Contenido.

1.      Los cincuenta vuelven a estar de moda.

2.      El impagable servicio que nos presta la buena literatura.

3.      La fiesta de todos los Santos revivida al leer “La Regenta”.

1.- El desagradable recuerdo de la fiesta de todos los Santos.

2.- La llegada del invierno.

3.- La pérdida del encanto en las cosas.

4.- Y el siniestro e inacabable tañido de las campanas tocando a muerto.

5.- Y el inacabable tocar a muerto impregnaba el pensamiento y la imaginación de todos con el más sombrío pesimismo.

6.- La mentira del luto oficial.

7.- La sensación de asfixia de las solitarias almas inquietas, obligadas a vivir en una sociedad insoportablemente hipócrita.

 

 

1.      Los cincuenta vuelven a estar de moda.

 

Cuando Inglaterra estornuda, España pilla una neumonía. Los periódicos españoles de este martes 11 de mayo de 2010, con la que está cayendo, insisten en la “noticia” de que “los cincuenta (en Inglaterra) vuelven a estar de moda.”

No sólo el filme “An education”,  que trata de reflejar esa época, ha tenido un inesperado éxito, sino que Sadie Jones,  una escritora-revelación, ha vendido casi un millón de ejemplares de su primera obra, “El rebelde”, que es un melodrama también ambientado en ella.

Sadie Jones “define” aquella época como “un momento entre la Guerra Mundial y la “liberación” de los 60. Momento en que la gente—the  people—se vió obligada a dejar de lado muchas cosas para reconstruir sus vidas”. Sigue explicando que “en ese ambiente hipócrita pero fascinante, ha querido desarrollar la historia de un marginado dentro de su comunidad”.

Aclara que ambiente “hipócrita” quiere decir ambiente “no sincero” de una “época difícil en la que no se vivía como se pensaba y se quería”, debido a las graves dificultades de todo tipo que la Guerra había dejado como inevitables secuelas.

Salvo muy raras excepciones, éste impenitente lector de periódicos, oyente de radios y espectador de televisiones que soy yo, no les tiene ningún respeto a los periodistas. No son los años 50 lo que está de moda. No. Lo que desde el comienzo del s. XXI está de moda es el contradictorio y complejo siglo XX, el de las tremendas crisis económicas, el de las dos Guerras Mundiales declaradas y una tercera—la eufemísticamente llamada “Guerra Fría” (1948 – 1989) —vergonzante, el de los totalitarismos, el de los campos de exterminio comunistas, nazis y nipones; y también el siglo de la libertad, el de los derechos humanos; el siglo del progreso, el siglo de la ciencia y de la tecnología, el siglo de la informática, el siglo de la imparable globalización. Nuestro siglo, en definitiva. El siglo de nuestra vida. Los años 50 sólo son una parte de ese siglo. La parte de la reconstrucción y de la difícil y esforzada reconquista del bienestar después de la terrible II Guerra Mundial.

Yo sólo quiero volver a un momento muy preciso de los 50, la fiesta de todos los Santos,  pero lo quiero hacer de una manera muy concreta, exponiendo cómo la revivo cada vez que releo un texto muy determinado de La Regenta.

 

2.      El impagable servicio que nos presta la buena literatura.

 

Pocas veces se nos ha dicho tan claramente para qué sirve la buena literatura como lo hace Juan Ramón Jiménez en este poema:

¡Inteligencia, dame
el nombre exacto de las cosas!
… Que mi palabra sea
la cosa misma,
creada por mi alma nuevamente.

Que por mí vayan todos
los que no las conocen, a las cosas;
que por mí vayan todos
los que ya las olvidan, a las cosas;
que por mí vayan todos

los mismos que las aman, a las cosas…
¡Inteligencia, dame
el nombre exacto, y tuyo,
y suyo, y mío, de las cosas!

 

La buena literatura sirve para mostrarnos de manera práctica cómo se expresan aquellos sentimientos, aquellas emociones, aquellas experiencias íntimas que nosotros, personas normales y corrientes, no acertábamos  a explicar.

El poeta, el narrador nos explica por qué y cómo nos pasa lo que nos pasa y además lo hace en el lenguaje más preciso, con las palabras y las frases más apropiadas.

 

“¡Inteligencia, dame
el nombre exacto de las cosas!...

