SIMBIOSIS CRISTIANO-JUDAICA.
LIMPIEZA DE SANGRE E INQUISICIÓNLa nueva y muy apretada situación de los judíos respecto de los cristianos durante el siglo XV fue mucho más decisiva para el rumbo de la vida española que el resurgimiento de las letras clásicas, los contactos con Italia o cualquiera de los acontecimientos que suelen usarse para vallar la llamada Edad Media y dar entrada a la Moderna. La feroz persecución de los hebreos modificó las relaciones tradicionales entre los nobles, los eclesiásticos, los villanos y los judíos,114 y a la postre hizo surgir aquella forma única de vida española en que religión y nación confundieron sus límites, un antecedente de los estados totalitarios con un partido único impuesto por la violencia.
Muchas ilustres familias se habían mezclado durante la Edad Media con gente de raza judía, a causa de su rango, su fortuna y la frecuente belleza de sus mujeres. Antes del siglo XV nadie se escandalizó por ello, dejando a un lado que el lenguaje escrito no supiera aún expresar intimidades de esa índole. Mas en la época en que estamos, ya se escribe sueltamente sobre lo que encendía las pasiones, es decir, sobre el drama sin solución que desgarraba las dos razas enemigas, o más exactamente, dos castas de españoles. En poesías infamatorias como las Coplas del provincial y otras, se alude a la procedencia judía de ciertas personas; a ello replican algunos conversos, tan seguros de su distinción como de la plebeyez de sus impugnadores. Alguien remitió a don Lope Barrientos, obispo de Cuenca y partidario de los conversos, un alegato contra un Pedro Sarmiento y un bachiller Marcos García Mazarambrós, incitadores de los saqueos y asesinatos toledanos en 1449.15 Ante todo rechaza el autor el nombre de conversos, «porque son hijos e nietos de cristianos, e nacieron en la cristiandad, e no saben cosa alguna del judaísmo ni del rito de él».16 Los buenos conversos no deben pagar por los malos, como «no mataremos a los andaluces, porque cada día se van a tornar moros». Viene a continuación una larga reseña de nombres ilustres emparentados con quienes habían sido judíos, sin excluir a personas de sangre real: «Subiendo más alto, no es necesario de recontar los fijos e nietos e viznietos del noble caballero e de grande autoridad, el almirante don Alonso Henríquez, que de una parte desciende del rey don Alonso [XI] e del rey don Enrique [II] el Viejo, e de otras partes viene de este linaje». Añadamos que habiendo casado Juan II de Aragón, en segundas nupcias, con doña Juana Henríquez, hija del almirante de Castilla, su hijo Fernando el Católico, tuvo ascendencia judía por parte de madre.117
En otros dos bien conocidos textos del siglo XVI se mencionan las familias con antecedentes judaicos. Uno es el Libro verde de Aragón,118 y otro El tizón de la nobleza de España, del cardenal Francisco Mendoza y Bobadilla, arzobispo de Burgos,119 en donde demuestra que no sólo sus parientes, los condes de Chinchón (acusados de poco limpia sangre), tenían antepasados hebreos, sino casi toda la aristocracia de aquella época. Si la vida española se hubiera desenvuelto en un ritmo de calma y armonía, la mezcla de cristianos y hebreos no habría originado conflicto alguno, porque España era desde el siglo VIII una contextura de tres pueblos y de tres creencias. El hebreo había sido dignificado tanto como el cristiano, pese a todas las prohibiciones, y los mismos reyes dieron a algunos de sus judíos el título de don, signo entonces de alta jerarquía nobiliaria. La mezcla de la sangre y el entrelace de las circunstancias crearon formas internas de vida, y el judío de calidad se sintió noble, a veces peleó en la hueste real contra el moro, y alzó templos como la sinagoga del Tránsito en Toledo, en cuyos muros campean las armas de León y Castilla. Recordemos que la mayor preeminencia que Rabí Arragel asignaba a los judíos castellanos (p. 476) era la del «linaje», el ser más nobles por la sangre que los judíos no españoles. El obispo de Burgos, don Pablo de Santa María ( que antes de su conversión era Rabí Salomón Haleví), compuso un discurso sobre el Origen y nobleza de su linaje.120 El sentimiento de hidalguía y distinción nobiliaria era común en el siglo XV a cristianos y judíos, y acompañó a éstos en su destierro. Dice Max Grünbaum: «Quien asista al oficio divino en la espléndida sinagoga portuguesa de Amsterdam, nota la diferencia entre los judíos alemanes y los españoles. La solemne y tranquila dignidad del culto, lo diferencia del de las sinagogas germano-holandesas. La misma "grandeza" española se encuentra en los libros hispano-judíos impresos en Amsterdam».121 Todavía hoy persiste en los hebreos de la diáspora hispánica ese sentimiento de superioridad, lo cual es inexplicable si no lo referimos a su horizonte anterior a 1492 -la creencia en el señorío de la persona, alma de la Castilla de antaño. A través de aquella forma íntima de existir sigue el sefardí ligado vitalmente a sus adversarios y perseguidores de hace 450 años.
Pero ahora va a interesarnos más la influencia inversa, la acción que los judíos ejercieron sobre los cristianos. Ya se ha visto que sin aquéllos no era posible entender el nacimiento de la prosa docta en el siglo XIII. La literatura de los siglos XIV y XV también debe a la raza judía, entre muchas más, las obras de don Sem Tob, don Alonso de Cartagena, Juan de Mena, Rodrigo de Cota y Fernando de Rojas: luego, Luis Vives, fray Luis de León y Mateo Alemán mostrarán la cicatriz de su ascendencia israelita. Pero más bien que sobre hechos tan notorios, desearíamos llamar la atención hacia ciertos aspectos del carácter hispano que se manifiestan con suma viveza desde fines del siglo XV. No se encuentra en los cristianos medievales la inquietud por lo que después se llamaría «limpieza de sangre». De haber existido, no habría sido posible la fuerte mixtura malignamente denunciada por El tizón de la nobleza,122 ni hubieran ocupado los judíos las situaciones eminentes en que los hemos encontrado en el mismo momento de su expulsión.
Quienes realmente sentían el escrúpulo de la limpieza de sangre eran los judíos. Gracias a las traducciones de A. A. Neuman conocemos las opiniones legales ( «responsa» ) de los tribunales rabínicos, lo cual permite descubrir su antes velada intimidad. Aparece ahí una inquietud puntillosa por la pureza familiar y el qué dirán, por los «cuidados de honor» tan característicos de la literatura del siglo XVll.123 El judío minoritario vivió a la defensiva frente al cristiano dominador, que lo incitaba o forzaba a conversiones en las que se desvanecía la personalidad de su casta. De ahí su exclusivismo religioso, que el cristiano no sentía antes de fines del siglo XV, si bien más tarde llegó a convertirse en una obsesión colectiva. Hemos visto cuán tolerante fue la justicia real con los judíos que blasfemaban de la religión cristiana, lenidad que sería ineficazmente candoroso atribuir a la «corrupción de los tiempos» -nunca incorruptos-. Para el cristiano medieval no fue problema de primera magnitud mantener incontaminadas su fe y su raza, sino vencer al moro y utilizar al judío. En todo caso, no podríamos encontrar a fines del siglo XIII o comienzos del XIV un documento cristiano concebido en estos términos:Sepan cuantos vieren esta carta autorizada con mi firma, que ciertos testigos han comparecido ante mi maestro Rabí Isaac, presidente de la audiencia, y han hecho llegar a él el testimonio fiel y legal de personas ancianas y venerables. Según éstos, la familia de los hermanos David y Azriel es de limpia descendencia, sin tacha familiar; David y Azriel son dignos de enlazar matrimonialmente con las más honradas familias de Israel, dado que no ha habido en su ascendencia mezcla de sangre impura en los costados paterno, materno o colateral. Jacobo Issachar.124
La causa de la anterior información de limpieza fue haber dicho alguien que uno de los ascendientes de aquellos aristocráticos jóvenes había sido esclavo. No contentos con el fallo de la corte local, los infamados acudieron a otros eminentes rabís; todos los dictámenes fueron elevados en suprema instancia al célebre Sělomó ben Adret, de Barcelona, cuyo es el siguiente informe:
Cuando recibí vuestra carta y la abrí, quedé aterrado. El autor de tan perverso rumor, sean los que fueren sus motivos, ha pecado gravemente y merece mayor castigo que el matador a sangre fría; un asesino no da muerte sino a dos o tres almas, y este sujeto ha difamado a treinta o cuarenta. La voz de toda la sangre familiar clama desde la tierra con grandes gemidos. Un tribunal rabínico debiera excomulgar al difamador, y yo refrendaré su sentencia con mi firma (loc. cit., I, 7).
