Confieso que uno de mis mayores placeres es hurgar en los estantes o anaqueles de las librerías de viejo y conversar con sus dueños, mis amigos los viejos libreros. No hace mucho me perdí adrede en una librería de viejo logroñesa y allí encontré uno de los primeros libros de lectura que, en Arenzana de Abajo, en casa de mis abuelos, pobló de paisajes y de personajes soñados mis fantasías infantiles y no tan infantiles. Es una obrita de lectura escolar escrita por el cerverano Manuel Ibo Alfaro y Lafuente (1828 - 1885) donde un padre relata a su hijo el viaje realizado a los Santos Lugares. El ejemplar que yo leí de niño había sido el premio obtenido por una de mis tías en un concurso de lectura celebrado en la escuela de Arenzana, aprovechando la visita de la inspección. Adquirí el librito y mientras lo hojeaba en el autobús de línea que me devolvía a Nájera, comencé a reflexionar sobre la función educadora de las lecturas escogidas en las que nosotros, los hoy ya sesentones, aprendimos a leer. Entonces la perversión del lenguaje pedagógico no había llegado a destruir la escuela. La escuela era el lugar donde el maestro enseñaba aprendiendo y el alumno aprendía enseñando. A eso se le llamaba “instruir” e “instruirse”. Y como debe ser, “instruyendo” se nos educaba a los alumnos. Todos los textos escogidos para aprender a leer nos enseñaban a vivir, a convertirnos en ciudadanos autónomos, libres, independientes, adultos y capaces de ser útiles a sus conciudadanos. Cumplían los viejos deseos de la Ilustración: forjar conciudadanos libres, honestos, felices y benéficos.
Lo dicho antes no se entiende, si no se tiene en cuenta a toda una sociedad que estaba convencida de que necesitaba una escuela tal que, mediante una instrucción sólida y bien cimentada y una educación exigente, fuese un instrumento eficaz para darles a los más necesitados una situación de verdadera igualdad de oportunidades. La sociedad mimaba entonces la escuela que necesitaba tener. Aquella escuela basada en la profesionalidad del maestro y en el premio al esfuerzo y dedicación de los alumnos encumbraba la capacidad, la competencia, la responsabilidad y el mérito personales. Y, a la vez, fustigaba la incuria, la pereza, la desidia y el parasitismo social. Y esto lo defendían, a la vez, los políticos de derechas y los de izquierdas. Recordemos los versos que en 1933 escribió Bertolt Brech.
¡Estudia lo elemental! Para aquellos cuya hora ha llegado no es nunca demasiado tarde. ¡Estudia el “abc”! No basta, pero estúdialo. ¡No te canses! ¡ Empieza! ¡Tú tienes que saberlo todo! Estás llamado a ser un dirigente. [] ¡Asiste a la escuela, desamparado! ¡Persigue el saber, muerto de frío! ¡Empuña el libro, hambriento! ¡Es un arma! Estás llamado a ser un dirigente.
Y recordemos también aquel bello soneto de Elías Calixto Pompa (1836 – 1887), un liberal venezolano autodidacto, hombre de varios oficios, político de varia fortuna, articulista, autor de teatro..., sobretodo escritor de “poemas sencillos pero cargados de mucho sentimiento y experiencia de vida” que merecieron ser recogidos en los libros de lecturas escolares y en los manuales de educación a mediados del s. XIX y comienzos del XX, en Hispanoamérica y en España:
En la tremenda crisis que afectó a toda la Sociedad Occidental y que es conocida como Revolución de 1968, la jerarquización de los valores de ésta sociedad quedó totalmente pervertida. El efecto inmediato fue que, en nombre del igualitarismo y de la discriminación positiva, este tipo de escuela fue destruida desde los cimientos. Las consecuencias están a la vista de los que no quieren verlas. Los sucesivos informes PISA nos advierten que son los alumnos de origen más modesto los que recurren mayoritariamente a la enseñanza pública, y los que salen peor parados en su preparación. Pero la memoria agradecida de la sociedad a aquella escuela que instruyendo educaba y que era un efectivo instrumento de promoción social se mantiene vivo en nuestros días. Veamos uno de los muchos ejemplos que pueden citarse. Roberto Calvo Torre y Concepción Redondo Moreno, miembros de la Asociación para la Recuperación Cultural y del Entorno de Soto en Cameros (ARCES), han publicado Hijos ilustres del Camero Viejo, ARCES, Logroño, 2005. Se trata de un elenco de biografías de relevantes personalidades del Camero Viejo, una de las cinco comarcas que se unieron a comienzos del siglo XIX para formar la provincia de La Rioja, luego provincia de Logroño y andando el tiempo Comunidad Autónoma de La Rioja. Ese elenco recoge vidas de santos, de nobles, de eclesiásticos, artistas, científicos, ingenieros, políticos… y de “algunos maestros de escuela