El inicio de la Epoca Moderna trae consigo una progresiva oposición hombre-mujer, constatable en los modelos literarios y también en la ofensiva religiosa propia de la Contrarreforma que caracterizó a la sociedad española del XVI y XVII. La sociedad no idea para la mujer más salida que el matrimonio, el convento o, en su defecto, la prostitución.

La realidad es, sin embargo, diferente a lo que los detentadores del sistema propugnan. La mujer estará presente en el mundo del trabajo. Las viudas, por su condición, se verán en la necesidad de ejercer una actividad que les permita subsistir. En el hogar las mujeres trabajan al lado del marido, y en muchos casos sus hijas contribuían a la subsistencia familiar ya sea en trabajos familiares o extrafamiliares tales como el servicio doméstico. Esta realidad empezará a tomar cuerpo legislativo en el siglo XVI; un ejemplo será la promulgación de la Real Pragmática, expedida en el año 1600 para regular el trabajo de la seda en el reino de Granada. En definitiva, la mujer no dejará de tener presencia en los medios productivos, aunque estos siglos anteriores a la industrialización van a significar la degradación de su condición laboral, exponente de lo cual será la discriminación salaria1 a la que se verá sometida.

El trabajo en el campo era tarea de toda la familia; las duras condiciones de vida así lo exigían. La mujer será partícipe de tareas tales como pastoreo, escarda, vendimia o recogida de aceitunas. Pero no sólo participaba en las labores agrarias en el seno de la familia; en ocasiones eran asalariadas o incluso propietarias de tierras. Campomanes dice en su Discurso sobre la educación popular de los artesanos: Guardan el ganado por vecería, si es necesario; guían los carros, sallan, escardan, dan, siegan y cirvan las mieses, y aun labran, a falta de hombres, las tierras. Quizá la ocupación más reseñable era la que realizaban, sobre todo las viudas, de forma asalariada en el cuidado del ganado.

El trabajo a domicilio ocupará a un número creciente de mujeres. Esposas e hijas se dedicaban a estas labores en épocas en las que el trabajo agrícola quedaba paralizado. La hilanza de la seda, el lino, la lana y posteriormente el algodón es la áctividad más corriente. La materia prima les era suministrada por algunos miembros de los gremios urbanos -a finales del XVIII también por las fábricas-, quienes verán en las campesinas una mano de obra más barata que la existente en la ciudad. Esta situación se generaliza por toda España y tendrá una especial incidencia en Andalucía con la seda en Sevilla y Granada; en Galicia con un desarrollo excepcional del lino en el XVIII; en Valencia, donde se habla de casas embarazadas con multitud de tornos, que mueven sin cesar aquellas gentes; o en Cataluña, que desarrollará durante la decimoctava centuria la hilanza del algodón amparada en sus fábricas de indianas.

 

La época de la Ilustración

La Ilustración trae consigo un cambio en el modelo de comportamiento económico para la mujer, visible sobre todo en este ramo de la industria doméstica. Así, mediante el ejercicio de la hilanza se persigue que ninguna mujer permanezca ociosa; que éstas sean capaces de mantenerse. Se apela a las muchachas de diez años, a las mujeres embarazadas, a las achacosas, defectuosas y de avanzada edad, mientras que se le conserve sano y libre el uso de ojos y manos. Se ha hablado del carácter de complementariedad del salario de estas mujeres; sin embargo, se puede asegurar que en algunas zonas y momentos su trabajo tuvo una importancia muy superior.

En la ciudad las mujeres podían dedicarse a distintas labores. Las más conocidas son las de comadronas y parteras, maestras, vendedoras, lavanderas, nodrizas, actrices, etcétera. La más numerosa fue al servicio doméstico, que ocupó una joven mano de obra, entre quince y veinticinco años, de procedencia rural y generalmente solteras. Esta mano de obra era absorbida tanto por laicos como por religiosos. Destacaríamos también la esclavitud y la fórmula de la carta de soldada, mediante la cual una menor de siete a doce años permanecía por espacio de ocho a quince años al servicio de un señor, familia o institución.

