la inquisición en américa Maurice Birckel
En 1570 y 1571 se fundan los primeros
tribunales del Santo Oficio de América, con sede en Lima y México,
respectivamente. Un poco más tarde (1610), separando las Antillas, Panamá,
Cartagena, Santa Marta, Venezuela, Bogotá y Popayán, se creó el tribunal de
Cartagena de Indias.
Volavérunt |
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Después del descubrimiento de Colón, la preocupación mayor de los Reyes Católicos tiene sin duda un carácter a la vez espiritual y práctico: proteger sus nuevos dominios de la envidia y la ambición de sus vecinos europeos, prepararlos para que se instaure en ellos una cristiandad renovada.
De hecho, ya en Marzo de 1493, los monarcas españoles alcanzaron del Papa una bula que les daba derecho a excluir de la Indias occidentales a los extranjeros y, en septiembre del mismo año, zarpaba de Cádiz la segunda flota de Colón. En ella iban doce religiosos y clérigos, encabezados por el benedictino Bernardo Boyl (o Buil), quien, al ostentar plenos poderes de la Santa Sede «como prelado y cabeza de la Iglesia en partes tan remotas», disponía evidentemente de la jurisdicción en asuntos de fe. Los Reyes cuidaban este aspecto, puesto que habían mandado que los miembros de la expedición (unas 1.500 personas) «fuesen cristianos viejos, ajenos de toda mala sospecha».
Así se puede afirmar que desde los primeros viajes de descubrimiento existió en Indias, por lo menos en forma virtual, una Inquisición, es decir, la Inquisición ordinaria, propia de los obispos y superiores eclesiásticos. Poco es lo que sabemos de esta actividad inquisitorial de los tres primeros decenios de la vida hispanoamericana. Si bien no fue nula, tampoco creemos que alcanzase mucha intensidad.
No obstante, en 1501, la reina Isabel conminaba a su enviado Ovando que no dejase pasar «moros ni judíos, ni herejes ni reconciliados ni personas nuevamente convertidas a nuestra Santa Fe». Instrucciones y reales cédulas de este tipo aparecen con frecuencia a lo largo de todo el siglo XVI, y aún más tarde.
Pero la defensa de la fe no siempre se compaginaba con la política de colonización y de población. Por eso, la legislación sobre la entrada de extranjeros en las Indias es en extremo fluctuante. Desde las mismas Antillas, ya en 1517 , llegaban peticiones para que se diese libre acceso a todos los extranjeros y en 1524, 1531 y 1534, Carlos I concede varias ordenanzas en tal sentido, con limitaciones mayores o menores. Por otra parte, la misma repetición de la cédula contra el paso a América de gente «infecta» en la fe, dejaría suponer que su aplicación no se realizaba al pie de la letra. Documentos y hechos confirman tal impresión. En 1508, los procuradores de la Española suplicaban que se mandara salir de la isla a todos los descendientes de judíos y moros y condenados por el Santo Oficio «que ahora en ella están», pero Fernando el Católico -con preocupaciones muy distintas- emprendía entonces negociaciones financieras con ciertos conversos de la Península y otorgaba, en 1511, el libre acceso a las Indias de todos los naturales de sus reinos sin pedirles información.
Con autorización o sin ella, pasaban, pues, al Nuevo Mundo muchos de los «prohibidos»: el comercio de licencias y testimonios falsos se volvió floreciente en Sevilla; otros se embarcaban como miembros de la tripulación y, luego de arribado el barco, se quedaban en América.
En este contexto, se entiende mejor la decisión de Cisneros, que asumía en 1517 el cargo de inquisidor general y de regente, concediendo a los prelados de Indias no sólo el poder de inquisidores ordinarios, sino también el de inquisidores apostólicos, delegados del Santo Oficio, con todas sus prerrogativas, hasta la de relajar al brazo secular.
Los primeros en ejercer tamaña autoridad fueron el obispo Manso, en Puerto Rico (1520) y fray Pedro de Córdoba, vicario general de los dominicos, en la Española. Aquél no anduvo ocioso y, en 1523, organizaba un auto de fe en el que fue «relajado al brazo seglar» Alonso de Escalante, «hereje condenado», quizá el primer reo de muerte de la Inquisición americana. Sus bienes quedaron a disposición del fisco real.
