Pedro Pablo Rubens (1577-1640). Detalle del dibujo "Mujer joven mirando abajo (estudio para la cabeza de Santa Apolonia)".
Se cree que es el retrato de una muchacha de 14 años, Helene Fourment, que luego fue la segunda esposa de
Rubens.

 

     Aunque Tomás de Aquino († 1274) se limita en el fondo a sistematizar lo que fue la opinión general en la edad de oro de la Escolástica, y a pesar de que -en lo que atañe a la recepción de la biología de Aristóteles- no dice sino lo que su maestro Alberto Magno expuso con mayor detalle, pero con menos orden, sin embargo tenemos que adentrarnos más en la ética sexual de Tomás porque sus explicaciones han sido determinantes hasta nuestros días. En la moral sexual, Tomás ha sido hasta hoy, junto con Agustín, la autoridad. En su obra clásica católica Die Lehre des hl. Augustinus van der Paradiesesehe und ihre Auswirkung in der Sexualethik des 12. und 13. Jahrhunderts bis Thamas van Aquin (1954) Michael Miiller dice de la doctrina de Tomás que «sorprendentemente, en el material de las cuestiones concretas, es en la mayoría de los casos casi sólo una reproducción de las habituales opiniones de la corriente más rigorista dentro de la escuela, apuntaladas con enseñanzas aristotélicas» (p. 255). Fuera de que en esto no hay nada «sorprendente», es atinada esta caracterización de la obra del teólogo católico más grande. Sólo quien crea que en la Iglesia católica cambió algo esencial respecto de la difamación y menosprecio de las mujeres desde Agustín en los siglos IV y v hasta Tomás en el siglo XIII, o que, a la vista de la influencia descollante ejercida por Tomás, algo habría cambiado desde el siglo XIII hasta el siglo XX, tiene que comprobar «con sorpresa» que, en lo esencial, todo sigue como estaba. Tomás escribe: «La continencia permanente es necesaria para la religiosidad perfecta ... Por eso fue condenado Joviniano, que situaba el matrimonio en el mismo plano que la virginidad» (S. Th. II-II q. 186 a. 4). Y Tomás repite en numerosas ocasiones lo que Jerónimo ya había calculado en el final del siglo IV y principios del siglo v: que los vírgenes obtienen el ciento por ciento del salario celestial; los viudos, el sesenta por ciento, y los casados, el treinta por ciento (S. Th. II-II q. 152 a. 5 ad 2). Quien intente hoy elevar el matrimonio al mismo rango de la virginidad será considerado, igual que antaño, como alguien que rebaja la virginidad hasta el bajo escalón del matrimonio y que difama a la virgen por antonomasia, a María. Tampoco en la posición de la mujer frente a la Iglesia machista se ha producido ni el cambio más insignificante.

      Que todas las desgracias de la humanidad comenzaron en cierta medida con la mujer, concretamente con Eva, que a través de ella se llevó a cabo la expulsión del paraíso -recordemos que hasta finales del siglo XIX la jerarquía de la Iglesia católica concibió el relato del Génesis sobre la creación y el pecado original más o menos en el sentido de un informe documental que debía ser tomado al pie de la letra-, eso ya lo había escrito Agustín. ¿Por qué el diablo no se dirigió a Adán, sino a Eva?, pregunta él. Y el mismo Agustín responde diciendo que el demonio interpeló primero a «la parte inferior de la primera pareja humana» porque creyó que «el varón no sería tan crédulo y que se le podía engañar más fácilmente mediante la condescendencia frente al error ajeno (el error de Eva) que mediante su propio yerro». Agustín reconoce a Adán circunstancias atenuantes. «El hombre condescendió ante su mujer. .. coaccionado por la estrecha vinculación, sin tomar por verdaderas sus palabras ... Mientras que ella aceptó como verdad las palabras de la serpiente, él quiso permanecer unido con su única compañera, incluso en la comunidad del pecado» (De civitate Dei 14, 11). El amor a la mujer arrastra al marido a la ruina.

      La monja Hildegarda de Bingen († 1179) toma la explicación de Agustín y la clarifica aún más: «El diablo ... vio que Adán sentía un amor tan ardiente por Eva que haría cuanto ella le dijera» (Scivias I, visio 2). Todo esto no es más que la vieja y machacona condena de la mujer, pues ésta es el enemigo por antonomasia de toda teología celibataria, e incluso las mujeres han aceptado con excesiva frecuencia su propio sexo como una especie de lepra querida por Dios.

      Los teólogos del siglo XIII -sobre todo Alberto y Tomás- utilizaron a Aristóteles para reforzar el viejo desprecio agustiniano hacia la mujer. Aristóteles abrió los ojos de los monjes para que captaran el motivo más profundo de la inferioridad de la mujer: ésta debe su existencia a un error de conducción y a un descarrilamiento en su proceso de formación; en efecto, ella es «un varón fallido», «un varón defectuoso». A pesar de que esta idea de Aristóteles encajaba en la machista Iglesia agustiniana tan extraordinariamente bien como la ausente tapadera en la olla, sin embargo la recepción de este descubrimiento biológico de Aristóteles no se vio libre de reticencias e impugnaciones. Guillermo de Auvernia († 1249), magister regens de la universidad de París y obispo de esta misma ciudad desde 1228, opinó que si cabe concebir a la mujer como un varón defectuoso, entonces también es posible calificar al varón como mujer perfecta, lo que tiene un preocupante sabor a «herejía sodomita» (= homosexualidad) (De sacramento matrimonii 3). Pero el temor de los hombres de Iglesia a tomar de Aristóteles el alto aprecio en que los misóginos griegos tenían a la homosexualidad fue más débil que el deseo de dar finalmente con una explicación convincente de la subordinación de la mujer al varón. Los patriarcas de la teología católica aceptan gustosos que el patriarca de los filósofos paganos les adoctrine en este punto concreto. Después de que los hombres (paganos y cristianos) hubieron recluido a la mujer con los hijos en la cocina y se hubieran arrogado para sí todas las restantes actividades en la medida en que parecían interesantes, cayeron en la cuenta (tanto los hombres cristianos como los paganos) de que el varón es «activo» y la mujer «pasiva». Y, según Alberto Magno, este hecho de la actividad masculina confiere al varón una mayor dignidad. No duda en afirmar que la frase de Agustín de que «lo activo es más valioso que lo pasivo» es absolutamente «acertada» (Summa theol. ps. II tr. 13 q. 82 m 2 obj. 1; cf. Michael Müller, Grundlagen der kathalischen Sexualethik, 1968, p. 62).

