LA ORDEN DEL HALCÓN
El
rey quiso aun magnificar más su obra, creando una orden de
caballería a la que llamó Del Halcón, en recuerdo a aquella ave
de cetrería que le condujo a la cueva.
Tras disponer que la divisa
fuese bordada en las capas de sus caballeros y grandes hombres,
mandó que los orfebres fabricasen collares de oro labrando la
heráldica de la orden en primorosos medallones.
Dictó después reglas y
condiciones, que fueron éstas:
“Quien
sea nombrado caballero o dama de esta orden deberá asistir a
vísperas y fiestas vistiendo el manto blanco y traigan las
divisa en loas solemnidades.
Darán de comer a
cinco pobres cada uno el día de la fiesta.
Que toda persona que tome la
divisa, la llevará todos los días y la vestirá todos los
sábados.
Si fueran
caballeros, como a tales les corresponde auxiliar a pobres y
menesterosos, ejercer la justicia y ser honrados y
valientes, con la fortaleza y dignidad con las que vuela el
halcón.
Si fueran damas, en su
collar de distinción llevarían grabada una garra con cinco
azucenas
símbolo de fe y delicadeza.
Su caridad
será constante para los vasallos y siervos que trabajen para
su casa, auxiliando a los huérfanos y a las viudas cada día
de su existencia...”
Grandes frutos de servidumbre
social tuvo la gran orden del halcón y la terraza. Las gentes se
sentían atendidas por la nobleza y los peregrinos de paso hacia
Santiago admiraban la gran obra del rey najerense, piadosa en su
desarrollo de caridad y sólidas comunicaciones humanas.
Celebró el rey los actos de
imposición de collares en su querida basílica dedicada a Santa
María, imponiendo a los infantes, sus hijos, la divisa tras
colgársela él mismo, antes que nadie.
El bienestar y el orden, el
progreso y la religiosidad hincaron raíces hondas en aquellos
años. Corría el 1048 de la era de Cristo y empezaron a llamar a
García “El Rey Halcón” y a sus dominios “Tierra Santa de
Occidente”. Más no eran de todo rosas aquellos tiempos. La
maldad y la envidia, como siempre pasa, acechaban en los
ejércitos del diablo y así pasó que un día tuvo noticias el rey
de una gran desgracia. A su maestro y gran prelado Fermintius lo
habían asesinado a palos los clérigos en una población de
Albelda.
Fue requerido el obispo
najerense a que en esta población bendijera un templo dedicado a
San Prudencio de Armentia. Hasta allí se trasladó montado en un
modesto burrito. Solo. Pensando en la ventura que a las gentes
traería una nueva casa de oración. Lo esperan las gentes del
lugar con jubilosa aptitud. Fermintius hizo su entrada en el
templo con solemnidad dispuesto a decir allí una primera misa y
sermón. A ambos lados del altar, separadas las comitivas para
otorgar la presidencia al prelado, se situaban seis sacerdotes.
Tres de ellos eran monjes de San Benito, vistiendo el hábito de
la orden. Los otros eran clérigos seglares del obispado de
Tarazona, lugar en el que ejerció San Prudencio hasta su muerte,
razón por la cual los clérigos se sentían herederos de aquella
iglesia que se inauguraba y pensaron que, en buena lógica,
Fermintius les otorgaría a ellos el gobierno del templo y sus
heredades. Mas el obispo Najerense declaró en su platica que la
gerencia de la casa la cedía a los monjes y no a los clérigos.
Éstos, ciegos de ira, esperaron
el paso de Fermintius en un recodo del camino cuando volvía a
Nájera, y allí lo derribaron del borriquillo y con las pesadas
ramas de un árbol le golpearon hasta matarlo. Luego huyeron a
Tarazona.
La desgracia ensombreció a la
Corte najerense y el rey Don García, ciego de ira, prometió
venganza por su prelado asesinado, creando en su memoria un
cenotafio de piedra sillar con yaciente estatua y celebró
exequias solemnes en honor a tan ilustre obispo, que iluminó con
su ejemplo y su palabra los días de su vida.
Con este desgraciado episodio
comenzaron en la Corte los días de zozobra y penuria pues ya se
iban gastando los dineros del botín de guerra llegado de
Calahorra. Esta población reclamaba la restitución de su viejo
obispado . Nuevos gastos añadidos. Los peregrinos llamados por
la fama y la hospitalidad del reino najerense se quedaban
hospedados semanas y semanas, sin producir nada, dados a la
holganza y la buena vida.
Para paliar las estrecheces de
la economía, decidió el rey desposeer a los monasterios cercanos
de sus tesoros y propiedades de rebaños y tierras.
El que más estaba comprometido
por sus privilegios era San Millán de la Cogolla. Los mimos y
prebendas que en él depositaron Fernán González y los monarcas
del reino pirenaico antepasados de Don García lo hacían brillar
con opulencia de riquezas.
Cuando
llegó la decisión de Don García de que entregasen parte de sus
joyas y tesoros, Domingo,
desterrado allí por malversación de
fondos en la Corte, comenzó en el púlpito una campaña de
difamación del rey.
Enterado éste,
se personó clandestinamente en una celebración del abad Domingo.
Oyó en su persona y presencia las
maniobras demagógicas y falsas del predicador. Se acercó al
altar y la emprendió a golpes con el díscolo monje.
En el suelo y sangrando por la
boca y la nariz, balbuceó:
-
Mi
cuerpo podéis golpearlo mas no a mi alma, pues que ésta solo es
de Dios.-
La frase de Domingo
estuvo grabada en sus feligreses creyéndola justa, pero el rey
sabía lo que había y gritó:
-
¡
Fuera de mi reino, truhán !