Henos, pues, ante el más antiguo texto de una prueba de limpieza de sangre en España, con testigos examinados en distintos lugares, un texto sin análogo entre los cristianos de entonces. En los siglos XVI y XVII la limpieza de sangre se convertiría en nervadura de la sociedad nobiliaria y eclesiástica, como resultado de las preocupaciones que le habían inyectado los conversos, pues así como el «summun jus» viene a dar en la «summa injuria», así también la frenética oposición a los judíos se impregnó, con dramático mimetismo, de los hábitos del adversario125.
Una judía de Coca (Segovia} mantenía relación de amor con un cristiano hacia 1319. Sobre el nefando caso poseemos una decisión de Rabí Aser de Toledo, muy importante por el fondo social que nos descubre126 yehudá ben Wakar, médico del infante don Juan Manuel, fue con su señor a Coca en 1319, y allá supo cómo una viuda judía se hallaba encinta, de resultas de sus amores con un cristiano, al cual había cedido además buena parte de sus bienes. Los cristianos de Coca sometieron el caso a don Juan Manuel, quien resolvió que el tribunal judío era el competente. La judía dio a luz dos mellizos; uno murió, y otro fue recogido por cristianos para ser bautizado. Yĕhudá preguntó entonces a Rabí Asercómo había de obrar para que la ley de nuestra Tora no apareciera hollada a los ojos de la gente...Todos los pueblos de los alrededores de Coca hablan de ello, y las conversaciones sobre esa perdida han corrido por todas partes, con lo cual nuestra religión se ha hecho despreciable... Se me ocurre, siendo tan notorio el caso, cortarle la nariz a fin de desfigurarle el rostro con que agradaba a su amante.127
Notemos cómo a Yĕhudá le inquieta más la divulgación del escándalo, que la falta cometida por la hermosa judía cuyo rostro deseaba afear. La ley de las Partidas mencionada antes sancionaba objetivamente el comercio ilícito de la cristiana con el infiel, y extremaba la severidad sólo con quienes reincidían; la jurisprudencia de las aljamas subraya, en cambio, el efecto de las transgresiones de la ley sobre la opinión pública, e identifica la fama-honra del individuo y la de la comunidad. No encontramos nada semejante en la Castilla de la Edad Media, pero sí entre los españoles del siglo XVI, quienes confundían el honor-reputación nacional con el del individuo, y consideraban un baldón colectivo el que un solo español incurriera en herejía128 No es menos peculiar que el Santo Oficio sancionara faltas contra la moral tales como el amancebamiento, lo mismo que los ataques contra la religión, con lo cual la semejanza con los tribunales judíos era aún más estrecha.129 Ley, religión, moral y entrelace colectivo venían entonces a ser una y la misma cosa.
Comenzamos así a darnos cuenta de que la extraña identificación establecida en España entre catolicismo y Estado es inseparable de la contextura cristiano-islámico-judía. Ninguna razón calculada y maquiavélica presidió al curso emprendido por reyes y pueblos después de 1492, algo que respondiera al propósito de mantener el reino bien compacto a fin de guerrear en el exterior sin tropiezos internos. Esos argumentos fueron aducidos a posteriori; piénsese, sin embargo, en su insuficiencia, recordando que los moriscos -más peligrosos, menos enlazados con la administración pública que los hebreos-, no fueron desterrados en masa hasta 1609. Ni siquiera Felipe II lo llevó a efecto después de las luchas sangrientas en la Alpujarra. El Estado-Iglesia fue una creación que brotó del ánimo de quienes vinieron a encontrarse en una posición ventajosa para dar suelta a lo que llevaban dentro de sí desde hacía mucho tiempo; fue una conquista casi revolucionaria realizada por masas resentidas, y por conversos y descendientes de conversos ansiosos de olvidar que lo eran. Los moldes de la vida judaica se henchían de contenidos y propósitos antijudaicos, con una furia proporcional al deseo de alejarse de sus orígenes. Siglos de tradición tanto islámica como judaica estallaban en la orgía de una creencia, que ahora iba a regir la mole nacional sin traba y sin recelo, incluyendo en ella la totalidad de la vida. El establecimiento de la Inquisición es solidario del mesianismo que florece selváticamente entre los siglos XV y XVI, junto con el arrebato místico-sensual de los alumbrados130.
No es, por consiguiente, una paradoja, sino una verdad elemental, nuestra idea de que la sociedad española iba absorbiendo ( trocados en su sentido) elementos judaicos a medida que se alejaba oficialmente de aquella raza. El catolicismo español del siglo XVI, totalitario y estatal, no se parece al de la Edad Media, ni al de Europa, ni siquiera al de la Roma pontificia, la cual no tuvo escrúpulo en albergar a muchos judíos expulsados de España. Tengamos también muy presente que todavía en 1491, Fernando el Católico protegía a los judíos de Zamora contra las prédicas de los dominicos, confiaba a hebreos la administración de la santa Hermandad, utilizaba a embajadores de aquella raza, etc. El final del siglo XV experimentó un muy intenso trastorno, que hizo imposible lo antes usual. La infiltración de los conversos en la sociedad cristiana dio origen a fenómenos que han hallado paralelo en la Europa de nuestros días, cuando muchos extremistas de la «derecha» o de la «izquierda» trocaron sus papeles de la noche a la mañana, con lo cual las víctimas aparecieron súbitamente convertidas en verdugos.
Hasta el siglo XV los cristianos se habían mezclado con los judíos, sin considerar nefando el cruce de razas. Así fue posible que incluso cristianos de ascendencia regia amaran a judías, y que Fernando el Católico tuviese algo de sangre hebrea. Lo normal del caso se revela en el silencio acerca de tales mezclas, que comienzan a ser notadas y temidas desde el siglo XV. De ahí que bastantes conversos -no todos- se hicieran perversos, y que salieran de entre ellos los más atroces enemigos de los israelitas y de los mismos conversos. Éstos se hallaban por doquiera, y a veces a gran altura. Del célebre teólogo y dominico don Juan de Torquemada, cardenal de San Sixto, dice Hernando del Pulgar: «sus abuelos fueron de linaje de los judíos convertidos a nuestra sancta fe católica»,131 con lo cual el primer inquisidor, fray Tomás de Torquemada, resulta ser también ex illis. Hernando del Pulgar -un alma sutil y extraña- era otro judío converso, aunque las historias literarias no lo señalen como tal132 Con motivo de haber prohibido los guipuzcoanos que sus familias entroncaran con conversos, y que éstos fueran a morar a su tierra, escribe Pulgar una irónica epístola a don Pedro González de Mendoza, el gran cardenal de España:Sabido avrá V. S. aqel nuevo istatuto fecho en Guipúzcoa, en que ordenaron que no fuésemos allá a casar ni morar ...¿No es de reir que todos, o los más, enbían acá sus fijos que nos sirvan, y muchos dellos por moços d'espuelas, y que no quieran ser consuegros de los que desean ser servidores?... Pagan agora éstos ['los judíos'] la prohibición que fizo Moisén a su gente que no casasen con gentiles.133
Pulgar, secretario de la Reina Católica, historiador de los hechos de sus reyes y amigo a la vez de retraerse en soledad, vivió en toda su amplitud el drama de la mutación social de España. Con justa mirada supo percibir el sentido de los hechos en torno a él, y ahora hemos procurado adaptar, lo más posible, nuestra retina a la suya. Con ánimo libre decía al cardenal, gran aristócrata -más allá de todo recelo plebeyo-, que el exclusivismo de sus contemporáneos, su inquietud por la limpieza de sangre, era una réplica a aquel otro hermetismo de los ascendientes de Pulgar. La realidad de la historia necesita de ambos extremos para hacérsenos inteligible: el exclusivismo de la España católica fue un eco del hermetismo de las aljamas.
