Las imágenes que componen esta portada se pueden ver en el blog del autor del artículo.

 
 


       
Quien habla de Edad Media, intuye una aleación cultural; una amalgama de diversas tradiciones de las que el cristianismo y el hombre de esta época se nutrieron, dando por resultado obras literarias con un claro, y a veces no tan claro, sustrato pagano. Entre las diversas fuentes de las que bebió el hombre del Medioevo, y entre las más recurrentes, se encuentra la tradición clásica, cuya influencia fue tal que, parafraseando a Carlos García Gual, dio origen a la renovación de un género que, hasta hoy, ha sido uno de los más exitosos y perdurables, la novela. (98)
 

En efecto, las primeras novelas del siglo XII –romans, como se les conoce en francés, lengua que les dio nacimiento– no fueron otra cosa, sino la actualización o medievalización –como lo prefiere llamar Ian Michel (27)– a la tradición literaria de la Antigüedad clásica; así, la Tebaida, de Estacio dio origen al Roman de Thèbes; la Eneida de Virgilio tuvo su parangón en el Roman d’Aeneas; mientras que las diversas narraciones biográficas sobre Alejandro Magno confluyeron en aquellos relatos medievales que versaban acerca de la biografía del conquistador macedonio; hablo pues, por una parte, de fuentes como Vidas Paralelas, de Plutarco; la Anábasis de Alejandro Magno, de Arriano; la Historia Alexandri Magni, de Quinto Curcio; pero, sobre todo, de Vida y hazañas de Alejandro de Macedonia –o Novela de Alejandro– del Pseudo Calístenes; un texto del siglo III d.C., cuya fama fue tal que, durante el Renacimiento angevino (s. XII), fungió como fuente base para obras como la Alexandreis de Gautier de Châtillon (ca.1182) y, un siglo después, en España, el Libro de Alexandre, que tiene como marco histórico el proyecto imperial alfonsí y, sobre todo, la reconquista española que, por su naturaleza de “minicruzada”, no deja de ser un encuentro con Oriente. El presente trabajo se enfoca precisamente en este tema, la visión oriental en el Occidente de la Antigüedad tardía y la Alta Edad Media, vista a través de la obra del Pseudo Calístenes y su “versión” hispánica medieval.



II De monstruos y reinos maravillosos

Desde la Antigüedad clásica, Oriente ha sido para el hombre occidental un espacio ambiguo: tierra de promisión, cuerno de la abundancia y Paraíso Terrenal; pero también hogar de pueblos sangrientos y asesinos, como los tártaros, además de otras monstruosidades que, hasta bien entrada la modernidad, tenían su hábitat natural en aquel finis terrae. En el imaginario del hombre clásico, por ejemplo, la India –que se ubicaba a los extremos de la tierra habitada– representó un espacio donde, según Heródoto, “los animales, tanto cuadrúpedos como aves, son mucho más grandes y peligrosos que en las demás regiones […pero] hay allí también una infinita copia de oro” (III, 106). Por extensión, el Océano Índico era, además de un espacio cerrado –mare claussum–, una verdadera incubadora de seres aberrantes (Le Goff 271). En su Historia Natural, Plinio el Viejo recuerda que: “la mayor parte de los animales y, además, los más grandes se encuentran en este mar […] precisamente ahí las langostas alcanzan los cuatro codos y las anguilas los treinta pies” (IX, 5).

Partiendo de estas ideas, no habría por qué asombrarse cuando un relato como el del Pseudo Calístenes, heredero asimismo de toda una tradición paradoxográfica, narra hechos más o menos similares. Así, estando precisamente en la India, Alejandro menciona: “Nos salían al encuentro muchos animales salvajes de seis pies, de tres y cinco ojos, con una longitud de diez codos.” (125)

Diez siglos después –un lapso de tiempo que encierra un sinfín de cambios históricos radicales, como la consolidación del cristianismo–, el Libro de Alexandre (s. XIII) repetiría el mismo modelo, pues éste cuenta que el viaje de Alejandro a la India se suscita igualmente plagado de encuentros terribles. De esta manera, al paso del macedonio y de su tropa por la selva india salen serpientes voladoras (c. 2158), puercos salvajes con seis pares de garras (c. 2168), murciélagos y roedores gigantes (c. 2666), o bien un animal que ni si quiera alcanza un nombre:

Semexava caballo en toda su fechura,
avié la tiesta negra como mora madura;
en medio de la fruent’ en la encrespadura,
tenié tales tres cuernos que era grant pavura. (c.2180)

La ausencia de un nombre para este animal y el intento de una descripción física por medio de símiles más o menos cotidianos indica no sólo el grado de desconocimiento que se tiene de él; sino del que se tiene de la fauna nativa de esas tierras que, a fin de cuentas, representan la otredad. En este sentido, habría que recordar que, por mucho tiempo, el hombre occidental idealizó ciertos espacios partiendo de una base literaria-histórica en la que pálidamente se reflejaba una realidad material mal conocida y, en consecuencia, peor interpretada. (Gómez Espelosín 104).

Esto es por una parte lo monstruoso. Sin embargo, hay que recordar que, tanto para la cultura clásica como para el hombre de la Edad Media, Oriente tiene también una faz amable, pues en muchas ocasiones, como mencionará Jean de Mandeville en el Libro de las maravillas del mundo (s. XIV), este espacio se percibe como un lugar paradisíaco por donde corren ríos de leche y miel, ríos que arrastran por sus corrientes piedras preciosas. De manera similar lo concibió la Antigüedad clásica, donde no sólo Heródoto (III, 23) habla de la célebre Fuente de la juventud, cercana al mítico País de los Bienaventurados, sino también el Pseudo Calístenes, que pone este elemento en relación con Alejandro Magno, quien menciona:

"Encontramos un lugar en el que había una fuente resplandeciente, cuya agua refulgía como el relámpago. […] El aire de aquel lugar era bienoliente y no demasiado sombrío. [Mi cocinero] tomó un pescado seco y fue a lavarlo, para servirlo de comida […] Apenas mojado en el agua, revivió el pez y escapose de las manos del cocinero". (132)

Otros aspectos orientales benéficos que deben resaltarse en la historia legendaria de Alejandro Magno son la riqueza de los monarcas orientales y sus ciudades. En la carta que escribe la reina Candace de Etiopia en respuesta al macedonio –dentro de la obra del Pseudo Calístenes– se describen los lujosos regalos que esta mítica monarca manda como recepción a los griegos. Dice la reina:

"Los embajadores que te hemos enviado, te transportan 100 barras compactas de oro puro, 500 muchachos etíopes, una corona de esmeraldas, con diez hileras labradas de incontables perlas, y 80 cofres de marfil. Además, diferentes especies de animales salvajes de nuestro país: 5 elefantes, 10 panteras domadas, 30 perros comedores de carne humana y 300 colmillos de paquidermos". (158)

Pese a que en el Alexandre no se haga ninguna mención a esta reina –aunque sí a Talestris, la reina de las amazonas (c. 1864-1888)–, cabe decir que dos son los monarcas orientales que, en el texto, eclipsan occidente por la belleza de sus cortes, sus palacios y demás posesiones. De esta manera, en una de las seis écfrasis que contiene el Libro, se habla del carro de Darío que podría ser un eco del carro de Faetón y que, a su vez, representa una imago mundi

Eran en la carreta todos los dios pintados,
e cómo son tres çielos e cómo son poblados
el somero muy claro, lleno de blanqueados,
los otros más de yuso de color más delgado. (c. 863)

O bien, de mayor interés, se habla de los palacios del rey indio, Poro, cuyo jardín se embellece con plantas y flores artificiales, hechas en metales y piedras preciosas. Un espacio que es coronado por el autómata en forma de árbol que, como axis mundi, se encuentra en el centro del vergel:

En medio del enclaustro, lugar tan acabado,
sediá un rico árbol en medio levantado,
nin era mucho gruesso nin era muy delgado,
de oro fino era sotilamente obrado.

