Monasterios Emilianenses: YUSO en primer plano, al fondo SUSO, en San Millán de la Cogolla (La Rioja España)

 
 

Introducción

 

Asociamos a la Rioja con el nacimiento del español, motivación que tiene un valor simbólico y, por tanto, digno y respetable, siempre y cuando no la desvirtuemos con ingenuos entusiasmos o la creamos cierta como un teorema matemático. En la historia lingüística las cosas son de otro modo que en la biología y los entusiasmos -tan grandes y aún mayores que los de las gentes sencillas- nos vienen de unos resultados que inferimos tras poner cada cosa en su sitio. No podemos dudar que las glosas llamadas emilianenses están ahí y que Gonzalo de Berceo sigue siendo «el primer poeta español de nombre conocido». Hechos irrecusables, pero ¿qué significa la Rioja en ese códice venerable? ¿Por qué es como es Gonzalo de Berceo? Y aquí empieza nuestro cavilar en busca de las razones que den respuesta a las preguntas. El ascético caminar -sin embargo- nos hace entender las cosas y en la comprensión nacen unas emociones que, por razonadas, se nos ahondan más que el patriotismo terruñero. Si repasamos la bibliografía riojana de estos últimos años, nos sorprenderá lo mucho que se ha hecho en lingüística, en historia, en crítica literaria: acaso lleguemos a sentirnos abrumados. Pero estos beneméritos estudios son de lingüística, de historia, de crítica literaria y ahora tentamos el propósito de coordinar los pasos dispersos para encontrar un sentido cabal a tantas piececillas como tenemos sueltas. De lograrlo, tal vez hayamos sabido explicar lo que tantos sabios necesitaron hacer como exigencias previas de nuestro trabajo. Veremos entonces que hubo una vida religiosa que alcanzó un florecimiento increíble, que informó un arte, que creó una literatura, pero que estuvo amparada por las decisiones de unos reyes, que el gobierno de los monarcas exigió nuevas relaciones políticas y sociales, que -a Dios gracias- intuyeron que el aire se purifica cuando la luz entra por los ventanales abiertos. Por ello un reino fuerte permite estudiar a los sabios, trabajar a los menestrales y rezar a los monjes. Al ver cómo todo esto se da de consuno en la Rioja, tal vez haya que invertir las premisas con que todos hemos formulado nuestros planteamientos: región de paso, sí, pero más cuando Sancho Garcés o Sancho el Mayor aseguraron la vida en las ciudades o impusieron su autoridad para que los caminos se transitaran en paz. Estas son unas primeras conclusiones, pero anticiparlas no me exime de explicar por qué he llegado a ellas.

 

Los límites y los pueblos

 

Desde los tiempos más antiguos se ve la Rioja como tierra en la que se encuentran pueblos muy distintos y la situación prerromana condicionó mil avatares que duran todavía. Pero lo que me interesa en este momento es hacerme cargo de un hecho que nos va a afectar de modo directo: hubo una vida cenobítica que no desapareció con la invasión árabe, y que, incluso, tuvo un notable florecimiento, pero el desarrollo de la actividad religiosa y, sobre todo, el nacimiento de nuevos focos culturales, se vincula con la reconquista de Sancho Garcés I y con la decisión de Sancho el Mayor de desviar la vía francígena. Porque Castilla nace tardíamente como consecuencia de la Reconquista; más aún, su nombre, es consecuencia de un hecho lingüístico bien sabido: el paso de un apelativo (castella región de castillos) a nombre propio, Castilla. Porque antes de que Castilla fuera Castilla sus tierras tenían otro nombre; bien lo sabía el anónimo de la Crónica Najerense: las «Bardulias que nunc uocitatur Castilla», fueron repobladas por Alfonso I de León y por ellas andaba Ramiro I cuando lo tuvo que heredar. Y en este instante nos asalta algo que no podemos olvidar: la expansión leonesa, que no renunciará fácilmente a la Rioja, extremo de una Castilla que dejó ecos, bien sabidos, en el poema de Fernán González, pero que se habían convertido en tópico literario. En el Vocabulario de Correas pueden leerse estos versillos:

 

 

Harto era Castilla

 

 

 

de chico rincón,

 

 

 

cuando Amaya era cabeza

 

 

 

y Fitero era el mojón.

 

 

 
 

Que el poemilla venía de lejos se atestigua por una cita de la Vida de Santo Domingo de Silos.

 

 

El reï don Fernando, que mandaba León,

 

 

 

Burgos con la Castiella, Castro e Carrión,

 

 

 

era de los sus regnos Montes d'Oca mojón.

 

 


 
 

Ese Fitero era un límite donde se juntan Castilla y Navarra. Lugar de encuentros y de disputas hasta que en 1373, Enrique II de Castilla y Carlos II de Navarra aceptaron el arbitraje de Guido de Bolonia, y la ciudad quedó por Navarra, aunque la leyenda sirviera para bautizar el Mojón de Los Tres Reyes, donde -al parecer- sobre un tambor comieron los reyes de Aragón, Navarra y Castilla y cada uno estaba sentado en tierra de su propio reino.

Se nos plantea un primer problema, el de limitar qué entendemos por Rioja, porque las dos zonas que hoy vemos tan claramente y que tan claramente se inclinaron hacia un reino u otro, no son todo lo que la historia llamó Rioja.