      Esta actividad masculina y la pasividad femenina se refieren según Aristóteles también al acto de la procreación: el varón «procrea», la mujer «concibe» el hijo. Hasta nuestros días, los usos lingüísticos no han tomado en cuenta que K. E. van Baer descubrió ya en 1827 el óvulo femenino, con lo que quedó demostrada la participación paritaria de la mujer en la procreación. La idea de que el semen masculino es el único principio activo de la procreación se afirmó de tal modo gracias a Tomás de Aquino que la jerarquía eclesiástica ignora todavía hoy el descubrimiento del óvulo femenino, ante las consecuencias que se desprenderían de ese hecho, por ejemplo, para la concepción de Jesús. Si hasta el año 1827, hasta el descubrimiento del óvulo femenino, se pudo decir que María había concebido a Jesús por obra del Espíritu Santo, ya no es posible mantener tal afirmación sin negar el óvulo femenino. Pero si se acepta tal hallazgo, se negaría la actividad exclusiva de Dios, y la concepción por obra del Espíritu Santo sería entonces una concepción sólo al cincuenta por ciento (cf. Uta Ranke-Heinemann, Widerwarte, Goldmann TB, 21989, p. 287 ss.).

      La idea de la exclusiva actividad masculina en la procreación no fue inventada por Aristóteles. Ella se corresponde con la imagen que el varón tenía de sí con anterioridad. Ya Esquilo (t 525 a.c.), el padre de la tragedia occidental, ve al varón como progenitor exclusivo. Por eso, el hecho de que Orestes matara a su madre Clitemnestra no es tan grave como si hubiera asesinado a su padre. «La madre no es fuente de la vida para el hijo que la llama madre, sino que cría el joven germen; el padre procrea, ella conserva el retoño», opina Apolo. Éste se refiere luego a Palas Atenea, que nació de la cabeza de su padre Zeus. «También sin madre se puede ser padre: lo atestigua la hija de Zeus, el Altísimo, la cual no creció en el sombrío seno materno». Atenea, la hija de padre, dice a continuación: «Porque no hubo una madre que me pariera. Vivo exclusivamente en el padre, por eso considero menos punible el asesinato de la mujer» (Esquilo, Orestíada, 3.a parte, 627 ss.).

      Las concepciones menospreciativas que ven a la mujer como una especie de florero para el semen masculino recibieron de Aristóteles la forma de una teoría que sobrevivirá durante milenios. Aristóteles, Alberto y Tomás ven esto de la siguiente manera: según el axioma de que «todo principio activo produce algo semejante a él», en realidad siempre deberían nacer varones. Sin embargo, mediante circunstancias desfavorables, nacen mujeres, que son varones fallidos. Aristóteles llama a la mujer arren peperomenon («varón mutilado») (De animalium generatione 2,3). Alberto y Tomás traducen esa expresión con mas occasionatus. Alberto Magno escribe que «occasio significa un defecto que no se corresponde con la intención de la naturaleza» (De animal. 1, 250). Esto significa para Tomás «algo que no ha sido querido en sí, sino que dimana de un defecto» (In II sent. 20,2, 1, 1; De verit. 5, 9 ad 9).

Por consiguiente, toda mujer lleva a cuestas, desde su nacimiento, un fracaso: la mujer es un fracaso. Las circunstancias adversas que hacen que el varón no procree algo tan perfecto como él mismo son, por ejemplo, el húmedo viento del sur con abundantes precipitaciones, mediante lo que nacen personas con un mayor contenido de agua, escribe Tomás (S. Th. 1 q. 92 a. 1). Él conoce también qué consecuencias tiene esta circunstancia adversa: «Porque en las mujeres hay más cantidad de agua, por eso pueden ser seducidas más fácilmente por el placer sexual» (S. Th. III q. 42 a. 4 ad 5). Resistir al placer sexual les resulta más difícil por el hecho de que ellas poseen «menos fuerza de espíritu» que los varones (II-II q. 49 a. 4). También Alberto responsabiliza parcialmente al viento en e! nacimiento de varones y mujeres: «El viento del norte incrementa e! vigor, ye! viento del sur lo debilita ... El viento de! norte contribuye a la procreación de lo masculino; el viento del sur, a la procreación de lo femenino, porque el viento del norte es puro, purifica y depura las evaporaciones y estimula el vigor natural. Pero el viento del sur es húmedo y portador de lluvias» (Quaestiones super de animalibus XVIII q. 1). Tomás tiene la misma opinión al respecto (S. Th. I q. 99 a. 2 ad 2).

