la historia prohibida Vicente Llorens "La historia de la literatura política española se inicia en forma negativa, como reacción contra el maquiavelismo y los polítícos. Sus primeros tratados -primeros no sólo en el tiempo, sino también en calidad- están orientados polémicamente a combatir las tesis politicistas de la Edad Moderna; son doctrinales del Estado y del gobierno; pero, lejos de fundamentar una ciencia política, niegan por la base incluso su legitimidad. Fieles a los principios culturales del orden cristiano, rechazan la idea de que la política pueda sustantivarse e independizarse como una esfera propia, regida por sus propias leyes, y se esfuerzan por reducirla al lugar subordinado que le corresponde dentro de la concepción católica del mundo" (Francisco Ayala)
Las Chinchillas |
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A diferencia de las Lettres persannes de Montesquieu, las Cartas marruecas de Cadalso evitan, según hace constar el autor al principio de su obra, dos temas fundamentales que no pudieron abordarse crítica y públicamente en España desde el siglo XVI: religión y política.
La expresión "ambas Majestades', pasó a significar en español «Dios y el Rey». A tal punto había llegado la identificación de lo político y lo religioso. Y aunque los poderes representativos de uno y otro orden no siempre anduvieron en completa armonía, no por eso dejaron de prestarse mutua ayuda. Los Índices inquisitoriales tachan y corrigen con tanto o más rigor que los errores teológicos todo cuanto podía redundar en menoscabo de la autoridad civil establecida. De ahí la frecuencia de obras jurídicas, políticas e históricas, que ocupan cada vez mayor espacio.
Por lo que se refiere a los tratadistas políticos, ya en los primeros Índices se incluye a los «clásicos» del siglo XVI: Maquiavelo, totalmente prohibido; de Hugo Gracio sólo se permiten, expurgadas, sus obras poéticas; Bodino, Justo Lipsio y Alberico Gentili padecen expurgación.
Entre los autores españoles hay que destacar en primer término al más personal e independiente de sus historiadores: el Padre Juan de Mariana. Varias de sus obras fueron expurgadas; dos prohibidas: De mutatione monetae y De regimine Societatis. En este segundo y breve escrito Mariana hace una crítica de la organización de la Compañía de Jesús, a la que pertenecía. El primero, no mucho más largo, fue traducido por él mismo al castellano con el título de Tratado y discurso sobre la moneda de vellón que al presente se labra en Castilla, y de algunos desórdenes y abusos.
Mariana sienta el principio de que el rey no puede establecer impuestos ni alterar la moneda sin la voluntad del pueblo, y lo ilustra con ejemplos sacados de la historia de CastiIla y de otros países. Ante los abusos cometidos en su tiempo por el gobierno, creyó cumplir con su conciencia volviendo, como él dice, por la verdad, aunque otros callaran por miedo o ambición. «Bien veo que algunos me tendrán por atrevido, otros por inconsiderado, pues no advierto el riesgo que corro, y pues me atrevo a poner la lengua, persona tan particular y retirada, en lo que por juicio de hombres tan sabios y experimentados ha pasado; excusarme ha empero el buen celo de este cargo, y que no diré cosa alguna por mi parecer particular, antes, pues todo el reino clama y gime debajo la carga, viejos y mozos, ricos y pobres, doctos e ignorantes, no es maravilla si entre tantos alguno se atreve a avisar por escrito lo que anda por las plazas, y de que están llenos los rincones, los corrillos y calles.» Estas palabras llegaron indudablemente a los consejeros del rey, pero no a los que se quejaban en el reino por plazas y rincones. Hasta 1854 no vieron la luz pública en España (1).