Si la limpieza de sangre fue réplica de una cristiandad judaizada al hermetismo racial del hebreo, réplica fue también la inclusión total de la vida en el marco religioso y el rechazo violento de todo estudio y doctrina dañosos para la supremacía teológica. De todo ello hay antecedentes explícitos entre los judíos. La comunidad de Barcelona se mostró opuesta, en 1305, a que menores de 25 años estudiaran las obras de los griegos sobre ciencia natural o metafísica, para evitar que tales ciencias apartaran sus corazones de la ley de Israel134 Judíos de Provenza, adictos a la tradición de Maimónides, afearon a los barceloneses su estrechez mental; los de Provenza «se habían distinguido siempre de sus hermanos de España y Francia por su interés filosófico y por sus empresas científicas». En las disputas sobre lo lícito y lo pernicioso en materia de estudio se mostraba ya el estrecho y receloso espíritu de la futura Inquisición española, una estrechez que el judío había rebasado en la época del mayor esplendor de los musulmanes, pero que estaba muy de acuerdo con su creencia de ser un pueblo elegido por Dios, creencia luego inyectada por ellos a la España de los Reyes Católicos y de Carlos V. En el célebre proceso contra fray Luis de León, por su intento de interpretar la Biblia combinando la fe con el sentido común, dijérase que revivían las ensañadas polémicas entre los judíos españoles y los de Provenza.
Comenzamos a entender cómo fue posible la extraña singularidad de la Inquisición española, incomprensible si nos limitamos a decir que fue instituida a fin de proteger la pureza católica de aquellos reinos. Nada nuevo había acontecido en España en el campo teológico, ni nadie pretendió en el siglo XV fundar una nueva religión, ni derruir los pilares de la existente. Los quemados en Europa (Jan Hus, Étienne Dolet, Miguel Servet, Giordano Bruno, etc.), expresaron ostensiblemente pensamientos adversos a los dogmas de Roma; los ahorcados y luego quemados por la Inquisición española no formularon doctrina alguna, y murieron por haberse conducido en una forma desagradable para aquellos vigías de la conducta, gente chismosa, chinchorrera, rezumante de furia talmúdica y detallista. Lo peculiar y nuevo de la Inquisición yacía en la sutil perversidad de sus procedimientos, en el misterio de sus pesquisas, en tener como base de sus juicios la delación y el chisme, y en combinar la rapiña y despojo de las víctimas con un pretendido celo por la pureza de la creencia. No hubo en España luchas religiosas; fue propio de ella la sabiduría teológica, mas no la doctrina original y organizada, ortodoxa o heterodoxamente. Las creencias españolas eran lo que el aluvión de los siglos había ido acumulando en las almas teñidas de cristianismo, islamismo y judaísmo -el lujo taumatúrgico de los santos, y el mesianismo y fatalismo de las masas-. Tras de la Inquisición no había plan doctrinal de ninguna clase, sino el estallido furioso de la grey popular, al que sirvió de explosivo el alma envenenada de muchos conversos.
La prehistoria de los procedimientos inquisitoriales debe rastrearse en las juderías de Castilla y Aragón. Según un erudito israelita, quienes a fines del siglo XIV delataban a los judíos en Cataluña «no eran por lo común los cristianos, sino los nuevamente conversos al cristianismo, ganosos de ostentar su celo de neófitos o de saciar antiguos rencores»135 El más dañino habitante de la judería era el «malsín» o calumniador, gemelo de aquel siniestro personaje analizado en otro lugar, el wiisi o mesturero, polilla de las cortes musulmanas y cristianas136 Tan arriesgado y difundido estaba el tipo del malsín, que la palabra entró a formar parte del español,137 junto con su derivado malsinar) como un testimonio de que no había barreras entre la judería y la población cristiana. El malsín denunciaba a sus correligionarios a las autoridades cristianas. Trataban éstas sin piedad a la víctima, con miras a arrancarle la mayor cantidad de dinero posible, lo cual a su vez explicaba el celo de las leyes cristianas por la pureza de la religión mosaica, y de la observancia de sus preceptos -extremo no alcanzado por ningún pueblo cristiano. La delación aportaba al malsín una recompensa en dinero, o el placer de la venganza. Las autoridades hebreas lo perseguían con todo el posible rigor, mientras los oficiales del rey procuraban beneficiarse del malsín y de su víctima, ya que las propiedades de unos y otros eran presas igualmente apetecibles. «En la conferencia de las aljamas, celebrada en 1354, se trató de las lenguas y de las plumas venenosas como de un problema nacional.»138
Los procesos incoados a consecuencia de las delaciones infamantes se tramitaban sin las garantías del procedimiento ordinario, en secreto y sin carear al acusado con sus delatores. «Hasta aparecen huellas de procedimientos inquisitoriales y empleo del tormento para lograr la confesión del reo.» 139En vista de todo ello, es lícito y razonable sospechar que los nuevos y extraños procedimientos de la Inquisición española sean una adaptación de los usuales en las aljamas, y que el vehículo para tal mudanza se halle en los numerosos judíos que, en el siglo XV, llegaron a ser obispos, frailes y aun miembros del Consejo Supremo de la Inquisición. Algunos escribieron libros muy inhumanos contra la gente de su raza, según veremos.
Nadie mejor que el historiador y jesuita Juan de Mariana para confirmar la impresión de que el Santo Oficio, tal como empezó a funcionar en 1480, con sus secretos y sus «malsines», era novedad nunca vista -y a la vez un «remedio dado del cielo», según Mariana-,Lo que sobre todo extrañaban era que los hijos pagasen los delitos de los padres; que no se supiese ni manifestase el que acusaba, ni le confrontasen con el reo, ni oviese publicación de testigos, todo contrario a lo que de antiguo se acostumbraba en los otros tribunales. Demás de eso les parecía cosa nueva que semejantes pecados se castigasen con pena de muerte; y lo más grave, que por aquellas pesquisas secretas les quitaban la libertad de oír y hablar entre sí, por tener en las ciudades, pueblos y aldeas personas a propósito [ ahí aparecen los malsines] , para dar aviso de lo que pasaba, cosa que algunos tenían en figura de una servidumbre gravíssimo y a par de muerte.