Los límites históricos de la región eran mayores (en Burgos hasta Belorado; en Soria, por Ágreda) y a ella perteneció en la división provincial de 1821 parte de la Rioja Alavesa, que se desglosó en 1833. Si traigo esto a colación es porque nos va a hacer falta si hablamos de códices y dialectología. Cuando Manuel Díaz, en un libro magistral, intentó enmarcar las tierras de la Rioja allá por el siglo IX, tuvo que reconocer cuán imprecisos eran los límites y, desde su parcela de investigador, tuvo que «entender por Rioja las tierras del Ebro desde Miranda al Este de Logroño, río Ebro abajo, hasta Calahorra, desde la Sierra de Cantabria a los Cameros y de los Montes de Oca a la zona al sur de Estella». Recíprocamente, un concepto tan preciso como pueda sernos Navarra, tenía unos perfiles a los que faltó un deslinde como el que nosotros tenemos hoy bien caracterizado: «Hasta 1158, por lo menos, el topónimo Navarra designó exclusivamente a un pequeño territorio de la cuenca media del río Arga, y parte del Cidacos, teniendo como poblaciones más importantes, Artajona, Larraga, Miranda de Arga y Olite. Navarra a finales del siglo XI no comprende a Peralta, Lumbier, Punicastro, Salazar, Echauri, Funes, Huarte, Aoiz, Navascues y Sangüesa». Es decir, amplios territorios eran objeto de continuo litigio entre los monarcas y de intercambio entre las gentes de esas fronteras. Tardó mucho en que llamaran Rioja al reino de Nájera o a la ciudad de Logroño o a las dos orillas del Ebro a su paso por la región y de hecho los reyes navarros o los castellanos se consideraban de Nájera, pero no aducían para nada la parcela de su territorio que bañaba el río Oja. Así, por 1067, Sancho el de Peñalén se titula «rex gerens regnum Pampilome et Naiale» y en los documentos de Valvanera hay numerosas referencias al imperio real: así Alfonso VI es «rex in Legione et in Castella et in Nagera». Esta inseguridad se proyecta también en la historia cultural y, resultado de ella, en la lingüística. Desde un punto de vista codicológico, Navarra es un mundo difuso que se relacionará con el sur de Francia, y sobre ello volveré, pues afectará a la concepción jurídica de la franquicia, a las relaciones literarias y tendrá también que ver en esa fluctuación secular de la Rioja hacia Castilla-León o hacia Navarra-Aragón. Y es que Nájera que tuvo que ser asimilada, constituyó un reino independiente durante muchos años, porque era tierra reconquistada: los documentos hablan de su antiguo nombre («cepit supradictam Naieram que ab antiguo Trictio uocabatur») y, con todas las reservas con que aduzcamos un documento falsificado, hemos de reconocer que en el siglo XI había el recuerdo de la restauración de la ciudad. No cabe mejor testimonio que ese cambio de nombre: perdido el antiguo en la memoria del pueblo, se aceptó el arabismo, que era uno más entre los muchos arabismos de la región.

Nos importa en este momento saber si hubo continuidad latina en las tierras de la Rioja, pues de ello depende el carácter de la cultura que irradiaron los centros locales y, cuando Ordoño I (muere el 866) se dirige contra los vascones, la reconquista significa la incorporación del valle del Ebro a la vida de los cristianos y un nuevo sesgo para la historia.




 

La vida religiosa: continuidad y revolución

 

No poseemos una cronología ininterrumpida, pero sí unos datos que nos pueden servir de seguros asideros. La historia de la España cristiana es la voluntad de mantener sus fidelidades: a su cristianismo y a su tradición histórica. Dicho con otras palabras, la oposición a lo que las invasiones significaban. Y esto durante siglos y siglos, cuanto más en los años que el horror del milenario pudiera amagar con la inminencia del juicio final. El siglo X es un siglo decisivo: las empresas que inició Ordoño I se consuman, pues tras la rota de Valdejunquera (920), los reyes cristianos lograron cumplido desquite: en 922, Sancho Garcés I de Navarra ganó Viguera y Ordoño II de León, Nájera. Pero esto no es sino el nacimiento a una nueva realidad, conforme religiosamente y dentro de unas continuas desazones políticas. Cierto que la vida de la fe poco debería resentirse con ello por más que antes de la reconquista hubiera habido comunidades cristianas en la región que nos ocupa.

Estudios de muy diversa índole han señalado el mozarabismo de estas tierras. Lógicamente hemos de pensar en una tradición cristiana ininterrumpida, de la que hablan los restos arqueológicos y los cenobios anteriores a la reconquista, habla también ese éxodo de mozárabes de Al-Andalus trayendo sus preciados códices. Pero ¿a dónde los llevarían de no haber quién los recibiera? Y esos códices están o estuvieron en tierras riojanas. Me permito una breve detención en lo que significó el monasterio de San Millán de la Cogolla, pues es a él a quien orientaré mis pasos tanto en busca de precisiones lingüísticas como literarias. Hay un códice fechado el año 933 en el que se hermanan dos tendencias contrapuestas: la mozárabe y la castellana. El escriba Jimeno copió este manuscrito en el que «tanto la letra, como sobre todo las iniciales y las capitales de los títulos dejan entrever rasgos mozárabes, con elementos castellanos típicos muy marcados, revelándonos unas conexiones del primer taller de escritura emilianense con los otros monasterios de región burgalesa, así como el impacto de numerosos códices de la librería reunida al tiempo de la fundación». El testimonio nos resulta precioso por cuanto implícitamente nos lleva a esos años «de la fundación» o, a lo menos, de los documentos conservados que, en el cartulario del monasterio, comienzan en el 759, fecha anterior a las ocupaciones leonesa y navarra y que conviene con la lápida de Arnedillo (869), las iglesias de Santa Coloma, de San Esteban de Viguera, la pajera de Albelda, etc.

