MOSEN ROS
Tras seis largos meses de
viaje, con las fatigas que derivan del trabajo de vigilar y
hacer prósperos sus dominios, el Rey Sancho volvió a la corte.
Era época estival y los campos se presentaban pletóricos de
buenas cosechas, en grano y olivares. El vino ya en serón para
tomarlo tras su reposo y tratamiento en las bodegas. Los rebaños
lozanos y prolíferos en la criada.
Volvía contento el
monarca. Consumó proyectos y se trajo muy bien realizadas
resoluciones diplomáticas y convenios que influirían en el éxito
de su impecable gobierno. La concertación de boda entre su
primogénito y heredero con la virtuosa Montserrat, hija del
conde de Cataluña, suponía para Sancho la mejor operación de su
viaje.
El progreso de aquellas
tierras mediterráneas era evidente. La situación junto al Mar
Mediterráneo permitía viajes, y la influencia de otras culturas
le había fascinado, y las quiso acoplar a los futuros proyectos
de su reinado.
Para el viaje de retorno
eligió el curso del Ebro, teniendo que atravesar territorio
musulmán, concretamente el reino de Zaragoza. Lo hizo en son de
paz, entrevistándose con Emires y Príncipes agarenos y
concertando pactos, incluso impuestos que entonces les llamaban
“parias”, exigiendo la retirada del Islam de la ciudad de
Calahorra, a lo que los gobernantes moros dieron su beneplácito
en un corto periodo de tiempo.
Se llegó hasta el monasterio
castellano de Oña, de gran aprecio por Sancho. Desde allí buscó
las Fuentes de Fontibre, para visitar luego la cornisa del Mar
Cantábrico, desde las Asturias de Laredo hasta Fuenterrabía,
tierras que estaban en la posesión del reino. Con gran acierto
fundó allí señoríos que llamó de Vizcaya, organizando núcleos
urbanos, repoblando los valles húmedos que daban al mar.
Fue para Sancho un viaje
fructífero. Su prestigio, poder y autoridad campeaban allí donde
pisara. Su prudencia y ancha habilidad para lograr sus fines las
puso una vez más de manifiesto y pacíficamente. No le fue fácil
pues tuvo que entenderse hablando otros idiomas y redactar
documentos en Árabe y Euskera, lengua de los vascos. Sabía
interpretar en palabra escrita y hablada aquellos idiomas. Era
un bagaje más de la gran majestad y competencia de aquel gran
monarca.
Al
llegar al Alcázar Real de Nájera, le esperaban todos los
dignatarios de la Corte, su familia y sus vasallos, todos
congratulados ante su vuelta. Estaba la reina Elvira, presumida
fémina, con sus hijos García,
Fernando y Gonzalo, los últimos casi adolescentes, que ya
despuntaban en expresión de dignidad aristocrática. Llegaban
tres personas menos de las que habían partido: el desgraciado
violador de la monjita en Loarre, el capellán que se ahogó en
una playa cercana de Lequeitio y otro soldado que había muerto
de fiebres en Santoña.
No obstante, traía desde
el condado catalán al judío Mosen Ros y su familia: su esposa
Gloriosinda y tres pequeños hijos.
Durante el viaje
platicaron mucho el rey y Mosen Ros. Observando aquél las
grandes aptitudes y conocimientos del sefardí, quién había
viajado mucho y conocía muy bien los métodos y empresas para
mejorar el porvenir y bienestar de sus súbditos.
Le
dio en principio el cargo de limosnero del reino. Es decir, el
de la responsabilidad de cobrar los impuestos y luego
distribuirlos. Tuvo el rey ante esta decisión que destituir al
anterior en el cargo, Domingo, desterrándolo como monje a San
Millán de la Cogolla, monasterio distante a sólo dos leguas de
su Corte y al que atendía con oraciones y visitas, siendo
también gran benefactor
del lugar. Domingo juró vengarse de
aquella afrenta de desconfianza tan repentina. Aunque sabía bien
que Sancho tenía sus razones.
El
nuevo administrador, el judío Mosen Ros, muy pronto desplegó sus
métodos. Tenía un aspecto de concentrar
astucia e inteligencia en todo
cuanto
hacía. Era eficiente a ultranza. Creó un
canon de portazgo, por el que quiénes cruzaban el puente para
llegar a la Ciudad de Nájera tenían que pagar un sustancioso
impuesto, derivado de las mercancías que iban a vender en el
mercado.
También creó varias
ferrerías en la comarca najerense, pródiga en ríos de montaña.
Allí, tras conseguir el mineral de hierro, se fabricaban armas
para la guerra y útiles para labrar la tierra.
El judío había traído dos
inventos nuevos que vio aplicados en las tierras de los galos.
Uno era la herradura para los caballos, el otro una reja de
vertedera para batir la tierra en las labores de arado, lo que
otorgaba más fertilidad y abundancia a las cosechas.
Con estas aplicaciones el
reino prosperó. Los viajes se hacían muy rápidos y seguros por
la comodidad y protección que a los animales proporcionaban las
herraduras. La abundancia en la recolección de granos y frutales
también dio un avance. Por último, el judío Ros fundó talleres
de artesanía en los que se fabricaban yugos y tonelería para el
vino.
Pasaron dos años desde la
llegada del rey Sancho, quien estaba en plena conciencia de
dejar la corona a su hijo García. El viejo monarca sentía
flaquear sus fuerzas, comprobando en su heredero grandes
aptitudes para la eminente sucesión.
En el invierno del año
1035, Sancho se sintió enfermo. El obispo Fermintius le aconsejó
que viajara a Oña y pidiera confesión a su buen abad Iñigo, cuya
santidad y prudencia eran famosas en el Reino. Le hizo caso el
rey Sancho, y tras unas semanas recluido en el monasterio
castellano, falleció.
Allí le dieron sepultura,
su elocuente epitafio quedó grabado en el tálamo:
Aquí yace el
Gran rey Sancho, padre de los príncipes García y
Fernando, quien después de muchas victorias de guerra y
traer al reino prosperidad, entregó su alma a Dios
piadosamente. Año de 1035.