Aunque Mariana recuerda que hubo antes Inquisición en otros países, reconoce que el procedimiento inquisitorial en España era una innovación dentro de la Iglesia, porque «a las veces las costumbres antiguas de la Iglesia se mudan conforme a lo que los tiempos demandan».140 El establecimiento del Santo Oficio significó para Castilla la pérdida de su libertad secular y el ingreso en un nuevo régimen, en «una servidumbre gravíssima y a par de muerte». Los métodos del nuevo tribunal eran tan inauditos y nuevos para la justicia civil como para la eclesiástica, y de ahí el asombro que tan bien se refleja en el terso lenguaje del jesuita. El espíritu de la judería, nuevo y extraño, hablaba a través de los frailes judaizados que manejaban la Inquisición.
Se aunaron en aquélla el odio secular y sin estructura de la «gente de los menudos» y la pasión venenosa y muy articulada de ciertos teólogos judíos, convertidos al cristianismo para daño de la espiritualidad cristiana y del pueblo español. De la plebe sin nombre y sin forma surgió la violencia ciega que desde fines del siglo XIV comenzó a arrasar las juderías; ciertas órdenes religiosas con matiz popular y amplia base de villanaje -y bastante pobladas de conversos resentidos-, suministraron el programa para el ataque, con argumentos que voceaban desde sus púlpitos prestigiosos, y que a la larga tendrían consecuencias incalculables. No bastó que los reyes procurasen atajar la furia descarriada de quienes vivían privados de fecundas tareas;141 y basaban sus vidas en desear y en no querer; su afán más urgente era apoderarse de lo creado por quienes ellos desamaban. Difícilmente, por otra parte, hubieran podido los grandes señores imponer mesura al villanaje, cuando ellos mismos no tenían otra misión que la de «vivirse» a sí mismos, ejercitando su valor y recreándose en el espectáculo de la propia distinción. Antes de que el Rey Católico descubriera la manera de utilizar la impaciencia combativa de sus caballeros, el hervor de aquellos señores les llevaba a destrozar su misma tierra142. Mientras tanto, la gente de baja y servil condición (así la llamaba el marqués de Santillana) se cebaba en los despojos de las ricas juderías, bien atizados en su furia por las prédicas de ciertos frailes.143En tan angustiosa coyuntura la vida de muchos judíos hubo de tomar actitudes extrañas y desesperadas. Desde fines del siglo XIV reyes y señores no podían protegerlos como deseaban, y la corona siguió una línea poco segura durante el siglo XV. Doña Catalina de Lancaster, la reina de origen inglés que gobernaba a Castilla durante la menor edad de Juan II, pretendió anular de un golpe la convivencia de cristianos y judíos con su pragmática de 1412, que supongo redactada por el converso don Pablo de Santa María. El condestable don Álvaro de Luna inspiró la de 1443, más humana y razonable, en la que se permitía a los cristianos trabajar a las órdenes de los hebreos, cuyo trabajo se calificaba de indigno, a fin de granjear la tolerancia del pueblo.144 La protección de don Álvaro a judíos y a conversos tuvo gran influencia en su desastrado fin145.
Si reyes y nobles contuvieron a veces la violencia material contra los hebreos, nadie en cambio pudo reprimir la furia teológica de algunos ilustres conversos contra sus ex-hermanos de religión. Parece increíble, pero lo cierto es que los más duros golpes contra Israel vinieron de sus mismos rabinos luego de bautizarse. El terror y la desesperación influirían en tales cambios de frente, pero mucho también, aquel afán de preeminencia que ya vimos reflejarse en las palabras de Rabí Arragel. Había soñado el judío en los siglos XIII y XIV con la posibilidad de dominar a Castilla, la nueva tierra prometida. Estaban en sus manos el fomento y la administración de la riqueza del reino, la técnica y los saberes entonces posibles. Como casi todos los fenómenos de la vida española, su judaísmo careció también de límite y discreción, y vino así a despeñarse desde la suma grandeza a la miseria más desastrada. Con posterioridad a 1391, la grey judaica se desbandó como un ejército en derrota; hubo quienes continuaron resistiendo heroica o resignadamente hasta el momento de la expulsión; otros aceptaron el bautismo, y sus hijos serían como el común de los cristianos; otros vivieron con un pie en la sinagoga y otro en la iglesia según mandasen las circunstancias; un pequeño grupo, en fin, integrado por hombres inteligentes y muy sabios, lo sacrificaría todo al afán de ser preeminentes y de sentirse bien afirmados sobre las cimas de la sociedad. No vacilaron en traicionar a los judíos y en perseguir a los conversos con saña exquisita. Ellos fueron, en realidad, los inspiradores del Santo Oficio de la Inquisición y de los métodos que tanto extrañaban al padre Juan de Mariana. Pero tal afirmación necesita ser bien probada.
La primera figura de aquel grupo fue Salomón Haleví, nacido en Burgos hacia 1350 y rabino mayor de la ciudad. Él, sus hijos y sus hermanos abrazaron en 1390 el cristianismo, y Salomón fue desde entonces don Pablo de Santa María; de él proceden todos esos teólogos, juristas e historiadores Santa María, cuyas obras llenan de distinción las letras del siglo XV. Don Pablo recibió en París el título de doctor en teología; en 1396 era ya canónigo de la catedral de Burgos, y desde entonces llovieron sobre él honras y preeminencias: capellán mayor de Enrique III, nuncio del papa Benedicto XIII en la corte de Castilla, tutor y canciller de Juan II (cuya pragmática de 1412 contra los judíos debió de redactar), y finalmente obispo de Burgos. Todo ello pone de manifiesto su inteligencia y su saber, gracias a los cuales pudo pasar de rabino mayor a obispo dentro de la misma ciudad, cosa que no se concebiría fuera de España -un país de historia singularísima-. Hasta aquí nada es reprobable en la vida de don Pablo -un nuevo Saulo-, porque como tan a menudo decían los conversos del siglo XV , el cristianismo comenzó con Jesucristo, un divino converso, y judíos conversos fueron sus apóstoles. Mas si la conversión de Salomón Haleví es, en principio, respetable, la postura que asumió frente a los judíos de España fue una pura bellaquería, por bien que se explique dentro del complejo movimiento de la historia hispánica. En su Scrutinium Scripturarum, escrito en la ancianidad, dice el obispo de Burgos que los judíos españoles «suadente anticuo hoste» (por persuasión diabólica), «habían subido a grandes estados en los palacios reales y de los grandes», e imponían temor y sumisión a los cristianos, con notorio escándalo y peligro de las almas; gobernaban a su arbitrio el reino de Castilla, que reputaban cual suyo propio. Alaba don Pablo las matanzas de 1391, y piensa que las turbas fueron excitadas por Dios para vengar la sangre de Cristo ( «Deo ultionem sanguinis Christi excitante» ); aquel Ferrán Martínez que azuzó a la plebe sevillana era para el cristiano obispo de Burgos «un hombre ignorante aunque de loable vida -in litteratura simplex et laudabili vita»; etcétera.146
La única excusa para tanta degradación es pensar que el rabino-obispo, mientras así escribía, estaba conjurando los espectros de su propia vida, gritando para no oírse la conciencia. Don Pablo se convirtió para subir a gran estado en el palacio del rey y para gobernar a su arbitrio el reino de Castilla. Sus antepasados lo habían hecho como rabinos y alfaquís, y él ya no pudo ascender sino renegando de su fe. En don Pablo se dibuja la figura siniestra del inquisidor de su propio pueblo147.