La mujer es, pues, un producto de la polución ambiental, un engendro monstruoso. Ella no responde -opina Tomás en su lenguaje más filosófico y abstracto que ecológico y plástico- «a la primera intención de la naturaleza», que apunta a la perfección (al varón), sino «a la intención secundaria de la naturaleza, como putrefacción, malformación y debilidad de la edad» (S. Th. Suppl. q. 52 a. 1 ad 2). La mujer es, pues, un producto secundario de la naturaleza, que se da cuando fracasa la primera intención de la naturaleza, que apunta a los varones. Ella es un varón frenado en su desarrollo, pero Dios cuenta de alguna manera con ese fallo que es la mujer. A decir verdad, no lo ha programado Dios de forma primera, sino secundaria o como fuere, pues «la mujer está destinada a la procreación» (S. Th. I q. 92 a. 1). Pero ahí se agota la utilidad de la mujer para los machistas y monacales ojos de Tomás.

Tomás cita a Agustín sin nombrarlo; dice que la ayuda para la que Dios creó la mujer para Adán se refiere exclusivamente a una ayuda en la procreación, pues, para las restantes actividades, un varón sería mejor ayuda para el varón. También Alberto había dicho eso mismo (In II sent. 20,1 e In IV sent. 26,6). Los teólogos varones habían interiorizado a Agustín. Para la vida espiritual del varón, la mujer no tiene importancia alguna. Al contrario. Opina Tomás que el alma del varón cae de su elevada altura mediante el contacto de la mujer, como enseñaba Agustín, y su cuerpo queda bajo el dominio de la mujer, es decir, en «una esclavitud más amarga que cualquier otra» (In 1 Cor 7,1). Tomás cita a Agustín: «Nada arrastra hacia abajo tanto al espíritu del varón como las caricias de la mujer y los contactos corporales, sin los que un varón no puede poseer a su esposa» (S. Th. II-II q. 151 a. 3 ad 2).

La mujer posee menor fuerza física y también una menor fuerza espiritual. El varón tiene «una razón más perfecta» y una «virtud (virtus) más robusta» que la mujer (Summa contra gent. III, 123). A causa de su «mente defectuosa», que, además de en las mujeres, «es patente también en los niños y en los enfermos mentales», la mujer tampoco es admitida como testigo en asuntos testamentarios, opina Tomás (S. Th. II-II q. 70 a. 3). (El derecho canónico prohibía a la mujer hacer de testigo en asuntos testamentarios y en procesos criminales; en los restantes casos se les admitía como testigos). También los hijos deben respetar la superior calidad de su padre: «Hay que amar más al padre que a la madre, porque él es el principio activo de la procreación, mientras que la madre es el pasivo» (S. Th. II-II q. 26 a. 10).

Incluso en el acto conyugal existen diferencias: «El marido tiene la parte más noble en el acto marital, y por eso es natural que él tenga que sonrojarse menos que su esposa cuando exige el débito conyugal» (S. Th. Suppl. q. 64 a. 5 ad 2). Porque el acto marital «posee siempre algo vergonzante y causa sonrojo» (S. Th. Suppl. q. 49 a. 4 ad 4). Las mujeres son también más proclives a la incontinencia que los hombres, opina Tomás remitiendo a Aristóteles (S. Th. II-II q. 56 a. 1). El Martillo de Brujas ve más tarde (1487) en este estado de cosas la razón por la que se dan más brujas que brujos (I q. 6).

Como ser deficiente y anclado en cierta manera aún en el estado del niño, la esposa está capacitada para parir, pero no para educar a los hijos. La educación espiritual de los hijos sólo puede ser llevada a cabo por el padre, pues él es el guía espiritual. Tomás razona en buena medida la indisolubilidad del matrimonio diciendo que «en modo alguno basta la mujer» para la educación de la prole, sino que el padre es más importante que la madre para la educación. Por su «inteligencia más perfecta», él puede «adoctrinar» mejor la inteligencia del niño; y, como consecuencia de su «virtus más robusta» -virtus significa tanto «fuerza» como «virtud»-, está él en mejores condiciones para «mantenerlos a raya» (Summa contra gent. III, 122).

Según Tomás, también existe otra razón que apuntala la indisolubilidad del matrimonio: «En efecto, la mujer necesita al marido no sólo para la procreación y educación de los hijos, sino también como su propio amo y señor», pues el varón es, como repite Tomás, de «inteligencia más perfecta» y de «fuerza más robusta», es decir, más «virtuosa». Se creen muchos varones que, por tener más fuerza física (virtus), también poseen más virtud (virtus). Por eso cabe la posibilidad de verter el término latino virtus (de vir = varón) con los vocablos virtud, fuerza o, sencillamente, virilidad, pues ya en tiempo de los romanos la virtud tenía su origen conceptual en la fortaleza viril. Existen buenas razones para pensar que la primera nobleza que emergió entre los hombres, que reservó un privilegio a unos sobre otros, a los varones sobre las mujeres, y a los varones de Iglesia sobre las mujeres de Iglesia, fue aquella con la que los más fuertes se asentaron como señores de los más débiles, granjeándose así gloria y honor. De ese modo, la fuerza y la valentía (virtus) masculinas en la guerra se convirtieron en sinónimo de «virtud».

