterodoxo... o humilla (¡bendita humillación!) su cabeza al yugo de la verdad católica...»

Ensayos
Aguafuerte, aguatinta y escoplo.
Edición 1799.
Goya, The Brooklin Museum.

Biblioteca Gonzalo de Berceo


    
Desde sus inicios, la Inquisición dividió y separó la historiografía española de la europea. Esta se manifestó abiertamente crítica. Su actitud se patentiza, ya a través de la frívola, irónica y distanciada visión de la Inquisición aportan  los viajeros extranjeros que transitaban por España, ya con los hirientes y resentidos adjetivos de los protestantes europeos. En el primer grupo destacan Guicciardini, Dantisco y Navagiero: «aquí no se permite nombrar a Lutero, porque inmediatamente acude Vulcano y tapa la boca... escribí hace poco que sin salvoconducto del Emperador no tengo seguridad de salir de aquí incólume».
    Del segundo grupo podrían citarse a John Foxe, Guillermo de Orange, Johan Limborch y, sobre todo, Reinaldo González Montano, que publicó su obra por primera vez en Heidelberg en 1558 con un título bien expresivo: «Integro, cumplido y puntual descubrimiento de las bárbaras, sangrientas e inhumanas prácticas de la Inquisición con los protestantes», con éxito extraordinario (en 1569 se había editado en cuatro idiomas, además del latín).


El Tribunal informa

    La historiografía española del siglo XVI no abunda en juicios de valor sobre la Inquisición. Proliferan las exposiciones de su metodología. En plena actividad inquisitorial no cabían elucubraciones sobre su significación. Lo que importaba era dar a conocer las señas de identidad de la institución, su mecánica procesal, su tramoya jurídica, identidad demandada ávidamente por una sociedad en plena estrategia defensiva ante el aluvión represivo. En este sentido, merecen citarse múltiples tratados jurídicos en latín, tan rigurosos como asépticos (Basin, Albert, Páramo...). Curiosamente hay constancia documental de que los propios inquisidores participaron directamente en los beneficios de la impresión y venta de obras como las de Albert o Eymerich.
    La justificación de la Inquisición, en el contexto general de la «limpieza de sangre», no requirió de especial esfuerzo. Bastó con abrir la espita del antisemitismo popular, con sus connotaciones demagógicas, a través de una abundante literatura exaltadora de los valores de la ortodoxia cristiano-vieja y de una historiografía que evoluciona desde la prudente y comprensiva postura de los cronistas de los Reyes Católicos (salvo Bernáldez) al panfletarismo de conversos puritanos como Espina (su Fortalitium fidei, escrito en 1458, se editó repetidamente a lo largo del siglo XVI), Santamaría y otros.
    La crítica se vio reducida a su mínima expresión. La historiografía sólo tiene a un representante en esta dirección ideológica: el Padre Mariana, que, cuando menos, se atreve a resaltar la gravosidad de los procedimientos inquisitoriales: «al principio pareció muy pesado a los naturales» y subrayar que «hubo paresceres diferentes», lo que implicaba que la unidad ideológica no era tan monolítica como aparentaba. Naturalmente abundan las veladas alusiones a la Inquisición por parte de las víctimas o de simpatizantes suyos. Obvio es decir que hay que leer entre líneas, espigando en las frecuentes abstracciones. La represión no dejaba margen ni al resentimiento por gratuito ni a las lamentaciones por inútiles.
    Las alusiones de fray Luis de León, las directas críticas de fray José de Sigüenza o las amargas recomendaciones del arzobispo Carranza en los famosos versos exhumados por Tellechea son significativas:

 

Son hoy muy odiosas
qualesquiera verdades
y muy peligrosas
las habilidades
y las necedades
se suelen pagar caro.
El necio callando
paresce discreto
y el sabio hablando
verse ha en gran aprieto;
y será el efecto
de su razonar
acaescerle cosa
que aprende a callar.

Conviene hacerse
el hombre ya mudo
y aún entontecerse
el que es más agudo
de tanta calumnia
como hay en hablar.
Sólo una pajita
todo un monte aprende;
y toda una palabrita
que un necio no entiende
gran fuego se aprende
y para se apagar
no hay otro remedio
si no es con callar .