Si los ilustres conversos hubieran guardado para sí sus nuevas creencias, o vivido como algunos que conoció Pérez de Guzmán -«buenos religiosos que pasan en las religgiones áspera e fuerte vida de su propia voluntad»-, entonces no habrían causado mal de ninguna clase. Lo grave es que sintieron la urgencia de justificarse borrando toda huella y recuerdo del judaísmo que llevaban en sus almas. Entre estos abyectos personajes merece ser destacado el rabino y después padre maestro fray Alonso de Espina. Estando el rey Enrique IV en Madrid, descansando de sus tareas,vino allí el maestro del Espina y fray Fernando de la Plaza, con otros religiosos de la observancia de San Francisco, a notificar al rey cómo en sus reinos avía grande herejía de algunos que judaizaban, guardando los ritos judaicos, y con nombre de cristianos, retajaban ['circuncidaban'] sus hijos; suplicándole que mandase hacer inquisición sobre ello para que fuesen castigados. Sobre lo qual se hicieron algunos sermones, y en especial fray Fernando de la Plaza, que predicando dixo que él tenía prepucios de hijos de cristianos conversos...El rey les mandó llamar e les dixo que aquello de los retajados era grave insulto contra la fe católica, y que a él pertenescía castigarlo, e que traxese luego los prepucios y los nombres de aquellos que lo avían fecho...Fray Fernando le respondió que gelo avían depuesto personas de autoridad; el rey mandó que dixese quién eran las personas; denegó decillo, por manera que se halló ser mentira. Entonces vino allí fray Alonso de Oropesa,148 prior general de la orden de San Jerónimo, con algunos priores de su orden, e se opuso contra ellos, predicando delante del rey, por donde quedaron en alguna forma los observantes confusos.149
Fray Alonso de Espina es autor del Fortalitium fidei, que terminó en 1458, y fue muy editado en el siglo XV y más tarde (1485, 1494, 1511, 1525); hay en él pasajes como el siguiente: «Creo que si se hiciera en este nuestro tiempo una verdadera inquisición, serían innumerables los entregados al fuego de cuantos realmente se hallaran que judaízan».150 Fray Alonso llegó a ser rector de la Universidad de Salamanca, y empleó lo más de su tiempo en predicar y escribir contra el pueblo hebreo. Su celo triunfó, y pudo gozar en su ancianidad de un puesto en el Consejo Supremo de la Inquisición, que al fin consiguieron instaurar éste y otros exjudíos, a fuerza de encender más la furia de los villanos y de martillear en los oídos de los reyes,151 junto a los cuales actuaban de malsines como cuando vivían en sus juderías.
Conocemos muy imperfectamente la actuación preinquisitorial de los tránsfugas de Israel, aunque es fácil representarse el ambiente de los monasterios de franciscanos y dominicos en el siglo XV. Ya he analizado en otra parte las luchas en pro y en contra de los conversos dentro de la Orden de San Jerónimo. De todo ello se desprende qué la Inquisición estuvo gestándose desde comienzos del siglo XV; el fermento de odio fue bien cultivado, entre otros, por don Pablo de Santa María y también por su contemporáneo Josué Lurquí (de Lorca), otro sabio rabino, que al convertirse tomó el nombre de Jerónimo de Santa Fe. Era, como don Pablo, gran amigo de Benedicto XIII, el antipapa Luna, organizador de la Conferencia de Tortosa, en 1413, en la que se enfrentaron teológicamente cristianismo y judaísmo. Asistieron a ella catorce rabinos, y aunque parezca cómico, lo cierto es que la voz de la Iglesia la llevó Jerónimo de Santa Fe, quien, con el Talmud en la mano, iba aniquilando todas las doctrinas de los hebreos. De los catorce rabinos, sólo dos, Rabí Ferrer y Rabí Joseph Albo, resistieron la argumentación demoledora de su excolega. Doce se hicieron cristianos, y pasaron así a engrosar la gran hueste de los futuros inquisidores. Las víctimas del terror se aliviarían de él aterrorizando a otros. Jerónimo de Santa Fe completó su tarea escribiendo el notorio libro Hebraeomastix (el azote de los hebreos), del cual dice Amador de los Ríos: «sólo obedeciendo a un intento exterminador pudieron imaginarse y escribirse las cosas en ese libro recogidas»152.La forma insensata de la vida española durante la Edad Media comenzaba a rendir frutos de insensatez. El judío vivió como un pulpo sobre el villanaje -bravo en la pelea e inepto para lo demás-, y aliviando de sus cuidados a los grandes señores. Muy pocos entre éstos tenían conciencia de su responsabilidad, y lo pone de relieve un hecho que, de haber tenido imitadores, habría variado el curso de la historia. Merecido prestigio rodeaba en el siglo xv a la familia de los condes de Raro. Uno de ellos, don Pedro Fernández de Velasco,
como en algunas villas suyas oviese muchos judíos, e con los logros ['la usura'] le pareciese aquello enprovecer ['empobrecer'], mandó so graves penas ninguno fuese osado de dar a logro. E como algún tiempo esto durase, los vasallos se quexaron a él, diziendo que mucho mayor daño recibían en no fallar dineros a logro ni en otra manera, como ya ['siendo así que'], no los fallando, les convenía vender sus ganados e lanas e pan ['trigo'] e otras cosas adelantado; e por ende le suplicavan que diese libertad a quel logro se diese. El conde, queriendo en esto remediar, mandó poner tres arcas, en Medina de Fumar, y en Berrera, y en Villadiego, poniendo en cada una de ellas dozientos mil maravedís, y en los alfolíes ['trojes o paneras'] de cada una destas villas, dos mill fanegas de trigo; mandando dar las llaves de lo ya dicho a cuatro regidores ...mandándoles que qualquier vasallo suyo que menester oviese dineros o pan, fasta en cierto número, dando prendas o fianças, le fuese prestado por un año. Con lo qual conservó tanto los vezinos de aquellas villas, que todos vivieron fuera de necesidad. Cosa fue por cierto ésta de muy católico e prudente varón, e muy dina de memoria.153
El conde de Haro fundó, sencillamente, el primer banco de crédito agrícola en España, e hizo la usura de los judíos tan innecesaria para los villanos como para los señores. En instituciones así radicaba la posibilidad de normalizar la economía pública, y de hacer de los hebreos elementos útiles y no indispensables -pulpos que ahogaban al pueblo y eran luego, a su vez, estrujados por el rey y sus nobles-. La solución inteligente del conde de Haro ( de la que no sé más por mi falta de fuentes históricas) quedó aislada, como un testimonio de la virtud nobiliaria en el siglo XV , quizá la única época, según ya he dicho, en que la nobleza de Castilla se sintió acuciada por sus deberes como señores de gentes y de tierras.