Era necesario este excurso sobre el mozarabismo para que pudiéramos entender otros acontecimientos de ese siglo X en el que nos hemos instaurado. El día 1.º de diciembre del año 921 un documento del Cartulario de Albelda nos cuenta cómo unos monjes eligen a Pedro como abad y le rinden obediencia. La nómina trae 122 nombres de los cuales deben ser vascos Azenar, Enego/Enneconis, Galindo, Garsea, Velasco y acaso Ozandus/Oxando. Creo que esto es importante: los antropónimos vascos son muy escasos, y aun ellos de los que se extendieron por los dominios románicos, con lo que acaso hubiera que atenuar su significado, pero se infiere de ese repertorio algo que es fundamental: hubo unos hombres latinos y germánicos que duraron en la Rioja, incluso cuando la islamización se había impuesto oficialmente, y el sentido de una tradición romana y visigótica estaba viva antes de que Sancho Garcés I hubiera conquistado definitivamente la región (920-922) y esos monjes, tanto en el monasterio de Cárdenas, son el testimonio de una continuidad cultural que desaparecerá con la llegada de Sancho Garcés I: el rey pamplonés llevó a Nájera su corte, donde hizo la primera acuñación navarra que conocemos y sustituyó la onomástica antigua por otra nueva: desapareció el 50 % de los nombres latinos y germánicos del documento del año 921 y la proliferación de vasquismos onomásticos, que he estudiado en otra ocasión, es posterior a esa fecha y habrá que considerarla como resultado de la conquista pamplonesa, por más que esas gentes fueran absorbidas después por la población románica que se estableció en la Rioja.




 

El problema de las glosas

 

Todo este largo caminar tenía una arribada lingüística. Porque continuidad latina o repoblación, mozarabismo o vasquización repercuten sobre la vida cultural de la región, que era muy intensa, según venimos señalando. Más aún, los libros se encuentran aducidos en los momentos más fríamente enunciativos, que fueran pocos y de contenido limitado a escasos temas, no es razón para que no tuvieran un hondo significado según veremos y aún habría que recordar algo harto significativo: en el siglo XIII el desarrollo bibliográfico era muy importante y no exclusivamente de temas religiosos, sino que un autor de erudición tan grande como Alfonso el Sabio pide en préstamo diversos libros a los cenobios riojanos. En 1270 tomó del cabildo de San Martín de Albelda un libro de cánones, las Etimologías de San Isidoro, las Colaciones de Juan Casiano y un Lucano; de Santa María de Nájera, Donato, Estacio, un Catálogo de los Reyes Godos, el Libro Juzgo, la Consolación y los Predicamentos de Boecio, un libro de justicia, Prudencio, las Bucólicas y Geórgicas, las Epístolas de Ovidio, la Historia de los Reyes de Isidro el Menor, Liber Illustrum virorum, Preciano y algunos comentarios al Sueño de Escipión de Cicerón. No es este el momento de decir qué significaba poseer esos libros historiales y tan selectos poetas, pero ya es bastante lo que ese albarán nos dice: se sabía cuán ricas eran las bibliotecas riojanas en el siglo XIII y a ellas tenía que recurrir quien era paradigma del saber. Y tampoco seria ligereza pensar que en ese siglo XIII, en San Millán, leyó y aprendió Gonzalo de Berceo. Pero no adelantemos nuestros pasos: en el Cartulario del Monasterio podemos rastrear numerosas referencias que vienen al caso. En el año 864, el conde don Diego hace una importante donación al monasterio de San Felices de Oca y en ella, junto a cálices de plata, casullas de seda, rebaños de ovejas, hatos caballares o vacadas, figura una manda de treinta y ocho libros; tres años más tarde, el abad Guisando y sus hermanos de religión fundan la iglesia de San Juan de Orbañanos y la dotan de mil predios rústicos, pero además conceden a la iglesia una colección de libros, «id est antiphonario, missale, comnico, ordinum orationum, ymnorum, psalterium, canticorum, precum, passionum» y regalos semejantes se documentan en el 872, el 997, el 1001. Si pasamos a otras colecciones, encontramos idénticas generosidades y lo que es más hermoso, en 1125, se nos cuenta cómo el llamado Libro de las Homilías de la catedral de Calahorra se empezó a escribir cuatro años antes y no pocos clérigos de la sede prestaron su auxilio. A ellos se les inmortalizó en unos versos que comienzan así:

 

 

Huius factores libri sunt hii seniores

 

 

 

Sedis honorate, Calagurrimis edificate.

 

 

 

Patrum Mascussi scribi prius ordine iussit,

 

 

 

Qui dedit expensas large, pelles quoque tensas,

 

 

 

In quibus illorum sunt gesta notata uirorum,

 

 

 

Qui coluere Deum Christique insigne tropheum,

 

 

 

Quod credunt eque, Patriarche, Christicoleque.