 

Radicalización apologética

    El siglo XVII presenta un panorama muy similar al del siglo anterior, pero con posiciones mucho más radicalizadas. Aunque siguen abundando los tratadistas, la publicística más hipertrofiada es la apologética, en su mayor parte a caballo de los épicos esfuerzos en justificar la expulsión de los moriscos. La «solución» del problema morisco por la vía de la expulsión generó la campaña defensiva de toda una generación historiográfica -de la que cabe exceptuar a Pedro de Valencia-, obsesionada en razonar la drástica medida, en un empeño indisimulado de limpiar la propia mala conciencia. Onofre Ezquerdo, fray Marcos de Guadalajara, Jaime Bleda y Damián Fonseca son bien representativos de esta ideología «bunkeriana» que no admitió ni el más tímido interrogante que cuestionara la liquidación efectuada. A la militancia moriscófoba se unió el desaforado antisemitismo de fray J. Torrejoncillo con su «Centinela contra judíos puesta en la Torre de la Iglesia de Dios con el trabajo, caudal y desvelo del Padre», publicado en Madrid en 1674, y la nota lacrimógena de la evocación admirativa del famoso inquisidor asesinado en Aragón, Pedro de Arbúes, a través de la obra de García de Trasmiera.
    La radicalización apologética de la Inquisición anuló prácticamente todo intento de crítica autóctona. Sólo hubo contestación desde el extranjero. En Amberes se editó la obra de Beringer (con el seudónimo de J. Ursinus), panfleto en el que se insertan los tópicos más despectivos sobre el Santo Oficio. La historiografía de los siglos XVI y XVII, involucrada directamente en el contexto de la intensa actividad inquisitorial, se caracteriza, en conclusión, por la ausencia de crítica autóctona abierta y la preocupación por el registro descriptivo de la praxis inquisitorial. No se cuestiona nunca su significación.
    En contraste, el siglo XVIII es el de la eclosión de la crítica, hasta entonces mantenida a niveles catacumbarios. Curiosamente la enorme cantidad de textos alusivos a la Inquisición en el marco de obras de diversa temática contrasta con el escaso número de obras dedicadas directa y exclusivamente a ella. Por ejemplo, ni la España Sagrada de Flórez, ni las diversas historias eclesiásticas de los jesuitas expulsados, aluden para nada a la Inquisición. Los años de este siglo cubren una auténtica batalla dialéctica entre críticos y apologetas, dirimida por primera vez abiertamente y en relativa igualdad de condiciones. Esta batalla puede estructurarse en tres fases.
    La primera abarca hasta 1760. En ella todavía pesa más cuantitativa y cualitativamente la literatura apologética, con mucha argumentación residual del siglo anterior y un estilo más discursivo, a la vez que aparecen los primeros asomos críticos dirigidos, más que a los procedimientos, a su impacto ideológico represivo. Textos del propio padre Feijóo podrían citarse como representativos de esta posición de tímida crítica.
    La segunda cubriría la generación del Campomanes, que podríamos situar hasta 1789, en la que el tema Inquisición se convierte en caballo de batalla fundamental de la pugna cada vez más radicalizada entre ultramontanos y jansenistas. El ataque a la Inquisición toma más fuerza, atizado en gran parte por la influencia extranjera (abate Mably, Young, Voltaire...). Destaca la obra anónima: El grito de la conciencia contra la fuerza (Madrid, 1768). .
    La publicística apologética encontró su mejor exponente en la defensa de la intolerancia que hizo Forner en su Apología contra Masson de MoviIliers: «Equivocan, pues, vergonzosamente la libertad con el desenfreno los que forman a nuestro gobierno un odioso capítulo porque no nos permite ser deliberantes ni confundir con el verdadero sabor la perversidad de la reflexión. Su filosofía habituada a maldecir de todo, no se halla en estado de considerar que la legislación más perfecta es, no la que impone penas a los delitos, sino la que dispone medios para que no los haya».
    La paradójica defensa de la Inquisición de Macanaz, publicada en 1788, una defensa llena de alusiones críticas veladas, parece más el fruto de la amarga ironía de un hombre en desgracia política que la firme convicción de un arrepentido.
    La tercera etapa está representada por la generación subsiguiente a 1789, la generación que recibe el impacto de la Revolución Francesa, la generación del pánico de Floridablanca. Sin duda este período está dominado por la ofensiva jansenista, que tiene como uno de sus objetivos la abolición de la Inquisición. La carta del padre Gregoire al inquisidor general, Ramón de Arce, múltiples textos de Jovellanos recogidos por Herr, y el manifiesto del P. Marchena: A la nación española, constituyen fervorosos alegatos en defensa de la tolerancia religiosa contra la Inquisición: «Jesús no vino armado de poder a inculcar su religión con la fuerza de la espada... y las cavernas espantosas de la Inquisición se abren para sumir al malhadado que ha incurrido en la indignación de los frayles y de los hipócritas. La España está a diez mil leguas de la Europa y a diez siglos del décimo octavo... ¿No es ya tiempo de que la nación sacuda el intolerable yugo de la opresión del pensamiento?..».
    Estas críticas serían pronto ahogadas por el servicio contrarrevolucionario proporcionado por la Inquisición ante el reto de la Revolución Francesa como hipotético modelo a seguir.
    En conclusión, respecto a la historiografía del siglo XVIII, puede decirse que se olvidó del método inquisitorial para ocuparse de lleno de su función ideológica. Las disputas sobre el tema estarán todas vinculadas al mismo telón de fondo: la lucha por la tolerancia religiosa. De la Inquisición ya no interesan sus más o menos crueles procedimientos, sino la valoración de su finalidad coactiva, necesaria para unos, funesta para otros.