Pronto empezó a funcionar la Inquisición apostólica en el mismo continente. En un solo año (1527), se conocen diecinueve causas seguidas en México, casi todas por blasfemias, la más sonada de ellas contra Rodrigo Rengel, afamado conquistador de ochenta años de edad, acusado de ser un blasfemador empedernido. Los castigos en estos casos solían ser penitencias más o menos severas (¡ 500 pesos de oro en el caso de Rengel !).
Pero las causas no se limitaban a esto y, antes de 1529, hubo ya varios muertos en la hoguera: tres o cuatro indios de Tlaxcala y dos soldados de Cortés, condenados a relajación en el auto de fe de 1528, por judaizantes y quizá también por ser partidarios del conquistador.
De 1536 a 1543, Fray Juan de Zumárraga, nuevo obispo de México, con amplios poderes de inquisidor apostólico, organizó un verdadero tribunal que sentenció más de ciento cincuenta causas: por blasfemias (un tercio), brujería y superstición, bigamia, criptojudaísmo, idolatrías, etc... La actitud tajante del recto y severo varón frente a la idolatría de los indios, lo hizo remover de su cargo de inquisidor, después de que mandó a la hoguera, en 1539, a don Carlos, cacique de Texcoco.
Este escueto panorama de lo que J. T. Medina llamó la «primitiva Inquisición americana», permite adivinar una actividad importante. El historiador chileno estima que los reos procesados por los obispos fueron muy numerosos, sobre todo en comparación con la corta población de la América de entonces.Tribunales permanentes
Vimos que en muchas ocasiones los obispos americanos, como Manso o Zumárraga, poseyeron poderes de inquisidores apostólicos. ¿Qué necesidad había entonces de plantar en Indias tribunales del Santo Oficio? La pregunta podría invertirse: ¿Por qué no implantar la Inquisición en América? Si los nuevos territorios eran como una continuación de Castilla y de España, resultaba normal y lógico que pudiesen establecerse en ellos los mismos tribunales que en la Península, tal como se hizo en Canarias, por ejemplo.
Entre 1550 y 1570 empezaron a llegar a España peticiones a favor precisamente del establecimiento en Indias de tribunales permanentes del Santo Oficio, que dependiesen de la Suprema. Las quejas principales apuntaban a los abusos y la impericia de una Inquisición que había vuelto a ser episcopal y monástica. Además, las autoridades civiles intervenían cada vez más en los asuntos inquisitoriales. Se sentía la necesidad de un personal especializado en esta labor. Ya hacia 1547, el visitador de México, Tello de Sandoval, a pesar de que él mismo llevaba título de inquisidor, escribía al monarca: «He avisado a V. A. la necesidad que hay en esta tierra del Santo Oficio de la Inquisición y así ha parecido por experiencia.» Muchos se inquietaban por el creciente comercio de libros prohibidos, por la infiltración frecuente de ideas y de elementos heréticos, que permitía al cronista Fernández de Oviedo escribir hacia mediados del siglo: «Agora peor está esta tierra que el Arca de Noé sin comparación.»
Creemos también que en aquella circunstancia se ajustaron las miras centralizadoras del Rey Prudente con las del Consejo de la Suprema y general Inquisición. Esta había consentido en delegar sus poderes apostólicos en algunos obispos y prelados de América, pero siempre guardó cierta desconfianza hacia la Inquisición episcopal; prefería, sin duda ninguna, ejercer directamente su jurisdicción, con ministros escogidos por ella.
Para Felipe II, semejante medida completaría su plan unificador, lo mismo que a partir de 1561-64 había reorganizado el sistema de las flotas americanas. En el Perú concretamente, las guerras civiles que ensangrentaron la tierra hasta 1558-60, difícilmente permitían la introducción de grandes novedades. Una vez sosegados los ánimos, los años 1569-70 marcan el comienzo de una fase de reestructuración, de consolidación. En este caso, coincidiría la voluntad unificadora y expansionista del Santo Oficio con las directrices de la política real.