 

 

 

 

Nada de extraño tiene que en ambientes como estos, que se continúan a lo largo de siglos, hubiera aprendices que necesitaran traducir, cuando el latín les resultaba difícil. Esta explicación la más sencilla, es la experiencia que hemos repetido todos a lo largo de centurias y centurias, en mil lugares distintos. El neófito no dispone fácilmente de un diccionario, tan imperfecto como queramos, pero no está al alcance de todos, ni se puede perder el tiempo en buscar en aquel inhábil sistema de alfabetización, y, lo de siempre, una equivalencia interlineada, una llamada al margen, unos numeritos que deshacen el hipérbaton. La torpeza, un día se convirtió en un hecho milagroso: gracias a esa ignorancia se anotaron las primeras palabras de una lengua. Porque aquel hombre que tan torpe estaba en sus latines, puso al acabar las lecturas las primeras palabras del español: «conoajutorio de nuestro dueno, dueno Christo, dueno salbatore, qual dueno get ena honore equal dueno tienet ela mandatjione cono Patre, cono Spiritu Sancto, enos sieculos delosieculos. Facanos Deus omnipotens tal serbitjo fere ke denante ela sua face gaudioso segamus. Amen».

En el margen derecho, las glosas castellanas.

He dicho español porque hay un sincretismo lingüístico que no es riojano, ni siquiera castellano: rasgos locales (cono, enos) se enlazan con otros navarro-aragoneses (get, honor femenino) y con otros vascos, como las glosas 31 y 42. Este primer vagido de nuestra lengua tenía un sentido integrador y no pueblerino: a mitad del siglo X, aquel clérigo de latines tan poco ilustres había pulsado unas cuerdas que aún nos estremecen. Ya no merece la pena señalar qué era el cenobio de San Millán en el siglo X. Sí quiero comentar algo que aún no he dicho y que enhebra la línea de mi discurso: el siglo X significa la restauración de Nájera, con cuanto política y culturalmente trae consigo; significa la pérdida de numerosísimos antropónimos latinos que desaparecen con la llegada del vascón Sancho Garcés I y lo que de ello inferimos, y significa que ese romance incipiente va a contar cada vez más. Y aún silencio hechos literarios como la épica que se denuncia en la Nota emilianense. Dos siglos después las cosas habían llegado a tal extremo que el papa Celestino III faculta al obispo de Calahorra para que pueda absolver a los que han maltratado a los clérigos en las guerras civiles y, como los tales no saben latín, permanecen excomulgados por no poderse dirigir a la sede apostólica.

Otros pocos años más tarde y Gonzalo de Berceo nos repetirá mil veces que escribe román paladino para remediar las necesidades de quienes no saben latín: será el final de la evolución que empezó, documentalmente, en el siglo X y que junto a los términos clásicos anotará otros más vulgares, sin salir del propio latín (partitiones por divisiones, verecundia por pudor, etc.).

El manuscrito que nos ha conservado estas glosas es el n.º 60 de San Millán y se conserva en la Academia de la Historia. Manuel Díaz en una valiosísima aportación ha señalado no pocas novedades para su estudio: se trata de dos códices distintos, salidos de un mismo escriptorio y probablemente copiados por la misma mano, la del presbítero Nuño. Tal vez fuera trasladado en el siglo IX a algún cenobio pirenaico y de allí pasaría a San Millán a finales del siglo X. Fue probablemente en San Millán, donde se le añadieron las glosas. Es lógico que no acertemos de manera inequívoca con la localización exacta del manuscrito o la geografía precisa de las glosas: quisiéramos el acta notarial del nacimiento de nuestra lengua y sólo podemos aducir conjeturas. Nos esforzamos en lo que es razonable y deseamos una confirmación objetiva. Ya es bastante ese conjunto de indicios y el que no se ha significado bastante: las anotaciones en vasco. El lector del códice sería religioso -no simplemente clérigo- sabía un latín menos exquisito que el que trataba de aprender, hablaba un romance en el que incrustaba rasgos navarroaragoneses, sabía vasco, si es que no lo hablaba habitualmente. Todo esto nos lleva a la Rioja por cuanto he tratado de ir exponiendo y por la adscripción del manuscrito al cenobio de San Millán ya en el siglo X. Si no tuviéramos estas certezas podríamos hablar de alguna otra región próxima, como Navarra, donde, en 1076, se pusieron unas curiosísimas glosas trilingües a un documento de San Miguel in Excelsis (Huarte-Araquil): el escriba separa el habla de los rústicos (vasco) de la «nuestra» (latina), pero una mano coetánea interlinea en romance, como si reviviera el espíritu del escriba emilianense que al clásico precipitemur, apostilla con guec ajutuezdugu y lo hace equivaler a non kaigamus (glosa 42). Nos quedamos con la integración que significa ese manuscrito 60: integración lingüística, integración -también - cultural en lo que el códice nos manifiesta. Integración cumplida en tierras de la Rioja con elementos de la policroma Hispánica.




 

El Camino de Santiago

 

Aunque documentos conservados en la Rioja nos hablan de peregrinos en tierras burgalesas de Villarcayo y aunque conozcamos la atracción que ejercía el sepulcro de San Millán, sólo el camino de Santiago significó una nueva realidad para la Rioja. La Crónica Najerense cuenta cómo Sancho el Mayor desplazó la vía de peregrinaciones hacia las riberas del Ebro.

Las causas que motivaron el cambio del itinerario no deben extrañarnos: el reino engrandecía su expansión política, ampliaba sus posibilidades económicas y aseguraba unas fronteras militares.