La historiografía liberal

    El siglo XIX puede estructurarse claramente en dos mitades: la primera prolongada hasta 1868 y la segunda cortada en 1898. En la primera etapa, delimitada y caracterizada por el romanticismo liberal, progresistas y conservadores se plantearon por enésima vez la razón o sinrazón de la Inquisición. La polémica, que continuaba en tonos más violentos la dialéctica abierta en el siglo anterior, tuvo su caja de resonancia ideal en las Cortes de 1812.
    No interesa recoger las actitudes allí delineadas, sino tan sólo enumerar algunas muestras representativas en la publicística de la época de ambas tendencias. La interpretación liberal antiinquisitorial, en línea más o menos corrosiva, está bien representada por la célebre novela de Luis Gutiérrez: Cornelia Boroquia, los escritos de los seudónimos: Ingenuo Tostado y Natanael Jomtob y el opúsculo de A. Bernabeu, obras todas ellas que encuentran en J. A. Llorente al historiador que da soporte documental a sus invectivas.
    La obra de Llorente ha sido condenada con los peores adjetivos por la historiografía nacional-católica. Menéndez Pelayo despachó a Llorente llamándolo: «hombre sin conciencia moral», y De la Pinta Llorente le describe así: «Recae en él uno de los mayores pecados de que puede acusarse a un hombre: el de ser desleal y traidor al viejo solar de sus mayores, a su patria nativa, vendiendo el oro macizo de la tradición peninsular por el plato de lentejas que le ofrecieron los doctrinarios y energúmenos de la grey liberal». Lo que no puede discutirse a Llorente es el respaldo documental que utilizó en su Historia Crítica (París, 1817), sin duda su mejor libro. Lo más reprochable es su imaginación exuberante en las cifras de víctimas y su obsesión en apostillar cada párrafo con reflexiones ideológicas.
     Lo cierto es que el Ilorentismo ha empapado la historiografía de los siglos XIX y XX, generando adhesiones múltiples y críticas por doquier. Las obras de Castillo y Mayona, así Como de múltiples extranjeros entre los que destaca Prescott, transpiran un mimetismo servil de la obra de Llorente.
    Paralelamente a la crítica de la Inquisición, la historiografía española romántico-liberal mostrará sus simpatías hacia los fenómenos de marginación social: revolucionarios Como los Comuneros o agermanados y minorías rebeldes a la integración Como los moriscos, en cuanto víctimas de un opresor austracismo absolutista. Boix, Perales, Muñoz Gaviria y, sobre todo, Janer participan de esta común beligerancia reivindicativa, bien apoyada y promocionada por una escuela de arabistas españoles (Conde, Gayangos) o europeos (Dozy) que opuso a las versiones oficiales de la historia medieval española, la realidad de unas fuentes árabes dictaminadoras de «otra historia». La Historia de la dominación árabe en España de Conde o las Recherches de Dozy fueron el fiel exponente de esa «otra historia», descalificada tradicionalmente por la ortodoxia de los «bienpensantes».


