El sujeto-objeto de
la ciencia histórica tradicional ha sido fundamentalmente la
síntesis compuesta por los grandes hechos y los personajes
extraordinarios.
Excepcionales, únicos, unos y otros, conjunta y
separadamente, han atraído la atención del historiador,
precisamente por destacarse, por diferenciarse y sobresalir de entre
el monótono acontecer de la normalidad. Un suceso insólito que rompe
la uniformidad monocorde de los días, un individuo distinto, que
instala con su acción un hito memorable en la vida de la comunidad,
son los que sensibilizan con su importancia el umbral de la
historicidad.
Irrupción y alteración de lo evolutivo, «revolución» de las
que ambos son cabeza, inauguran nuevos procesos, de cuya
trascendencia serán medida la profundidad y duración (persistencia)
del cambio. Historia-hecho (Crónica) e Historia-héroe
(Biografía) -de rey, caudillo, santo, sabio, genio- constituyen
la doble morfología que opcionalmente puede adoptar el testimonio de
su historicidad.
Sólo la concepción de la Historia como vivencia de sujetos
colectivos y la valoración como histórica de toda acción y
producción humanas (activas y pasivas), es decir, la Historia social
y la Historia total, en sus diversas concepciones y denominaciones,
han venido a perturbar, a modificar, aquella consideración de lo
histórico que, para nosotros, resulta ya anacrónica.
En efecto, todo lo que el estrecho enfoque «historicista»
desechara en su producción investigadora, todo lo normal,
convivido y compartido, lo vulgar e incluso nimio según su
apreciación, es lo que una nueva (ya no tan nueva)
orientación conceptual de lo histórico ha venido a incorporar a sus
objetivos e incluso a colocarlos como objetos primordiales de su
interés.
La razón se nos aparece clara observando la propia evolución
de la Teoría de la Historia. Identificado progresivamente lo
histórico con lo humano, es decir, llegando a estimar
histórico todo aquello que afecta al hombre, y no sólo lo que éste
ejecuta (también lo que esporádicamente le sucede), no cabe duda de
que resulta más histórico aquello que afecta a un mayor
contingente humano, así como lo que en él perdura más
dilatadamente.
Es curioso -y no ha sido en la modernidad debidamente
resaltado- que semejante valoración estuvo ya latente en los propios
orígenes de la Ciencia histórica, cuyo padre, Herodoto, se ocupó en
describir la cultura egipcia; cuando Tácito transmitió a sus
coetáneos el género de vida de los bárbaros; y, entre otros, cuando
Tito Livio informó sobre la organización de los pueblos ibéricos
antes de que éstos se convirtiesen en hispani.
Para la Historia actual, los datos «menores», que durante
siglos se mantuvieron inatendidos, latentes bajo el caudal fáctico y
personificado de su narración, han ido aflorando en diversos
momentos y bajo distintas formas a la actual versión de lo
histórico.
Poco a poco, los despectivamente llamados «hechos de
repetición: (Xénopol) han ido accediendo, precisamente por
reiterativos, por duraderos, a un primer plano de valoración
histórica: su formulación (volteriana) fue «la costumbre».
A la exaltación del suceso le sucedió la constatación del
proceso; a la búsqueda del acontecimiento, la consolidación de éste
en institución; frente al individuo como protagonista de la
Historia, la colectividad, la sociedad y, en último término, la
Humanidad. Todo ello, atenido proporcionalmente al marco
geográfico-cronológico-cualitativo de cada acción contemplada.
«La nueva Historia -ha escrito Jacques Le Goff-, después de
haberse hecho sociológica, tiende a hacerse Etnología. ¿Que hace
descubrir la mirada etnológica del historiador en su propio
dominio? Determina un vaciamiento radical del acontecimiento, con lo
cual realiza el ideal de una Historia sin acontecimientos, o mejor
dicho, propone una Historia hecha de acontecimientos repetidos o
esperados, fiestas del calendario religioso, hechos y ceremonias
relacionados con la Historia biográfica y familiar: nacimientos,
casamientos, muertes ... En esta orientación hacia el hombre
cotidiano, la Etnología histórica conduce naturalmente al estudio
de las mentalidades, consideradas como lo que cambia menos».1
Una constatación esta última de que el ritmo primordial de la
Historia es el de la evolución, por más que se valore la revolución
como ruptura que, interrumpiendo aquél, produce ocasionalmente, bien
la aceleración, o bien el asalto, el cambio brusco, ya sea renovador
o reaccionario.