Sea como fuere, opina Tomás que la mujer «está sometida al marido como su amo y señor» (gubernator), pues el varón tiene una «inteligencia más perfecta» y una «virtud más robusta». ¿A qué se refiere en realidad? ¿A «fuerza» para mantener a su mujer a raya o a «virtud» para adoctrinarla? Sin duda, Tomás se refiere a ambas cosas. En cualquier caso, la esposa obtiene de su más inteligente, virtuoso y robusto marido idénticas ventajas que sus hijos, a los que el padre «adoctrina y mantiene a raya» (Summa contra gent. III, 123; 122). Que, por el contrario, el marido sólo necesita a la esposa para la procreación y que en todo lo demás estaría mejor servido con un segundo varón es algo que ya sabemos.

«Porque las mujeres están en estado de subordinación», tampoco pueden recibir el sacramento del orden, opina Tomás (S. Th. Suppl. q. 39 a. 1). Este hecho de la subordinación a los varones es para Tomás el verdadero motivo de que se niegue el ministerio eclesiástico a la mujer. Pero Tomás se contradice a sí mismo cuando habla en otros lugares de mujeres que existen en estado de no subordinación a los varones: «Al hacer el voto de castidad o el de viudedad y desposar así a Cristo, son elevadas a la dignidad del varón (promoventur in dignitatem virilem), con lo que quedan libres de la subordinación al varón y están unidas de forma inmediata a Cristo» (In 1 Cor, cap. 11, lectio 2). Pero Tomás no llega a responder por qué tampoco esas mujeres tienen derecho a ser sacerdotisas. Quizás la causa radique más en los varones que en las mujeres. Además, Jerónimo ya había expresado la abstrusa idea de que «una mujer deja de ser mujer» y puede ser llamada «varón» «si ella quiere servir más ;;l Cristo que al mundo» (Comm. ad Ephesios, lib. III, cap. V).

Permítasenos hacer aquí una observación de pasada: aun reconociendo lo nefasta que es esta denigración de la mujer por la Iglesia, hay que decir con toda claridad que no es cierto que la Iglesia haya llegado incluso a dudar en algún momento de que las mujeres tengan alma o de que sean seres humanos. Se escucha y se lee con frecuencia que en un concilio, concretamente en el segundo sínodo de Macon (585), se llegó a discutir si la mujer tiene alma. Eso no es exacto. No se habló en el concilio sobre el alma. Gregario de Tours, que asistió a ese sínodo, relata que un obispo planteó la pregunta de «si la mujer puede ser designada como homo». Se trata, pues, de una cuestión filológica que, a decir verdad, se suscitó por la valoración más alta que los hombres se habían atribuido: homo significa tanto hombre (ser humano) como varón. Todavía hoy es idéntico en todas las lenguas románicas y también en el inglés el término para hombre y varón. Si los varones acaparan para sí el término hombre, ¿qué queda para la mujer? ¿Es también ella un hombre-varón, un varón-hombre? Es claro que no se puede designada como varón. Informa Gregorio de Tours que los restantes obispos remitieron al interpelante al relato de la creación, según el cual Dios creó al ser humano (homo) como varón y mujer, así como también a la denominación de Jesús como Hijo del Hombre (filius hominis), a pesar de que él es, sin duda, «Hijo de la Virgen», es decir, hijo de una mujer. Mediante estas clarificaciones se dilucidó la pregunta: el término homo debe aplicarse también a las mujeres. Significa, junto al concepto de varón, también el de ser humano (Gregario de Tours, Historia Francorum 8,20).

No sólo en la denigración de la mujer, sino también en la animosidad contra lo sexual y contra el placer se siente respaldado Tomás por Aristóteles. La observación de Aristóteles de que el placer sexual obstaculiza la actividad mental (Etica a Nicómaco 7, 12) es como agua para su molino, le corrobora en su pesimismo sexual de cuño agustiniano. Toma una cita de Aristóteles sacada de Homero, según la cual Afrodita «trastorna los sentidos hasta de los más inteligentes», y subraya que «el placer sexual oprime por completo el pensamiento» (S. Th. II-II q. 55 a. 8 ad 1). Tomás repite incesantemente que «el placer sexual inhibe por completo el uso de la mente», que «oprime la inteligencia» y que «absorbe el espíritu».

Hoy nos resulta ya difícil captar en toda su magnitud con qué rechazo fanático contempla Tomás (principalmente él, pero, con él, toda la teología basada en Agustín) el acto sexual, razonando que éste «oscurece» la mente e incluso la «elimina». Tomás afirma que las relaciones sexuales frecuentes llevan a la «debilidad de la mente» (mentem enervat; In IV sent. d. 33 q. 3 a. 3 ex.). Sus motivos no son, pues, en primer lugar de naturaleza teológica, y sólo puede comprender sus angustias primitivo­biológicas quien opine todavía hoy que el coito frecuente atonta y provoca la destrucción de las células cerebrales. Algo de esto parece querer indicar Tomás con el verbo latino enervare. Por eso, en la descripción de la virginidad, «la virtud más hermosa» (S. Th. II-II q. 52 a. 5), añade, de su propia cosecha, un elemento: la libertad frente al «deterioro de la mente» (corruptio rationis), causado por la vida sexual (In IV sent: d. 33 q. 3, 1 sol. y ad 4). Al parecer, los celibatarios no sólo tienen la pretensión de poseer más gracia ante Dios mediante su tipo de vida (el ciento por ciento frente al treinta por ciento de los casados), sino también la de disponer de más inteligencia, pues ésta no sufre deterioro en ellos, pero, lamentablemente, no señalan junto a su cociente de santidad también su cociente intelectual, aunque es seguro que éste también suscitaría el interés general.