La Restauración reivindica el Tribunal

    La Restauración generó su propia historiografía, caracterizada por el esfuerzo erudito de acumulación documental al servicio de una ideología rotundamente conservadora. El gran adalid de esta oposición es don Marcelino Menéndez Pelayo, el don Marcelino de su primera época: el de los Heterodoxos. La Historia de los Heterodoxos españoles es la obra de un genio que, con su formidable acopio documental y una ironía, en ocasiones, sarcástica, barría o pretendía barrer los tópicos sentimentales del romanticismo liberal, pero cayendo, a la hora de razonar, en el insondable pozo de la metafísica. Así lo han reconocido actualmente, desde J. L. Aranguren a J. Herrero. Su justificación de la Inquisición no tiene desperdicio: «El motivo fue el peligro que la pujanza, la riqueza y el número cada vez mayor de judaizantes castellanos, especialmente los andaluces, creaban para la Corona, en los odios populares y, sobre todo, en la voluntad de Fernando e Isabel de suplicar la ayuda de Dios para la empresa de Granada».
    El prestigio de Menéndez Pelayo abrió paso a una escuela con la misma preocupación reivindicativa de la Inquisición. Vinculada a ella ideológicamente, pero con una óptica distinta, la extensa obra del Padre Fita se dedicó a exhumar documentación con escrupuloso rigor, a la vez que exquisita imparcialidad, rehuyendo el apasionamiento en los juicios de valor y destruyendo muchos mitos católicos sobre la naturaleza del Santo Oficio, como el del martirio del Niño de la Guardia.
    La historiografía de este período paralelamente a su defensa de la Inquisición ratificó y consolidó la mitología imperial, condenando a priori toda minoría atentatoria a la unidad nacional-católica. Las obras de Danvila y, sobre todo, Boronat reflejan bien la intransigencia posicional que sanciona el triste destino de las minorías (especialmente los moriscos) como lógica consecuencia del providencialismo de la España «luz de Trento», «martillo de herejes», eterna «gratia Dei».
    En este contexto político la crítica a la Inquisición fue escasa. Conviene destacar un panfleto ideológicamente residual de la historiografía de la primera mitad del siglo, de Berenys y Casas, titulado: La Inquisición fotografiada por un amigo del pueblo, la monumental obra prosemítica de Amador de los Ríos y los trabajos de arabistas refugiados en el proscrito mundo del Krausismo.


El influjo de Llorente

   Pero, sobre todo, fue la historiografía extranjera la principal continuadora de la línea de Llorente. Cabe citar a Giraud y, especialmente, a los historiadores judíos Kauffmann, Graetz y Loeb, a caballo de la Revue des Etudes Juives, que serviría de medio de difusión de las reivindicaciones historiográficas prosemíticas. Los historiadores judíos, que siguen las pistas documentales proporcionadas por el Padre Fita, se ocupan fundamentalmente de romper los mitos católicos sobre el judaísmo, ya respecto al número de judíos, ya respecto a su perversidad. La Inquisición es considerada como una «policía» al servicio del sistema, destacando significativamente, junto a su crueldad, su coherencia represiva, al insistir sobre la fuerza del judaísmo.
    La literatura a lo largo del siglo XIX sirvió de instrumento catalizador de la crítica a la Inquisición con una visión ridiculizadora, a veces grotesca, siempre amarga, de ésta a través de múltiples novelas pseudohistóricas como la de Florencio Luis Parreño, y una serie de novelas por entregas que ha registrado J. I. Ferreras.
    El siglo XIX, en definitiva, recogió y aglutinó las interpretaciones que sobre la Inquisición se habían dado en los siglos anteriores, continuando la polémica sobre la misma temática y añadiendo un nuevo punto en el orden del día del contexto dialéctico sobre Inquisición: su entidad política. El servicio prestado al absolutismo monárquico, aspecto que el regalismo borbónico admitió interesadamente en todo momento y nunca se debatió en el siglo XVIII, fue puesto sobre el tapete por el romanticismo liberal del siglo XIX, cuestionando, por primera vez, las relaciones Iglesia-Estado.