En aplicación de las reales cédulas del 25-1-1569, se procedía en Lima, el 29 de enero de 1570, a la recepción solemne de la Inquisición, con las impresionantes ceremonias que solían acompañar semejantes actos. El año siguiente (4-XI-1571 ), quedaba fundado el tribunal de México.
En un principio no existían diferencias fundamentales con los tribunales peninsulares: procedimientos y sustanciación eran iguales. No obstante, como para otros aspectos de la vida americana, hay que conceder especial atención a los factores geográficos: alejamiento de la metrópoli y, por tanto, del control del Consejo Supremo; enorme extensión de los territorios de la jurisdicción (de Panamá para el sur, en el caso de la Inquisición limeña). Esto explica la lentitud de muchas tramitaciones, los perjuicios sufridos por los encausados cuando había que mandarlos, a costa suya, desde Buenos Aires o desde Paraguay hasta Lima, por ejemplo, el poder exorbitante que llegaron a tener ciertos comisarios de la Inquisición. Estos eran algo similares a jueces de instrucción que ejercían la vigilancia :directa sobre la población, con la ayuda de los familiares. Al comienzo se instalaron tan sólo en los puertos y en las cabezas de obispados, pero luego los hubo en casi todos los «pueblos de españoles».
La Inquisición perseguía en América los mismos fines que en otras tierras hispanas: velar por la pureza de la fe católica luchando contra la «herética pravedad y apostasía», con especial vigilancia respecto de prácticas o ideas, musulmanas, luteranas e iluministas. Hay que hacer hincapié en una de las Instrucciones dadas a los nuevos inquisidores de Lima y México (la 34): «No habéis de proceder contra los indios..., por ahora.» Los excesos cometidos en la represión de la idolatría indígena en México y en otros lugares aconsejaron sin duda esta medida prudencial. Los indios, considerados neófitos en la fe, quedaban, pues, al margen del fuero inquisitorial, detalle que no se debe perder de vista cuando se pretende hacer cálculos y comparaciones. En cambio, extraña más encontrar entre los condenados por el Santo Oficio a negros (tanto esclavos como libres, «bozales» como criollos), por no hablar de los mestizos, mulatos y demás zambos.Temida y respetada
La actividad parece modesta en los primeros años, sobre todo en comparación con los comienzos de la Inquisición en España (unos 100.000 procesos y 2.000 ejecuciones durante los catorce años del «reinado» de Torquemada, según estimaciones de autores moderados), pero no lo es tanto si se tiene en cuenta que el fuero inquisitorial se aplicaba a una población relativamente reducida, por lo menos en el período inicial.
Se ha dicho que la Inquisición americana llegó pronto a fiscalizar las costumbres más que las ideas y su expresión. Sin duda las guerras de conquista y las guerras civiles, la distancia respecto de la metrópoli, la falta de mujeres europeas en los primeros tiempos, favorecieron -entre otras causas- la libertad moral y, especialmente, la libertad sexual.
Un recuento de las causas sentenciadas por los tres tribunales americanos en sus años de existencia, daría sin lugar a dudas una mayoría importante a los casos de blasfemia, de bigamia, de solicitación en la confesión o «próximamente a ella». Este hecho, por otra parte, no puede considerarse como asunto baladí, puesto que contribuye a un mejor conocimiento de aquella sociedad colonial.
La solicitación entre los sacerdotes, tanto seculares como regulares, adquirió proporciones que asombraban a los mismos inquisidores. En vista de que menudeaban semejantes delitos y de que muchas mujeres se apartaban del sacramento de la penitencia, acudieron a la Suprema para poder aplicar penas más severas. Incluso, tomaron la iniciativa de promulgar edictos especiales contra los solicitantes (1630), pero los testimonios posteriores, así de virreyes como de miembros del clero o de viajeros extranjeros, indican que la clerecía del siglo XVIII seguía por el mismo camino.
