GARCÍA REY
A las exequias del rey
Sancho acudieron prelados, abades y la nobleza. Incluso
peregrinaron a Oña gentes del pueblo llano de Castilla y de la
Tierra Najerense. Fueron aquellas unas ceremonias solemnes y
sentidas. Las presidió la reina, viuda del gran monarca. Fue
acompañada por sus tres hijos los príncipes García, Fernando y
Gonzalo, éste de muy corta edad, apenas ocho años. Fernando le
seguía en edad, mas apenas tenía los quince. Era el favorito de
su madre y pensó para él darle en herencia el Condado de
Castilla, patrimonio de sus mayores, que lo gobernaron y
extendieron notablemente cuando Fernán González, abuelo de
Elvira, tuvo la osadía de separarse de León, independizando las
tierras de la meseta de la monarquía de Oviedo.
En los funerales, la reina
extendió su voluntad de ceder a Fernando sus territorios
castellanos, lo que no fue bien acogido por García, que se
consideraba, como primogénito, heredero único del imperio de su
padre.
Ante esa pugna familiar,
la reina fue desterrada por su propio hijo de la Corte de Nájera.
Con ella Fernando, tras tenerlo preso en las mazmorras del
Alcázar. Quiso incluso ajusticiarle, para evitar problemas
futuros. Le salvaron del trance Velasquita y su esposo
Fortuniones engañando a los guardianes y huyendo juntos a
tierras de Castilla. El cisma ya estaba en su comienzo, pues
Elvira, al abrazar a su hijo Fernando, le proclamó solemnemente
rey en Burgos, naciendo de esta guisa el nuevo y trascendente
Reino de Castilla.
Disgustado, García seguía
los acontecimientos jurando vengarse de su madre y hermano por
haber fragmentado las tierras que consideraba de su propiedad.
En los primeros tiempos
que ejerció como rey se dedicó a cumplir las principales
voluntades que le dictó su padre. La primera fue tomar en
matrimonio a quien ya estaba comprometido, Montserrat de
Cataluña, a quien no conocía en presencia física, aunque tenía
referencias exquisitas de su belleza, mesura y virtudes.
Envió mensajeros que
anunciaron los esponsales y pocas semanas después, un regio
cortejo salía de Nájera hacia Barcelona para consumar el enlace.
Lo componían el noble
Mateus, Fermintius el Obispo, Oscarón como alférez real, y Mosen
Ros como responsable de los fastos y de la elección de regalos y
presentes que se iban a entregar como dote.
Mandó el rey redactar una
carta de Arras a favor de su futura esposa. Decía así:
Yo, Don García, ungido
de Dios mi señor, sublimado el reino de mis antiguos abuelos y
elegido a la serenidad de mis padres, a ti, la dulcísima,
bellísima y amantísima esposa mía Doña Montserrat, extiendo en
donación, bajo los nombres más principales de mi reinado, las
pertenencias que ellos poseen en Navarra, en la Tierra
Najerense, en Castilla y en el Condado de Cantabria, y que son
estos:
El señor Fortunio Sánchez
con el señorío que tiene en Nájera,
Runi Castro, Peralta, Arlas, Falces y Sanguesa.
Firmaron esta carta de Arras Don García, nobilísimo y príncipe
grande, los obispos de Nájera y Pamplona, el prelado de Álava,
también el de Palencia, llamado Bernardo, y los grandes señores
referidos en la donación.
Este documento se lo envió
el rey a su futura esposa antes de su llegada para tomarla en
matrimonio, lo que originó gran complacencia en el Condado de
Barcelona, que por aquel tiempo de 1038 atesoraba gran prestigio
y prosperidad.
El itinerario real hizo
jornadas en Irache, fundando en este lugar una hospedería para
peregrinos. Siguió hasta Tiermes y prosiguiendo el Río Aragón
arriba. Llegaron a hospedarse en el sagrado lugar de San Juan de
la Peña. El abad Blasco y todos sus monjes agasajaron al rey Don
García y su sequito.
Siguiendo viaje por las
montañas de Aragón, se hospedaron en varias villas del Condado
de Sobrarbe para llegar a Barcelona dos semanas después.
Todo estaba dispuesto para
la gran ceremonia. Don García no conoció a su esposa hasta que
la presentaron en el altar, en el que iba a oficiar la unión el
célebre abad Oliva.
Quedaron prendados el uno
del otro. Montserrat era todo belleza, de cuerpo, de voz, de
ademanes y de señorío.
Dijo él:
-
Me
causa especial alegría anunciar nuestro compromiso, y con solo
veros ya estoy enamorado.
Se volvió hacía los
presentes y siguió hablando:
-
He
aquí la reina con la que quiero compartir mi vida y mi trono. En
ella está la continuidad del reino.
A lo que contestó la novia
mirándole a los ojos:
-
Me entregaron a ti y he
reflexionado con el peso y la solidez que conlleva nuestra
unión. Al conoceros sólo pienso que seré la mujer más dichosa de
la Tierra. Afronto lo
que ordenes con todas las fuerzas del
amor.
Celebrados los esponsales con grandes festejos y banquetes, los
cuales organizó primorosamente Mosen Ros como embajador del rey,
iniciaron el viaje de vuelta a Nájera. No dejaron de visitar
Pamplona, donde Don García presentó ya como reina a su esposa.
Allí les agasajaron sobremanera, lo que promovió una donación
firmada por
los soberanos, por lo que la reina quedó, ante el cariño de los
pamploneses, muy aficionada y agradecida a aquella ciudad
durante los años de su gobierno.
Al llegar al Alcázar de
Nájera tuvieron otro regio y populoso recibimiento, quedando
todos, señores, nobles, clérigos y el pueblo llano, absortos
ante la majestad y belleza de la reina que había elegido Don
García.
Les esperaban deliciosos
regalos y presentes llegados de todos los confines del reino.
También de los emires y visires moros. De
Córdoba le regalaron al rey najerense un fabuloso rubí, el cual
donó a la capilla de palacio. Era tan especial el fulgor de la
piedra que los monjes celebraban maitines sin necesitar otra
iluminación. De Zaragoza
llegó un precioso potro blanco, al que instruyó el rey como su
favorito caballo para la guerra, y llamándolo
Ozzaburo,
que en idioma eusquérico
viene a decir cabeza
fría.
De las Asturias de Laredo
le hicieron llegar una cruz de plata en la que se incrustaban
unas piedras preciosas. Y, desde Burgos, dos lanzas de oro, que
decoraban las regias habitaciones de palacio.
Un año después de los
esponsales, los reyes tuvieron su primer descendiente, al que
llamaron Sancho al ser varón.