JUEGOS CORTESANOS
Eran
frecuentes las visitas de Ramiro a Nájera una vez casado con
Luscinda, la hermana de Montserrat que se sentía feliz por
tenerlos cerca.
El Alcázar najerino ofrecía una
apacible vida, bien remunerada por la abundancia y calidad en el
yantar. Hacían sus moradores ejercicios de equitación y salían
de caza. Se complementaban con juegos de salón, el ajedrez por
ejemplo, con el que se medían las fuerzas de la inteligencia,
casi como una estrategia de guerrear: peones, caballos, alfiles
y torres defendiendo al rey y la reina.
En la muralla del patio se
jugaba con la pelota golpeándola con la mano al primer bote
contra la pared y delimitando un espacio en el suelo. Constituía
un ejercicio de gran provecho para ejercitar la fuerza y la
velocidad de los músculos. También el ingenio de poner la pelota
lo más lejos posible del contrario. Como todo buen juego, estaba
en función de la diversión y la rivalidad. Lo habían traído a la
Corte los caballeros vizcaínos que a su vez lo aprendieron de
sus mayores.
Algún día de fiesta, por la tarde se soltaba un toro bravo,
criado en las dehesas del Ebro, simulando los lances que se
vivieron en la arrancada de Tafalla y que lo consideraban
apasionante, por exponer incluso la vida ante el animal astado
que envestía a la carrera del caballo. Luego lo mataban para
comérselo en pantagruélicos banquetes.
También hacían torneos de
habilidad montando a caballo, afanándose los jinetes en
derribarse uno al otro, ante el aplauso y admiración de las
damas de palacio, que otorgaban al vencedor las miradas más
dulces del día.
En invierno hacían festejos en
los salones de palacio, disfrutando del buen arte de los
trovadores recitando historias e interpretando parodias de
jocoso contenido.
Los hijos de los reyes ya iban
creciendo. Sancho, que era el mayor, había ya cumplido los
quince años, ya montaba, y bien, a caballo, incluso manejaba con
destreza la pesada espada del rey, para orgullo de éste.
La
Luminosa era todo un símbolo en la Corte, al igual que la
preciosa y blanca yegua Ozzaburo
con la que salía a cabalgar el rey
constituyendo una estampa de majestad inconfundible, cuando
cabalgaba por los caminos, destacando el vuelo de la capa en la
que estaba impresa la bordura del halcón, divisa de la ya famosa
orden creada por Don García.
La reina Montserrat se ocupaba
en atender como madre a su ya numerosa prole, pues ya sumaban
siete los hijos nacidos en su matrimonio.
Munila, la mayor de las niñas,
con sus trece años era ya mujer. Su belleza y la esbeltez de su
cuerpo y la blancura juvenil de su piel suscitaban más de una
mirada de deseo entre los jóvenes de la ciudad, cuando salía al
mercado o acudía a la iglesia, en sus deberes de buena
cristiana.
La princesita Munila se había
fijado en un joven que atendía las caballerizas reales. Se
llamaba Gonzalo y era hijo de Margot, la molinera, por tanto su
hermanastro, sin que ella tuviera noticia ni sospecha de tal
parentesco.
Lo había traído el rey a la
corte, tal como se lo prometió a su madre al nacer el niño en el
molino de Zoilo. La bastardía de Gonzalo sólo era sabida por Don
García.
Y ocurrió que los dos jóvenes se
embargaron en la atracción mutua de un primer amor, no
desperdiciando el momento de poder estar juntos. A veces bajaban
al río y se escondían entre los álamos para disfrutar de sus
amores juveniles. Los sorprendieron dos lavanderas y el rumor
del idilio corrió por toda la corte.
Enterado el rey de aquel
romance, por las especiales circunstancias de ser los jóvenes
hermanos de sangre, intervino con dureza en castigarlos. A
Gonzalo lo hizo azotar públicamente atado a la picota del patio,
como solía hacerse con los malhechores. A la princesita Munila
la privó de que saliera de sus aposentos.
La contrariedad de verse
separados aumentó aún más el deseo y el amor de los hermanos
amantes. Idearon el medio de comunicarse a través de notas
escritas, llevadas del uno al otro por una paloma que habían
adiestrado. Por fin decidieron huir juntos para vivir en
libertad su idilio.
Lo consumaron un domingo, a la
salida de misa, que se celebraba en la ermita de San Julián,
situada en extramuros del Alcázar y dónde se celebraba una
romería. Gonzalo escondió ya aparejado y dispuesto el caballo de
Ramiro entre unos árboles cercanos.
Allí se
encontraron los jóvenes y emprendieron la huida, aguas arriba
del Najerilla, buscando las montañas de su nacimiento hasta
llegar al río Arlanza
y refugiarse en el monasterio de Silos,
que estaba regentado por Domingo, aquel abad que Don García
expulsó de su reino.
Gran dolor sintió el rey ante el
rapto y huída de su hija. Sólo él sabía los alcances de tales
amores. La amargura y la pena eran insostenibles. “¡Otra vez los
bastardos!” maldecía entre dientes, sin poder decírselo a nadie,
ni siquiera a su esposa la reina que, de saberlo, se habría
abierto las venas.
Domingo, el abad de Silos, los
acogió complacido, haciéndoles donación de un molino junto al
Duero, oficio bien aprendido por Gonzalo, el de molinero, y allí
fijaron su hogar éste y Munila, sin saber que eran hermanos,
hijos ambos del rey Halcón.