Pero si hubo una voluntad regia que servía a estos ideales materiales, a remolque de ellos se produjo un sustancial cambio cultural: hubo que atraer gentes de tierras lejanas, se modificó la liturgia tradicional, penetraron los aires de Europa con mil motivos diferentes y todo ello repercutió sobre la historia cultural de la región, no porque antes no se hubieran sentido tales influjos, sino, precisamente, gracias a ellos. Ahora las relaciones no sólo se ennoblecían en unos cuantos monasterios, sino que en las calles de las ciudades o a la vera de los caminos se oían nuevas voces que traían nuevas ideas. Hubo que construir ciudades, aposentar a las gentes que itineraban, acondicionar los caminos. La historia, con la decisión de Sancho III cobra un nuevo sesgo: en el siglo X los monasterios castellanos y riojanos tenían una estrecha vinculación, pero el influjo renovador viene luego, en los siglos XI y XII, y tanto en la historia codicológica como en la literaria.

No merece la pena insistir en lo que es harto sabido: Alfonso VI manifiesta un talante europeo que cohonestaba con los deseos terrenos y espirituales de la orden de Cluny. Es esto lo que ahora me interesa. Los monjes imponen el rito latino y eliminan el llamado mozárabe. Las cosas fueron complicadas y de ellas he tenido que ocuparme, pero no dejan de ser curiosos algunos paralelismos: el arzobispo de Auch preside el Concilio que restaura la sede jacetana y entre los nueve obispos asistentes figuraba el de Calahorra; consecuencia de la asamblea fue el establecimiento del rito latino, que se inauguró con una misa en San Juan de la Peña (22 de marzo de 1071), por más que el pueblo no manifestara gran entusiasmo, según quedó constancia en Zurita; tenemos testimonios de la implantación del rito en Castilla y el juicio de Dios que se celebró en Burgos, y que tanto escandalizó al gran historiador aragonés. Pero, al fin, las cosas quedaron claras: «Iste Aldefonsus [VI] sub era M.ª C.ª XVII [1079] dedit monasterium Naiarum cluniacensibus monachis»; años después, el legado apostólico escribía al papa Adriano IV una carta de valor singular, gracias a ella sabemos los caminos y suasiones que se utilizaron para convencer a los reacios y las decisiones violentas cuando no se avenían a razones.




 

Franceses y francos

 

Si parece lógico pensar que el nuevo trazado del camín romíu (1030) atrajo a comunidades francesas (la anexión de Santa María de Nájera al Cluny en 1079 sería un motivo más que significativo) y estas comunidades determinaron una mejora de los conocimientos del latín, se estaba trabajando para un afrancesamiento de la región, tanto por lo que tiene que ver con las gentes llanas que eran atraídas como por los clérigos que establecerían unos nexos muy fuertes con el movimiento unificador del Cluny y que se proyectaría también sobre el pueblo menudo con la implantación del rito latino. Ahora bien, la atracción que pudieran sentir las gentes de Francia no sería sólo por un señuelo aventurero (la peregrinación) o cultural (la comunidad de doctrina) sino que pronto tuvo que contar con una fuerte llamada que forzaba al arraigo: me refiero a los privilegios económicos con que se atraía a los nuevos pobladores. Entra aquí un nuevo motivo de discusión que paso a considerar.

Libertas o ingenuitas eran designaciones de sendas condiciones sociales. El hombre libre tenía un Status libertatis que le permitía el ejercicio de sus derechos, mientras que el ingenuo estaba limitado por las cargas que debía levantar. Por eso, en multitud de ocasiones, se habla de cualquier concesión hecha libre e ingenua, pero tales adjetivos no son sino los atributos de cada una de esas condiciones sociales que, a veces, irán acompañadas de las expresiones que se estiman necesarias para la comprensión del texto. Así en un documento del Cart. SMC, fechado el año 959 se lee: «damus ad Sanctum Emilianum sine ullo fuero malo, ut líberos et ingenuos ab omni servicio regali velseniores serviant vobis per omne seculum». Pero a partir del año 1095 un nuevo concepto aparece en la terminología jurídica, el de franco. Naturalmente, no puede desligarse de la necesidad real de poblar las tierras por las que discurre el camino de Santiago. Pero esto merece mayor detención.

Logroño era, desde su primera documentación en 926, una explotación agrícola, que en 1054 ya se había convertido en un núcleo ciudadano dentro de la honor regalis. Pero el cambio

fue la consecuencia de la desviación del trazado de la calzada de Santiago hecha por Sancho el Mayor que trocó la pequeña aldea en una etapa importante del camino, la del paso del Ebro,

en la época en la que el rejuvenecimiento de Europa impulsaba el desplazamiento de caballeros, peregrinos, mercaderes y aventureros por las vías del continentes.