Hasta el siglo XVIII la mujer participará de una forma más o menos explícita en las actividades del gremio. Como esposa del artesano ayudará a su marido en las tareas del taller; como viuda podrá ejercer el oficio de su difunto marido siempre que tenga un hijo mayor de doce años que continúe con el oficio paterno, requisito éste necesario para velar por la moralidad de la época. El sector que recoge más trabajo femenino es el textil, donde se incluye también la elaboración de encajes y puntas, actividad exclusivamente femenina que era enseñada por maestras del oficio a las niñas en muchas ciudades.

Las corporaciones asistenciales o hermandades absorben gran parte de la actividad gremial femenina. Estas asociaciones tenían un carácter benéfico-religioso y solían ocuparse de los accidentados laborales, invalidez, vejez, etcétera. Había algunas que eran mayoritariamente femeninas y centraban su atención preferente en el seguro de maternidad y enfermedades causadas por el embarazo o parto, como ocurría en Madrid, donde existían diez asociaciones de estas características.


En el último tercio del siglo XVIII se promulgan distintas leyes -años 1779, 1784, 1790, 1793- que liberalizaban la entrada en el gremio, como miembro de pleno derecho, a la mujer. Se establecerán entonces -Ley de 1780- escuelas para enseñar a las mujeres y niñas de hospitales, hospicios, etcétera, los primeros elementos o principios de las labores propias de su sexo. A pesar de las nuevas medidas legislativas, estas reformas de talante ilustrado no llevarán consigo una decisiva incorporación de la mujer a los cargos de oficial y maestro en los gremios. Las causas pueden estar tanto en la oposición de los agremiados como en el propio declive de estas corporaciones, especialmente de aquellas textiles en favor de las fábricas reales y particulares.

 

Las primeras fábricas

El cambio cualitativo más importante del momento lo protagonizarán los nuevos establecimientos de producción, las fábricas. Se trata de establecimientos estatales -fábricas reales- o particulares, relacionadas con la producción textil -indianas, paños, lanas, etcétera-, que concentrarán en su interior un número importante de trabajadores. Aunque no se puede hablar de industrialización y estas fábricas tienen numéricamente una importancia muy relativa, el hecho es que, particularmente las catalanas, a través de la puesta en marcha de elementos de un nuevo modo de producción, provocarán un cambio en la naturaleza y explotación del trabajo. La mujer dejará de realizar ciertas tareas que hasta entonces eran consideradas como innatas a su naturaleza, y muchos hombres ocuparán puestos de tejedores o incluso de urdidores en algunas zonas.

En las fábricas reales las mujeres realizarán las tareas que precisaban poco esfuerzo físico. En ocasiones trabajaban familias enteras en la misma actividad: el hombre tejiendo y la mujer y los niños hilando, despunzando o haciendo canillas.

En Sevilla se abrirá una importante fábrica de lana que puede servirnos de ejemplo para comprender la importancia de la participación femenina. Su personal estaba compuesto por 450 hilanderas de estambre y 120 de trama, otras 25 mujeres para el desmotado, seis enrodeladoras, dos urdidoras y nueve dispensadoras, un total de 612 mujeres para 74 hombres. Una proporción muy inferior se daba en las fábricas de indianas de Barcelona, las más dinámicas del período y germen de la posterior industria textil catalana. En 1784 las mujeres representaban el 21' 1 por 100 del personal de las fábricas, porcentaje que era del 18, 1 por 100 en las que se atenían a las ordenanzas, y del 34,4 por 100 en aquellas que no lo hacían. La diferencia con respecto a la fábrica sevillana debe buscarse en la inexistencia de los trabajos de hilanza en el interior de los establecimientos catalanes. La mujer se dedicaba al devanado del algodón.

