LOS BANDIDOS
Transcurría
el año de 1050. Dieciséis ya se cumplían en el reinado de Don
García, denso en acontecimientos y vicisitudes, pleno en
felicidad familiar por la descendencia que su esposa le daba y
el gran cariño que en el hogar existía.
Mas los asuntos de Estado y los
puntuales problemas del gobierno le hacían con frecuencia
desplazarse a las provincias de su reino para ejercer
decisiones, repoblar villas u otorgar leyes.
La guerra con los moros hacía ya
tiempo que estaba en periodo de paz concertada, lo que trajo
varios años de prosperidad y orden. Los emires de Zaragoza
cumplían fielmente el pago de los parias, intercambiándose
comercio y monedas. Eran amigos en voluntad y compromisos,
respetándose las religiones y culturas tan opuestas.
La ganadería se impulsó
sobremanera, los silos estaban a rebosar y las bodegas ofertaban
cada año el vino mejor elaborado.
Recibió el rey por aquel tiempo
la demanda de visitar los territorios de la cornisa del Mar
Cantábrico. Comenzó por hacerlo a las Asturias de Laredo, dónde
le esperaba un serio problema a resolver sobre diatribas de una
heredada ancestral en la población marinera de Santoña.
Allí, el venerado abad Paterno,
mantenía un pleito con el gobernador sobre la posesión de la
Iglesia de Santa María del Puerto, queriendo el primero además
reconstruir y magnificar el templo. El rey medió en el cisma y
ofreció al abad todo su apoyo, dictaminando a su favor en una
escritura de donaciones y privilegios. Se lo agradecieron los
bravos e indomables cántabros, despidiéndole con cariño.
Siguió viaje por los territorios
de Vasconia, potenciando el señorío de Vizcaya fundado por su
padre. Les otorgó importantes fueros y libertades en el gobierno
y vio la prosperidad de aquellas tierras, siempre pujantes en
iniciativas y laboriosidad de sus gentes. Los puertos recibían
cada día el amplio botín de la mejor pesca y los astilleros
fabricaban los barcos para largas travesías, comunicándose los
vascos con gentes de la Galia y la Bretaña en intercambios
comerciales.
Satisfecho, siguió viaje Don
García para visitar una vez la gran ciudad de Pamplona, origen y
sede de la monarquía de sus mayores. La contempló en progreso,
ya reconstruida de la devastación que sufrió por las huestes de
Abderaman III.
El camino de vuelta lo hizo por
las sendas de los peregrinos, comunicándose con ellos y
escuchando sus inquietudes y ofertando su ayuda en hospitalidad
y atenciones.
Al pasar por Gares ya vio
elevado y con tránsito el puente que ordenó hacer el rey Sancho.
Mas en Irache recibió una aberrante noticia que traían dos
peregrinos franceses que volvían de Santiago. Al darse a conocer
el rey, le denunciaron que en la tierra najerense, cerca de la
ciudad de su corte, se cometían crímenes frecuentes de
peregrinos. Tomó conciencia y se informó de los alcances y
consecuencias de tal tropelía. Envió su comitiva de consejo y
seguridad a Nájera y decidió hacer la ruta disfrazado de
peregrino, acompañado de su real halconero Daniel. Cambiaron sus
ropajes y aspecto y anduvieron el camino con los pies descalzos
haciendo noche en las hospederías que él había fundado. Nadie le
reconocía ante su actitud de penitencia sentida. Compartía con
los peregrinos noches, viandas y caminatas, enterándose de
primera mano de todo.
Viana, Logroño y Navarrete
fueron sus etapas después de Irache. Hasta allí todo fue normal,
pero al llegar a una ermita situada en el alto de San Antón
desde la que se divisaba su Alcázar y la idílica lontananza del
Valle del Najerilla, unos extraños monjes le ofrecieron
hospedaje con insistencia. Sospechó de ellos el rey y aceptó
pasar allí la noche.
La abundancia de comida y la
oferta generosa de buenos días le hicieron pensar que aquellos
monjes tramaban algo raro. Preguntaban demasiado, con
amoralidad, sobre todo los dineros que llevaban para sufragar la
andadura, indicando dónde debían guardarlos ante el temor de ser
asaltado por bandidos, pues al ocultarlos entre los entresijos
del vestido, les decía, nunca serían registrados pro los
malhechores.
La
inteligente perspicacia del rey comprendió de inmediato que
aquellos supuestos monjes eran precisamente los bandidos
asesinos, ya que cuando los peregrinos abandonaban la ermita,
ellos atajaban por otros vericuetos, saliéndoles al paso dos
leguas después en las cuestas de la Degollada. El golpe era
rápido. Les asaltaban cuando caminaban solos, acabando con su
vida a base de despiadados machetazos. Les robaban y luego
arrojaban sus cuerpos en una barranca cercana. Los cuervos que
merodeaban los cadáveres descubrieron que había allí más de una
veintena de cadáveres. Lo supieron el rey y su halconero
siguiendo a los bandidos a distancia y ocultos. Tras simular que
iban por la senda tradicional del camino a Compostela volvieron
al Alcázar y reclutaron varios soldados de la guardia personal
del rey, enviando éste al adalid Oscarón
para que apresara a los asesinos en
la ermita donde planeaban sus fechorías.
Eran cuatro y cuando encadenados
los trasladaban a los calabozos para ser ahorcados, las gentes
de la ciudad les apedrearon acabando con ellos. Luego los
arrojaron a la barranca igual que los bandidos hacían con sus
victimas.
El ajusticiamiento de aquellos
malhechores tranquilizó a los buenos peregrinos que pasaban días
después, agradeciéndole al rey najerense la intervención para
ejercer la seguridad en sus tierras.
Le complació a Don García la
experiencia de caminante por los muchos conocimientos e
informaciones que los peregrinos le comunicaban y aquel año
dedicó el verano a viajar hasta Compostela, de incógnito y
mezclándose con los romeros como uno más de ellos.
De esta forma, atravesando las tierras
del reino de su hermano Fernando, calibró los métodos de su
gobierno y la buena situación y orden de sus súbditos.
El condado de Castilla se había
convertido en un próspero reino, organizado y pujante. Esa
sensación le inquietó, más aún, le llenó de envidia y de rabia
pues parte de aquellas tierras eran por herencia suyas.