He aquí cómo se cohonestaban esos dos principios: la honra del reino en sus ciudades bien pobladas y el asentamiento estable de gentes que aseguraran el buen resultado de estos deseos, y con él, una creciente prosperidad de la hacienda real. Así, pues, Logroño alcanzará esos fines, si supera la condición social de villanos, que sus habitantes tienen, liberándolos de «la opresión servil», y si logra atraer a gentes que están libres de tales gravaciones. Para ello se aspiró a que vinieran a la puebla hombres extraños a la tierra a la que se daba un estatuto ventajoso; fueron franceses como próximos al territorio e interesados por las peregrinaciones a Santiago. Entonces se estableció la fórmula jurídica de la franquitas o unión del aspecto positivo de la libertas y del negativo de la ingenuitas. El Fuero de Logroño es muy claro en las distinciones, no siempre tenidas en cuenta, ni siquiera tras el luminoso estudio de Ramos y Loscertales; en el preámbulo del texto se dice que se da el fuero para aquellas gentes que vengan a poblar «tam de francigenis quam etiam de ispanis, uel ex quibuscumque gentibus». Es decir, «franceses (=de Francia)»; «españoles (= de Hispania)» o gentes venidas de cualquier otro sitio. El adjetivo francigenis era conocido en la edad media como «francés» o como ajeno a la tierra. Cuando en el Fuero de Logroño se habla de francos, la palabra no quiere decir «francés» (para eso está francigenus) sino «hombre dotado de un determinado status social (liber + ingenuus)».

Los francos gentes con status franquitae originariamente fueron franceses, pero lógicamente los españoles quisieron alcanzar ese privilegio y el fuero de Logroño permite ver cómo se cambia el estatuto social de los primitivos villanos en el más beneficioso de la franquita, con lo que pasaron a ser pobladores tanto los que vivían en Logroño como los que después vinieron a establecerse.

Estamos llegando a un punto final, siquiera sea momentáneo: la presencia francesa está signada por la voluntad real, sea trayendo a la Rioja el camino de Santiago, sea asentando unos clérigos franceses, sea protegiendo intercambios de ambos tipos o atrayendo a gentes de Galorromania que, estableciéndose de manera permanente, sirvieron a esos ideales de la monarquía castellana.

La voluntad real acertó en cuanto aquí nos ocupa, y Logroño -bien conocida ya- se convierte en un punto de referencia dentro de la poesía trovadoresca. Paulet de Marsella (...1262-1268...) fijará dos hitos para hablar de la superficie de España, justamente ambos están en el camino de Santiago y uno es Logroño.




 

En torno a Berceo

 

La Rioja se vinculó al mundo de los trovadores por algo más que esta referencia. La famosa familia de los Haro, que dejó no pocos ecos en algunos poetas provenzales, tuvo que ver con la región, pues don Diego López de Haro fue señor de Rioja y de Nájera. Pero hemos llegado al siglo XIII y la presencia francesa la vamos sintiendo de una u otra forma: gentes innominadas y frailes entendidos nos han hecho ver cómo el camino de Santiago había determinado algunas relaciones, o la riqueza de una gran familia. Pero no nos basta con esto. Quiero entender cómo la influencia francesa no es ajena a otros hechos culturales con los que puede enlazarse.

Esta receración de Gonzalo de Berceo  es obra de Rubio Dalmati y Alejandro NarvaizaYa en el siglo X el monasterio de Nájera recibía saberes de Galorromania y hasta Albelda llegó una épica francesa de carácter legendario, que motivó la ya famosa nota emilianense, incluida en un códice que encierra un complejo mundo cultural. Pero, después de que el camino de Santiago fuera desviado, resultaría trivial seguir hablando de estas influencias si no tuviéramos motivos de relevancia que nos llevan hacia la literatura en lengua vulgar. Con lo que nuestra mirada abarca un amplio campo de cultura que tiene que ver con el menester del traductor. De este modo se amplió el significado de los franceses, más allá -o más acá- de los códices y de los fueros; ayudaron a crear una lengua apta para quehaceres empeñados y orientaron el quehacer de algún grandísimo poeta. Tendremos que centrarnos en San Millán, floreciente y arruinado según los tiempos, pero lleno de vida tras la impronta que marcó Sancho el Mayor. Más aún, si se ha dicho que sus copistas constituían un taller especializado, la misma especialización tendremos que reconocerle un siglo o dos más tarde.

La Vida de Santa María Egipciaca es un poema francés: se escribió en el siglo XII y fue traducido en los albores del siglo XIII y tras rechazar hipótesis no razonables llegué a la conclusión de que nuestra historia «procedía de alguno de los famosos cenobios riojanos» que florecían en aquel momento. Estamos ante un pequeño problema que va a alcanzar una proyección singularísima porque va a enlazarse con esta tradición cultural que viene floreciendo en la región desde el siglo X, que ha permitido que la fe de bautismo de nuestra lengua se extendiera en San Millán, que allí -nacionalmente unidos- estuvieron castellanos, navarro-aragoneses y vascos. Pero, y las cosas se nos van enlazando, aquel rey vascón que fue Sancho el Mayor hizo pasar por Logroño el camino de Santiago y esto motivó una nueva concepción jurídica para atraer a los extranjeros y para dignificar a los nacionales, pero -y además- los franceses nos integraron en el movimiento europeísta que marca el Cluny y ahora, en este final de los procesos, nos encontramos -otra vez la Rioja- con la primera poesía culta española.

Y es que no existen problemas pequeños, si de cultura se trata: el más insignificante motivo puede agigantarse en las manos que saben elaborarlo. Y como los monasterios del siglo X con su floración codicológica, en el XI con el camino de Santiago, en el XII con las secuelas del derecho de francos (establecido en 1095), en el XIII con las referencias de los trovadores provenzales y, ahora, con la explicación de algo singular: Gonzalo de Berceo no es un hecho aislado, florece en San Millán porque allí hay una gran tradición culta: gracias a ella podría el poeta traducir fidelísimamente un manuscrito latino bien semejante al Thot de Copenhague, inspirarse en otros para contar las vidas de los santos regionales.