 

A menudo estas tareas se realizaban a destajo y se caracterizaban por una gran monotonía e inmovilidad y por la vigilancia de los encargados o mayordomos. Tenían lugar en una sala de la fábrica, donde permanecían un período de diez a catorce horas diarias, con excepción de los domingos y algunas fiestas religiosas. Era un trabajo poco estable y, según testimonios de la época, realizados en condiciones muy insalubres: Quantas veces se entra en las de Yndianas al asomarse a la sala de los tejedores, ver los pintadores y las mugeres que debanan se experimenta casi en todas un tufo tan caliente y sofocante que obliga a compadecerse de la triste suerte de aquella utilísima parte del Estado que en el mismo taller donde trabaja para ganar su vida destruie su salud con el aire Infeccioso que respiran.

 

La nueva relación hombre-mujer en el trabajo que se deriva de la implantación de los establecimientos fabriles atentará contra la moral religiosa dominante. El nuevo espacio de trabajo va ligado a un nuevo espacio vital enclavado en la propia fábrica o en sus inmediatos alrededores. Dónde alojar a las familias, dónde a los hombres y mujeres solteros, cómo evitar el contacto sexual entre los trabajadores (en la fábrica de paños de Santa Bárbara y San Carlos de Ezcaray se dieron casos de madres solteras), son temas que preocupan a la sociedad y particularmente a las autoridades religiosas. No debe extrañarnos que durante la jornada se celebrasen actos religiosos como el rezo del rosario, así como que hubiese en las fábricas un lugar destinado a capilla.

En definitiva, en los tres siglos anteriores a la industrialización un porcentaje dificilmente cuantificable de mujeres estaban incorporadas a las tareas de producción. Es cierto que en algunos casos el matrimonio significará el abandono de toda tarea productiva, pero no lo es menos que en la mayorfa de ocasiones la mujer no permanecerá inactiva. Incluso en las cárceles, hospitales y casas de misericordia, hospicios y conventos se desarrollaban duras jornadas de trabajo que eran nulas o escasamente remuneradas, y que continuarán ejerciéndose también en los siglos XIX y XX.

 

Siglos XIX y XX: el trabajo en la época industrial

El trabajo de la mujer adquiere características nuevas a medida que se desarrolla el proceso de industrialización. Por una parte, la utilización de maquinaria atenuará. las diferencias de fuerza física entre hombres y mujeres; por otra, la proliferación de las fábricas irá destruyendo el hogar como espacio tradicional de producción.

  De esta forma el crecimiento de las ciudades y la expansión de los centros fabriles hará necesario que la mujer salga del hogar para incorporarse al mundo productivo.

Pero la industrialización traerá consigo las pautas de comportamiento social propias de la nueva clase dominante: la burguesía. Según éstas, el papel de la mujer en la sociedad se sitúa en el matrimonio y en el cuidado del hogar, centrando su función en la reproducción tanto biológica como social. La asignación de este rol a las mujeres dificultará su acceso al mundo laboral y convertirá su trabajo en marginal. Un texto de 1936 -Joan Gaya- afirma que la intervención de la mujer en el trabajo es antisocial y antieconómica. (. ..) y peor aún si alguna vez sirve -el salario de la mujer- para subvenir las cargas del matrimonio, en suplencia del trabajo del marido, pues entonces se trastoca el orden fundamental de la familia... La mujer es considerada como inferior y dependiente y por ello no puede ser aceptada como igual en el marco laboral. Las condiciones en la ciudad presionarán en tal medida que en muchas ocasiones las mujeres se ven abocadas a la prostitución para poder subsistir.

Con el siglo XIX nacerá también un derecho del trabajo con particular incidencia en la cuestión social. Se trata de disposiciones legislativas dictadas por el Estado tendentes a corregir, al menos en parte, las características deshumanizadoras del trabajo de esta nueva época.

La mujer, como también los niños, fue objetivo predilecto de esta normativa jurídica al considerarse como uno de los grupos débiles. Un primer ámbito de protección se refiere a ella como trabajadora, y en él se busca mejorar las condiciones físicas del trabajo atendiendo a su sexo, según los valores propios del momento. La maternidad es el segundo ámbito donde inciden, procurándose evitar la actividad en los días anteriores y posteriores al parto. En 1892 se promulgará una ley que prohibía el trabajo de las mujeres en este supuesto para la industria y los trabajos subterráneos, prohibiéndose así lo que era una práctica habitual.