Cuantas aves en çielo han bozes acordadas,
que dizen cantos dulces menudas e granadas,
todas en aquel árbol parçién tragitadas,
cad’ un de su natura, en color devisadas. (c.2132-2133)

En cuanto a las ciudades, palacios y sus descripciones, en la obra del Pseudo Calístenes se puede leer que el alcázar de la reina Candace “era refulgente por sus techos decorados [… y tenía] cobertores de tejidos sedosos y con artísticas incrustaciones de oro […] Las mesas estaban hechas de marfil y las columnas relucían con sus capiteles de ébano.” (163). Por otro lado, el autor del Alexandre utiliza una de las técnicas más frecuentes en literatura medieval, aquella de describir las urbes orientales como auténticas reminiscencias del Paraíso Terreno que, asimismo, tiene clara influencia de las tierras fabulosas de la Antigüedad. De esta manera, Babilonia es un lugar donde las estaciones del año se detienen para dar paso a una primavera perenne, que hace nacer todo tipo de árboles de especias, mismos que inundan la ciudad con el aroma del clavo, la canela y el cardamomo; mientras que, por los adentros de la urbe, corren los 4 ríos santos de la tradición judeocristiana: Guijón, Fisón, Tigris y Éufrates; luego, estas ciudades son partícipes de lo divino.

Pero he aquí que el péndulo, infatigablemente oscilante, vuelve hacia su aspecto tanático. Babilonia también se encuentra próxima al valle donde, según los textos bíblicos, se asentó la torre de Babel que, antes de ser andamios de polvo y viento, fue parte de un plan estratégico de los Nefelim o gigantes rebeldes quienes, mediante tal estructura, quisieron armar guerra contra Dios; por lo tanto, la zona se vuelve no solamente una tierra de entes malditos, sino también una tierra de razas monstruosas.

"No obstante, estos seres también tienen un claro sustrato clásico; el mismo Pseudo Calístenes habla del encuentro de Alejandro con “hombres salvajes con figura de gigantes, esféricos, de rostros rojos y aspecto leonino” (123); a cuyas proximidades habitaban hombres cubiertos de vello a quienes Alejandro captura y, meticulosamente, convierte en objetos de estudio. Dice el conquistador: “al no tener alimento, al cabo de cuatro días, murieron. Y cabe mencionar que no tenían inteligencia humana, sino que ladraban como perros” (124).

El lenguaje incomprensible para la etnocéntrica cultura occidental resulta una marca de ausencia de civilidad; y esta marca perdura hasta bien entrada la Edad Media e incluso la modernidad: por ejemplo, en el Libro de las maravillas del mundo (s. XIV) Jean de Mandeville, al hablar de los pueblos circundantes al mítico reino del Preste Juan, menciona: “por aquellos desiertos, por los que anduvo el rey Alexandre, andan muchos hombres salvajes de extraña forma y figura. No hablan lengua alguna, sino que gruñen como puercos y tienen cuernos en la cabeza, como bestias infernales” (246).

Los ejemplos podrían ser numerosos. Sin embargo, queda claro que la historia legendaria de Alejandro Magno devela un Oriente que oscila entre lo positivo y lo negativo. Esta es una visión que, en general, tuvo la Antigüedad clásica y que heredó a la Edad Media con respecto a las naciones que se situaban al otro lado del mundo, países desconocidos que salían fuera de la koiné cultural y que, en suma, para estas épocas históricas, representaron la otredad. Ahora bien, habría que pensar qué tanto hemos cambiado esta visión. Al parecer, no mucho; si se piensa detenidamente, mientras que el hombre clásico y el del Medioevo veían en Oriente un reino de promisión y una tierra de monstruos; el hombre contemporáneo, por una parte, sigue codificando este sitio como el último resquicio de la espiritualidad que Occidente ha perdido a partir del siglo de las luces. Por otro lado, nuestro actual Oriente sigue incubando monstruos, aunque de un tipo distinto; se trata de monstruos que afectan y amenazan los intereses occidentales y su integridad; a fin de cuentas y siguiendo esta lógica ¿qué diferencia habría entre los pueblos antropófagos o los horribles descabezados con los que Alejandro se topa en la India; y los talibanes del siglo XXI; o el creciente desarrollo económico de una China reorganizada, que amenaza con devorar los distintos mercados occidentales? La respuesta es evidente.