Pero, a nuestro juicio, la mentalidad no es sino uno de los
componentes o factores -quizá el fundamental- de la cotidianeidad:
su causa o/y su consecuencia. Lo cotidiano se conforma como un
conjunto de actos y de actitudes que puede identificarse con la vida
misma. Un sistema funcional que, aunque básicamente idéntico a toda
comunidad y a toda época humana, posee suficientes elementos
diferenciales para caracterizar e identificar los diversos
-múltiples- modos de ser vivido.
* * *
Más arriba hemos aludido de pasada sin nombrado, al ritmo
histórico. Un concepto de progresión en el tiempo que no siempre,
¡ay!, afecta a los valores, al progreso en cualquiera de los campos
axiológicos al que pretendamos aplicarlo: moral, tecnológico,
estético ...
Pero que, en el ámbito temporal al que hemos de referimos, la
Edad Media, suele suscitar, al evocarla, una cierta sensación de
laxitud, de inalterabilidad, de reposo, al comparar su ritmo con el
de otras épocas no menos convencionales: el Renacimiento, la
Ilustración y, no digamos, el movimiento uniformemente acelerado de
la hasta hace poco llamada «Edad Contemporánea», concepto y
denominación ya suplantados por los de «Historia del Tiempo
presente».
Como en su día apreció el buen definidor de la Edad Media
Pablo Luis Landsberg, «la confianza apriorística de que en el mundo,
por doquiera limitado, reina el orden, constituye el grandioso
optimismo metafísico del mundo medieval». «Áge de certitude
métaphysique -escribía más recientemente Genevieve d'Haucourt- qu'
a connu, plus que la nótre, d'allegrésse, ou du moins, de paix
intime et d'équilibre profond»2.
A ambas concepciones o visiones de la Edad Media corresponde,
ciertamente, la atribución de un ritmo histórico muy pausado. Pero,
¿es lícito delinear teoréticamente un período, una categoría
histórica de mil años de duración? ¿Cómo puede llamarse Reconquista
-se preguntaba Ortega y Gasset- a «una cosa» que dura ocho siglos? Y
Sánchez-Albomoz expresaba sus dudas acerca de la exactitud de
estimar la subsistencia de un régimen o sistema de vida -el
feudalismo o sus equivalentes- desde el fin del Imperio Romano hasta
el siglo XIX o, más aún, «desde las primeras dinastías egipcias
hasta la revolución rusa»3.
Sin embargo, acuñada y perseverante entre los historiadores
la noción de Edad Media, claro está que no cabe asignarle un
uniforme y penoso ritmo de permanente mantenimiento. No es,
evidentemente, el mismo de esforzada supervivencia de los primeros
siglos tenidos por medievales, que el acelerado cambio que
manifiestan, por ejemplo, los repetidos movimientos
insurreccionales de las clases campesinas en el siglo XlV.
Con todo, aceptamos la impresión de parsimonia que
-repetimos, comparativamente- puede ofrecemos el discurrir del
tiempo medieval. En lo esencial, una concepción del mundo y de la
vida, un sentimiento de seguridad y aceptación; o bien,
interpretado negativamente, de resignación o de impotencia, es la
visión que ofrece la imagen de la instalación del hombre medieval
en su existencia. De ahí la esencialidad de lo consuetudinario o,
denominándolo personalmente por primera vez, de lo cotidiano.
Un día es como otro
día,
hoy es lo mismo que
ayer (A. Machado).
Pasó un día y otro
día,
un mes y otro mes
pasó. (l. Zorrilla)
Todas las expresiones rítmicas -versos- que inspiran una
sensación de lentitud, de inmovilidad, son aplicables a esa
manifestación abrumadoramente presente de lo histórico que es lo
cotidiano. Y es precisamente la cotidianeidad de esa época de anchos
períodos rítmicos la que nos compete estudiar en esta Semana.