Si bien la labor corriente de los comisarios e inquisidores consistía en lo que puede considerarse como una vigilancia de las costumbres, no por eso debe creerse que las Indias carecieron de brotes más netamente heterodoxos o heréticos. Es imposible dar aquí tan siquiera una lista de todos ellos; preferimos ceñirnos a unos aspectos relevantes u originales.Represión del iluminismo
Poco más de un año después de su fundación, el tribunal de Lima hubo de examinar un caso notable, tanto por su materia como por las personas en él encartadas. En torno a una mujer muy joven, endemoniada a la vez que agraciada con raptos y revelaciones celestiales, se agita en un ambiente exaltado y turbio a la vez un nutrido grupo de religiosos que se turnaban en su casa y otros lugares para exorcizarla. Entre ellos, nada menos que un pintor, un ex vicario episcopal y un catedrático de teología, dominicos los tres, y el propio provincial de la recién llegada Compañía de Jesús.
Inducido por la «posesa», que desempeñaba un verdadero papel de catalizador y de médium, el dominico fray Francisco de la Cruz llegó a desarrollar una herejía original. Indudablemente, hay similitudes de situaciones y de ideas con iluminados anteriores, por ejemplo, con aquel misterioso fray Melchor que allá por 1510-1512 seguía en España los consejos y vaticinios de la «beata de Piedrahita». Pero la «pupulante herejía» de fray Francisco tiene, además, un corte netamente americano, criollo para ser exactos, sobre el cual queremos insistir. Para él, España y la vieja cristiandad europea quedarían desbordadas por el Turco, Roma -la mujer prostituta del Apocalipsis- sería destruida conforme a las profecías, pero en Lima se instalaría la «nueva cabeza de la Iglesia». Francisco de la Cruz, ungido de Dios, sería «Papa y rey desta tierra», su hijo -muy real él, y habido de una dama limeña-, otro Juan Bautista. Los indios -descendientes de las diez tribus perdidas de Israel- se verían autorizados a conservar ciertas tradiciones (poligamia, etc.) y, asesorados y dirigidos por la «Iglesia de los criollos», formarían con ésta el nuevo pueblo de Dios.
Los inquisidores estuvieron sobre aviso, tanto por el calibre del negocio como por la calidad de los que con él tenían relación: fray Francisco de la Cruz era confidente del arzobispo Loayza. Es probable que de no mantenerse pertinaz, el fraile megalómano no hubiera terminado en la hoguera, quemado vivo el 13-IV-1578, después de seis años y medio de prisión.
La fortuna se le mostró contraria: por aquellos años se descubrieron en Extremadura y Andalucía los numerosos «alumbrados» de Llerena. Además, la herejía de fray Francisco iba tomando un cariz político: ¿acaso no hablaba de «alzarse con la tierra», ayudado por los llamados soldados? ¿Acaso no quería repartirla entre sus principales secuaces? ¿Acaso no estaban situados realmente sus mejores amigos en puntos estratégicos, como eran Quito, Lima, El Cuzco y La Plata, en la provincia de Charcas?
Por aquellas fechas, existen otros «convertículos», donde cohabitan tendencias iluministas con ambiguos manejos sexuales o la burda solicitación.
Sería fácil multiplicar los ejemplos, lo cual viene a demostrar que las tendencias iluministas representaron una constante de la vida religiosa en Hispanoamérica. No siempre fueron de gran elevación espiritual y menudearon los casos de milagrería, con suspensiones y raptos extáticos, muchas veces unidos a manifestaciones de la libido, que interesan tanto o más al psiquiatra y al sociólogo que al historiador de las ideas. En una sociedad en la que el blanco consideraba ignominioso e infamante el trabajo en «oficios mecánicos», en la que los mejores puestos se destinaban a peninsulares, creció en forma vertiginosa -sobre todo en las ciudades- el número de clérigos y religiosos, de monjas y beatas. Entre ellas frecuentemente aparecían las «ilusas» y «embaucadoras», según las llamaban los inquisidores. Hacia fines del siglo XVII, la beata Angela Carranza, llegó a ser por casi tres lustros la comidilla de Lima entera; su fama traspasó los límites de la ciudad y del virreinato. Con harto donaire, el inquisidor Varela daba cuenta de algunos de sus talentos: «Era últimamente el correo de la gloria y por un nuevo género de sagrada estafeta, llevaba y traía del cielo no sólo respuestas y despachos divinos, sino varias alhajas, a cuya bendición viniesen vinculados auxilios y felicidades». Esto dio lugar a un verdadero tráfico de objetos sagrados y cuando, después de la condena -ligera por cierto- empezaron a recogerlos, llegaban a «tanta multitud de rosarios y cuentas -añadía el chistoso Varela- que pasan de millones, y de tal suerte que en diez pontificados no ha distribuido la Sede Apostólica más cuentas y rosarios que los que distribuyó esta mujer».Judaizantes. El caso de los portugueses
Según se sabe, la Inquisición fue organizada en España con el fin específico de vigilar y castigar los conversos que volvían a judaizarse, extendiendo luego su jurisdicción a los demás delitos contra la fe.
