LOS MILAGROS
Mosen
Ros y Matius recibieron con escepticismo la decisión del rey,
pues nada bueno podía traer la guerra entre hermanos. El monarca
no escuchó sus consejos. Algunos señoríos cercanos al Altar de
su corte también le fueron hostiles. Los señoríos de Cirueña y
Ojacastro le dieron la espalda. Todo el valle del río Oja estaba
en contra de Don García. Los demagógicos sermones de Domingo,
ya abad de Silos, desterrado por el rey por los acontecimientos
de San Millán de la Cogolla, habían confundido a aquellas buenas
gentes para no confiar en el monarca. Le acusaban de malversar
los dineros y tesoros de su propiedad, acusándole además de
sanguinario.
No quisieron ni siquiera tener
en cuenta las fundaciones y privilegios que el Rey llevó a
aquellos parajes, inventando historias agudamente difamatorias e
incisivas en la conciencia religiosa, tan arraigada entre ellos.
Hicieron correr la voz de que el
rey había dispuesto trasladar a Nájera las reliquias de San
Millán para adornos en la ciudad de su corte, privando al
venerable lugar de tan bendito patrimonio, pero que al ser
cargados en una carreta tirada por bueyes, éstos se negaron a
caminar por mucho que los instigaron los guiadores. Tal relato
lo asimilaron las gentes por un consumado milagro del Santo,
ridiculizando a Don García y generando odio hacia él. Ante la
gravedad y consecuencias de aquellos rumores falsos en tinta
milagrosa intentó el rey acallarlos con la magna fundación de un
templo en San Millán bajo la advocación de Santa María, como lo
había hecho en Nájera. Fue baldío su empeño, las gentes de
aquellas comarcas despreciaron el proyecto, tratándole incluso
de iconoclasta y fetichista el anteponer una imagen a unas
reliquias sagradas y ancestrales como eran las del Santo Millán.
La campaña de descrédito persiguió al rey desde la invención de
falsas conductas que las daban por ciertas sus súbditos,
adornándolas además con lazos milagreros.
Relataban a los peregrinos a su
paso por la calzada que tendió Domingo, que en la hospedería del
lugar ocurrió lo que sigue:
Que llegando allí con intención
de pasar la noche un apuesto joven acompañado por su madre,
quiso acostarse en su lecho una muchacha que servía al
hospedaje. El joven la rechazó y ella en venganza escondió entre
sus ropas una cofia de plata, acusándole de ladrón ante la
justicia del rey, y llegada la noticia a éste, ordenó a su
corregidor que el joven fuese ahorcado.
Iba a consumarse la ejecución,
todo estaba dispuesto. La anciana madre del acusado ladrón oraba
bajo el cadalso para que un milagro salvase la vida de su hijo
ante la pena de muerte que había dictado la justicia del rey.
Se consumó el ahorcamiento pero
el joven no murió en el trance. Fue el verdugo a dar la nueva al
corregidor quien en aquel momento se disponía a comerse una
gallina asada, servida en la regia mesa de sus dependencias. Al
recibir la noticia el importante personaje dijo al verdugo:
-
No
tratéis de convencerme con tal desproporcionado milagro, pues me
consta que el huidizo ladrón está tan muerto como esta gallina
que he de comerme.
Al hincar su cuchillo en la
carne del ave, ésta saltó del plato y cantó... después de
asada...
Estas dos “milagrosas”
historias, la de los bueyes y la gallina, las devoraban las
gentes, acusando al rey de que los designios divinos le estaban
acusando de injusto ladrón y criminal y que, además, estaba
promoviendo una guerra de venganza contra su hermano Fernando.
Escuchadas las
difamaciones en los parajes remotos del reino, el
fonsado
para ir a la guerra fracasó estrepitosamente. Apenas tres
cuerpos de batalla pudo reunir el rey para ir a combatir a su
hermano que le esperaba en Atapuerca.
Sospechando la derrota y aconsejado por sus adalides, convocó a
huestes moras del Reino de Zaragoza para que le ayudasen en la
empresa. Aquella solicitud de aliarse con guerreros islámicos
para luchar contra los propios cristianos enconó más los ánimos
de éstos y empezaron las deserciones y el abandono en apoyar la
campaña.
Ante tales contrariedades, el rey Don
García enfermó de gravedad. Apenas comía. Dormía preso de las
pesadillas y el temor. Afiebrado por extrañas calenturas se
debilitaba cada día más. Sus hercúleas fuerzas le abandonaban
por momentos. Apenas si podía mantener el peso de su espada
Luminosa. Ni siquiera era capaz de cabalgar con la destreza que
requería entrar en batalla.
Vio que
llegaba su fin y el ocaso de su reinado, mas no cejó en su
empeño y ordenó la marcha hacia Atapuerca en cuyos campos
estaban acampadas las huestes de su hermano Fernando. Leoneses,
asturianos, los grandes Condes de las extremerías del Duero,
tropas llegadas de Galicia y el Señor de Pancorbo, el cornudo
Gandencio, muy satisfecho ante la
cantada victoria ante su odiado rey.
En la mañana del primer día de
Septiembre del año 1054, las tropas de Don García llegaron al
lugar dónde se iba a celebrar el combate, llamado Prado Redondo.
Allí estaban en campamento esperando el ataque de los
castellanos.