Pero no es por esto por lo que aduzco la Vida de Santa María Egipciaca y Gonzalo de Berceo. En la segunda mitad del siglo X había en San Millán un manuscrito en el que se copiaban las vidas de seis santas (Catalina, Melania, Castísima, Egeria, Pelagia y María Egipciaca), pero esta literatura culta se enriqueció con otra en lengua vulgar cuyos testimonios nos llegan hasta hoy: el texto francés de la vida de Santa María Egipciaca tuvo que ser conocido, como muy tarde, en el paso del siglo XII al XIII, y, gracias a la enorme fidelidad del traductor castellano, he podido reconstruir un diccionario español-francés, hecho singularísimo en cualquier tradición cultural, sorprendente a comienzos del siglo XIII, y algo que resulta probatorio para mi tesis: Gonzalo de Berceo había leído la versión castellana de aquel original anglo-normando y, en el Sacrificio de la Misa, aparece la constancia de ello, pero -a su vez- Gonzalo de Berceo no era sino un eslabón intermedio: el Libro de la Infancia y Muerte de Jesús, a pesar de su anisosilabismo e independencia con respecto a una fuentes concretas, incorpora a su relato varios versos de los Loores de Nuestra Señora.

Ya es mucho haber conocido un texto francés que estaría en San Millán y que sirvió de punto de partida a un desarrollo literario que duró más de medio siglo. Pero tras estas verdades subyacen otras: los textos sobre María Egipciaca y la infancia y muerte de Jesús están copiados, junto al libro de Apolonio en el manuscrito III - K - 4 de la Biblioteca escurialense. Ninguno es aragonés, sino castellano, ¿por qué se copiaron juntos? ¿No procederán de un mismo monasterio? Pero no basta con ello. Berceo y el libro de Apolonio son coetáneos, y para expresarse utilizan dos recursos revolucionarios: la lengua vulgar y la cuaderna vía. Estamos en el camino de saber cómo llegó el Arte de «sílabas contadas» a la Península, y, al parecer, no poco tendría que ver el influjo francés en la Rioja. Sabemos, sí, que el metro procede de Francia, pero los indicios van apuntando a lugares muy precisos. Los mismos que dieron cobijo al poema hagiográfico y que sirvieron de punto de partida para otras representaciones gráficas. Pues la hipótesis del riojanismo de esta literatura ha dejado de serlo, convertida ahora en certeza. Pero hay más: al estudiar las representaciones de Santa María Egipciaca, he encontrado no pocas, y en tiempos diferentes, tanto en monasterios como en catedrales de la región; aparece en algún topónimo y lo que es más sorprendente -o, si se prefiere, mas lógico- su irradiación hacia tierras burgalesas. Pero hagamos un breve, y necesario, inciso.

A partir del siglo XI, «el mecanismo glosístico se desarrolla especialmente en la región de Burgos-Rioja» y hay otra multitud de conexiones entre Castilla y nuestra región. Pero lo que interesa es señalar -si ello no fuera redundante- las estrechas relaciones entre los focos culturales de esas tierras tan cercanas. Pero, en busca de unos apoyos, aún añadiré más: de la Biblia de Valvanera, desdichadamente desaparecida, se sacaron copias, una de las cuales fue a parar a Oña y aún parece que sirvió de modelo a otras de Calahorra (siglo XII) y San Millán (siglos XII y XIII). Si aduzco estos dos motivos es porque uno, el vinculado con Oña, me va a servir de inmediato, y otro, el temporal, nos lleva de la mano de la cronología hasta los días de Berceo. Porque todo esto tiene que ver con la traducción española de la Vie de Sainte Marie l'Egiptienne; migró del monasterio riojano donde se tradujo y llegó a San Salvador de Oña. Allí se perpetuó en un fresco que nos resulta de singular valor: se cubrió de yeso y ahora, al restaurar el templo, han salido esas pinturas del siglo XIV. Lo que resulta admirable es que el pintor no seguía la Leyenda dorada de Jacobo de Vorágine, sino el relato castellano en verso, como creo haber probado. Y estaríamos con otro cabo que anudar a nuestro ovillo: la vía de peregrinaciones trajo monjes y atrajo gentes. Vamos teniendo unos hitos: Sancho el Mayor en el siglo XI, Alfonso VI en 1074 (entrega de Nájera al Cluny) y en 1095 (fuero de Logroño) han marcado una impronta decisiva: florece un vulgar latín, pero también las lenguas vulgares son capaces de crear cultura y se cumple ese prodigio de traducir al rayar el siglo XIII y con fidelidad admirable, un poema francés del siglo anterior. Después, Berceo en esa gran encrucijada de Europa que es el camino de Santiago: textos latinos, conocimiento romance. Pero nada ha significado ruptura: paso a paso hemos ido andando nuestra senda y, al irradiar el texto poético sobre las pinturas de Oña en el siglo XIV, cerramos nuestra peregrinación.






 

Conclusiones

 

Las conmemoraciones oficiales sirven para despertar recuerdos dormidos. Pero pueden desvirtuar la verdad con su reclamo y con la obligación de dar precisiones. Nosotros no necesitamos de ello; más aún, sabemos de su incierta verdad. Y es lo que debemos decir desde esa objetividad que pretendemos.