La relación entre sexualidad y pecado original, así como la degradación del espíritu mediante el placer sexual, sirvieron de principios fundamentales a Agustín para desarrollar su doctrina de los bienes compensatorios que hacen disculpable el matrimonio. Tomás recogió esa doctrina. Cierto que (como Agustín) califica el placer del acto sexual no como absolutamente pecaminoso, pero sí como consecuencia penal del pecado original. Por eso son necesarios los bienes que disculpan el matrimonio, de los que el principal es la prole. En línea con Agustín, Tomás afirma: «Ninguna persona razonable puede aceptar una pérdida personal si ésta no es compensada por otro bien igual o mayor». Mas el matrimonio es una condición en la que se experimentan pérdidas: el placer engulle la mente, como dice Aristóteles, y vienen las «tribulaciones de la carne», como enseña Pablo. Por eso, la decisión de contraer matrimonio debe ser tenida como conforme a orden sólo cuando, frente a este daño, «se da una compensación adecuada que haga honorable el matrimonio: eso es lo que hacen los bienes que disculpan el matrimonio y lo convierten en honroso». Tomás lo compara con la bebida y la comida: dado que éstas no absorben la inteligencia, tampoco necesitan el correspondiente contrapeso. Pero, a diferencia de lo que ocurre con la comida y la bebida, «la fuerza sexual -mediante la que se transmite el pecado original- está infectada y corrompida» (S. Th. Suppl. q. 49 a. 1 ad 1). Para Tomás, «la oposición de la carne al espíritu, que se hace perceptible sobre todo en los órganos responsables de la procreación, es un castigo mayor que el hambre y la sed, pues éstos son de orden exclusivamente físico, mientras que aquélla es también espiritual» (De malo 15, 2 ad 8). Hasta el jesuita Fuchs considera que esta visión de Tomás es «algo unilateral» (Die Sexualethik des hl. Thomas van Aquin, 1949, p. 40).

Lo de que el placer sexual transmite el pecado original no significa que quien no siente nada no transmite nada. De lo contrario, los hijos de los frígidos estarían libres de pecado original. Pero los teólogos también pensaron en esto. Tomás expone: «Si por la virtud de Dios se concediera a alguien la gracia de no sentir placer desordenado en el acto de la procreación, incluso en este caso ese tal transmitiría el pecado original al hijo», ya que en el placer sexual que es el transmisor del pecado original no se trata del placer sexual actual (sentido en el instante de la procreación), sino del placer sexual habitual (basado en la condición humana), y ésta es igual en todas las personas (S. Th. I-II q. 82 a. 4 ad 3). Por consiguiente, tampoco los frígidos tienen escapatoria alguna, albergan una voluptuosidad latente, tienden al placer que engulle al espíritu, yeso es suficiente. Ni siquiera el don de Dios que les ahorra en el acto de la procreación el placer concreto que obnubila el espíritu puede obrar ahí cambio alguno. Ni una pareja de casados escapa de la malla tejida por los teólogos. Que solamente los padres de María son una excepción de la regla es algo que quedó fijado sólo en el año 1854, en el dogma de la concepción inmaculada de María. Según Tomás de Aquino, la ausencia de pecado original era prerrogativa exclusiva de Jesús, no de María. Opina: puesto que todo acto conyugal significa una «corrupción» y una «contaminación» (pollutio) del seno materno, no tuvo lugar en María -«por el motivo de la pureza y de la no contaminación»- copulación alguna en la concepción de Jesús (In Math. 1 [19: 247]). Según Tomás, sólo Jesús fue concebido de forma pura, sin infección sexual, sin sufrir el contagio del pecado original en el acto conyugal de la procreación. El jesuita Josef Fuchs, experto en santo Tomás, opina al respecto: «No es posible esbozar con precisión qué entiende Tomás por esta "impureza" de lo sexual» (l. c., p. 52). Sobre todo cuando se trata del príncipe de los teólogos, de Tomás de Aquino, los teólogos tienden a interpretado todo en el mejor sentido. Y cuando eso no es posible, optan por decir que no entienden a Tomás, en vez de reconocer con claridad que Tomás dice insensateces y que fue víctima de la sinrazón del otro gran teólogo, de Agustín.

He aquí un breve elenco de términos infaustos de santo Tomás para referirse a la relación sexual de los cónyuges y que, según Josef Fuchs, «pueden sorprender» (l. c., p. 50), pero que sólo pueden causar sorpresa a aquel que no quiera ver que toda la moral sexual católica ha seguido desde un principio un camino equivocado: «suciedad» (immunditia), «mancha» (macula), «repugnancia» (foeditas), «depravación» (turpitudo), «deshonra» (ignominia). Según Tomás, los clérigos conservan la «pureza corporal» mediante su celibato (citas en Fuchs, p. 50 s.). Añade este autor a modo de disculpa: «Tomás estaba en la cadena de una larga tradición ... De ahí que no pudiera resultale fácil sostener una doctrina más libre» (Ibid., p. 51). Sin embargo, nadie está obligado a repetir estupideces; además, Tomás contribuyó al reforzamiento y prolongación de esa tradición; todavía se siguen repitiendo las insensateces, y la doctrina más libre resulta cada vez más difícil a causa del creciente peso de la tradición.

Recogemos aquí también algunas paráfrasis que santo Tomás, el doctor angelicus, maestro angelical, utiliza para calificar el acto conyugal: «deformación» (deformitas), «enfermedad» (morbus), «corrupción de la integridad» (corruptio integritatis) (S. Th. I q. 98 a. 2), motivo de «repugnancia» (repugnantia). Tal repugnancia frente al matrimonio «a causa del acto conyugal» experimentan, según Tomás, los ordenados de sacerdotes, pues el acto marital «impide los actos espirituales» y constituye un obstáculo para una «mayor honestidad» (S. Th. Suppl. q. 53 a. 3 ad 1).

