71 La reina Mariana de Austria Lienzo. 231 x 131 cm Madrid. Museo del Prado, 1191 PROCEDENCIA Estaba en El Escorial en 1700, y aparece en los siguientes inventarios de 1746, 1771 y 1794/ Pasa al Museo del Prado en 1845. BIBLIOGRAFÍA Curtis 232, Mayer 848, Pantorba 109, López Rey 355, Bardi 110, Gudiol 148.
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Este retrato es uno de los mejores de la última década del pintor. El ser necesariamente posterior al segundo viaje de Velázquez a Roma, 1649-51, ya que antes de su partida todavía la nueva reina no había llegado a Madrid, y, en 1651, ella estuvo enferma tras su primer parto, amén de consideraciones estilísticas, limita las hipótesis de datación a partir de 1652. El catálogo del Museo del Prado indica 1652-53, con lo que coinciden López Rey y Pantorba. Gudiol da 1652, como Brown (1986, pág. 221) y Bardi. El hecho de que en 1653 se enviara a Viena una réplica de este cuadro (hoy en el Museo del Louvre, anteriormente en el Prado, donde llevaba el n.º 1190; fue objeto de un convenio en 1941, entre los gobiernos francés y español, en unión de otras obras), ciñe más aún estas fechas. Pantorba concede el n.º 108 de su catálogo al retrato de Felipe IV; armado, con un león a los pies, [CAT. 72], "cuadro inconcluso" que "se pintaría entre 1652 y 1654" y que "empareja perfectamente con el retrato que sigue -de la reina- de dimensiones idénticas" (Pág. 189); es el que figura en el catálogo del Prado con el n.º 1219, como pintado hacia 1653 y en el cual "lo magistral de algunos trozos declara la intervención de Velázquez" y advirtiendo que "en El Escorial este retrato tenía por pareja el admirable original n.º 1191" es decir, el que comentamos aquí. Es curioso que este retrato, de calidad inferior al de la reina, quedase inacabado ("El león está poco más que abocetado" señala dicho catálogo). Ambos cuadros llegaron juntos al Museo, donde, últimamente, han sido colgados formando pareja, lo que no favorece que el público advierta la extraordinaria calidad del retrato de la reina. Ambos parecen haber sido aumentados de altura en la parte superior, cubierta con una cortina roja. En la reciente limpieza se ha descubierto una banda al Iado izquierdo, añadida por Velázquez, que "hizo corto" y sobre ella pintó la mano derecha de la reina. Doña Mariana (o María Ana) de Austria, hija del emperador Fernando III y de la hermana de Felipe IV, doña María de Hungría o de Austria (retratada por Velázquez al paso de la infanta hacia su nuevo país, en 1630) [CAT. 22], nació en Neustad el 21 de diciembre de 1634, y estaba destinada a ser esposa del príncipe Baltasar Carlos, su primo camal. Pero al morir éste en 1646, su tío Felipe IV, viudo de Isabel de Francia (o de Borbón) desde dos años antes (1644), decidió casarse con su sobrina, pese a la enorme diferencia de edades (el rey, nacido en 1604, tenía más de cuarenta años y ella menos de quince), para conservar la hegemonía familiar en Europa. El matrimonio se realizó, por poderes, el 7 de octubre de 1649 y se consumó a la llegada de la nueva reina a Madrid. Fruto de esta unión fue la infanta Margarita, tantas veces re- tratada por Velázquez y centro del cuadro de La familia o Las meninas [CAT. 73], nacida en 1651 y más tarde emperatriz de Austria. En 1657 nace el príncipe Felipe Próspero, que moriría en su infancia, después de merecer el más conmovedor retrato de Velázquez (Kunsthistorisches Museum, Viena). Heredará la corona el príncipe Carlos (nacido en 1661), a la muerte de su padre, Felipe IV, en 1664. Su madre será regente hasta 1675, dejando varios retratos, pintados por Mazo y por Carreño, con sus tocas de viuda, sentada a la mesa de autoridad. Morirá el 16 de mayo de 1696. De estos retratos lúgubres nos ha quedado de doña Mariana una idea triste y lamentable, que acaso responda a su viudez, pero no a su llegada a Madrid, para ser reina. Como he escrito en otro lugar (1983, pág. 116 y ss.) "no hemos de pensar que fuera tan triste En 1652, Mariana es alegre, amiga