LA ESPADA LUMINOSA
Aquella
misma mañana trompetas y timbales sonaron especialmente desde
las almenas del Alcázar atronando el valle y llamando la
atención de toda la ciudad. El rey convocaba al fonsado.
El estado de guerra se extendió por todos los condados, villas y
ciudades. Salieron emisarios desde la Corte para anunciar la
inminente marcha hacia Calahorra con la intención de conquistar
la ciudad para la causa de la Cruz.
El reclutamiento de
hombres útiles para la guerra se puso en marcha en todos los
rincones del reino. Llegada la noticia también a Castilla, el
príncipe Fernando le envió su disposición de ayudar en la
empresa a su hermano el rey Don García, a pesar de las densas y
radicales controversias en el poder y gobierno del
famoso
condado de la
meseta. El monarca najerense accedió a considerar la ayuda.
Fernando, pasados ya seis años desde que abandonó el Alcázar
dónde había nacido para refugiarse en Burgos con su madre, era
un apuesto mancebo con digno porte y fortaleza, prudente a la
vez que sagaz por aumentar sus dominios. Se había casado con la
hija del rey de León, por lo que a la muerte de éste, cercana ya
por la inexorable razón de la ancianidad, heredaría aquella
prestigiosa monarquía nacida en Asturias. Bajo tal premisa de
eminentes consecuencias, los dominios de Fernando serían tan
extensos como los de Don García en muy corto espacio de tiempo.
Mientras tanto, Nájera
hervía de actividad. Se celebraban asambleas en palacio para
concretar la estrategia del asalto. Los infanzones instruían a
sus tropas. Jinetes y peones eran armados con los útiles de
guerra más propios para su misión. Las ferrerías trabajaban día
y noche fundiendo el mineral de hierro que llegaba de Vasconia
fabricando luego los herreros en sus fraguas lanzas y
venablos,
flechas y
espadas, yelmos y corazas de
protección. A la vez, los artesanos construían látigos y sillas
de montar, estribos y espuelas y brocados para la conducción de
los caballos.
Durante los día de
mercado, el rey adquiría carretas y mulos, incluso pollinos,
para transportar la intendencia y víveres para las tropas, con
la ilusión de que luego, tras la conquista, se usarían para
traer el rico botín de guerra que allí esperaba.
Se almacenaban viandas
para el sustento: manteca, miel, harina y los mejores corderos
que pastaban en Valpierre y en el valle del Yalde. También
capones, gallinas y gansos.
Todo lo supervisaba Mosen
Ros. Su inteligencia y métodos de organización eran de muy
eficaz factura. Incluso dirigía la construcción de maquinaria
pesada para el asalto: catapultas, arietes y escalas para trepar
a romper la recia muralla que frente al Ebro protegía la ciudad
de Calahorra. Sobre el plano del sitio planeaba el rey, con sus
adalides y nobles, los movimientos de aproximación distribuyendo
las zonas de asalto y puntos para derruir la fortaleza y entrar
a las casas.
Cada mañana se acercaba a
la cueva dónde estaba la imagen de la virgen que tan
venturosamente halló. La llamaban ya Santa María la Real las
gentes de su corte, quienes a veces acompañaban al rey y le
besaban las manos en señal de respeto y cariño, a la vez que con
confianza de que les iba a traer la victoria.
Encargó a Matius que en la
herrería de Lugar del Río le fabricaran una espada del mejor
acero y con el óptimo temple de la fragua. Partió el fiel ayo
del rey a cumplimentar el encargo. Llegado a Lugar del Río
preguntó por el herrero Leodegario, cuyo prestigio artesanal era
de gran fama en la comarca. Era verano y Leodegario apareció en
el umbral de su taller casi desnudo, sudando ante los rigores
del fuego encendido en la fragua. El caballero Matius le dijo:
-
Quiero que fabriquéis para vuestro rey la espada más fuerte y
del mejor material que tengas.
Le hizo entrar el herrero
al recinto y le enseño un bloque de muy extraño material.
-
Ved señor. Esta piedra llegó del cielo con una estela de fuego.
Es sin duda el fragmento de alguna estrella o quizás un pedazo
de materia de un planeta del firmamento. Con él fabricaré la
espada. Lo fundiré, hasta convertirlo en una lámina de acero con
el mejor temple y le daré diseño de espada, con filos capaces de
segar los trigos.
-
Abordad la tarea cuanto antes, le ordenó Matius.
Leodegario avivó el fuego de la fragua, cogió la roca y la
depositó en las ascuas
de carbón. Fundida ya la cósmica
materia, la depositó desde el crisol al molde. Diseñada en una
gran lamina de dos varas de longitud y ocho pulgadas de grueso,
comenzó su forja en el yunque.
Súbitamente se desencadenó
una gran tormenta. El cielo se oscureció tanto que parecía de
noche. Tronaba con estruendo y la luz de los relámpagos entraba
intermitentemente hasta dónde el herrero golpeaba en el yunque
la espada.
Le había dado ya el diseño
a la empuñadura y perfilado la punta. También ya estaban creados
los filos. Faltaba sólo templar el acero.
Con
dificultad por su gran peso, Leodegario la transportó al pilón
de agua para enfriar el resistente material y darle el punto
final de recia calidad al arma, y así, cuando esta operación
estaba casi consumada,
un rayo cayó sobre la espada y el
herrero, matando a éste y otorgando a la espada un temple
insólito. Relucía tanto que al hacerle la entrega al rey Don
García, éste exclamó:
-
Te
llamarán la luminosa y no existirá en combate alguna otra espada
como ésta.