El breve tratado sobre la Compañía de Jesús figura en los Índices como no impreso (2). La condena inquisitorial alcanzaba igualmente a la obra manuscrita. Así, por ejemplo, el Libro Verde, «manuscrito anónimo que trata de las calidades y limpieza de las casas y linajes de Aragón y otras partes», obra compuesta en 1507 por un asesor de la Inquisición aragonesa y publicada por primera vez en 1885 (3). En cambio, otro famoso manuscrito, el Tizón de la Nobleza, atribuido al arzobispo de Burgos don Francisco de Mendoza y Bobadilla con motivo de la contradicción que halló un sobrino suyo para alcanzar un hábito, y escrito también con el propósito de mostrar que ni la alta nobleza podía alardear de limpieza de sangre, no figura en los Índices, seguramente por haberlo prohibido una pragmática de 1623. El Tizón, aunque conocido por muchos en su forma manuscrita, no fue impreso hasta el siglo XIX, cuando habiendo desaparecido la obsesión de la pureza de sangre ya no era más que una curiosidad histórica (4).
En 1651 Scarron pudo escribir en Francia un violento panfleto contra Mazarino, recogido después en sucesivas ediciones de sus obras. En España hasta un papel manuscrito en verso sobre el duque de Osuna en Nápoles, obra de circunstancias y al parecer burlesca, se prohíbe con todo rigor desde el Índice de 1640 hasta el último de 1790.
Las Relaciones, de Antonio Pérez, el secretario de Felipe II que pudo escapar a Francia después de procesado por el asesinato de Escobedo, fueron archiconocidas en el extranjero desde su publicación a fines del siglo XVI. Prohibidas a partir de entonces en todos los Índices, no se imprimieron en España hasta 1849 (5).Felipe IV, exento
Leía Felipe IV la Historia de Italia, de Guicciardini, cuando alguien le advirtió que estaba prohibida por la Inquisición. El rey entonces se dirigió al inquisidor general Sotomayor para que le autorizara a leer obras prohibidas no religiosas (6). Obtuvo el permiso, pero ya se comprende que tal excepción no solía hacerse extensiva a los súbditos del monarca, fuera de los calificadores de la propia Inquisición. Los demás podían atreverse a leer libros prohibidos, como algunos se atrevieron en efecto, pero exponiéndose a los riesgos consiguientes, pues una de las peculiaridades de la Inquisición española consistió en que no sólo castigaba al autor, editor o vendedor de tales libros (como sucedía también en otras partes), sino al que los leía.
Hasta una historia local de Ravenna, de Tomás Pesaro, en versión castellana, quedó prohibida desde 1640. En el mismo Índice se expurgan varias obras latinas e italianas de Paulo Jovio, y asimismo la Britannia y los Annales rerum Anglicarum et Hibernicarum regnante Elizabetha, de William Camden, otro conocido historiador. Naturalmente, la prohibición o la expurgación suprimían en estos casos toda crítica de España en relación con países rivales o sometidos entonces a su dominación. Las consecuencias de esta sistemática eliminación fueron importantes, según vamos a ver a propósito de Bartolomé de las Casas.
Su Brevísima relación de la destrucción de las Indias (que los Índices se empeñan siempre en titular Hístoría e brevísima relación de la distribución de la India oriental, lo que no puede ser simplemente una errata) se publicó en Sevilla con otros tratados suyos en 1552. Además de tres latinas hubo traducciones de la obra a varias lenguas modernas, impresas con relativa frecuencia. Reediciones del texto español ha habido unas pocas en países extranjeros. En España, fuera de una reimpresión barcelonesa de 1646 -obsérvese la fecha y el lugar-, no volviió a publicarse hasta 1879 (7).
Ahora bien, en este caso no basta achacar solamente a los Índices el singular destino de la obra. Mientras hubo Inquisición es natural que no pudiera reimprimirse; pero a partir de 1820, que es cuando el Santo Oficio cesó de hecho en España, o desde 1835, fecha de la abolición definitiva, entró en juego otro factor adverso: no el patriotismo liberal representado por Quintana, biógrafo de las Casas, sino el nacionalismo español, que fue creciendo y exacerbándose a lo largo del siglo XIX, a medida que declinaba el poderío de la nación.