En las Indias vimos cómo, antes de 1570, fueron penitenciados y hasta quemados varios judaizantes, a instigación de los obispos y prelados religiosos. Nos cuesta cierto trabajo el admitir, según afirma algún autor, que el judaísmo se practicaba abiertamente en México, a no ser en regiones apartadas o faltas de autoridades eclesiásticas y administrativas. No obstante, llama la atención el corto número de reos condenados por este delito en los primeros años de los nuevos tribunales inquisitoriales.
En México y en el Caribe puede explicarse tal hecho porque la Inquisición estaba entonces más preocupada por posibles infiltraciones protestantes, a raíz de los ataques de corsarios y piratas ingleses o franceses. En Lima, hay que esperar el tercer auto de fe (1581) para que aparezca un judaizante (nacido en Portugal) condenado a reconciliación y cárcel perpetua, a pesar de que ya en 1570 el secretario de este tribunal se quejaba al Consejo de que la ciudad y el reino entero estaban llenos de conversos y descendientes de reconciliados, y «certifico a V. S., añadía, que respecto de los pocos españoles que hay en estas partes, hay dos veces más confesos que en España».
En este asunto, el acontecimiento decisivo es la unión de Portugal y España, en 1580-81. Con esto, los portugueses se vuelven vasallos de Felipe II y adquieren facilidades para circular libremente por sus dominios. Huyendo del marasmo económico de Lisboa y de los rigores de la Inquisición portuguesa, muchos marranos salieron de su país con rumbo a América, pasando por España.
Pero la llegada masiva de portugueses en casi todos los puertos de las Indias de Castilla, se produce a partir de 1590. Es de creer que muchos de ellos serían judaizantes, ya que, de 1595 en adelante, aparecen cada vez más numerosos entre los penitenciados por el Santo Oficio. A diferencia de los conversos españoles, los marranos portugueses habían tenido que convertirse por la fuerza tras las persecuciones de los reyes lusitanos (final del siglo XV). Esto explica la abundancia en el seno de su comunidad de auténticos criptojudíos y la dificultad de su asimilación, Así, poco después de la unión de las dos coronas, la palabra «portugués» llegaría a significar cristiano nuevo o judío en España e Hispanoamérica.
El primer mazazo asestado contra el criptojudaísmo americano fue el «auto grande», celebrado en México el 8-XII-1596. En él salieron 60 penitentes (otros dicen 80); 35 eran judaizantes (sin contar 10 quemados en efigie); 25 fueron reconciliados y nueve miembros de la familia Carvajal quemados. En 1590 éstos habían sufrido ya una primera condena, pero -cosa rarísima- el tribunal les concedió al cabo de cuatro años de confinamiento un indulto completo, a cambio de una multa.
El personaje más notable de la familia era sin duda Luis de Carvajal «el Mozo», sobrino del conquistador de Pánuco, su homónimo. Místico, poeta, visionario, su piedad y su fe eran tan grandes que, durante su primer encarcelamiento, convirtió al judaísmo su compañero de celda, nada menos que un fraile. Ya libre, su proselitismo ardiente causó su muerte, la de sus familiares y el arresto de numerosos judaizantes, cuyos nombres confesó en el tormento.