La mujer contemporánea estará proporcionalmente más incorporada al trabajo del campo en aquellas regiones donde predomina la explotación familiar. El trabajo doméstico en las ciudades empleará a un gran número de mujeres y tenderá a aumentar progresivamente. Mientras, en la industria, cabe señalar una participación femenina superior en las zonas de Cataluña y País Vasco. En general, las mujeres adolecen de una falta de formación profesional que impide, a su vez, el acceso a funciones de responsabilidad. Es decir, la mujer accede al trabajo con la condición de mano de obra barata y de carácter secundario.

 

Mayor presencia femenina

En las zonas rurales el trabajo de los campos dio ocupación a muchas mujeres que, sin embargo, no figurarán como población activa, Se trata, una vez más, de un trabajo complementario al del marido, desarrollado en períodos de siega y recolección, o del cuidado del ganado, Estas actividades contarán con una mayor presencia femenina en aquellas zonas donde las explotaciones tenían un carácter familiar, como Galicia, Pero también hay mujeres jornaleras del campo que cumplirán las tareas de sustitución o complemento de la plantilla de forma asalariada en tiempos de recolección, vendimia, etcétera,

Si en la primera mitad del siglo XIX las trabajadoras del campo resultan ser, entre la población activa femenina, la abrumadora mayoría, a principios del XX se invertirán los porcentajes en favor tanto de la industria como del sector terciario. Pero será, tanto en las zonas rurales como en las ciudades, el trabajo a domicilio el que se fomente, sobre todo por los sectores más conservadores, como el más apropiado de la mujer. Se trataba de una actividad realizada en casa, a destajo y mal pagada: hilado, tejido, encajes, etcétera, Las obreras a domicilio de Barcelona describían así su trabajo: Empiezo a coser a las cinco de la mañana hasta la una del mediodía, y sigo después de tres a seis, hora en que voy a entregar la labor hecha, Vuelvo a casa y reanudo el trabajo a las ocho de la noche, para finalizar a las doce. A principios del siglo XX algo más de la mitad de las mujeres activas del sector secundario están ocupadas en estas labores, aunque poco después decaerán en número.

 

Las fábricas de tabaco, repartidas por muchas ciudades del Estado, emplearán a miles de obreras. En Sevilla, en 1849, de un total de 4.542 personas empleadas 4.046 eran mujeres; en La Coruña, un año más tarde, trabajaban más de 2.800 mujeres, y en la década de los sesenta, en Madrid, lo hacían más de 3.000. La cigarrera comenzaba a trabajar habitualmente de niña en las labores sencillas o de aprendizaje, y debían pagar con parte de su escaso salario algunos instrumentos de trabajo. Las condiciones en las fábricas, según las descripciones, eran duras. Por ejemplo, no se permitía hablar durante la jornada de trabajo, existía una continua amenaza de despido e incluso se obligaba a las madres con niños de pecho a alimentar a sus hijos en unas horas concretas en el patio de las fábricas y tras ser registradas por las maestras.

El resto de fábricas empleaba mujeres en menor proporción. Destacan las textiles y alimenticias, más apropiadas para la naturaleza femenina; serán las hilanderas y las tejedoras las que se convertirán en el prototipo de obrera industrial del siglo XIX. En general, las obreras realizarán trabajos secundarios, poco especializados y manuales que no requerían ni una gran formación ni empleo de maquinaria. Sus salarios oscilaban entre el 50 y el 60 por 100 del jornal de los hombres por el mismo trabajo, cumpliendo jornadas superiores a las diez o doce horas. Las condiciones eran duras, y los testimonios así lo reflejan: En el taller se llega a dudar del sexo a que pertenecen: haraposas, sucias, medio desnudas, con la voz cascada y las facciones contraídas y descompuestas por una vejez prematura, no hay medio de convencerse de que forman parte del «bello sexo».