Que por mí vayan todos
los que no las conocen, a las cosas;
que por mí vayan todos
los que ya las olvidan, a las cosas;
que por mí vayan todos

los mismos que las aman, a las cosas…

 

¡Servicio impagable el de un escritor  que trabaja guiado por esa idea!

Que no estoy mareando la perdiz lo demuestra lo que les cuento a continuación.

 

 

 

3.      La fiesta de todos los Santos revivida al leer “La Regenta”.

 

            1.- El desagradable recuerdo de la fiesta de todos los Santos.

 

De la historia de nuestra vida, cosa natural, unas fechas las recordamos con agrado y de otras preferimos no acordarnos. Hablemos de una de las segundas. Como si hubiese estado en vigencia el antiguo calendario judío [1], hubo una tarde y una noche siniestras, absolutamente negras para mí durante toda mi infancia. Estoy hablando de la tarde y noche del 1 de noviembre con su prolongación en la larga mañana del 2.

Me he preguntado muchas veces por qué y mi respuesta coincide con los sentimientos que tal fecha le suscita a Ana Ozores en el magnífico texto de Leopoldo Alas “Clarín”, La Regenta, T. II, cp. XVI.

 

2.- La llegada del invierno.

 

 

En Manjarrés, pueblo ya de la Sierra, el 1 de noviembre era el inicio de un muy duro y largo invierno. A mí no me gustaba el invierno. Toda la vida se veía entorpecida y las comunicaciones y servicios básicos, siempre escasos (la visita del médico, el autobús de línea, v. g.), en invierno podían llegar a desaparecer. Necesitaba yo la luz, el calor y la tranquilidad que el invierno cruelmente me negaba.

Comienza el cp. XVI.

“Con Octubre muere en Vetusta el buen tiempo. Al mediar Noviembre suele lucir el sol una semana, pero como si fuera ya otro sol, que tiene prisa y hace sus visitas de despedida preocupado con los preparativos del viaje del invierno. Puede decirse que es una ironía de buen tiempo lo que se llama el veranillo de San Martín. Los vetustenses no se fían de aquellos halagos de luz y calor y se abrigan y buscan su manera peculiar de pasar la vida a nado durante la estación odiosa que se prolonga hasta fines de Abril próximamente. Son anfibios que se preparan a vivir debajo del agua la temporada que su destino les condena a este elemento. Unos protestan todos los años haciéndose de nuevas y diciendo: «¡Pero ve usted qué tiempo!». Otros, más filósofos, se consuelan pensando que a las muchas lluvias se debe la fertilidad y hermosura del suelo. «O el cielo o el suelo, todo no puede ser».

Ana Ozores no era de los que se resignaban. Todos los años, al oír las campanas doblar tristemente el día de los Santos, por la tarde, sentía una angustia nerviosa que encontraba pábulo en los objetos exteriores, y sobre todo en la perspectiva ideal de un invierno, de otro invierno húmedo, monótono, interminable, que empezaba con el clamor de aquellos bronces.”

 

3.- La pérdida del encanto en las cosas.

 

La perspectiva del largo invierno le quitaba la gracia a todo, vistiéndolo de un gris frío y mortecino. Recuerdo con especial angustia algunos primeros de noviembre, con sus tardes ya desapacibles, frías y lluviosas, con su muy escasa luz ensombreciéndolo todo y reflejándose en el pulido empedrado de la calle, más brillante y más frío y más inhóspito cuanto más húmedo.

Prosigue el texto de “Clarín”.

“Aquel año la tristeza había aparecido a la hora de siempre.

Estaba Ana sola en el comedor. Sobre la mesa quedaban la cafetera de estaño, la taza y la copa en que había tomado café y anís don Víctor, que ya estaba en el Casino jugando al ajedrez. Sobre el platillo de la taza yacía medio puro apagado, cuya ceniza formaba repugnante amasijo impregnado del café frío derramado. Todo esto miraba la Regenta con pena, como si fuesen ruinas de un mundo. La insignificancia de aquellos objetos que contemplaba le partía el alma; se le figuraba que eran símbolo del universo, que era así, ceniza, frialdad, un cigarro abandonado a la mitad por el hastío del fumador. […]”

 

4.- Y el siniestro e inacabable tañido de las campanas tocando a muerto.