El espíritu crítico y de insatisfacción al que se deben sin duda alguna las transformaciones más efectivas del mundo moderno -y que tuvo en la España del siglo XVI representantes tan destacados y opuestos como Juan de Valdés y el Padre Mariana- difícilmente podía arraigar allí donde los más tenaces esfuerzos de la Inquisición se dirigieron precisamente a mantener en el orden político y religioso el más absoluto conformismo.
En las postrimerías del reinado de Luis XIV hubo en Francia escritores de tanto rango como Fénelon y Saint Simon que se atrevieron a juzgar la persona y la obra del rey Sol en términos muy desfavorables. En España no hay ejemplo de que una lamentable nulidad como Carlos II fuese objeto de censuras semejantes. La Inquisición no solamente las hubiera prohibido, sino que cuando se presentó la ocasión hizo más: salir en defensa de Luis XIV y de otros monarcas europeos, protestantes inclusive, prohibiendo cuantas obras atacaban su acción política. Había que mantener intangible el principio de autoridad, el de la Iglesia y el del Estado, en todo tiempo y lugar.
Mitología patriótica
La Inquisición, no permitiendo obras extranjeras ni nacionales desfavorables a España, acostumbró a los españoles a considerar la de su patria como una historia inmaculada, sin tacha, semejante a la mitología patriótica que suele enseñarse a los niños en las escuelas del mundo entero. No es sorprendente que la secular ausencia de crítica produjera en muchos una gran susceptibilidad frente a todo lo que pusiera en tela de juicio las realizaciones históricas de su país.
Es verdad que el pequeño libro de Las Casas condenaba con vehemencia obsesiva, más como pieza polémica que histórica, la obra entera o poco menos de la conquista y colonización de América por sus compatriotas, una de sus grandes hazañas en la historia; pero movido por principios cristianos de justicia, como «un alegato fiscal-según dice un historiador español recientemente desaparecido- para demostrar la necesidad de proscribir las guerras de conquista y su principal fruto, los repartimentos y encomiendas» (8}.
Para el nacionalismo español, en cambio, Las Casas se convirtió en el principal promotor de la llamada Leyenda negra, sin pensar que leyendas como esa las han creado siempre en torno a las grandes potencias los países que han tenido que luchar contra ellas o someterse a su dominación, y que, por otra parte, la obra de Las Casas no sirvió tan sólo para atizar odios políticos. También ha sido elogiada hasta nuestros días por plumas extranjeras como alto ejemplo, bien honroso para España, de fidelidad a principios religiosos y morales que el poder del Estado trataba entonces, como luego y en todas partes, de subyugar. «En regard de cette contenance -decía Julien Senda en La trahison dess clercs, refiriéndose a la actitud del clero alemán en la primera guerra mundial- j'évoquerai celle des théologiens espagnols du XVle siécle, les Barthélemy de Las Casas, les Vitoria, flétrissant avec I'ardeur qu'on sait les cruautés commises par leur compatriotes dans leur conquete des Indes» (9).
Aparte de la historia eclesiástica herética, que es la que ocupa mayor espacio, no faltan en los Índices prohibiciones de la ortodoxa. La Historia pontifical y católica, de Gonzalo de Illescas, prohibida al principio, pudo pasar luego expurgada. Permanentemente, en cambio, fueron suprimidas varias obras de carácter político-jurídico, como las Alegaciones sobre las competencias de jurisdicción entre los Tribunales Real y de la Inquisición de Mallorca, del doctor Joseph de Mur, de la que no veo mención en ninguna bibliografía, y la Apología de juribus principalibus defendendis et moderandis juste, de Juan de Roa Dávila.
Esta obra consta de siete breves tratados, varios de los cuales han sido reeditados recientemente, mas no el referente a los derechos del príncipe contra el poder eclesiástico, que fue la piedra de escándalo.