Mientras tanto, los marranos portugueses no se quedaban de brazos cruzados y, mediante un donativo de dos millones de ducados a Felipe III, consiguieron que el Papa les otorgase un perdón general para delitos presentes y pasados, con restitución de los bienes confiscados. El breve se publicó en 1604 y tenía vigencia en las Indias hasta 1606.
Aunque a regañadientes y dándole largas, los tribunales americanos tuvieron que hacer efectiva -por los menos en parte-dicha decisión. De hecho, durante unos quince años, escasearon las causas contra judaizantes. En España, por otra parte, el conde duque de Olivares adoptó a partir de 1623 una política de tolerancia y de atracción respecto de marranos y conversos, confiándoles importantísimas responsabilidades económicas. A pesar de la hostilidad creciente de muchos sectores, esto les valió una relativa tranquilidad hasta la caída del privado (1643). .
Ahora bien, los tribunales del Santo Oficio americano empiezan mucho antes
a reaccionar contra los judaizantes portugueses. Para ello, concurren sin duda causas específicas y locales, que intentaremos evocar. A fines de 1625, un auto de fe celebrado en Lima señala un elevado porcentaje de judaizantes (12), casi todos «de nación portuguesa»: dos de ellos fueron «relajados» y dos se habían suicidado en las cárceles secretas.
Los portugueses afluían hacia los centros más atractivos del continente americano y empezaban a monopolizar varios sectores de la actividad económica: trata de negros, alto negocio o buhonería en Cartagena, Portobelo, México, Lima, Potosí y sus contornos, pero también artesanía y agricultura, por ejemplo en la cuenca del Plata. Al descontento del tradicional comercio andaluz, de sus representantes en Indias y de la incipiente burguesía criolla, se suma el temor a una agresión extranjera. Desde 1578, la costa pacífica ya no estaba a salvo de las incursiones piráticas; en 1615 y 1624, los duros ataques de Spielbergen y J. Lhermite, siembran el pánico entre los habitantes del virreinato peruano y refuerzan una psicosis de traición. Desde hacía años se venía hablando de posibles confabulaciones entre corsarios, indios y negros, con la ayuda de espías extranjeros. Ahora, las sospechas se concentran sobre el grupo numeroso de los portugueses, demasiado activos y poderosos y de dudoso catolicismo.
Los inquisidores llevaban tiempo al acecho, según sus propias palabras («atentos a todas sus acciones, con cuidadosa disimulación»), cuando se produjo la ocasión esperada, en agosto de 1634. En Lima, la imprudencia de un cajero portugués provocó la denuncia decisiva; lo demás, lo hicieron el tormento y la sagacidad de los inquisidores. Durante un año entero éstos fueron reuniendo pruebas con el mayor sigilo; el cajero se había esfumado (en las cárceles inquisitoriales) sin que se sospechara la causa de su desaparición. Por fin, el alud de arrestos y confiscaciones empezó a correr en agosto de 1635: «casualmente», entre los primeros detenidos estaban los principales mercaderes del reino.
La conmoción fue enorme, se paralizó el comercio y, ante la afluencia continua de nuevos acusados, hubo que comprar y construir más cárceles, «despejando» las antiguas gracias a un «autillo» organizado en la capilla del Santo Oficio. En ciertos momentos, el número de detenidos casi llegó a 200, mientras la Inquisición de Cartagena de Indias, avisada por la de Lima, prendía a 40 personas. El 23 de enero de 1639, en un auto de fe grandioso, encontraba su desenlace oficial la Complicidad Grande del Perú, la «mayor máquina que se ha visto», según decían los inquisidores. Los judaizantes, casi todos de origen portugués, llegaron a 62: 7 abjuraron de vehementi, 44 fueron reconciliados con penas diversas y confiscación de bienes, 11 perecieron. Entre ellos hubo por lo menos 6 quemados vivos, lo que muestra la fuerza de sus convicciones.
Poco después, en 1642, le tocó el turno a la Inquisición mexicana. Como ya se había producido la sublevación de Portugal, no era necesario andar con rodeos: los portugueses se volvían doblemente sospechosos. La redada contra judaizantes arrojó cifras aún superiores a las de Perú. Los casos menos graves se despacharon en una serie de tres autos, años 1646, 1647 y 1648.