 


Obras citadas y aludidas

Libro de Alexandre. Ed. Jesús Cañas Murillo. 4ª ed. Madrid: Cátedra, 2003

GARCÍA GUAL, Carlos. Primeras novelas europeas. Madrid: Itsmo, 1990.

GARCÍA, Paloma. “Introducción” al Libro de Tebas. Madrid: Gredos, 1997. 7-26

GÓMEZ ESPELOSÍN, Javier F., et al. Tierras fabulosas de la Antigüedad. Alcalá de Henares: Universidad de Alcalá, 1994.

HARF-LANCNER, Laurence. “Introduction a L’Alexandre de Paris" . Le roman d’Alexandre”. Librairie Génerale Française: Paris, 1994. 15-25.

HERÓDOTO. Los Nueve libros de la historia. Trad. Rosa Lida de Malkiel. México: Cumbre, 1982.

JEHAN DE MANDEVILLE. “Libro de las Maravillas del Mundo”. En Libros de Maravillas. Ed. Marie-José Lemarchand. Madrid: Siruela, 2002. 75-293.

LE GOFF, Jacques. “L’Occident médiéval et l’Océan indien”. En su libro: Une Autre Moyen Âge. Paris : Gallimard, 1999. 269-293.

MICHEL, Ian. The Treatment of Classical Material in the "Libro de Alexandre". Manchester: Manchester University Press, 1970.

PLINIO “EL VIEJO”. Historia natural. Libros VII-XI. Trad. Ana Mª. Moure Casas. Madrid: Gredos, 2003.

PSEUDO CALÍSTENES. Vida y hazañas de Alejandro de Macedonia. Trad., prol. y notas Carlos García Gual. Madrid: Gredos, 1988.

ROSSI-REDER, Andrea. “Wonders of the East: India in Classical and Medieval literature”. En: Marvels, monsters and miracles. Studies in the medieval and early modern imaginations. Eds. Timothy S. Jones y David A. Sprunger. Michigan: Western Michigan University, 2002. 53-66.

 

 

 

Autómatas orientales en algunas narraciones medievales

Uno de los motivos recurrentes en las representaciones narrativas que la Edad Media europea hizo con respecto a Oriente fue la descripción de los palacios de los gobernantes que regían aquellas tierras situadas en un geográfico y culturalmente apartado “más allá”. Como parte de una estrategia de exotización, dichas descripciones trazan el boceto de mecanismos y ornatos palaciegos que tienden a oscilar entre lo admirable y lo temible. Estos objetos y dispositivos no sólo incluyen las salas de tortura y los puentes levadizos, cuya evocación actualmente representa un lugar común y caricaturesco de la Edad Media; sino también otro tipo de máquinas, mucho más sofisticadas y con tendencia a lo ornamental que, en determinadas circunstancias y de manera silenciosa, logran intimidar al ojo extranjero únicamente por medio de la belleza. Me refiero a los autómatas orientales.

Del griego αὐτόματος –que significa espontáneo–, el término autómata nos remite a una máquina que imita la figura y los movimientos de un ser animado (DRAE s.v.); una especie de robot, avant la lettre, cuya historia y genealogía se pierden en las brumas del tiempo. Aunque el vocablo no existe en las lenguas vernáculas del siglo XII, la tradición de objetos con capacidad de movimiento es una práctica que la Edad Media heredó de la Antigüedad. Se sabe que tanto los egipcios como los griegos ya utilizaban efigies de sus dioses que podían mover ciertas extremidades o lanzar fuego por los ojos, en aras de crear pavor en un público poco habituado a estos espectáculos. Herón de Alejandría (s. I d.C), por su parte, escribe el primer tratado sobre estos mecanismos, que en gran medida deben su existencia a los principios de las energías eólica e hidráulica (fig. 1). Más tarde, la Edad Media contó con sabios que desarrollaron esta técnica. Entre ellos destacan Alberto Magno y Al-Jazari, científico árabe, inventor de los primeros relojes mecánicos, como el reloj-elefante, compuesto por representaciones humanas y animales (fig. 2). Como ejercicio mimético, la literatura medieval no dejo de representar autómatas. Entre ellos, de gran interés resultan los mecanismos orientales que aparecen en las descripciones palaciegas de reinos localizados en tierras lejanas como Constantinopla, Catay –es decir, China– y la India. Cito algunos ejemplos.