Tomás hace gala de una concreción mayor que los restantes teólogos medievales a la hora de exponer y comentar la doctrina del papa Gregorio I sobre las «ocho hijas de la lujuria». Una de las malas consecuencias de la lujuria es la «feminización del corazón humano» (S. Th. II-II q. 83 a. 5 ad 2). Los varones paganos elevaron la virtus (= fuerza viril) a sinónimo de «virtud». Los celibatarios cristianos -al menos Tomás­ han degradado la feminidad hasta convertida en sinónimo de vergüenza. La animosidad de los celibatarios contra lo sexual es aversión a la mujer.  Fuchs afirma: «Tomás gusta repetir lo que dice Pablo en 1 Cor 7,1: "Es bueno para el hombre no tener contacto con mujer alguna"» (Fuchs, p.261).

El hecho de que se haya presentado hasta hoy como frase propia de Pablo la que él toma del gnosticismo para refutarla ha causado grandes desdichas desde hace 2.000 años. La supuesta frase de Pablo se convirtió en el apoyo principal del celibato. Y Tomás repite la tarifa fijada ya varios siglos antes, según la cual el salario celestial para los vírgenes es del ciento por ciento; para los viudos, del sesenta por ciento; y para los casados, sólo del treinta por ciento; por supuesto, los celibatarios se incluyen entre los vírgenes (S. Th. II-II q. 152 a. 5 ad 2; I-U q. 70 a. 3 ad 2; Suppl. q. 96 a. 4).

También para Tomás -como para Agustín y para toda la tradición-, «un matrimonio sin relaciones carnales es más santo» (In IV sent. d. 26, 2,4). El hecho de que no sólo Tomás, sino la generalidad de los teólogos, se ocupe detalladamente del voto de continencia de los cónyuges pone de manifiesto que los cónyuges similares a monjes no eran algo infrecuente. Tanto Graciano como Pedro Lombardo tratan en sus obras clásicas tales matrimonios y las cuestiones sobre qué tienen, pueden o ya no pueden hacer los esposos, etc. En esa temática, el modelo es siempre el matrimonio de María y José.

Que las esposas, aunque ya participan con sus esposos de la tarifa más baja del salario celestial (el treinta por ciento), constituían además otro grupo de participación aún más baja en el salario celestial es algo que se desprende de una observación del jesuita Peter Browe, conocedor del medioevo cristiano, que escribió en su libro Die haufige Kommunion im Mittelalter, 1938: «Las mujeres casadas jamás fueron admitidas a la comunión frecuente; no se las consideraba suficientemente limpias y dignas. Sólo una vez fallecido su marido o cuando ambos esposos habían hecho voto de continencia podía comenzar el auténtico esfuerzo para alcanzar la perfección y, en su caso, la comunión más frecuente» (p. 120).

Pero no todos los casados alcanzan esa meta monacal de la viudedad o de la continencia total. El objetivo para los que no entran en ese grupo es el de -al menos- no caer en pecado, dado que no pueden llegar a ser perfectos. Para eso, Agustín y Tomás ponen a disposición de ellos dos maneras de relación sexual: 1) la cópula con la voluntad de procrear, y 2) la cópula como prestación del débito conyugal al consorte que la exige. Según Tomás, esta última manera «está destinada a eliminar el peligro» (S. Th. Suppl. q. 64 a. 2 ad 1; ad 4), es decir, a «impedir la fornicación» (del otro) (Suppl. q. 48 a. 2). Todos los motivos restantes, por buenos y nobles que sean (por ejemplo, amor, que no se menciona ni una vez), llevan sólo a una cópula pecaminosa; al menos, a un pecado leve (S. Th. Suppl. q. 49 a. 5).

Algunos teólogos de la Escolástica primitiva habían pensado que también la relación sexual para evitar la fornicación propia estaba exenta de pecado, como se ve todavía en una obra para confesores aparecida a mediados del siglo XlII y cuya autoría se atribuyó al cardenal Hugo de Saint-Cher († 1263). Esa obra prescribe que el confesor pregunte al penitente: «¿Has conocido a tu mujer sólo por placer? Porque tú debías conocerla sólo para procrear, para evitar la fornicación propia o para prestar el débito» (Noonan, p. 335). Sin embargo, Tomás se atiene estrictamente a Agustín y rechaza tal laxismo. Escribe: «Si alguien tiene la intención de evitar la fornicación en sí mismo mediante la cópula conyugal... entonces se trata de pecado leve, pues el matrimonio no fue instituido para eso». Sin duda, está permitido copular -en tal caso, sin pecado- para impedir la fornicación en el otro cónyuge, pues se trata entonces de una forma de prestar el débito (S. Th. Suppl. q. 49 a. 5 ad 2).

Si se leen las seculares lucubraciones teológicas sobre el peligro de fornicación, propia y del otro cónyuge (que se debe evitar mediante la cópula), o sólo de la fornicación del otro y no de la propia (según Tomás y otros, la mejor manera de hacer frente al peligro de fornicación propia son el ayuno y la oración), entonces sólo es posible contemplar esta visión del acto conyugal como ofensiva para los casados. Si se ha conseguido el máximo de hijos, entonces sólo queda una posibilidad para copular sin pecado, y es la de que un cónyuge corra el peligro de caer en la fornicación y que el otro tenga que prestarle el débito conyugal. El continuo peligro de fornicación y de adulterio que los celibatarios sospechan en los casados y que admiten como motivo para tener relaciones matrimoniales es una insensatez intolerable.