Dos líneas de investigación

    El siglo XX se abre con la obra de Lea, tan denigrada por la historiografía nacional-católica posterior, como no consultada: «Lea ha de ser censurado por sus tendencias sectarias en todo lo que se refiere a la Iglesia Católica», afirmaba con singular dogmatismo De la Pinta Llorente. Despreciar a Lea, como ha señalado Kamen, es «como decir que el trabajo de Hamilton sobre los precios en España, o el estudio de Braudel sobre Felipe II son inútiles para la historia». La obra de Lea es un pozo insondable de información, documentada rigurosamente. Sus supuestos prejuicios protestantes -el más destacable quizá es su esfuerzo en mostrar la riqueza que transpiraba la Inquisición- son absolutamente aleatorios respecto a la extraordinaria validez científica de su obra.
    Hasta la guerra civil española la historiografía toma dos direcciones: el postllorentismo absolutamente repetitivo y que nada nuevo aporta (Quintiliano Saldaña, Sabatini, Lucka y Cazal...) y un neopositivismo de herencia menéndezpelayista, en el que sobresalen la obra de Julián Juderías y los trabajos de Serrano Sanz, Cagigas Ferrán Salvador, así como la importante aportación extranjera de Schafer.
    La bipolarización ideológica respecto a la Inquisición desemboca en 1936, año del inicio de la guerra civil española, y que, paralelamente, marca un hito también en la historiografía de la Inquisición. En este año se publican las obras fundamentales de Braunstein sobre los judíos mallorquines, Llorca y el segundo volumen de la obra de Baer, que serán, respectivamente, los modelos representativos de tres tendencias dominantes en la historiografía del siglo XX: el criticismo liberal heredado de Lea, el conservadurismo más o menos recalcitrante y el semitismo científico, todos ellos con menor encono ideológico y más seriedad documental que sus precedentes.
    Obvio es significar que de esas tendencias en la historiografía española de los años 40 sólo pudo prosperar una de ellas. En los años del triunfalismo monolítico de la «España sin problema» no cabía otra alternativa autóctona que el silencio riguroso o la beligerancia ortodoxa. Las obras de Izquierdo Terol, el primer libro del Padre De la Pinta Llorente y un artículo de Cayetano Alcázar demuestran una mística de cruzada pro-inquisitorial.

    El arabismo, hasta entonces liberal, paradójicamente queda distorsionado hasta ponerse al servicio de una política y diplomacia que, por primera vez, en pleno aislamiento internacional, reclamaba un pasado árabe. García Gómez es un buen testimonio de esta coyuntura.
    La extraordinaria obra de J. Ribera y  Asín Palacios demostrando las raíces árabes de la épica, la lírica y hasta de la filosofía de Santo Tomás de Aquino fue utilizada para potenciar la interesada fraternidad hispano-árabe.
    Pero, para dejar bien a salvo la esencia nacional, se cargó el acento en la importancia de la supervivencia cristiana respecto a toda mixtificación, en la superación del reto mudéjar mediante la mística redontorista de la Hispanidad. Surge así la hipertrofia del mozarabismo, a la vez que se rinde culto a una serie de artefactos conceptuales: el providencialismo, el neogoticismo, el legitimismo astur y el concepto mítico de Reconquista, que no son sino variantes de una misma hipótesis cuya función historiográfica es la de entender la islamización en la Península como una interrupción histórica, una entidad nacional dejada en suspenso.


1950, deshielo del tabú-Inquisición

     En 1950 se publica, traducido al castellano, el Erasmo y España de M. Bataillon, obra que nos vinculará decididamente a Europa, superando todos los complejos diferenciales, a la vez que se abre paso a la liberalización intelectual, que empieza a desperezarse por aquellos años. El despliegue liberal se hará patente en la resurrección historiográfica de temas conflictivos y el deshielo del tabú-Inquisición, paralelos a un intento de desideologización por la vía de un neopositivismo de influencia francesa. Múltiples trabajos como los de Domínguez Ortiz, Santamaría, Cabezudo Astrain, Sánchez Moya y, sobre todo, el libro de López Martínez -tan conservador como honesto- sobre los judaizantes castellanos representan este esfuerzo de las nuevas corrientes de investigación, caracterizadas por su neta preocupación por el microanálisis local que evitara problemas interpretativos, salvándose así de todo compromiso. Desde luego, la desintoxicación ideológica tan notable en otras áreas historiográficas -el tratamiento de los moriscos por parte de J. Reglá, por ejemplo- se consiguió mucho menos en este terreno. La obra de Palacio Atard y, sobre todo, el trabajo de Benito Durán son un fiel reflejo de lo que decimos.
    Bajo la nueva mística del desarrollo y del economicismo de los años 60, abierta ya la brecha relativista en el absolutismo ideológico español, se va cambiando el enfoque dado a la Inquisición, se relajan las tensiones que suscitaba el tema. El problema religioso ha sido convertido en problema sociológico. Actualmente, se encuadra la Inquisición en el marco de los controles sociales institucionales. El Santo Oficio fue mantenido por la clase social dominante para garantizar, bajo el hermetismo ideológico, el inmovilismo social.     
    Como ha dicho Pérez Vilariño: «Aunque la Inquisición haya desaparecido de las sociedades industriales, los procesos de cuantificación y tecnocratización plantean en el centro de la problemática actual la estructura social como represiva. Los medios de comunicación de masas, el sistema educativo y las técnicas de la informática se revelan como posibles centros neurálgicos de control social, con un alcance y una eficacia insospechados por las hogueras inquisitoriales». El tema de la Inquisición, desde este punto de vista, gana en actualidad lo que pierde en objeto de evaluación moral. Su responsabilidad histórica empieza y acaba en sus peculiares connotaciones sociales.
    La obra de Kamen responde plenamente a estas nuevas coordenadas interpretativas del tema-Inquisición. Su rotundo éxito -desde su publicación por primera vez en inglés en 1965 se ha traducido ya a casi todas las lenguas europeas- revela su acierto al asumir la interpretación sociológica de la Inquisición, con notorio y conseguido afán superador de etiquetas y rígidos clisés. Tras Kamen, las obras de Sicroff , Asensio, Márquez, Domínguez Ortiz, Tellechea... y tantos otros reflejan la fuerza siempre viva y el constante interés de un tema inagotable.