entrañables.” Los maestros son tres, dos de Soto y un tercero de Laguna de Cameros. Hay que añadirles dos comerciantes, fundadores de escuelas de primeras letras, uno en cada uno de los dos pueblos antes citados. Nos hablan de finales del s. XVIII y del transcurso del XIX. De pueblos con gentes que tienen que emigrar en la España de provincias. Téngase eso muy en cuenta porque en lo que sigue hay más modernidad y más progreso que en los días que corren. Empecemos por los últimos. Simón de Ágreda Martínez crea una fundación, administrada por un patronato, que asegura la continuidad de una escuela comarcal gratuita para niños y niñas, sita en San Román de Cameros. El único requisito para acceder a una plaza escolar era el de ser niño o niña de San Román o pueblos cercanos. La sección de niños comienza a funcionar en 1787. En ese año ya está construida la sección de niñas, pero, por dificultades económicas, no entra en funcionamiento hasta 66 años más tarde, en 1853. Durante esos largos años el deseo del fundador de dotar una sección de niñas se convierte en objetivo irrenunciable que pasa de padres a hijos hasta que por fin se consigue. La historia de esta batalla a favor de la promoción social conseguida por medio de la instrucción que forma y educa individuos útiles a la sociedad, sean varones o mujeres, es realmente hermosa. Don Juan Esteban de Elías Pérez fue un indiano afortunado, pero que toda su vida llevó clavada en el alma la espina de “no haber podido ir a la escuela, entonces inaccesible para los hijos de familia humilde como por desgracia era la suya”. Cuando una inteligente dedicación a los negocios le proporciona medios económicos para poder sacarse esa espina, “convencido de que la instrucción y la educación que conlleva son la base de la prosperidad del individuo y de los pueblos, funda y dota una escuela gratuita y obligatoria para niños y niñas de la villa de Soto de Cameros y pueblos vecinos”.
Pero lo más interesante es que, para que la instrucción educadora “comience en la más tierna infancia”, funda y dota, también, una“escuela infantil aneja” que acoja a niños y niñas “ desde que despechan hasta la edad de cuatro años.” Las maestras que atiendan la “escuela infantil” y la escuela de niñas deben ser, si fuera posible, del propio pueblo de Soto. Se trata de abrir un horizonte profesional a las propias alumnas del pueblo. La escuela de Soto, cumplidos todos los deseos del fundador, comienza a funcionar en 1824. Al curso siguiente, los niños escolarizados en ella eran 210 y las niñas 100. No me resisto a copiar literalmente las palabras del fundador de “esta escuela de primeras letras” que son formulación de la mejor herencia de La Ilustración y de su hijo unigénito el liberalismo (político y económico a la vez e indisolublemente, no fastidiemos):
“Bien convencido y penetrado mi corazón de que el establecimiento de esta escuela es uno de los mayores beneficios que puede hacerse a esta villa de Soto y a su vecindario, proporcionándoles a todos los jóvenes de ambos sexos una educación religiosa, civil y científica que sea el principio fundamental de su felicidad futura, no he perdonado medio alguno de cuantos han estado a mis alcances para perpetuar en lo posible su estabilidad y duración…” O. C., p.112.
De los tres maestros, todos fallecidos hacia 1930, se destaca:
Suvida, la de unos ciudadanos honrados y trabajadores. Su inserción en la vida social, cultural e incluso económica del pueblo donde ejercen su profesión. Algunos se unen al pueblo incluso por lazos de matrimonio, Todos son considerados unos queridos convecinos. Su competencia profesional. Los informes de la Inspección dicen que, en sus escuelas, los alumnos, en su mayoría, terminan con un nivel de conocimientos que podrían pasar a la enseñanza media sin necesitar examen previo alguno. Su material escolar de elaboración propia. No son ágrafos ni mucho menos. Su esfuerzo por avanzar en la carrera profesional. Dos terminan haciendo un brillante papel en la Escuela Normal de Maestros de Logroño. Su proyección exterior. Son capaces de presentar en los foros que tienen a mano un objetivo examen de la enseñanza que practican y que se practica en España. No viven aislados en su escuela de pueblo. Su capacidad de innovación educativa. Uno de ellos organiza “Colonias Escolares de Verano”, sufragadas por el Ayuntamiento, ya desde 1904. Otro funda en Logroño una editorial pedagógica con imprenta incluida que se ha mantenido casi durante todo el siglo pasado. Reconocido su labor. A los tres, sus pueblos les han reconocido su labor con calles, plazas, monumentos, dedicados; pero sobre todo con un admirado y agradecido recuerdo.