Según el moderno editor de uno de ellos (10), antes de imprimirse la obra el inquisidor fray Marcos de Salazar la había censurado favorablemente, por lo que el rey concedió su aprobación después de oído el Consejo de Castilla (que todo esto hacía falta para publicar en España). Pero la Santa Sede se indignó ante aquel libro «blasfemo y pestífero», tan opuesto por su regalismo a la jurisdicción eclesiástica, y por diligencia del nuncio todos los ejemplares de la obra que se encontraron fueron llevados a Roma y echados al fuego. En consecuencia, la misma Inquisición que había permitido imprimirla en 1591 prohibió la obra por edicto del 18 de febrero de 1592. (Figura por primera vez en el Índice de Sandoval y Rojas de 1612.)
Al año siguiente, Roa, preso en Madrid a disposición de la Nunciatura, fue procesado y condenado a perder su priorato y demás beneficios y a tres años de reclusión conventual. Pero el papa reclamó al reo y le trasladaron a Roma. Verdadero secuestro que dejó sorprendido al propio Felipe II, el cual comunicó en 1595 a su embajador en dicha ciudad que Roa estaba preso allí «sin saber por qué, si no es por el libro de las fuerzas (que hacen los jueces eclesiásticos) que escribió, se vio y se imprimió con mi licencia, habiéndolo visto y aprobado teólogos y juristas» (11 ). A Roa le pusieron en libertad, pero obligándole a quedarse en Roma, donde vivió hasta su muerte.
A juicio de Luciano Pereña la desaparición de la obra de Roa Dávila, de la que apenas quedan ejemplares, no ha dejado de contribuir a la discontinuidad de la filosofía política de los teólogos españoles del siglo XVI. «Covarrubias, Soto y Medina influyen de manera permanente, y sirven de puntos de partida, que Roa completa y avanza ideológicamente. Pudo constituir un eslabón definitivo en la génesis de la escuela española si el libro no hubiera desaparecido de la circulación y dejara de influir prácticamente en los maestros que siguieron» (12).Vacío cultural
A la Inquisición, pues, hay que imputar una vez más la ruptura de una continuidad, bien que en este caso, excepcionalmente, el responsable no fuese el poder inquisitorial español, sino el de Roma. Pero hay que tener en cuenta otro aspecto. Ya hemos visto que el pensamiento político condenado por la Inquisición desde los primeros Índices, y ausentes por lo tanto en España, era el de Maquiavelo, Grocio, Bodino, es decir, el de los iniciadores del pensamiento moderno, y que el único que se mantuvo y desarrolló fue el de unos autores que no eran propiamente sino teólogos de formación medieval.
Bueno será recordar a este propósito lo dicho en nuestro tiempo por Francisco Ayala, profesor universitario de Derecho Político: " La historia de la literatura política española se inicia en forma negativa, como reacción contra el maquiavelismo y los polítícos. Sus primeros tratados -primeros no sólo en el tiempo, sino también en calidad- están orientados polémicamente a combatir las tesis politicistas de la Edad Moderna; son doctrinales del Estado y del gobierno; pero, lejos de fundamentar una ciencia política, niegan por la base incluso su legitimidad. Fieles a los principios culturales del orden cristiano, rechazan la idea de que la política pueda sustantivarse e independizarse como una esfera propia, regida por sus propias leyes, y se esfuerzan por reducirla al lugar subordinado que le corresponde dentro de la concepción católica del mundo" (13).
Esa brillante escuela española constituye, por consiguiente, un anacronismo dentro del pensamiento europeo de su tiempo, y no deja de ser curioso que aún en nuestros días haya quien la presente con visos de modernidad, como si Maquiavelo, Bodino u Hobbes no hubieran existido nunca. Una muestra más de la larga resistencia -inquisitorial antes, luego tradicionalista- frente al proceso de secularización cultural del mundo moderno.