¿Será, por consiguiente, un objetivo inexpresivo,
ininteresante desde el punto de vista histórico? En absoluto. Se
trata, como hemos dicho, de lo más esencial de la vida de la
gente, de lo más común, a todos los hombres de
todos los tiempos, aunque considerado desde el punto de vista
de la morfología que determinan el tiempo y el espacio culturales de
la que llamamos Edad Media occidental.
* * *
Tres dimensiones reales o tres acepciones temáticas de la
Historia confluyen en la caracterización de la Historia
cotidiana, a la cual, por lo demás, aceptamos como inserta en la
Historia tradicional, cuyos elementos estimamos insustituibles como
puntos de referencia y apoyo. Esas tres acepciones o modalidades
son la Historia privada, la Historia local y la Historia total.
Sobre la primera, la Historia privada, me complace reverdecer
aquí los contenidos de Ensayo que sobre su naturaleza y
formas le dedicara en 1935 el entonces Decano de la Facultad de
Filosofía y Letras de la Universidad de Madrid, el filósofo D.
Manuel García Morente 4. Una nueva edición de aquel
Ensayo nos actualiza oportunamente el tema, ofreciéndonos la
descripción de las referidas formas, «no de ésta o de aquella vida
privada, -histórica- sino de toda vida privada»5. Para nosotros, las
estructuras en que ésta se realiza, los esquemas, por decido así,
geométricos en que se vierten sus contenidos y las categorías
vitales que la constituyen.
El grado último de la vida privada es, según García Morente,
la soledad, «el trato de la persona consigo misma», que puede
significar, desde el modo más perfecto de esa su experiencia -la
vivencia óptima de la propia verdad y libertad-, hasta el
sentimiento máximo del propio vacío de la propia identidad y
personalidad 6.
Progresivas formas de atenuación de la privacidad son, en lo
individual, la amistad y el amor; este último, cuando es pleno,
gozosa entrega del ser y el vivir de quien lo disfruta.
Pero -proseguimos nosotros- otros grados y formas descendente
s de lo privado, progresivamente incrementantes de lo social, son la
intimidad compartida -la familiaridad- y la vecindad; familiaridad
ésta compartida a su vez, y del mismo modo, positiva o
negativamente.
La vecindad supone además, por su parte, el pasaje de la
Historia privada al segundo de los estadios en que hemos reconocido
compartimentada la Historia cotidiana, es decir, a la Historia
local.
Los actuales métodos y objetivos de ésta se adaptan como un
guante a los de nuestra consideración, dado lo relativamente
reducido de las áreas de su aplicación, que supone, efectivamente,
una simple ampliación de lo vecinal. Su sujeto es la comunidad en
sus grados menores, sucesivamente acrecidos desde el vico o la
aldea, a través de la villa y la ciudad, hasta la comarca.
El localismo -estimó, por cierto, García Morente- significó
en la Edad Media una confusión entre lo privado y lo público, de la
que es manifestación extrema, según él, nada menos que el
feudalismo, «forma política de dicha confusión». El cual,
precisamente, «empieza a disolverse cuando el horizonte vital
empieza a dilatarse y permite ya discernir con mayor precisión entre
las relaciones públicas y las privadas»7.
La nueva Historia local se halla concebida, en efecto, no
como una crónica «de antiguallas, aniversarios y singularidades
locales», sino, más bien como un estudio de lo total en ámbitos
reducidos -una «localización de lo total», diríamos nosotros-,
enfoque del que puede ser modelo y paradigma la consagrada
monografía de Le Roy Ladurie7bis. Y, a la inversa, bajo
la forma de minucioso análisis de un fenómeno rigurosamente local,
al que se presenta como ejemplo de otros equivalentes, de producción
general y hasta universal. (Realizaciones, pero
negativas, de esta última especie son no pocas disecciones
descriptivas de materias ínfimas, acogidas al amparo de pomposos y
ambiciosos títulos ... seguidos, por lo general en tipografía
menor, del subtítulo de El caso de ... )8.
En todo caso, la Historia local puede entenderse también
(siguiendo al autor últimamente citado) «como un pasaje de la
comprensión que va y viene de la Historia general».