Esa raza de maestros cameranos, y por extensión, riojanos, no se ha perdido. Este verano, a la entrada de un pueblo riojalteño, al lado del más que relleno contenedor de papel y cartón, alguien había dejado unas cajas de cartón con periódicos, revistas, libros sin valor especial y papeles varios. De todo ello me quedé un muy incompleto Cuaderno de Notas de un tal “Cascarrabias” donde el autor, profesor recientemente jubilado, había manuscrito con buena letra una serie de pequeños ensayos sobre temas de actualidad que le interesaban, encuadrándolos en una especie de diario, digamos que de reflexión. Voy a transcribir el último que aparece en el Cuaderno porque para lo que estoy tratando, me viene como hecho de encargo o como anillo al dedo. Dice así:
“Desencanto.
Esta mañana he dado mi última clase. Lo he pasado mal, pero he procurado que no se notase mucho y creo que lo he conseguido. Llegué por primera vez a mi trabajo por sorpresa y en silencio; y quiero irme de él en silencio y sin que se note demasiado. He trabajado en el Instituto durante treinta años, la mitad de mi vida. Llegué recién salido de la Universidad, soltero aún. No era ya muy joven en años, pero en saber vivir, era un jovenzuelo inexperto, ejemplo perfecto del “príncipe que todo lo aprendió en los libros”. El trato diario con mis alumnos, en las clases y fuera de ellas, la convivencia con los profesores y, quiero subrayarlo, con inolvidables personas del muy mal llamado “personal no docente”, me humanizó y me fue convirtiendo en un hombre de provecho. Pasado algún tiempo, me fui ganando la confianza de mis colegas y tuve que aceptar las responsabilidades que se me ofrecían. Ha resultado que he pasado en equipos directivos un tercio de mi carrera docente. Pero, bien miradas las cosas, los cargos son inevitables si se tiene un poco de iniciativa y otro poco de responsabilidad. Una vez desempeñados, vienen a ser como las canas o las arrugas; lo mejor es olvidarse de ellos. De lo que estoy más satisfecho es de haber peleado con uñas y dientes para hacer realidad en mis clases la idea de la enseñanza que yo, como alumno, poco a poco, me había ido haciendo en la escuela, en el colegio y en la universidad. Esta ha sido mi verdadera programación. La que nunca figurará en ningún archivo de la Consejería de Educación.
1. Dónde enseñar.
Dice Alfonso X en las Partidas, partida II, título XXXI, ley 1ª: “Estudio es ayuntamiento de maestros et de escolares que es fecho en algunt logar con voluntad et con entendimiento de aprender los saberes.” Estudio (no general, no universitario) “puede mandar facer…concejo de algún logar.” La cosa queda meridianamente clara: un Instituto es lugar donde profesores y alumnos deciden reunirse voluntariamente para “aprender los saberes”; los unos esforzándose en explicarlos y los otros, en comprenderlos. Ya tiene claro el Rey Sabio que corresponde también a la autoridad civil la erección de tal lugar. Valle – Inclán escribe en el comienzo de su Sonata de Primavera: “La silla de posta se detuvo. Estábamos a las puertas del Colegio Clementino. Ocurría esto en los felices tiempos del Papa-Rey, y el Colegio Clementino conservaba todas sus premáticas, sus fueros y sus rentas. Todavía era retiro de ilustres varones, todavía se le llamaba noble archivo de las ciencias. El rectorado ejercíalo desde hacía muchos años un ilustre prelado: Monseñor Estefano Gaetani, obispo de Betulia, de la familia de los Príncipes Gaetani. Para aquel varón, lleno de evangélicas virtudes y de ciencia teológica, llevaba yo el capelo cardenalicio.” Valle describe bien en este texto cómo eran, en el último tercio del s, XIX, los todavía llamados Colegios, los descendientes directos de las primitivas universidades medievales. Se trataba de lugares relativamente apartados y ajenos a la actividad económica, política y mundana, que, justamente por ello, protegidos por todas sus premáticas, sus fueros y sus rentas, todavía eran retiro de ilustres varones, todavía se les llamaba noble archivo de las ciencias. Sus directores solían ser hombres honrados y sabios, auténticas autoridades morales.