También el concilio Vaticano II, calificado de forma injusta como un progreso en la moral sexual, habla de que «puede no raras veces correr riesgos la fidelidad ... cuando el número de hijos, al menos por cierto tiempo, no puede aumentarse» y no se deben utilizar «soluciones inmorales» (se piensa en la anticoncepción). El peligro de la infidelidad es lo primero que se le ocurre al concilio sobre la prevención. El otro peligro que ve el concilio es el de que «quede comprometido el bien de la prole, porque entonces la educación de los hijos y la fortaleza necesaria para aceptar los que vengan quedan en peligro» (Gaudium et spes, Constitución pastoral sobre la Iglesia en el mundo actual, n. 51).

Comencemos por lo segundo: el segundo peligro que ve la Iglesia cuando no se pueden tener más hijos es el de que no se desee tener más hijos. El primer peligro es el de que los esposos cometan adulterio. La teología celibataria con su presunto peligro de adulterio no se percata de cuál es el peligro verdadero, el de que los casados den lentamente la espalda a esta Iglesia de monjes celibatarios porque terminen cansándose de estas presiones absurdas e incompetentes y quieran mantener relaciones sexuales no para prevenir todo tipo de peligros posibles, sino por motivos que superan evidentemente la fantasía de los celibatarios. Cuando el concilio Vaticano II recomienda «el ejercicio de la virtud de la castidad conyugal» en lugar de «ir por caminos de la regulación de la natalidad que el Magisterio ... reprueba» no hace sino inmiscuirse en asuntos propios de los cónyuges, cosa que éstos no están ya dispuestos a aceptar.

Volvamos a Tomás de Aquino. Desviarse de la posición normal (al realizar la cópula) es para él uno de la serie de vicios contra la naturaleza que fueron clasificados -en un sistema que se remonta a Agustín­como peores que mantener relaciones con la propia madre, como veremos en el capítulo siguiente. Que Tomás incluya la relación conyugal con desviación de la posición normal entre los pecados contra la naturaleza es algo que no cuadra con su sistema, pues todos los restantes vicios contra la naturaleza que Tomás enumera coinciden en que excluyen la procreación, lo que no se puede decir del desviarse de la posición normal. Él permite desviarse de la posición normal en casos excepcionales, como cuando los esposos, por razones médicas, por ejemplo, por lo abultado de sus cuerpos, no pueden mantener de otro modo relaciones sexuales (In IV sent. 31 exp. Text.). Otras acciones gravemente pecaminosas por ser vicios contra la naturaleza peores que el incesto, la violación y el adulterio son, según Tomás, la autosatisfacción (llamada onanismo o masturbación), el copular con animales, la homosexualidad, la cópula anal u oral y el coitus interruptus (S. Th. II-II q. 154 a. 11). Parece que Tomás incluyó entre los pecados gravísimos las posiciones divergentes de la normal porque son actos que impiden la procreación, pues él opinaba que, con esas posturas, al menos se dificulta la procreación. Alberto, el maestro de Tomás, había enseñado que el semen no penetra fácilmente en la matriz de una mujer que se ponga de costado; y que la «matriz está boca abajo» si la mujer yace sobre el marido, y que se derrama el contenido (De animalibus 10,2). Independientemente de la respuesta que se dé a la cuestión teológica de por qué Tomás incluyó la desviación de postura entre los actos contra la naturaleza, es decir, impedientes de la procreación, es, al menos, claro que tanto él como todos los teólogos que le siguieron encasillaron la desviación de la postura normal -si se debe al afán de placer- entre los «pecados más graves de la impureza». Y eso sucede aún en nuestro siglo, a pesar de que -entre tanto- se ha llegado a saber que es errónea la opinión biológica sobre una obstaculización de la procreación. El afán de placer sigue siendo condenable a los ojos de los teólogos. En este contexto, hay que hacer una referencia al libro de Van de Velde, El matrimonio perfecto, cuyo pecado condenable consistió en que quiso introducir en 1926 variedad en el monocorde modelo de la Iglesia para los casados a la hora de mantener relaciones conyugales.

Los libros penitenciales de la primera Edad Media y la teología medieval tratan con detalle las «posturas innaturales» en el acto sexual. Alberto Magno pretende mostrar con argumentos fisiológico-anatómicos cuál es la única postura natural: «Si el varón debe yacer debajo o encima, si debe estar en pie, tumbado o sentado, si la copulación debe tener lugar por detrás o por delante ... en realidad, nunca deberían tratarse cuestiones vergonzantes de ese tipo si no fuera por las cosas extrañas que se escuchan hoy en día en el confesionario» (In IV sent. 31). (Si los celibatarios, con la ayuda de su confesionario, no se metieran en cosas que no les atañen ... ).

Para Tomás, la copulación conyugal es una eyaculación del semen tendente a una finalidad muy concreta: la procreación de la prole. Ésta es la única finalidad del acto sexual (Summa contra gent. 3, 122). La finalidad del uso de los órganos sexuales es la procreación de hijos (De malo 15, 1 c). Esta finalista eyección del semen prescrita por Tomás está ligada a una forma determinada. Por consiguiente, el acto sexual sólo es moral si casa con el orden recto. Las expresiones «manera conveniente» (S. Th. II-II q. 153 a. 2) y «orden» (II-II q. 125 a. 2) afloran constantemente. Ése es el modo que mejor cuadra con la finalidad de la procreación, es decir, una determinada forma de la que no hay que desviarse. Obviar esta forma, es decir, desviarse de la manera de expulsar el semen prescrita por la Iglesia es contra naturam, contraria a la naturaleza. Tomás escribe: «La manera de copular está prescrita por la naturaleza» (In IV Sent 31, exp. Text.). El acto tiene que ser practicado como es debido, incluso cuando intervenga una mujer estéril y, por consiguiente, no sea posible la procreación. Apartarse de esta manera es siempre pecado grave, siempre es antinatural.