Si en 1877 el sector secundario empleaba menos del 10 por 100 del total de las mujeres contabilizadas como activas, en 1930 representaba ya algo más del 30 por 100, superando en la industria textil catalana el número de mujeres al de hombres empleados.

 

En el siglo XX

El sector terciario empleó un número superior de mujeres. creciente a lo largo de los siglos XIX y XX, en las actividades de comercio y sobre todo en el servicio doméstico. Las dependientas de comercio eran habitualmente mujeres solteras o viudas que soportaban largas jornadas de trabajo, estando controladas por los dependientes masculinos, que además recibían una remuneración muy superior a aquéllas.

La progresión cuantitativa más sorprendente se dio en el servicio doméstico. Ya en 1860 se calcula que una de cada 19 mujeres españolas era criada, y en los inicios del siglo XX estas mujeres habían superado en número a las campesinas. El servicio doméstico se convirtió en una válvula de escape para los contingentes inmigratorios femeninos que llegaban a las ciudades, pero también recogía a aquellas mujeres que no encontraban trabajo en otras ocupaciones. La falta de legislación en este terreno permitió que el servicio doméstico contase con las condiciones de trabajo más miserables, que contrastaba con una cada vez mayor exigencia a las mujeres contratadas. En la prensa madrileña, hacia 1875, se piden los servicios de una mujer, por cuatro reales diarios, con las siguientes exigencias: que sepa leer y escribir, planchar y gobernar bien una casa, conversación amable y discreta, muy casera, curiosa, laboriosa, virtuosa, buena figura, buena salud, sin novio y que no pase de treinta y tres años. Las criadas se limitarán a recibir ropa usada, comida y cama como pago por sus servicios, y sólo acostumbraban a recibir salarios las sirvientas especializadas de las clases media y alta.

Tras la guerra de 1936-39, que supuso un gran incremento de las mujeres en las tareas productivas, se produjo una fuerte regresión al hogar. Pero los efectos de la contienda hicieron necesario que muchas mujeres -viudas o con maridos presos- realizasen trabajos duros y serviles para poder subsistir, frente a una legislación contraria al trabajo de mujeres casadas y que prohibía ciertas profesiones. En las dos primeras décadas del franquismo las ocupaciones preferentes de la mujer serán el servicio doméstico, la prostitución y el estraperlo a pequeña escala.

En general, el franquismo plasmará en la práctica las constantes históricas del trabajo femenino. En la agricultura destaca la diversidad regional, con zonas donde la familia es el medio de trabajo y zonas donde las mujeres se ocupan como jornaleras en los niveles más bajos del peonaje. La población femenina rural tenderá al envejecimiento y tendrá pocas salidas profesionales.

En la industria trabajaron pocas mujeres, caracterizadas por la falta de cualificación profesional y su empleo en ocupaciones manuales, en aquellos sectores considerados tradicionalmente como femeninos.

El servicio doméstico sigue ocupando a muchas mujeres: más de medio millón en 1950. Las condiciones de trabajo a cambio de comida, cama y bajo sueldo sólo cambiarán cuando en las ciudades el trabajo permita empleos alternativos, es decir, a finales de los años sesenta. Habrá entonces una progresiva incorporación a los trabajos de oficina que ocupará a mujeres instruidas en labores que no requerían autoridad ni responsabilidad y que estaban mal remunerados. Lo mismo ocurrirá con los puestos de la aristocracia, donde la proporción femenina será inversa a la cualificación del trabajo.

La sociedad, por medio de la institución familiar, obstaculizará una vez más la incorporación de la mujer al mundo laboral. Las mujeres que tienen al casarse una ocupación de inferior consideración social que la ejercida por el marido -que son la mayoría- tienden a abandonar su empleo. Así, la participación de la mujer en el mundo del trabajo se convierte en algo transitorio. En general obtendrá su status social a través del matrimonio -o de su familia de origen- y no del trabajo.

 

Por Ángeles y Braulio López Ayala
Historiadores

 

 

Indice del monográfico
LA MUJER EN ESPAÑA

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