 

En Manjarrés existía la costumbre de tocar a muerto durante toda la tarde y noche del 1 de noviembre. Los mozos las pasaban en la torre bien pertrechados de rosquillas y anís. Aquel odioso sonido te perseguía por todas partes, te impedía jugar o dormir.

Ana Ozores acierta en sus apreciaciones.

“Las campanas comenzaron a sonar con la terrible promesa de no callarse en toda la tarde ni en toda la noche. Ana se estremeció. Aquellos martillazos estaban destinados a ella; aquella maldad impune, irresponsable, mecánica del bronce repercutiendo con tenacidad irritante, sin por qué ni para qué, sólo por la razón universal de molestar, creíala descargada sobre su cabeza. No eran fúnebres lamentos, las campanadas…; no eran fúnebres lamentos, no hablaban de los muertos, sino de la tristeza de los vivos, del letargo de todo; ¡tan, tan, tan! ¡cuántos! ¡cuántos! ¡y los que faltaban! ¿qué contaban aquellos tañidos? tal vez las gotas de lluvia que iban a caer en aquel otro invierno.”

 

 5.- Y el inacabable tocar a muerto impregnaba el pensamiento y la imaginación de todos con el más sombrío pesimismo.

 

Además del tañido de las campanas estaban las deprimentes piadosas lecturas sobre “la buena  muerte” y los cuentos de “ánimas en pena” que obligatoriamente teníamos que oír aquella maldita tarde y aquella interminable noche que eran, sin duda, las más penosas del año. Nunca me ha gustado nada que se regodee morbosamente con la enfermedad y mucho menos con la muerte. Odio todo lo relacionado con el terror y el miedo. Amo inmensamente la vida y sólo la vida me interesa. A los enfermos hay que ayudarles a recobrar lo antes posible la salud y a los muertos hay que enterrarlos dignamente y agradecerles, viviendo, todo lo que han hecho para que nosotros les sobrevivamos. Tenemos mucho qué hacer en este mundo para perder el tiempo pensando en el “otro”. Hay que pensar en la muerte, sí, pero para vivir y disfrutar con mayor intensidad la vida.

La Regenta critica con acierto las sandeces “filosóficas” que los “junta-letras” y los “caga-tintas” suelen propalar sobre la muerte.

“La Regenta quiso distraerse, olvidar el ruido inexorable, y miró El Lábaro. Venía con orla de luto. El primer fondo, que, sin saber lo que hacía, comenzó a leer, hablaba de la brevedad de la existencia y de los acendrados sentimientos católicos de la redacción. «¿Qué eran los placeres de este mundo? ¿Qué la gloria, la riqueza, el amor?». En opinión del articulista, nada; palabras, palabras, palabras, como había dicho Shakespeare. Sólo la virtud era cosa sólida. En este mundo no había que buscar la felicidad, la tierra no era el centro de las almas decididamente. Por todo lo cual lo más acertado era morirse; y así, el redactor, que había comenzado lamentando lo solos que se quedaban los muertos, concluía por envidiar su buena suerte. Ellos ya sabían lo que había más allá, ya habían resuelto el gran problema de Hamlet: to be or not to be. ¿Qué era el más allá? Misterio. De todos modos el articulista deseaba a los difuntos el descanso y la gloria eterna. Y firmaba: «Trifón Cármenes». Todas aquellas necedades ensartadas en lugares comunes; aquella retórica fiambre, sin pizca de sinceridad, aumentó la tristeza de la Regenta; esto era peor que las campanas, más mecánico, más fatal; era la fatalidad de la estupidez; y también ¡qué triste era ver ideas grandes, tal vez ciertas, y frases, en su original sublimes, allí manoseadas, pisoteadas y por milagros de la necedad convertidas en materia liviana, en lodo de vulgaridad y manchadas por las inmundicias de los tontos!... «¡Aquello era también un símbolo del mundo; las cosas grandes, las ideas puras y bellas, andaban confundidas con la prosa y la falsedad y la maldad, y no había modo de separarlas!». […]

 

6.- La mentira del luto oficial.