Esta finalista y adecuada emisión del semen prescrita por Tomás amparándose en Dios y en la naturaleza sigue teniendo hoy una repercusión en la llamada inseminación homóloga. Ésta fue prohibida en 1987 por la vaticana Congregación para la Doctrina de la Fe: «No se puede permitir la inseminación artificial homóloga dentro del matrimonio». Existe, sin embargo, una excepción: en la recogida del semen masculino mediante el acto conyugal por medio del condón. Éste tiene que estar agujereado a fin de que se mantenga la forma de un acto de procreación natural, evitando así la práctica de un prohibido método anticonceptivo. La cópula conyugal debe, pues, discurrir como si ella condujera a la procreación. El condón debe estar agujereado como si de esa manera fuera posible la procreación (cf. Publik-Forum, 29.5.1987, p. 8). Y sólo mediante ese rodeo a través de un acto conyugal estéril que discurre como un acto fértil cabe prestar después una ayuda a la fertilidad. La forma supuestamente natural del acto conyugal se ha convertido en el precepto primero, y sigue siéndolo incluso cuando no se puede conseguir su finalidad original prescrita por la Iglesia, es decir, la procreación, y cuando la obtención del semen mediante la masturbación sería igual de buena y menos complicada. Pero la masturbación sigue estando incluida, también en este caso, entre los pecados graves contra la naturaleza, es decir, contra la procreación, siendo así que de lo que trata de hacer posible la procreación. El decurso normado ha pasado a ser más importante que la finalidad, es decir, la procreación. Partiendo de viejas tradiciones se determina en la teología moral qué es «natural»; y añosos varones alejados del matrimonio custodian cuidadosamente esa tradición.

Que la cópula procreadora según la manera prescrita por la Iglesia no puede tener lugar fuera del matrimonio es algo que, según Tomás, también ha sido determinado por la naturaleza. Tomás (con Aristóteles como precursor de Konrad Lorenz) descubrió en algunas especies animales -por ejemplo, en algunas aves- que machos y hembras permanecen juntos para criar en común a la prole, «pues la hembra sola no sería suficiente para la crianza». La indisolubilidad del matrimonio está, pues, prefigurada en la naturaleza, ya que, como en el caso de las aves (según Tomás la cosa varía en los perros), tampoco la hembra humana está en grado de poder criar sola a los hijos, dado que, además, esta educación dura «largo tiempo» (Summa contra gent. I1I, 122). De ahí deriva también el que la Iglesia católica no pueda ni siquiera plantearse la posibilidad de una inseminación heteróloga, es decir, extramatrimonial, y que la rechace en redondo. Tal inseminación no concuerda con la manera reglamentaria de practicar la cópula para la procreación.

Tomás opina: «Naturalmente, vuelven a encontrarse en el hombre -y de manera más perfecta-los hábitos honestos de los animales» (S. Th. Suppl. q. 54 a. 3 ad 3). Por consiguiente, sólo son de esperar nuevos métodos en la procreación una vez que sean detectados primero en el reino animal. Josef Fuchs dice sobre Tomás de Aquino que éste «busca constantemente el camino que conduce al reino anima», (p. 115). «La comparación de la vida sexual humana con la animal es un método que él practicó en mucho mayor medida que los restantes teólogos» (Fuchs, p. 277). Vinculante es, según Tomás, lo que la naturaleza enseña a todos los seres vivientes, y donde mejor se pueden leer tales enseñanzas es en la conducta de los animales. El principal mensaje proveniente del reino animal sigue siendo vinculante para la Iglesia incluso en nuestros días: los animales copulan sólo para procrear (al menos, en opinión de los teólogos). Ahí se puede captar el sentido del acto sexual. Los animales no utilizan métodos anticonceptivos. Eso quiere decir que la contracepción va contra la naturaleza. De ese modo, un estudio pseudoteológico de la conducta puede conducir a verdades eclesiales permanentes.

Cap. 19 :
IMPOTENCIA POR ENCANTAMIENTO,
COPULACION CON EL DEMONIO,
BRUJAS Y SUPLANTACION DE NIÑOS )

 

 

-

EUNUCOS POR EL REINO DE LOS CIELOS
Iglesia católica y sexualidad
UTA RANKE-HEINEMANN

2ª edición
Capítulo 16 (págs. 169-182)
TOMÁS DE AQUINO,
LUZ DE LA IGLESIA


Editorial Trotta
Madrid, 2005

         Uta Ranke-Heinemann, estudió teología en Oxford, Bonn, Basilea y Montpellier. De familia protestante, se convirtió al catolicismo en 1953. En 1970 consigue la cátedra de Nuevo Testamento e Historia de la Iglesia en la Universidad de Essen. Fue la primera mujer que accedió a una cátedra de teología católica; pero también la primera mujer que fue retirada de su cátedra por su interpretación de la virginidad de María como una realidad no biológica. Desde 1987 es profesora de Historia de la Religión en la Universidad de Essen. Es también autora de No y amén. Invitación a la duda, publicado en esta misma Editorial (1998).

-

 

FLORILEGIO MEDIEVAL

 

Biblioteca Gonzalo de Berceo
Catálogo general en línea
©
www.vallenajerilla.com