A distancia, el gran auto de fe celebrado en la capital de Nueva España, el 11 de abril de 1649, respondía a la Complicidad Grande peruana. Hubo más de 50 judaizantes condenados (sin contar 57 que lo fueron en efigie) : 38 reconciliados y 13 relajados. Entre éstos, Mariana de Carvajal, única superviviente de la familia aniquilada a fines del siglo XVI, y Tomás Treviño de Sobremonte, español él y único en arrostrar vivo la hoguera.
En España, la cacería de judaizantes arreció durante los decenios siguientes (hay miles ge reconciliados entre 1643 y 1655), hasta culminar en los autos de fe contra los Chuletas mallorquines, a fines del siglo XVII. Todo esto nos inclina a creer que no se trata de accidentes, sino de una política concertada. Importa recordar que, en este asunto, los tribunales americanos se anticiparon a los peninsulares, lo que puede ser prueba de su creciente independencia respecto del poder político. Pensamos, por otra parte, que recibieron el apoyo tácito de la Suprema, quien iba a darse prisa en imitarlos después de la caída de Olivares.Los ingresos de la Inquisición
Al crear los tribunales americanos, Felipe II cuidó de que pudiesen perpetuarse; con este fin, ordenó que los cuatro principales funcionarios (dos inquisidores, un fiscal y un secretario) cobrasen sueldos de las cajas reales, «entretanto que de confiscaciones, penas y penitencias hubiere de qué pagarlos». Esta «consignación» real real presentaba pues una seguridad apreciable para la incipiente Inquisición americana, pero tampoco era suficiente para sufragar todos los gastos de los tribunales (sueldos de los demás oficiales, compra de casas, preparación de los autos de fe, etc.). Aparte de esto, semejante subvención podía en ocasiones ser un medio de presión intolerable para una institución que propendía cada vez más a constituir un Estado dentro del Estado. De una forma u otra, los nuevos tribunales necesitaban pues aumentar en breve unos ingresos que les fuesen propios.
De hecho, tales caudales fueron creciendo y los tribunales pudieron adquirir casas de alquiler y censos, imitando así el sistema peninsular. Pero seguían percibiendo la «consignación» como si tal cosa.
Con los crecientes apuros económicos de la monarquía española, llegaron también nuevas instrucciones, Desde 1614, los virreyes intentaron reducir la ayuda estatal conforme al monto de las confiscaciones, pero nunca jamás consintieron los inquisidores que los oficiales del fisco real hurgaran en sus cuentas.
Finalmente (1627-1630), se acudió al arbitrio de las «canonjías supresas» que se aplicaba en España desde 1559: en cada catedral, la renta de un canonicato se destinaría a la Inquisición.
En busca de su independencia financiera, los inquisidores de Indias no se anduvieron con chiquitas.
Muy temprano, se practicaron «donaciones» en todo el virreinato peruano. Este eufemismo ocultaba un ingenioso sistema en el cual ciertos acreedores «donaban» sus cédulas de crédito al Santo Oficio Este, valiéndose de su extensa red de comisarios y familiares y del terror que inspiraba, cobraba las deudas y se quedaba con el tercio o la mitad de su monto. ¡A su manera, el Santo Oficio contribuía pues a la vida económico-social de la colonia!
Los quebrantamientos de «escrituras de compromiso» parecen haber sido otra especialidad americana. ¿En qué consisten? Alguna persona, convicta de haber jugado o bebido en exceso, se compromete ante notario a no volver a su vicio en uno, dos o más años, pena de pagar 200, 1.000, 2.000 pesos de multa, Si reincide antes de terminarse el plazo, queda perjuro y, por tanto, reo de Inquisición: ésta recibe un tercio de la cantidad apuntada, otro tercio es para el juez civil, el último para el denunciante. Aunque el procedimiento nos deje boquiabiertos, lo cierto es que éste no fue el peor lado del Santo Oficio: es además una mina de lances peregrinos o tragicómicos. En todo caso, llegó a ser ésta una fuente de ingresos cuantiosos, sobre todo en los grandes años del «Cerro Rico» de Potosí, aquella Meca del juego y de la prostitución, del buen vivir y de Ia mala vida.Ocaso y desaparición
Liquidados o silenciados los principales focos de criptojudaísmo, la labor inquisitorial había de volver a sus cauces habituales: represión de aberraciones morales, descubrimiento de «proposiciones malsonantes o atrevidas», secuelas del iluminismo en mujeres exaltadas o monjas milagreras.