Mas los estímulos que predominaron fueron otros, y el habitante rudo de los campos y las villas se abalanzó, falto de tarea inteligente y de guía, sobre el judío muy superior a él en eficacia humana. Enloquecidos de terror, los hebreos cambiaban de religión para salvar sus vidas y sus fortunas, pero seguían haciendo lo mismo que antes. Eran privados, médicos y embajadores de los reyes; administradores de rentas y finanzas, comerciantes y artesanos; teólogos y escritores; obispos y cardenales como antes eran rabinos. Fueron conversos en el siglo XV dos obispos de Burgos, el de Coria y el cardenal de San Sixto, y muchos otros. Los había en los cabildos catedrales, lo mismo que en los conventos de frailes y de monjas. Entre tanto, los cristianos viejos y los nuevos venían a las manos en Andalucía y otras partes. Un gran aristócrata como don Alonso de Aguilar intentó atajar en su ciudad de Córdoba los desmanes contra los conversos, lo mismo que en 1391 el hijo del rey de Aragón trató en vano de imponer respeto a las turbas que asaltaban la judería de Valencia. Pero en Córdoba, «sin vergüenza e acatamiento de don Alonso comenzó el robo, y allí se hizo muy gran pelea, e fueron tiradas por los del pueblo muchas piedras a don Alonso, de tal manera que se ovo de retraer a la fortaleza»154 Poco después, en 1473, fue asesinado en Jaén el condestable Miguel Lucas de Iranzo por favorecer a los conversos. Algunos de entre ellos, al amparo de su nueva creencia, atacaban según hemos visto a los hebreos, fueran o no conversos, con una vileza igual a su miedo y a su ambición. Los judíos, por su parte, denunciaban como represalia a los conversos, y España se ahogaba en una atmósfera de espionaje y contraespionaje. Mas la cristiandad española, con aquellas obligadas conversiones recibía, también, los gérmenes preciosos de un Fernando de Rojas, de un fray Luis de León y de muchos otros, cuyas obras serían impensables fuera de la zona angustiada en que el destino los colocó.155 Pero muchos otros venenos, ante todo la siniestra novedad de la Inquisición, se deslizaron al mismo tiempo en la vida española. En éste como en tantos otros casos la historia ha gastado el tiempo en justificar o en maldecir la lnquisición, sin empezar por maravillarse de que una enormidad tan monstruosa e insólita llegara a ser posible. Tres siglos y medio de lnquisición hacen creer que el español segregó naturalmente el Santo Oficio, porque era fanático, como el opio en la comedia de Moliere hacía dormir, «quia habet virtutem dormitivam». Pero al español desprevenido -como dice Mariana-, le cayó aquello como «una servidumbre gravísima y a par de muerte». Hernando del Pulgar, que gozaba de la intimidad de los Reyes Católicos, dice en una de sus cartas impresa en 1486, a propósito de los desmanes cometidos en el pueblo de Fuensalida: «como aquellos cibdadanos [de Toledo] son grandes inquisidores.de la fe, dad qué herejías fallaron en los bienes de los labradores de Fuensalida, que toda la robaron usque ad ultimum» (letra XXV).
Tardó España muchos años en habituarse a respirar el aire enrarecido que le había legado la tradición judaica, y ya veremos (p. .597) que a fines del siglo XVI todavía se protestaba contra la barbarie inquisitorial. Desde siglos atrás se usaba en las juderías como un arma traicionera el herem o excomunión, con una amplitud e intensidad desconocidas en la sociedad bastante laxa de los cristianos de Castilla. Para conseguir la comparecencia de testigos desconocidos, se lanzaba a los vientos el rayo del herem, y así era posible seguir las huellas invisibles del malsín y exonerar de culpa a las víctimas de sus calumnias156 El Bet Din (literalmente 'la casa de la ley', el tribunal), perseguía severamente al infractor de la ley moral o religiosa de acuerdo con el precepto «alejaréis al malvado de entre vosotros». Faltar a un juramento se castigaba con azotes, por no haber límite entre el pecado y el delito. La excomunión de «participantes» ( que aislaba a la víctima como a un apestado) caía, por ejemplo, sobre los defraudadores del fisco, con lo cual nadie podía hablarles ni ayudarles en nada. La mezcla de la religión con la vida civil, propia de las aljamas, pasaría luego a la sociedad de los siglos XVI y XVII, cuyo catolicismo, estrecho y asfixiante, se diferencia tanto del de la Europa coetánea como del de la España medieval. Percibimos ahora el remoto origen de las burlas de Quevedo en El buscón, cuando Pablos amenaza con delatar a la lnquisición a la mujer que ha llamado «pío, pío» a las gallinas, por ser Pío nombre de papas: «no puedo dejar de dar parte a la Inquisición, porque si no, estaré descomulgado». Los ex-rabinos que, en el siglo XV, planearon el Santo Oficio, lo concibieron como un Bet Din, lleno de crueles y minuciosas triquiñuelas, de delaciones y de secretos. El hábito de la mutua rapiña que presidió a las relaciones de judíos y cristianos durante varios siglos, halló natural desagüe en la Inquisición-Bet Din. Robar «usque ad ultimum», según ya dijo Hernando del Pulgar, y ha hecho siempre todo poder totalitario y desenfrenado.157
NOTAS
114. También afectó a las profesiones liberales. Con motivo de los motines toledanos a que ahora se aludirá, escribía Hernando del Pulgar: "Miénbraseme entre las otras cosas que oí decir a Fernand Pérez de Guzmán, que el obispo don Pablo [de Santa María) escribió al Condestable viejo que estava enfermo ahí en Toledo: "Pláceme que estáis en cibdad de notables físicos e sustanciosas medecinas". No sé si lo dixiera agora; porque vemos que los famosos odreros (uno que hada odres fue cabeza de motín contra los conversos) han echado dende los notables físicos; y así creo que estáis agora ende fornecidos de muchos mejores odreros alborotadores que de buenos físicos naturales [' versados en ciencias naturales´]». (véase Clásicos castellanos, vol. 99, p. 24).
115. Véase Crónica de don Juan II, en Bib. Aut. Esp., LXVIIl, pp. 661-662.
116. Publicó este texto don Fermín Caballero, Conquenses ilustres. Doctor Montalvo, 1873, pp. 243 y ss. El informante del obispo de Cuenca llama a Marcos García, el bachiller Marquillos, y le acusa de haber levantado la cizaña de Toledo y de no ser hombre para nada «ni aun en su villano linaje de la aldea de Mazarambrós ...Mejor fuera tornarse a arar como lo fizo su padre e sus abuelos, e lo fazén hoy día sus hermanos e parientes». (p. 2'.2).
117. Esto no es una inferencia problemática. Era cosa de todos sabida, según prueba la siguiente anécdota que cuenta Luis de Pinedo, Libro de chistes (Sales españolas, recogidas por A. Paz y Melia, Madrid, 1890, p. 279): «El mesmo Sancho de Rojas [primo hermano de Fernando el Católico], dijo al Rey Católico (estándole cortando un vestido de monte): -Suplico a Vuestra Alteza que si sobrare algo de ese paño, me haga merced de ello. El Rey le dijo que de buena gana. Otro día dijo el Sancho de Rojas al Rey: -Señor, ¿pues sobró algo? Dijo el Rey: -No, por vuestra vida, ni aun tanto -y señalóle una O hecha con la mano en el pecho (la que solían traer los judíos de señal en el pecho puesta)--. Respondió Sancho de Rojas: -Hablóme aquel morisco en algarabía como aquel que bien lo sabe». Por otra anécdota de Luis de Pinedo (p. 268), parece que también se atribuía origen judío al duque de Alba: «Alonso de la Caballería dijo al cardenal don Pero Gonçález de Mendoça, qué le parecía de don Enrique Enríquez, que fue después almirante, y de don Fadrique de Toledo, que después fue duque de Alba; dixo: "Paréceme que cuanto más se apartan los judíos más ruines son"».
118. Utilizado por J. Amador de los Ríos en el volumen III de su Historia de los judíos, y publicado luego en la Revista de España, CV, CVI (1885).
119. Dada la rareza de sus ediciones, remito al resumen de la Enciclopedia Espasa, artículo «Nobleza». Véase RHi, VII (1900), p. 246.
120. Lo menciona J. Amador de los Ríos, Estudios sobre los judíos de España, 1848; ed. de Buenos Aires, 1942, p. 333, como inédito; no conozco otras referencias a este manuscrito de la Biblioteca Nacional de Madrid.
121. Jüdisch-spanische Chrestomathie, 1896, p. 4.
122. Entre las prohibiciones del decreto de 1412, dado durante la menor edad de Juan II, figura que ninguna cristiana «non sea osada de entrar dentro en el cérculo donde los dichos judíos e moros moraren, de noche nin de día.. (Baer, II, 268).
123. Como los temas literarios no son espectros que deambulen por el abstracto espacio de los siglos, encuentro hoy muy necesitados de revisión mis estudios sobre el sentimiento del honor publicados en 1916 en la RFE, pensados -error muy general- como si en España no hubieran existido moros y judíos.