En Le pèlegrinage de Charlemagne –obra anónima de siglo XII, que trata de un supuesto viaje de Carlomagno a Oriente– el narrador describe el palacio del emperador de Constantinopla –Hugun le Fort– como un espacio absolutamente maravilloso, con columnas hechas en mármol nielado en oro. Estas mismas estructuras, poseen esculpidos en metal dos niños con trompetas en los labios. Cuando el viento entra en estos instrumentos, por un raro mecanismo, se produce que el palacio en su totalidad se mueva y reacomode a una nueva conformación, a la paridad de hacer sonar toda suerte de instrumentos musicales.

El Libro de Alexandre (siglo XIII), por su parte, narra cómo Alejandro Magno llega hasta la India persiguiendo a Poro, monarca de este lugar. Es en este espacio, donde el macedonio entra en los alcázares reales y, en medio del gran jardín, se topa con un árbol labrado en oro, sobre cuyas ramas se posan diversas clases de pájaros metálicos y pequeños juglares que, a la par, cantan y tocan instrumentos, produciendo una música deleitable.

Finalmente, en el Libro de las maravillas del mundo, Jean de Mandeville describe las fiestas de la corte del gran Khan, dentro de las cuales los súbditos presentan al emperador de Catay ciertas avecillas metálicas con piedras preciosas que, menciona el autor, “por arte de magia o, más bien, con sumo ingenio, cantan, bailan, y mueven las alas. Yo no sé cómo están hechos estos artilugios, pero son una gran maravilla” (216). Con esta cita, Mandeville resume la percepción del hombre medieval con respecto a los autómatas orientales que aparecen en literatura; misma percepción que es un reflejo mimético de la realidad extraliteraria. Esto es: el avance tecnológico oriental es confundido con lo mágico, o por lo menos se duda de su origen lícito; lo cual conlleva a una valorización negativa, y a un ejercicio exotizante de una otredad. Pues, para occidente, el Otro, que es Oriente, no sólo es el infiel al que se debe derrotar con las cruzadas, sino el hijo de lo demoníaco que, por ende, es preciso llevar al exterminio. En realidad de lo que se trata aquí es de una lucha de poder reflejada en la literatura, y es que, en efecto, ninguna obra literaria es inocente.

Así pues, en este caso, la exotización se da de manera ambivalente y oscilante entre los rasgos positivos y negativos. En otras palabras, los autómatas orientales –intra y extratextualmente– representan, sí, por un lado, la “corporeización” de los ideales de belleza y abundancia que quedan definidos por los materiales en los que generalmente están construidos estos mecanismos (metales y piedras preciosas), así como el placer que producen, un placer generalmente estético-musical. No obstante, estos mecanismos también reflejan una amenaza hipotética para Occidente, pues los textos dejan entredicho que, si algunos reinos orientales son capaces de construir semejantes máquinas sólo por deleite, ¿qué no serán capaces de hacer en el ámbito bélico? (fig.3) Luego, podríamos afirmar que lejos de ser una simple e inocente re-presentación de objetos mecánicos físicos, los autómatas orientales que se presentan en algunos textos de la Edad Media son parte, a su vez, de una maquinaria mayor y más compleja. Machina machinarum; la maquinaria política e ideológica que traza la figura de un otro, a la vez, temido y admirado.

 

G. ALTAMIRANO

(Nota del editor-web: Respetamos el texto del autor Sr. Altamirano, pero las ilustraciones que componen el artículo original deben ser visualizadas en el blog fuente.)
 

 

 

 

Oriente según la historia legendaria de Alejandro Magno:
de la Antigüedad tardía a la época medieval
.
monstruos y reinos maravillosos

 

gerardo altamirano

 

Mirabilia et Admiranda; la otra literatura: http://mirabiliaetadmiranda.blogspot.com