En forma de inciso, es indispensable evocar siquiera el caso de los indios, al fin y al cabo el substrato de buena parte de la actual población hispanoamericana. A pesar de la insistencia de encumbrados personajes, el indio quedó definitivamente al margen de la jurisdicción inquisitorial. Así las cosas, después de setenta años largos de evangelización, se descubría, en 1609, que los indios del arzobispado de Lima estaban «tan infieles e idólatras como cuando se conquistaron». Para resolver este problema se inició la Visita de las idolatrías. que podría definirse como una Inquisición adaptada a los indios, y se limitó a ciertos sectores del virreinato peruano. Aunque en ocasiones aplicó penas severas (reclusión perpetua), casi nunca condenó a muerte y sus autos de fe tan sólo consumían los objetos del culto idolátrico. Las campañas de «extirpación» repitiéronse con intensidad hasta 1610; más tarde, se prosiguieron en forma más bien rutinaria. Por supuesto, el Santo Oficio miraba con muy malos ojos semejante competencia, máxime cuando los jesuitas tomaban parte activa en tales visitas.
Volviendo a la Inquisición, con el correr de los años, quizás porque el peligro de herejía había prácticamente desaparecido y también por la evolución de las mentalidades, escasean las condenas graves, concretamente las «relajaciones».
Pero he aquí que en América, lo mismo que en España, surgía un nuevo peligro: el de las ideas nuevas, de la Ilustración. Conforme avanzaba el siglo XVIII, el Santo Oficio americano se vio precisado a prestar cada vez más atención a ciertas ideas de los filósofos, a los libros que las vehiculaban y a aquellas personas que podían sustentarlas en forma peligrosa para el Altar y para el Trono. La vigilancia de los escritos sospechosos -que desde el principio pertenecía a la jurisdicción inquisitorial- cobró especial importancia con el desarrollo de las comunicaciones, el abaratamiento y la consiguiente difusión del texto impreso. Muchos hombres impregnados de ideas enciclopedistas condenadas por la Iglesia abogaban al mismo tiempo por mayores libertades económicas o políticas en los territorios del Nuevo Mundo. Así es como, en más de una ocasión, la Inquisición sirvió al poder civil en su lucha contra los adversarios del absolutismo y los precursores de la autonomía o de la independencia. Ahí está pues, el rasgo distintivo de la Inquisición americana en su postura respecto de la Ilustración. Menudearon los hombres condenados por proposiciones, «algunas contra la religión y muchas más contra el Estado». Seguía vigente el viejo refrán: «Con el Rey y la Inquisición, chitón». Ya en el siglo XIX, insurgentes como el cura Hidalgo fueron acusados por el Santo Oficio, y Morelos, su discípulo y amigo, se vio envuelto en un proceso inquisitorial, antes de rendir cuentas a la justicia civil.
Por estas tierras hispanoamericanas, la Inquisición quedó generalmente abolida en 1813, cuando se conoció el decreto de las Cortes de Cádiz, de enero del mismo año. Algunas zonas tomaron la delantera: en 1811, un motín popular expulsó momentáneamente los inquisidores de Cartagena de Indias. A fines del mismo año, Paraguay estuvo entre los primeros que se libraron de la institución. En cambio, en el Perú, se necesitaron dos virreyes (Abascal y Pezuela) para acabar con ella: en 1813 y, después del restablecimiento, en 1820. Algo parecido pasó en México. Así desaparecía la Inquisición en el continente americano, pero no siempre con ella la intolerancia religiosa.
Maurice Birckel
Historiador y profesor universitario