En vista de las numerosas y voluminosas obras que tuvieron a su cargo, y del minucioso trabajo de lupa que realizaron, no se puede menos de admirar la paciente labor de los calificadores inquisitoriales, aunque su trabajo no fuese siempre de primera mano ni estuviera exento de graves errores. La expurgación del Theatrum vitae humanae, de Teodoro Zwinger (Theodorus Zuingerus, Philosophus, Medicus et Historicus, Basiliensis, Lutheranus), que comprendía ocho grandes volúmenes en folio, ocupó al parecer al doctor Arce y a un hermano suyo, a quienes confió la tarea el tribunal de la Inquisición de Murcia en 1596, casi catorce años (14). Resultado: treinta y ocho páginas de expurgo en el Índice de Sandoval. Se comprende que para llevar a cabo tan vasta empresa la Inquisición necesitara, además de corresponsales extranjeros católicos, reclutar un verdadero ejército de teólogos procedentes de Salamanca, AIcalá y otras universidades.
Todos ellos pusieron sus cinco sentidos en el examen de los textos para eliminar partes enteras, capítulos, pasajes y hasta un simple vocablo improcedente. En la Summa, de Henricus Henríquez, por ejemplo, puede verse esta anotación en el Índice de 1640: «ubi de Enoch legitur translatus est virgus in paradysum, dele vocem Virgo". Supresiones como éstas se encuentran igualmente en libros no religiosos.
Otras veces no se limitan a borrar uno o más vocablos, sino que los sustituyen. Pero lo más notable es que estas modificaciones no tienen únicamente carácter teológico; con ellas se trata de alterar los textos históricos para darles otro sentido. Entre las correcciones que se hicieron al libro de Jerónimo de Chaves, Chronographia o Repertorio de Tiempos, 1588, figura la siguiente:
« Trat. I, f. 74, n. 83, dice: los Emperadores habían de aprobar la elección del Romano Pontífice; diga: recibían y aplaudían la elección.» Así es como quería la Inquisición que se escribiera la historia.
NOTAS
(1) En el vol. 31 de la Biblioteca de Autores Españoles, 1854, editado por Francisco Pi y Margall. El pasaje reproducido está en la pág. 577. El texto latino había sido impreso, con otros escritos de Mariana, en Colonia, 1609.
(2) Se publicó en Burdeos en 1625, un año después del fallecimiento de Mariana.
(3) Por Rodrigo Amador de los Ríos. en la Revista de España.
(4) Ahora puede verse en Julio Caro Baroja, Los judios en la España moderna, III, págs. 287-299.
(5) Madrid, 1849, según Palau. La primera edición se reimprimió también en la Colección de Documentos Inéditos para la Historia de España, t. XII, aunque sin identificar al autor.
(6) Henry Charles Lea, A History of the Inquisition of Spain, New York, III, 1907, pág. 523.
(7) La incluyó Antonio María Fabié en el t. II de su Vida y escritos de don Fray Bartolomé de las Casas, Madrid, 1879, págs. 209-291.
(8) Manuel Giménez Fernández, «Bartolomé de las Casas en 1552», en la edición de los Tratados, Fondo de Cultura Económica, México-Buenos Aires, I, 1965, pág. XXIV.
(9) La biblioteca de la Universidad de Princenton organizó en 1975 una exposición de obras de Las Casas, presentándole como «el primer defensor de los derechos civiles en América»,
(10) De regnorum justicia, ed. crítica bilingüe de Luciano Pereña, Madrid, C.S.I.C., 1970.
(11) Ibíd., pág. XXIX.
(12) Ibíd., pág. XLVI.
(13) Los políticos, Buenos Aires, 1944, pág. IX (14) H. Ch. Lea, ob. cit., III, pág. 495.
Por Vicente Llorens
Universidad de Princeton (1978)