124. A. A. Neuman, The Jews in Spain, II, 5. El documento figura en los «responsa» de Sĕlomó ben Abraham ben Adret, que vivía entre loS siglos XIII y XIV.
125. Para otras calumnias sustanciadas ante tribunales rabínicos, véase Neuman,11,8.
126. Las Partidas (VIl, 24, 9; 25, 10) condenaban a la cristiana que yacía con moro o judío a perder la mitad de sus bienes por la primera vez y a entregarlos a sus padres; la segunda vez perdía todos sus bienes en la misma forma, y era condenada a muerte si reincidía ulteriormente. Tratándose de mujeres casadas, el marido podía hacer lo que quisiera -matarla o absolverla.
127. Baer, II, 138, da una versión alemana del original hebreo.
128. Véase Marcel Bataillon, «Honneur et Inquisition», en BHi, XXVII (1925), pp. 5-17. Miguel Servet, divulgando sus herejías por el extranjero, deshonraba a España; su propia familia intentó atraerlo a su patria con añagazas para entregarlo a la Inquisición.
129. Neuman, II, 278.
130. Véase «Lo hispánico y el erasmismo», en RFH, II (1940), pp. 14 y ss., para el mesianismo de aquella época. Se cree en la misión sobrehumana de los Reyes Católicos y del cardenal Cisneros; éste, a su vez, protege a la monja Juana de la Cruz, profetisa que esperaba alumbrar a un nuevo Salvador (M. Bataillon, Erasme et l'Espagne, p. 74); un fraile franciscano se cree llamado a engendrar un profeta que salve el mundo, y escribe, al efecto, a la Madre Juana de la Cruz, virgen sin tacha. Un franciscano, fray Melchor, descendiénte de judíos conversos, creó conventículos de alumbrados y hallaba adeptos entre los conversos (ibid., pp. 65-73). En 1520, un Juan de Bilbao, judío, se hace pasar por el príncipe don Juan y por redentor de pueblos (Lo hispánico, p. 32); etc. 1
31. Claros varones, ed. Clásicos castellanos, p. 119. Un historiador de los dominicos, fray Hernando del Castillo, negaba en 1612 la veracidad de Pulgar (Historia de Santo Domingo y de su orden, p. 572); pero Pulgar sabía quiénes eran sus ilustres contemporáneos, mientras fray Hernando sólo trataba de dar lustre a su orden y de remover la tacha de «infamia» que pesaba sobre el famoso cardenal.
132. Véase el estudio preliminar de Juan de Mata Carriazo en su edición de la versión inédita de la Crónica de los Reyes Católicos, Madrid, 1943.
133. Letras, ed. Clásicos castellanos, pp. 149-150.
134. A. A. Neuman, Jews in Spain, II, pp. 131-140.
135. Jean Régné, en RE], LII (1906), p. 227.
136. El vivir oriental es una «tergiversación» -un volver del revés cuanto existe- que va pasando, como un hilo continuo, desde la misma idea creadora (hādit), hasta el cuento, la novela y el comadreo, y la delación (volver lo de dentro hacia afuera). Las minucias de la vida son siempre hilos que conducen al ovillo de su estilo total, porque no hay partes sin todo.
137. En el sentido de «el que de secreto avisa a la justicia de algunos delitos, con mala intención y por su propio interés. (Tesoro de Covarrubias, 1611). La palabra es muy frecuente en el siglo XVII.
138. A. A. Neuman, The Jews in Spain, I, pp. 128-132. He aquí un ejemplo destacado de cómo enlazaban la justicia real y la de las aljamas en el caso del malsín. Don Juzaf Pichón, «ome honrado entre los judíos, avía seído contador mayor del rey don Enrique [II], e algunos de los judíos de los mayores de las aljamas, que andaban en la corte, queríanle mal, e le acusaron en tiempo del rey don Enrique, e le fizieron prender,..; e después fue suelto, e él acusaba a los otros judíos.. Durante las fiestas de la coronación de don Juan I (1379), algunos judíos de las aljamas del rey (don Zulema y don Zag) pidieron a don Juan un albalá para el alguacil (o sea, el gobernador de la ciudad), ordenándole diera muerte a un judío malsín que ellos designarían, «ca decían que siempre ovieron ellos por costumbre de matar cualquier judío que era malsín». Fueron entonces a casa de don Juzaf Pichón, y lo degollaron. Cuando el rey don Juan conoció el ardid de los judíos, «fue muy maravillado e enojado», porque don Juzaf Pichón había sido «oficial en casa del rey su padre e le avía servido». De resultas de ello fueron ejecutados los judíos que intervinieron en este drama de mutuos chismes y calumnias, característico de la vida en las aljamas, densa y asfixiante de pasiones. «De aquel día en adelante mandó el rey que los judíos non oviesen poder de facer justicia de sangre en judío ninguno, la qual fasta estonce facían e la libraban secund su ley e sus ordenanzas; e así se fizo» ( Crónica del rey don Juan I, en Bib. Aut. Esp., LXVIII, p. 66).
139. A. A. Neuman, The Jews in Spain, I, pp. 135, 145. A fines del siglo XIV nombró la aljama de Tudela una comisión de veinte miembros para castigar a los transgresores de la ley religiosa (Baer, I, 983; J. Yanguas, Adiciones al Diccionario de Navarra, 1843, p. 166). Habrá, sin duda, otros casos análogos.
140. Historia de España, XXIV, p. 17. La peculiaridad de la Inquisición española respecto de la medieval es asunto bien conocido. «The Spanish Inquisition ...is even more noted in history for its ingenious devices and severity in disciplining heretics than the papa! tribunal established in 1215» Encyclopaedia of Religion and Ethics, de J. Hastings, s. v. «Discipline», vol. IV, p. 718 b).
141. En Burgos «las gentes de más baja condición de la ciudad llegó a tales extremos en 1391, que en pocas semanas quedaba casi despoblado el barrio de la judería. No lo impidió la carta real de 16 de julio de 1391, que demandaba máximo respeto para las personas y bienes de los hebreos». (Luciano Serrano, Los conversos don Pablo de Santa María y don Alfonso de Cartagena, 1942, p. 27).
142. Hernando del Pulgar describe con amarga y acerada precisión el cuadro de Castilla en 1473: "El duque de Medina con el marqués de Cádiz, el conde de Cabra con don Alonso de Aguilar, tienen cargo de destruir toda aquella tierra del Andalucia y meter moros cuando algunas partes de éstas se vieren en aprieto ...La provincia de León tiene cargo de destruir el clavero que se llama maestre de Alcántara ...De este nuestro reino de Toledo tienen cargo Pedrarias, el mariscal Fernando ...El condestable, el conde de Triviño con esos cavaIleros de las montañas, se trabajan asaz por asolar toda aquella tierra [de Galicia] hasta Fuenterrabía ...No hay más Castilla; si no, más guerras avría». (Letras, ed. Clásicos castellanos, vol. 99, p. 127).
143. El padre José de Sigüenza describe la situación religiosa de Castilla en 1461, entre ironías e insinuaciones muy intencionadas, pues los aristocráticos jerónimos no sentían gran estima por los franciscanos: «Los PP. de la Orden de San Francisco favorecían mucho, como celosos de las cosas de la fe, la parte de los cristianos viejos; y como veremos luego, en público y secreto condenaban sin misericordia a los pobres judíos, creyendo fácilmente al vulgo que, como sin juicio y sin freno, hacía y decía contra ellos cuanto soñaba y cuanto se atreve una furia popular. Predicando en la corte dijo un franciscano que tenía en su poder cien prepucios de cristianos retajados». Se probó la falsedad de la denuncia, hecha con espíritu de malsín, pero --continúa Sigüenza--«este padre y los de su familia, haciéndose como fiscales y mostrando mucho celo de la fe, provocaban las iras del pueblo contra los pobres judíos. (Historia de la Orden de San Jerónimo, en Nueva Bib. Aut. Esp., I, pp. 266-367). La primera edición es de 1600. Ver luego páginas 525 ss.