de lujos y diversiones. En 1657, con motivo del cumpleaños de su señor marido, Mariana gastará nada menos que 4.000 ducados en vestidos de oro y plata falsos, porque no digan se gastan en esto los dineros, en tiempo tan apretado como éste" (cf. J. de Barrionuevo, Avisos, día 4 de abril). En julio de ese mismo año, los reyes estrenan una galera para el estanque del Retiro, con séquito de tritones y nereidas. El fastuoso marqués de Liche -sucesor de Olivares en el favor del rey- organiza fiestas de increíble fantasía y gastos: Les plaisirs de l´ile enchantée de Versalles serán una imitación de las fastuosas fiestas madrileñas". Pero, a la vez, la rígida etiqueta de la corte, va amargando el carácter de Mariana. La camarera mayor la reprimió por reír las locuras de los bufones. La preocupación por asegurar la sucesión masculina, en una familia donde los niños mueren fácilmente, contra la pretensiones de los partidarios de don Juan José de Austria, hijo bastardo de Felipe IV, amargará sus días de regencia. En este maravilloso retrato va vestida con un traje negro y plata, que Velázquez anima y armoniza con los rojos de los lazos de las muñecas y peluca, las plumas jaspeadas de ésta, el terciopelo del tapete de la mesa y la gran cortina carmesí que sirve de dosel y marca la dignidad regia de esta joven fea, maquillada con exceso de colorete, pero de admirables manos aristocráticas. La derecha se apoya en el respaldo del sillón, a que tiene derecho como reina; la izquierda sostiene con elegante dejadez el enorme pañuelo de moda en la corte. Un reloj dorado, en forma de torre, subraya asimismo, sobre la mesa de justicia vestida de carmín exquisito, la categoría de esta reina, ejemplo y exactitud de sus deberes y que sabe dar en punto sus mercedes (sobre este simbolismo cf. Gállego, 1968, 2, II, pág. 213). La belleza pictórica es insuperable en esa armonía algo sorda, de grises, rojos, negros ázulados y amarillos dorados. El pañuelo es digno del Greco, con sus veladuras tan amplias, y la mano que lo sostiene está pintada, con asombrosa libertad, a grandes pinceladas, blanco, rosa y negro. La peluca (retocada luego, según Brown), es marrón, gris y rosa. Titilan las joyas de oro sobre los encajes y bordados gris plata. La silueta, gallarda y dominante, tiene la fuerza de la época gris, la de los primeros retratos reales; pero asombrosamente encajada en una sinfonía de acordes como no podría soñar un Manet. El cuadro ganaría sin la añadidura de la parte alta del cortinaje, que disminuye la alta estatura de la reina. La pincelada es tan suelta (las "manchas distantes" que elogiaba Quevedo), que sólo un amateur tan distinguido como Felipe IV podía admitirla; Luis XIV hubiera exigido mayor "acabado". También la postura de la modelo es de esa enorme sencillez velazqueña, sin nada de afectación, natural y a la vez majestuosa. Pero, como señalé hace unos años (1983, pág. 118), "todo en este gran lienzo nos interesa tanto o más que su rostro. Al equiparar el ser humano con lo que le rodea, Velázquez vuelve a aquella concepción igualitaria de sus bodegones sevillanos. Más de tres siglos antes que Cézanne, parece pensar que no hay categorías absolutas que pospongan un pañuelo a unas facciones. Y así, con la discreción habitual.., conservando el esquema tradicional del retrato de la casa de Austria, el ayuda de cámara está destrozando el principió mismo del retrato: la superioridad semidivina de un ser de sangre real sobre los demás seres, de un ser humano sobre lo que no es humano". Hay retratos relacionados con éste, además del del Louvre (que Justi y Madrazo preferían al del Prado) en Viena, Sarasota, Kansas, Lisboa, Madrid (Academia de San Fernando), Lugano y el orante del Prado (n.º 1222), amén del del Metropolitan Museum de Nueva York, y cabeza de DalIas. JULIÁN GÁLLEGO
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Del Catálogo de la exposición sobre el Diego Velázquez,
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Indice del monográfico |