CAPÍTULO XII

 

 

LA ORDEN DEL HALCÓN

 

       El rey quiso aun magnificar más su obra, creando una orden de caballería a la que llamó Del Halcón, en recuerdo a aquella ave de cetrería que le condujo a la cueva.

       Tras disponer que la divisa fuese bordada en las capas de sus caballeros y grandes hombres, mandó que los orfebres fabricasen collares de oro labrando la heráldica de la orden en primorosos medallones.

       Dictó después reglas y condiciones, que fueron éstas:

 

           “Quien sea nombrado caballero o dama de esta orden deberá asistir a vísperas y fiestas vistiendo el manto blanco y traigan las divisa en loas solemnidades.

           Darán de comer a cinco pobres cada uno el día de la fiesta.

           Que toda persona que tome la divisa, la llevará todos los días y la vestirá todos los sábados.  

           Si fueran caballeros, como a tales les corresponde auxiliar a pobres y menesterosos, ejercer la justicia y ser honrados y valientes, con la fortaleza y dignidad con las que vuela el halcón.

           Si fueran damas, en su collar de distinción llevarían grabada una garra con cinco azucenas símbolo de fe y delicadeza.

          Su caridad será constante para los vasallos y siervos que trabajen para su casa, auxiliando a los huérfanos y a las viudas cada día de su existencia...”

 

       Grandes frutos de servidumbre social tuvo la gran orden del halcón y la terraza. Las gentes se sentían atendidas por la nobleza y los peregrinos de paso hacia Santiago admiraban la gran obra del rey najerense, piadosa en su desarrollo de caridad y sólidas comunicaciones humanas.

       Celebró el rey los actos de imposición de collares en su querida basílica dedicada a Santa María, imponiendo a los infantes, sus hijos, la divisa tras colgársela él mismo, antes que nadie.

       El bienestar y el orden, el progreso y la religiosidad hincaron raíces hondas en aquellos años. Corría el 1048 de la era de Cristo y empezaron a llamar a García “El Rey Halcón” y a sus dominios “Tierra Santa de Occidente”. Más no eran de todo rosas aquellos tiempos. La maldad y la envidia, como siempre pasa, acechaban en los ejércitos del diablo y así pasó que un día tuvo noticias el rey de una gran desgracia. A su maestro y gran prelado Fermintius lo habían asesinado a palos los clérigos en una población de Albelda.

        Fue requerido el obispo najerense a que en esta población bendijera un templo dedicado a San Prudencio de Armentia. Hasta allí se trasladó montado en un modesto burrito. Solo. Pensando en la ventura que a las gentes traería una nueva casa de oración. Lo esperan las gentes del lugar con jubilosa aptitud. Fermintius hizo su entrada en el templo con solemnidad dispuesto a decir allí una primera misa y sermón. A ambos lados del altar, separadas las comitivas para otorgar la presidencia al prelado, se situaban seis sacerdotes. Tres de ellos eran monjes de San Benito, vistiendo el hábito de la orden. Los otros eran clérigos seglares del obispado de Tarazona, lugar en el que ejerció San Prudencio hasta su muerte, razón por la cual los clérigos se sentían herederos de aquella iglesia que se inauguraba y pensaron que, en buena lógica, Fermintius les otorgaría a ellos el gobierno del templo y sus heredades.  Mas el obispo Najerense declaró en su platica que la gerencia de la casa la cedía a los monjes y no a los clérigos.

       Éstos, ciegos de ira, esperaron el paso de Fermintius en un recodo del camino cuando volvía a Nájera, y allí lo derribaron del borriquillo y con las pesadas ramas de un árbol le golpearon hasta matarlo. Luego huyeron a Tarazona.

       La desgracia ensombreció a la Corte najerense y el rey Don García, ciego de ira, prometió venganza por su prelado asesinado, creando en su memoria un cenotafio de piedra sillar con yaciente estatua y celebró exequias solemnes en honor a tan ilustre obispo, que iluminó con su ejemplo y su palabra los días de su vida.

       Con este desgraciado episodio comenzaron en la Corte los días de zozobra y penuria pues ya se iban gastando los dineros del botín de guerra llegado de Calahorra. Esta población reclamaba la restitución de su viejo obispado . Nuevos gastos añadidos. Los peregrinos llamados por la fama y la hospitalidad del reino najerense se quedaban hospedados semanas y semanas, sin producir nada, dados a la holganza y la buena vida.

       Para paliar las estrecheces de la economía, decidió el rey desposeer a los monasterios cercanos de sus tesoros y propiedades de rebaños y tierras.

       El que  más estaba comprometido por sus privilegios era San Millán de la Cogolla. Los mimos y prebendas que en él depositaron Fernán González y los monarcas del reino pirenaico antepasados de Don García lo hacían brillar con opulencia de riquezas.

       Cuando llegó la decisión de Don García de que entregasen parte de sus joyas y tesoros, Domingo, desterrado allí por malversación de fondos en la Corte, comenzó en el púlpito una campaña de difamación del rey.

       Enterado éste, se personó clandestinamente en una celebración del abad Domingo. Oyó en su persona y presencia las maniobras demagógicas y falsas del predicador. Se acercó al altar y la emprendió a golpes con el díscolo monje.

       En el suelo y sangrando por la boca y la nariz, balbuceó:

 

-         Mi cuerpo podéis golpearlo mas no a mi alma, pues que ésta solo es de Dios.-

         La frase de Domingo estuvo grabada en sus feligreses creyéndola justa, pero el rey sabía lo que había y gritó:

-         ¡ Fuera de mi reino, truhán !

 

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