144. «En los tales menesteres e oficios serviles non hay dignidad, nin por ellos han ni tienen logar onrado» (véase J. Amador de los Ríos, Historia de los judiíos, III, 586.
145. Tanto se recelaba don Álvaro de los conversos que incluso desconfió de Álvaro de Cartagena, que expuso la vida para salvarlo. Habló así a sus íntimos don ¨´Alvaro de Luna: «Ya sabéis como este Alonso de Cartajena es de linaje de conversos, e sabéis otrosí quanto mal me quiere este linaje, aunque los he fecho los mayores bienes que en mis días otros hombre les lizo en este reino. E demás desto, aqueste Álvaro de Cartagena es sobrino del obispo de Burgos, el qual sé bien que en este fecho es el mayor contrario que yo tengo, e creo que este sobrino suyo más es venido aquí por espía que por otra cosa alguna» (Crónica de don Alvaro de Luna, ed. Carriazo, p. 381).
146. Véase J. Amador de los Ríos, Historia de los judíos, III, pp. 38-43.
147. Fernán Pérez de Guzmán trazó el retrato moral de don Pablo de Santa María en sus Generaciones y semblanzas, con el señorío y la justeza en él habituales: «Don Pablo, obispo de Burgos, fue un grant sabio e valiente onbre en ciencia; fue natural de Burgos, e fue ebreo, de grant linaje de aquella nación ...Ovo muy grande lugar con el rey don Enrique el Tercero ...e sin dubda era muy grande razón que de todo rey o príncipe discreto fuese amado, ca era onbre de grant consejo e de gran discrición e de grant secreto, que son virtudes que faz en al onbre digno de la privanza de cualquier discreto rey». Estas eran las virtudes tradicionales de los judíos en su trato con los grandes, y gracias a ellas venían gozando de su favor desde hacia siglos. Pérez de Guzmán censura luego, la opinión de ser mala gente todos los conversos -que es lo que decía don Pablo--, y argumenta «ad hominem», tomando ejemplo en don Pablo y su familia; dice haber conocido buenos conversos «como este obispo e el onorable su fijo don Alfonso, obispo de Burgos, que fizieron algunas escrituras de grande utilidad a nuestra fe. E si algunos dizen que ellos fazen estas obras por temor de los reyes e de los perlados, o por ser más graciosos en los ojos de los príncipes e perlados e valer más con ellos, respóndoles que por pecados non es oy tanto el rigor e zelo de la ley nin de la fe por que con este temor nin con esta esperança lo devan fazer». (ed. Clásicos castellanos, pp. 94-95). Pérez de Guzmán dice, pues, que la conversión de los Haleví fue producto de la cobardía y del afán de medrar en la corte y en la Iglesia; añade con escéptica elegancia que el estado de la religión en su tiempo no justificaba la conducta de aquella familia.
148. Era también de familia de conversos, pero mejor cristiano que los otros.
149. Crónica del rey Enrique IV por su capellán y cronista Diego Enríquez del Castillo, Bib. Aut. Esp., LXX, 130. Véase antes p. 523.
150. Los textos en J. Amador de los Ríos, Hist. de los judíos, III, 141. Dice J. Rodríguez de Castro en su Noticia de los escritores rabinos españoles, Biblioteca Española, Madrid, 1781, p. 354: «Fr. Alonso de Espina, religioso del orden de Menores observantes, sujeto doctísimo, rector que fue de la Universidad de Salamanca y ministro del tribunal supremo de la Inquisición, era antes de convertirse el más sabio, o uno de los judíos más doctos de su tiempo».
151. A Espina le afligía que los judíos de Castilla «no yaciesen en captividad» como los de Francia e Inglaterra: «In hoc etgo regno judeorum non gravatur captivitas, cum ipsi terrae pinguedinem edant et bona: non laborant terram, nec eam defendunt ...In regno isto aliqui ipsorum nimis valent cum regibus, et ea quae ad reges pertinent, petractant; et talibus se immiscent quod habent sub jugo et dominio christianos», etc. (texto en J. Amador de los Ríos, Estudios sobre los judíos, 1848; ed. 1942, pp. 406-410).
152. Historia de los judíos, III, p. 106 y ss. Ninguno de estos libros está ahora a mi alcance.
153. Mosén Diego de Valera, Memorial de diversas hazañas, cap. LXII.
154. Mosén Diego de Valera, Memorial de diversas hazañas, cap. LXXX111.
155. Casi seguramente Luis Vives pertenecía a una familia de conversos. Ver Apéndice X: «¿Fue Vives un converso?»
156. A. A. Neuman, The Jews in Spain, I, pp. 122-125.
157. Se hallarán abundantes textos acerca de los rnalsines en Baer, I (ver las referencias de la p. 1.165). Como muestra, he aquí algún ejemplo. Pedro IV de Aragón, en 1383, autorizó a la aljama de Mallorca a proceder contra los malsines: a «tolre lurs membre o membres o dar mort ..., ab proces o sens proces, ab testimonis o sens testimonis, sino solament ab indicis ...segons qualsevulla sentencia o glosa de doctor o doctors, savi o savis juheus, que sobre lo dit fet haien parlat et ordonat». Si lo matan, deben dar al rey «deIs diners de la dita aliama setanta reyals d'or» por medio del bailío o del procurador real (Baer, I, p. 538). En tiempo del rey don Martín (1400), por la ejecución del malsín pagaba la aljama de Barcelona mil sueldos jaqueses (ibid., I, 764). Sobre la excomunión (herem, aladma, alatma, niduy, nitui) ver los textos en Baer, s. v. Bann, I, 1.161; II, 587. Herem y niduy son palabras hebreas; aladma deriva de άνάθημα y «pertenece al antiguo fondo helénico del léxico romance de los judíos», según Y. Malkiel, «Antiguo judeo-aragonés, aladma, alalma, 'excomunión»., RFH, VIII (1946), pp. 136-141. A los ejemplos aportados por el autor, que ocurren todos en documentos navarro-aragoneses, puede agregarse el siguiente del Libro de los fueros de Castilla, ed. Galo Sánchez, § 217: «Et el vedín [ = albedín, albedino, 'alcalde o juez en la sinagoga'] non deve fazer dar aladma ['excomunión'] en los judíos en la sinagoga por que diga quién vio tal cosa, si él no les fiso testigos. ..Et si el merino demandare aladma que den los judíos, e quel digan los ladrones, non ge la deven dar». (texto también en Baer, II, 36). El calumniar del malsín y el denunciar bajo la amenaza de excomunión hacían vivir la aljama bajo el terror del chisme; la opinión y el qué dirán creaban una atmósfera asfixiante y una forma de vida. Esa forma de vida pasó a la España de los siglos XVI y XVII, en donde el malsín, en enlace con el Santo Oficio, se volvió un personaje temible. La segunda parte del Lazarillo de Tormes, de J. de Luna (1620) habla de aquel «taimado ventero» que denunció a unos huéspedes a los inquisidores acusándolos de haber hablado «contra los oficiales de la santa Inquisición, crimen irreparable» (cap. 12); «todos tiemblan cuando oyen estos nombres, inquisidor e inquisición, más que las hojas del árbol con el blando céfiro» (prólogo).
AMÉRICO
CASTRO
ESPAÑA EN SU HISTORIA
Cristianos, moros y judíos
EDITORIAL
CRÍTICA
Barcelona 1984