Bien poco hace sonaron todas las alharacas: el milenario de nuestra lengua. Pero una lengua no nace como un ser biológico; se taja el cordón umbilical y tenemos un ser nuevo. La lengua empieza siglos y siglos atrás, se elabora poco a poco, crece, puede manifestarse, pero ni siquiera entonces es una criatura distinta, pues seguirá recibiendo influjos que siguen conformándola. Pero no importa: la lengua no se lleva al registro civil para que haya constancia de su ser. No sabemos dónde nació (¿son los serments de Strasbourg?, ¿las glosas emilianenses), ¿la carta de Monte Casino?), ni cuándo (la primera documentación no es el quejido de la criatura alumbrada). Insisto, no importa: tenemos unos datos de referencia y a ellos estamos aduciendo. Un día dudoso, en un lugar incierto, de un ignorado escriba se produjo el milagro. Y todos los indicios nos llevan a una región en la que se mantuvo la tradición visigótica, en la que se intentó reconstruir el pasado anterior «como ideal eclesiástico más que político». Esto, que es cierto, asegura una continuidad que vino a servir a fines culturales: preparación de los útiles para escribir, técnica codicológica, arte de las miniaturas, tipos de letra, etc. Nada se improvisa ni nace de la nada: ahí estaban los frailes riojanos en relación con el arte de los mozárabes o sus conexiones con las regiones peninsulares del Norte y su conocimiento de Europa. Este fue el mantillo en el que se abrieron otras flores, porque la Rioja -mil veces llamada tierra de transición- recibía los bienes que con los demás se compartían, que el saber es de todos y los cabildeos lugareños no llegan a ninguna parte. Y así empezaron los prodigios, no tanto por lo que transitó, sino por lo que se afincó. Hombres que hicieron pueblos sobre «fuego muerto» y que dieron vida a Nájera, con lo que la vida no se interrumpía y la reconquista de Sancho Garcés nos enseña algo muy cierto: los vascones influyeron y desplazaron a la tradición hispano-latina y visigótica que se había transmitido hasta el siglo X. Y aquí tenemos un momento clave: sobre un códice pirenaico un estudiante riojano pone unas glosas. Estamos en un cenobio con tradición latina, y aquel estudiante que develó el gran misterio tenía dos registros de lengua: uno culto, con el que tropezaba, y otro vulgar, que le servía para aclarar dificultades. Pero aquel hombre tenía, también, una lengua familiar, en la que hablaba, y esa lengua tenía rasgos castellanos y navarro-aragoneses. Además, se ayudaba del vasco. Lo dijo hermosamente Dámaso Alonso: había nacido una lengua para hablar con Dios y, si bajamos al mundo de las contingencias, esa lengua era el español. Por la incorporación unificadora de todos los elementos románicos y no románicos en el doble registro latino.

Pero la reconquista necesita defender sus tierras para que no vuelvan a ser perdidas, y aumentar su producción y fijar a sus hombres. No podemos desligar esto de lo que acabo de escribir. Tras la bajada de los reyes pamploneses, otro rey vascón desvía el camino de Santiago y otro da carácter legal a los que se llamaron fueros de francos. De nuevo Europa: porque si los benedictinos del siglo X europeizaron, los cluniacenses del XI luchan por la unidad de la cristiandad y aquí se cumple el destino de Occidente: nueva latinización y el aire de Europa que entre a raudales. Surge así un cultismo flagrante y un ennoblecimiento del arte popular. No es contradicción, sino integración: riojano es el primer poema hagiográfico de nuestra lengua, pero no es posible una hagiografía sin cultura, y se da en una región, si no en el mismo monasterio, donde se inventarán supercherías eruditas como los votos de San Millán de las que acaso no se vio libre algún gran nombre de nuestra literatura. Pero si las glosas fueron el primer tanteo lexicográfico en romance, la vida de Santa María Egipciaca permitió hacer el primer glosario bilingüe que conocemos de dos lenguas vulgares. Y, como a finales del siglo X, ahora, al empezar el XIII, gracias a la tradición cultural que no se interrumpe y que sigue creando manaderos de saberes. Hasta llegar a Berceo: el poeta más latinizante de nuestra historia literaria y, por otra parte, creador de una lengua poética en romance al servicio de quienes, por no saber latín, se creían incultos. Todo es coherente y lógico: la tradición europea (latinizante y culta) era apoyada por el rey para servir a su propio reino. Pero ese mismo rey, se amparará en la lengua vulgar para contar con unos vasallos que se identificarán con él gracias al instrumento lingüístico que los une.

Todo esto se cumplió con la precisión de las piezas movidas sobre un tablero de ajedrez. Las cosas fueron así, y en la Rioja, porque todo se había preparado para que el destino, fatal, se cumpliera. Los vaivenes políticos una vez llevaron hacia Navarra, y se escribieron las glosas emilianenses; otras llevaron a Castilla, y vino la europeización que hizo posible la obra de Gonzalo de Berceo. No solitaria, sino ineluctable por cuanto ya sabemos. El destino se había cumplido: en aquel rincón encontramos el lógico testimonio de la lengua española porque todo ayudó para que así fuera. En aquel rincón escribe el primer poeta español porque todo ayudó para que así fuera. Ni en un caso ni en otro dados caídos al azar, sino resultado de una partida sabiamente dispuesta. Ni las glosas ni Berceo son, cronológicamente, los primeros. Las glosas y Berceo son algo más: el testimonio de un destino que tenía que cumplirse.

 

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