EL HALLAZGO DE LA CUEVA
La
unidad y acción del conjunto de la política, la religión y el
ordenamiento jurídico de los fueros de las villas y ciudades del
reino hicieron que éste se consolidara en bienestar interior y
en prestigio fuera de sus fronteras. Las gentes paramontanas,
aquellos desgraciados seres que vivían escondidos en el corazón
de los montes por temor a las incursiones de los moros,
abandonaron aquella vida miserable de frío y soledad para bajar
a poblar los muchos núcleos que nacían como poblaciones. Se
integraron en ellas y se organizaron socialmente, incorporándose
en actividades de labranza, ganadería y trabajos de artesanos.
Los monasterios crecieron en el número de monjes y propiedades,
dedicándose a extender la cultura de entonces, copiando libros y
reuniendo todo el saber en el bagaje cultural de entonces.
Códices primorosos confeccionados por escribas y miniaturistas
potenciaron la influencia del reino, que se enriquecía con el
paso de peregrinos, quiénes aportaban generosamente sus
conocimientos a las tierras que tan generosamente les
hospedaban.
Disponía Don García de cuatro sedes episcopales: la de Pamplona,
dirigida por el Obispo Ovidio, la de Álava, por Muio, la de
Valpuesta, por Gandencio, y la de Nájera por
Fermintius. Todas complementadas
por los Montes de Oca, cuyo titular era el virtuoso abad Iñigo
de Oca.
Se
le hacían pocas
al rey, cavilando en la idea de que la
Ciudad de Calahorra estaba en poder de los moros, habiéndose
perdido dos siglos atrás su gran obispado, fundado en los años
de la romanización de España. Los visires que gobernaban desde
Zaragoza a Tudela se resistían a perder aquellos fértiles
territorios cercanos al Ebro. El fallecido rey Sancho había
concertado su cesión, mas a la hora de hacerla efectiva, se
negaron los moros.
Decidió Don García
conquistar la población de Calahorra por las armas. Pensaba en
ello día y noche, pues nunca un rey cristiano había acometido
una guerra de reconquistar una ciudad importante, amurallada y
con el obstáculo natural del paso de un gran río como era el
Ebro.
Devanaba la estrategia del asedio y los medios para llevar a
cabo el ataque. Los alcances de aquella empresa los discutía en
asamblea, convocando a los titulares de sus condados, infanzones
y adalides de sus ejércitos. En ello estaba sin descuidar el
buen gobierno de su reino. Mosen
Ros proseguía con acierto el
desarrollo de los sistemas para enriquecer las arras. “Sin
dineros, toda empresa se asoma al fracaso”, solía comentar. A la
sazón, ideó una actividad que aportaría grandes ingresos: la
explotación maderera de los frondosos bosques de la Tierra
Najerense. Los siete ríos que componían la gran comarca del
Conde de Nájera, su principal y más cercano súbdito, atesoraban
una increíble y frondosa arboleda de hayedos, pinares, olmos y
robledales cuya envergadura en la base rivalizaba con una
espléndida longitud del tronco central.
La demanda constante de
construcción de iglesias, palacios y casas necesitaban vigas
para estructurar los edificios. Se levantaban puentes cuyas
cepas y tendido de paso requerían buena madera. En Vasconia se
fabricaban barcos y había que hacer llegar a los astilleros
palos para mástiles y tablones medidos para las quillas y
cubierta.
En poco más de un año se
talaron en la comarca miles de árboles. Despejaron su frondoso
ramaje, devastaron la corteza y cortaron a medida de las
demandas los troncos, acarreando el material hasta los lugares
donde se realizaban las obras y construcciones. Pingues
beneficios se extrajeron de aquella empresa ideada por Mosen
Ros, quien a la vez los administraba con honestidad.
Corrían los años de 1044 y
los reyes Don García y Montserrat ya tenían cinco retoños, y la
felicidad familiar de los soberanos la compartían sus súbditos.
Aquellos infantes llevaban por nombre los de sus abuelos y tíos:
Sancho, Ramón, Fernando, Elvira y Ermensinda, quienes crecían
con buena salud y siendo atendidos por la servidumbre cortesana.
Así pasaban los días en el
Alcázar najerino, cuando una mañana del otoño el rey Don García
decidió salir de casa por el soto del Najerilla. Avisó a su
halconero y fiel amigo, quien le esperó con la mejor ave de
cetrería en el patio de armas.
Descendieron al río y atravesaron el puente para remontar la
otra orilla y acercarse a una zona de espadañas, en cuya maleza
sospechaban la estancia de perdices. Iban a caballo. El rey
portaba el halcón en su antebrazo, protegido por un guante para
evitar que el nerviosismo y fuerza en las garras del ave le
arañaran. De pronto, el vuelo de una perdiz asaltó la
escrutadora aptitud de los cazadores. Gandencio la vio primero y
alertó a su señor. Éste orientó la aguda vista del halcón al
vuelo de la perdiz. Le quitó la mascarilla de la cabeza y con la
consigna de Naciones, y le dio la orden de capturar en vuelo a
la perdiz. Las aves enemigas cruzaron el Río Najerilla y
perdieron los cazadores su situación al adentrarse aquellos en
la espesa maleza. El rey espoleó a su caballo Ozzaburo
y, desenvainando su corta espada,
batió las matas y juncales de la orilla del río, sospechando el
rumbo que había tomado el halcón tras la perdiz y vio con
asombro como entre las rocas de la montaña Malpica se abría una
procelosa y ancha cueva.
Penetró en ella guiado por
su pasión de cazador y en el fondo vio una escena iluminada
profusamente por los rayos del sol. Sobre un tosco altar se
alzaba una imagen de la Virgen con el niño en brazos, tallada
primorosamente en madera. Junto a la imagen, una jarra de
blancas y frescas azucenas y una campana en la que estaba
grabada una inscripción con letra visigótica.
Al pie de la imagen
reposaban en calma el halcón y la perdiz perseguida. La una,
perdido el miedo, y el otro la saña. Estaban en son de paz, como
si de un milagro divino se tratase.
Comprendió Don García que
aquel hallazgo era una venturosa consigna a su fe y un aliento a
las campañas de la futura fuerza que iba a emprender.
Oró todo el día y pasó
allí la noche, reclinado de rodillas ante la imagen que tan
buenos augurios le sugería.
Al abandonar la cueva hizo
una solemne promesa:
-Si
Calahorra es conquistada para el reino elevaré en este lugar un
templo, asombro de los siglos y en honor de Santa María y su
divino hijo.