LA PLAGA
Con la venturosa unión de los jóvenes Don García y Montserrat,
el reino tomó un rumbo de progreso. La paz presidió aquellos
años, y la justicia que marcaban las leyes moderaba las
conductas. Llegaron muchas fundaciones, la mayoría de contenido
piadoso. El propio rey de la Tierra Najerense fue a visitar al
Papa Gregorio X, el muy famoso Ildebrando, ante quien expuso las
directrices de su gobierno, solicitándole su bendición y
consejo. Sabía muy bien el pontífice de las excelencias de
aquellos dominios presididos por una religiosidad sin fisuras en
la fe de Jesucristo, y animó al rey a que hiciera feliz y seguro
el tránsito de los peregrinos a Santiago. La promesa de éste se
hizo realidad, pues elevó en la ruta desde los Pirineos hasta
los confines de la meseta castellana muchas hospederías y
hospitales, destacando a sus soldados para vigilar la seguridad
en los caminos.
En Roma conoció a un santo varón, cuyas virtudes eran notorias.
Se llamaba Gregorio Ostiense. Le invitó a visitar el reino y la
ciudad de su corte si un día peregrinaba a Santiago. Acudió
Gregorio a tan amable disposición de Don García.
Mas ocurrió pronto una gran desgracia, cuyas proporciones
arruinaron los campos, trayendo hambre y miseria a los confines
del reino. Una plaga de langostas se adueñó de los campos de
trigo. Los rebaños morían y los silos estaban diezmados en su
capacidad de almacenaje. La aflicción y la muerte se adueñaron
de todo, incluso los reyes perdieron algunos familiares,
considerando la desgracia como un castigo de Dios.
Hizo llegar el rey al pontífice de Roma la miserable situación a
la que se enfrentaba, y éste envió para aplacarla al santo varón
Gregorio Ostiense, adelantando la promesa de visitar la Tierra
Najerense.
La plaga se mostraba muy rigurosa allí en los campos más
fértiles, cercanos al Ebro y sus riberas. Todos los valles
estaban apestados. Los molinos de grano inactivos. Incluso los
frutales no despuntaban ni en la primavera.
Gregorio Ostiense comprendió que su labor debía basarla por
medio de la fe, para que Dios se apiadase y remitiera su
implacable ira e indignación provocada por los pecados.
Las gentes, siguiendo la consigna de Gregorio, hicieron
procesiones rogativas. Guardaron ayuno y acudían a la confesión
sacramental de sus pecados, consumando la Sagrada Comunión. Con
esto consiguió que imperara en las villas y ciudades una gran
enmienda de vicios y pecados, hasta cesar del todo el castigo
que Dios enviaba. Milagrosamente, las langostas morían a
millares, siendo quemados sus despojos en grandes hogueras
encendidas en los campos devastados por la plaga.
Aquel invierno cayó mucha nieve en los montes y en los valles y
purificó los campos y volvieron a ser fértiles como antaño.
Como huye el humo ante el viento, desapareció la plaga y tomaron
las gentes a Gregorio por milagroso ante la fuerza de su grande
y heroica santidad, elevándose una iglesia en su honor por
mandato del rey Don García, en una altonada bajo la que corre el
Río Ega, desde la que se contemplaban los campos más heridos por
aquella desgraciada plaga.
Siguió el héroe Gregorio con su labor evangelizadora y todos
obedecieron con puntualidad, presteza y devoción, consiguiendo
ejercer un cristianismo acendrado, una convivencia huérfana de
maldad y atropellos.
Los monasterios se abarrotaban de piadosos clérigos y monjes,
celebrando su devoción con rasgos de penitencia y sacrificio.
Gregorio Ostiense prosiguió satisfecho su andadura a Compostela,
pasando unas semanas en la Corte de Nájera, generosamente
agasajado. Al proseguir su camino hizo alto en una cabaña de
caza, situada entre las encinas de un espeso bosque cercano al
Río Oja. Caía la noche y llamó a la puerta. La abrió un hombre
de grave aspecto y de gigantesca estatura. Se llamaba Domingo.
Concertaron los dos que aquellos parajes boscosos y húmedos
necesitaban el trazo de una calzada para que los peregrinos
caminaran sin extraviarse.
Construyeron un gran tambor, con la piel de un novillo joven y
lo hicieron sonar al anochecer para orientar el rumbo de los
caminantes y atraerlos al lugar.
Pocos días después, eran más de doscientos los peregrinos
reunidos allá, quiénes bajo las ordenes y consignas de Gregorio
y Domingo
talaron muchos árboles abriendo un camino
despejado entre las montañas y el río. Al llegar a éste,
tendieron un puente de sillares y madera bien labrada. Domingo
fue su artífice pues sabía bien el oficio de ingeniero.
Reclamaron la presencia del rey Don García cuando ya estaba
terminado y éste retribuyó
muy bien a los artífices y
artesanos, invitándoles a crear allí una ciudad digna de ser
habitada en tiempos futuros. La llamaron Santo Domingo de la
Calzada en honor a los favores y talentos de aquel varón
venerable y sabio que habitaba la cabaña de caza del bosque de
hayas.
La ruta compostelana ya estaba trazada desde Roncesvalles hasta
los Montes de Oca que marcaban la frontera con la gran meseta de
Castilla.
Gregorio Ostiense siguió su camino y volvió tras orar ante la
tumba del apóstol Santiago a la Tierra Najerense, refugiando sus
últimos días en la iglesia que en su honor elevó el rey en la
altonada del curso del Río Ega.