 

Siempre es verdad que “el muerto al hoyo y el vivo al bollo”. Siempre es verdad que los humanos, ante la muerte de alguien, lo que sienten es la inmensa satisfacción de sentirse vivos. Pero hay que disimularlo y simular un dolor que en absoluto se siente. Sólo los menos sentían de verdad la ausencia de los seres queridos ya fallecidos: los huérfanos, las viudas jóvenes, las madres que habían perdido a alguno de sus hijos aún niños...Los que habían perdido a un buen amigo… Y para de contar.

Magistral la descripción del comportamiento de la gente en esa fúnebre tarde.

“Se asomó al balcón. Por la plaza pasaba todo el vecindario de la Encimada camino del cementerio, que estaba hacia el Oeste, más allá del Espolón sobre un cerro. Llevaban los vetustenses los trajes de cristianar; criadas, nodrizas, soldados y enjambres de chiquillos eran la mayoría de los transeúntes; hablaban a gritos, gesticulaban alegres; de fijo no pensaban en los muertos. Niños y mujeres del pueblo pasaban también, cargados de coronas fúnebres baratas, de cirios flacos y otros adornos de sepultura. De vez en cuando un lacayo de librea, un mozo de cordel atravesaban la plaza abrumados por el peso de colosal corona de siemprevivas, de blandones como columnas, y catafalcos portátiles. Era el luto oficial de los ricos que sin ánimo o tiempo para visitar a sus muertos les mandaban aquella especie de besa-la-mano. Las personas decentes no llegaban al cementerio; las señoritas emperifolladas no tenían valor para entrar allí y se quedaban en el Espolón paseando, luciendo los trapos y dejándose ver, como los demás días del año. Tampoco se acordaban de los difuntos; pero lo disimulaban; los trajes eran obscuros, las conversaciones menos estrepitosas que de costumbre, el gesto algo más compuesto... Se paseaba en el Espolón como se está en una visita de duelo en los momentos en que no está delante ningún pariente cercano del difunto. Reinaba una especie de discreta alegría contenida. Si en algo se pensaba alusivo a la solemnidad del día era en la ventaja positiva de no contarse entre los muertos. Al más filósofo vetustense se le ocurría que no somos nada, que muchos de sus conciudadanos que se paseaban tan tranquilos, estarían el año que viene con los otros; cualquiera menos él.”

 

7.- La sensación de asfixia de las solitarias almas inquietas, obligadas a vivir en una sociedad insoportablemente hipócrita.

 

Me costó más de un disgusto mi rechazo visceral al morboso e hipócrita “culto a los muertos”. Sí, creo que, efectivamente, en aquella primitiva sociedad herméticamente cerrada había mucho aburrimiento y, de vez en cuando, se necesitaban sensaciones fuertes. Como el culto a la muerte, por ejemplo.

 “Ana aquella tarde aborrecía más que otros días a los vetustenses; aquellas costumbres tradicionales, respetadas sin conciencia de lo que se hacía, sin fe ni entusiasmo, repetidas con mecánica igualdad como el rítmico volver de las frases o los gestos de un loco; aquella tristeza ambiente que no tenía grandeza, que no se refería a la suerte incierta de los muertos, sino al aburrimiento seguro de los vivos, se le ponían a la Regenta sobre el corazón, y hasta creía sentir la atmósfera cargada de hastío, de un hastío sin remedio, eterno. Si ella contara lo que sentía a cualquier vetustense, la llamaría romántica... […]

«¡Y las campanas toca que tocarás!». Ya pensaba que las tenía dentro del cerebro; que no eran golpes del metal sino aldabonazos de la neuralgia que quería enseñorearse de aquella mala cabeza, olla de grillos mal avenidos. […]

«De lo que estaba convencida era de que en Vetusta se ahogaba; tal vez el mundo entero no fuese tan insoportable como decían los filósofos y los poetas tristes; pero lo que es de Vetusta con razón se podía asegurar que era el peor de los poblachones posibles». […]

Ya no pasaba nadie por la Plaza Nueva; ni lacayos, ni curas, ni chiquillos, ni mujeres de pueblo; todos debían de estar ya en el cementerio o en el Espolón...”


 

           NOTAS

          [1] “Pasó una tarde, pasó una mañana: el día primero.” Génesis, I, 5 b.

 

 

 

 
 

 

La fiesta de todos los Santos
revivida al leer “La Regenta”

Antonino M. Pérez Rodríguez
C
atedrático del IES Lope de Vega, Madrid