 

 

BIBLIOGRAFIA SUMARIA


Alonso Tejada, L.: El ocaso de la Inquisición, Ed. ZYX, Madrid, 1969.
Baer, F.: Die Juden irn christlichen Spanien. 2 vols., Berlín, 1929.
Bataillón, M.: Erasmo y España. F. C. E., 2.8 ed., 1966.
Caro Baroja, J .: Los judíos en la España moderna y contemporánea. 3 vols. , Madrid, 1963. -Vidas mágicas e Inquisici6n. Madrid.
Defourneaux, M.: Inquisición y censura de libros en la España del siglo XVIII. Ed. Taurus, Madrid, 1973.
Domínguez Ortiz, A. : Los judeoconversos en España y América. Madrid, 1971.
Elorza, A.: La ideología liberal en la Ilustración española, Madrid, 1970.
García Cárcel, A.: Los orígenes de la Inquisición. La Inquisición valenciana (1478-1530). Ed. Península, Barcelona, 1976.
Kamen, H.: La Inquisicíón Española. Alianza Editorial, Madrid, 1973.
Lea, H. C.: A history of the Inquisition of Spain. 4 vols., reimpresión de Ams Press, Inc. Nueva York, 1966. The Inquisition in the Spanish Dependencies. New York, 1908.
Lewin, Boleslao: La Inquisición en Hispanoamérica. Buenos Aires, 1962.
Llorca, B. : La Inquisición en España. Barcelona, 1936.
Llorente, J. A.: Historia crítica de la Inquisición Española. Madrid, 1870.
Medina, J. Toribio: Historia del Tribunal del Santo Oficio de la Inquisición de Lima. 2 vols., Santiago de Chile, 1956. Historia del Santo Oficio de la Inquisición en Chile. 1952. Historia del Tribunal del Santo Oficio de la Inquisición en México, México, 1952. La Inquisición en la provincia de La Plata. Santiago de Chile, 1906.
Menéndez Pelayo, M.: Historia de los heterodoxos españoles, recientes y completas ediciones del C. S. I. C. y de la B. A. C.
Pinta Llorente, M. de la: La Inquisición española y los problemas de la incultura y la intolerancia. Madrid, 1953.
-Las cárceles inquisitoriales españolas. Madrid, 1949.
Rios, Amador de los: Historia social, política y religiosa de los judíos en España y Portugal. 3 vols., Madrid. 1875-1876.
Sarrailh, J.: La España ilustrada de la segunda mitad del siglo XVIII. F. C.E., 1957.
Tellechea, J. I.: El arzobispo Carranza y su tiempo. 2 vols.,Ed. Guadarrama, Madrid, 1968.
Tomás y Valiente, Francisco: La tortura en España. Ed. Ariel, Barcelona, 1974.
Turberville, A. S.. La Inquisición española, F. C. E:, México, 1965.


 

 

Ricardo García Cárcel
Historiador y profesor universitario

 

Agradecimientos a la revista HISTORIA 16, de la que hemos tomado estos artículos.

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