2. Qué enseñar.
La Constitución política de la Monarquía Española promulgada en Cádiz á 19 de Marzo de 1812 dice en sutítulo IX. De la Instrucción Pública. Capítulo único: “Art. 366. En todos los pueblos de la Monarquía se establecerán escuelas de primeras letras, en las que se enseñará a los niños a leer, escribir y contar, y el catecismo de la religión católica, que comprenderá también una breve exposición de las obligaciones civiles. Art. 368. El plan general de enseñanza será uniforme en todo el reino, debiendo explicarse la Constitución política de la Monarquía en todas las universidades y establecimientos literarios, donde se enseñen las ciencias eclesiásticas y políticas.” Como la Constitución de 1812, yo creo en la Instrucción Pública como único medio de educación en la escuela. La Instrucción (que significa “proporcionar los conocimientos y el entrenamiento necesario al instruido para realizar con éxito la tarea encomendada”), cuando es Pública, consiste en enseñar a los alumnos a leer, escribir y contar, y una breve exposición de las obligaciones civiles privadas y publicas de un buen ciudadano en una sociedad civil. A cualquiera se le alcanza que: leer no es sólo deletrear; escribir no es sólo juntar letras o palabras, contar no es sólo recitar mecánicamente los números. Leer es entender lo escrito, escribir es expresarse correctamente por escrito, y contar es entender el lenguaje que habla la naturaleza y expresarse en él; es decir, las matemáticas aplicadas a la Física, la Química y las Ciencias Naturales. Enseñar eso tan elemental, tan aparentemente simple, no es nada sencillo. Uno de mis mejores profesores universitarios decía que para explicar 100 hay que saber 110 y tenerlo muy bien asimilado. Otro nos advertía que: el profesor novato intenta explicar más de lo que sabe, el profesor experimentado, sólo lo que sabe, y el profesor sabio, menos de lo que sabe porque se limita a explicar bien lo que los alumnos, en su nivel, necesitan saber. Un tercero nos advertía que la clase era de los alumnos, que los profesores estábamos exclusivamente a su servicio y que guardáramos nuestros lucimientos para simposios y congresos donde cualquiera de los oyentes estaba mejor o igual preparado que nosotros y, si nos poníamos impertinentes, nos podría facilmente bajar lo humos. Mis alumnos saben que mi comienzo de curso se inicia con la advertencia de que si buscan la verdad, tienen que desconfiar sistemáticamente del libro de texto y no hacerle mucho caso al profesor, antes de pensarse ellos dos veces si tiene visos de lógica lo que él acaba de explicar. El argumento de autoridad, la obediencia mal entendida, nos devuelve a las cavernas. Vamos a detenernos en este importante punto.
3. Cómo enseñar.
Decía Johann Wolfgang von Goethe que enseñar era “habituar a los alumnos al trato cotidiano con lo sublime.” Esta es, creo yo, la mejor definición que se puede dar del noble arte de enseñar. Y es una verdad cuya evidencia todos los profesores dignos de ese nombre hemos constatado diariamente. El conocimiento objetivo, exacto, de la realidad, da lo mismo en qué parcela de ella se obtenga, es verdad, es bondad y es belleza y es riqueza y libertad para quien lo adquiere y para quienes conviven con él. Pero tal verdad debe completarse con otra no menos evidente: el alumno necesita adquirir conocimientos, pero, a la vez, que, con ello, consigue construir su propia personalidad y autoridad. En 1676, el jesuita Pedro de Mercado en su libro Práctica de los ministerios eclesiásticos dice al maestro. “Cuidede que los discípulos le pregunten sus dudas; y cuando le preguntaren, respóndanles con afabilidad; porque si se desabren con las respuestas, no se atreverán a hacerle preguntas; y en no preguntando se quedarán en sus ignorancias”. Toda enseñanza es un dialogo individualizado entre el profesor y cada uno de sus alumnos. El profesor debe estar siempre a disposición de todos sus alumnos. Debe ser su guía segura y su tutor eficaz, pero debe hacer más. El profesor debe aspirar a que sus alumnos sean más sabios que él y para lograrlo debe ir reforzando su personalidad, su propia capacidad de reflexión, su independencia de criterio. Creo, con algún otro viejo maestro de mis tiempos de alumno universitario, que lo más difícil es lograr que los alumnos empiecen a pensar por su cuenta. Pero eso es exactamente lo que hay que conseguir.
4. Para obtener qué resultados.
En unas declaraciones de mi admirado traductor de textos árabes, don Emilio García Gómez, leí una vez que el aula universitaria debía ser un sitio de trabajo intenso, en equipo, donde ya desde el primer curso, primero enseñaba el profesor y los alumnos aprendían, pero, poco a poco, profesor y alumnos se iban acostumbrando a aprender juntos. A formar un verdadero equipo de investigación. Don Emilio me devuelve al comienzo, a la definición de centro de enseñanza dada por Alfonso X: “Estudio es ayuntamiento de maestros et de escolares…”.
Mi programación era una “ring composition”.
Conclusión.
Una programación se hace para ser consecuente con ella. Seámoslo. Esta mañana he dejado de ser maestro. No tengo ni escolares ni estudio. Esta es mi poco jubilosa situación. Como mucho he pasado a ser una “vieja gloria”, un efímero recuerdo de profesional cumplidor. Debo rehacer otra vez y de otra manera mi vida…”
Como habrá comprobado el lector, el espíritu de la vieja escuela camerana sigue, gracias a Dios, en pie. Como sus estupendas mantas de la mejor lana.
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