LA CONQUISTA
En vísperas de la partida
hacia Calahorra, la ciudad de la Corte Najerense concentraba a
miles de persona, en su mayoría guerreros que acampaban en
extramuros de la población y tiendas de campaña, cercanos al
río.
Ardían grandes
fogatas en el día y en la noche, principalmente para preparar el
rancho en grandes ollas apoyadas en trevedes.
A la hora sexta, las bocinas
llamaban para recoger los alimentos. Por su especial sonido, los
componentes de las mesnadas acudían a su designado fogón con dos
perolines de barro cocido, capacitados para alimentar a seis
hombres. En uno de ellos se repartían un guiso de carne,
aderezado con nabos y cebolla. La carne se guisaba en grandes
mallas tejidas con lino para evitar que las tajadas las
desmoronaran entre el caldo y los aderezos. El segundo perolín
era para la quesada fabricada con leche en grandes tinajas. Se
les daba una ración de pan por persona y un pellejo de cabrito
lleno de vino. La distribución era una vez al día para cada
cuadrilla, que la comía con las manos y guardaban una porción
para la segunda comida a la hora nona. Ya de noche las fogatas
se multiplicaban para dormir junto a ellas los soldados
cubiertos con pieles de carnero o alguna manta, y las armas bien
cerca. El ganado se concentraba en especiales espacios de pasto
y agua, vigilando su pienso y controlando que no salieran del
recinto acordonado para cada unidad
militar.
Los nobles infanzones y jefes de
ejército disponían de mejores viandas y copas servidas en
grandes mesas en el recinto de los Salones del Alcázar,
amenizados por músicos de la Corte que hábilmente interpretaban
piezas de sutiles notas pastoriles. También disponían de mujeres
casquivanas y fáciles como en toda concentración de las tropas.
Se acercaban a los campamentos gran número de prostituidas
provocando a los soldados, elevándose las faldas y enseñando los
pechos. Cobraban, sí, como siempre por sus servicios, monedas de
la más diversa condición que circulaba por los mercados del
reino: denarios romanos y dineros árabes o maravedíes.
Aquella empresa de fuerza que
iban a llevar a cabo contenía en su planteamiento muy especiales
tácticas por lo que las tropas debían ser instruidas en los
métodos de asedio primero y de asalto al final de la fortaleza,
para lo que se requería una especial instrucción y sobre todo
valor para escalar los muros dónde les esperaban los enemigos,
bien armados y en ventaja para batirlos con flechas y espadas.
En la última asamblea presidida
por el rey, éste dicto las últimas órdenes de las maniobras que
se iban a llevar a cabo y el orden de las secuencias.
La
marcha de aproximación del
ejército duraría cuatro largos días. La concibió escalonada por
las especialidades de los guerreros. Tropas de vanguardia,
procurando la seguridad del grueso y despejando caminos. Les
seguía un gran núcleo de logística., transportando en carros la
maquinaria pesada, arietes y catapultas, escalas y torretas.
Debían rodear la gran muralla de Calahorra, y esperar nuevas
órdenes para iniciar el asalto.
Muy
especial contenido tenía la idea de operar sobre el río Ebro. En
verano, las aguas bajaban mermadas en su caudal. Era fácil tener
presas y desviar la escasa corriente hacia los márgenes del río
opuestos a la fortaleza, evitando que los canales que llegaban
al interior se secaran, anulando el abastecimiento de los
sitiados.
Esto les minaría sobremanera,
ocasionándoles una pavorosa inquietud.
Una mañana
de septiembre del año 1044 quedó consumada la maniobra de
asedio. En la noche, sigilosamente, se llegaba hasta las puertas
de la fortaleza una avanzadilla peones
provistos de pez que hacían arder
para quemar la madera, para facilitar luego el derribo y
ocasionar lechos para canalizar la entrada de los hombres a
caballo y los peones de infantería.
Pasaron varias semanas y los
efectos ya eran inminentes. La sed, el hambre y el miedo
reinaban entre los moradores de la ciudad sitiada, enloqueciendo
algunos que se arrojaban desde lo alto desesperados, tras emitir
desgarradas oraciones de su islámica religión.
En los campamentos de las tropas
cristianas reinaba una gran moral de victoria. No faltaba la
comida en base esta vez a una intendencia de salazones y
cecinas, pan y vino. También disponían de la ocasión de pescar
en el río, o recolectar frutas cercanas: grosellas, mora,
manzanas o uvas ya enveradas.
Algunos soldados recolectaban
los caracoles de los huertos y los asaban en las hogueras para
comérselos mientras hacían la centinela.
Para imprimir más terror a los
sitiados, cada amanecer sonaban los timbales con gran ruido,
emitiendo un mensaje de lucha y de muerte que muy próximo se
harían realidad en los dos bandos.
El Emir de la fortaleza hizo
enterrar bajo las piedras de la pequeña mezquita los tesoros en
metales preciosos de que disponía.
Por fin, y desde la sorpresa de
una estratagema, se inició el asalto de los cristianos.
Reunieron un rebaño de ovejas simulando una escapada hacia la
muralla. Fue en la noche. Entre los animales se camuflaron
varias docenas de soldados cubiertos con pieles de ese ganado y
caminando entre el rebaño a gatas. Los centinelas moros no
vieron otra decisión que abrir las puertas de la fortaleza para
recoger las ovejas y con ellas mitigar el hambre. Al hacerlo,
los guerreros camuflados entre el rebaño degollaron a los
centinelas y entraron en la ciudadela vestidos con las ropas y
simulando su función de vigilancia. Las puertas estaban abiertas
y ante una señal unidades de caballería entraron al patio
sorprendiendo a los defensores y entablando la lucha con ellos.
A la vez llegaron los
proyectiles desde las catapultas con tiro curvo, los arietes
abrieron brecha y los peones escalaron la muralla invadiendo las
casas de la fortificación por todas sus vertientes.
El combate
urbano duró tres largos días con sus noches. La muerte de unos y
otros
combatientes presidía todo. Cedieron los
moros ante el avance de los cristianos, débiles aquellos tras
los días del asedio, fortalecidos éstos por su religión y su
estrategia de lucha.
La toma del recinto de la
mezquita la dirigió el rey Don García con valor y decisión,
luchando a brazo partido con sus enemigos, con su pesada espada
la luminosa, cortando cabezas y ensangrentando los turbantes.
Al fin
se rindieron las huestes de la media luna. El Emir pidió
clemencia entregando incluso los tesoros escondidos.
Don García tuvo piedad y perdonó
muchas vidas. No hizo prisioneros, los dejó marchar hacia
Zaragoza, no sin antes hacerles firmar un documento de impuesto,
el cual debían depositar en la ciudad de su Corte cada año el
día de la Navidad.