Bajo otra denominación y comprensión, la de Historia total,
aludimos al tercer compartimento enunciado de la Historia de la
cotidianeidad. Más que la generalidad, es la universalidad de sus
objetos y objetivos, la que engloba los de los anteriores y, de modo
especial, aquellos materiales -hechos, personas, actividades y
relaciones- desamparados por la Historia tradicional y que movieron
separadamente la atención de la local y de la privada.
* * *
Regresamos, pues, a la síntesis que encarna la Historia
cotidiana. Etimológicamente, pero también semánticamente, la
definiríamos como la «Historia de todo lo que hacen y todo lo que
les sucede a todos los hombres todos los días».
La raíz significante -journalière,
diaria- de su
denominación vincula su contenido, el suceder humano, a los ritmos
de las unidades cronológicas naturales, cosmológicas. Unos ritmos
que, por lo que hace a la Edad Media occidental, se hallan pautados
a partir de su medida menor, el día, conforme a la consagración
canónica del quehacer «a lo divino»: maitines, laudes, prima,
tercia, sexta, nona, vísperas y completas. Hebdomadariamente,
conforme al lapso de los días de la Creación. («y el séptimo
descansó»). Y en cuanto al año, adaptando la sucesión de las
estaciones (véanse los «calendarios laborales» de tantos capiteles
y Libros de horas) a los ciclos litúrgico s de Adviento, Navidad,
etc.
«La Historia cotidiana -se ha escrito cerca de nosotros
recientemente- es una forma de comprender e interpretar la Historia,
a partir de poder representarse cómo unos hechos, actitudes, ideas y
relaciones se han podido vivir a través de todos los movimientos del
ritmo humano, de los días, las noches, las estaciones de la
naturaleza y las edades del hombre»9.
Pero, al planteamos el estudio de la cotidianeidad, incapaces
de abarcarla en su integridad universal y omnipresente, tres
factores de diferenciación se nos suscitan al respecto: 1) ¿Qué
cotidianeidad?; 2) La cotidianeidad ¿de quién?; y 3) ¿La de cuándo y
dónde?
El tercero de estos factores ya nos viene dado para la
presente ocasión, dado que hemos de referimos a la Edad Media
occidental. Precisemos por consiguiente, los factores
correspondientes a los dos primeros interrogantes.
Al disponemos a un intento de sistematización de todos los
actos, prácticas y relaciones que componen la cotidianeidad, hemos
comprobado que nuestro cuadro clasificatorio de urgencia viene a
coincidir, casi de modo exacto, con la planificación de la Semana
para la que ha sido confeccionado.
Partiendo por nuestra parte del ya citado momento inicial de
cada jornada, la disponibilidad del tiempo, sea del individuo o de
la comunidad en que éste se halla inserto (y que, a los efectos de
nuestra consideración, funciona como un sujeto) se ordena
conforme a la satisfacción o práctica de las siguientes atenciones:
1. Comer y beber.
El tratamiento de todos los aspectos que bajo este
simple enunciado se amparan constituiría de por sí todo un tratado
que, por otra parte, le ha sido consagrado repetidamente. De modo
colectivo, en las jornadas reunidas en Niza en tomo al tema
Manger et boire au Moyen Age, cuyas Actas (vol. I y II) fueron
publicadas en 1984; y en las colaboraciones que, bajo el mismo
título en castellano, aparecieron diez años después en el núm. 223
de la madrileña revista Historia 16, coordinado por el Prof.
José Luis Martín Rodríguez.
«Comer y beber» afecta a la naturaleza de los alimentos
-carnes, pescado, frutas y verduras- y a las bebidas -agua, vino,
licores, sidras, cervezas- considerados desde su valor calórico,
vitamínico, proteínico, hasta su condimentación y consumo. La
primera, la gastronomía, constituye de por sí, como es sabido, todo
un arte cuya historia requiere a su vez para su dominio una
verdadera especialización. El modus operandi de preparar la
mesa -mantelería, cubertería, vajilla y cristalería-, los ritos de
distribución (Arte cisoria) y escanciado se corresponden
directamente con los niveles sociales y económicos de los
anfitriones. Entre el mendrugo de pan (no siempre cotidiano, ni de
hornada ni de presencia), junto a la olla puesta a hervir con poco
más que unos dedos de agua sobre las trébedes de un hogar campesino;
y la cocina regia, señorial o monástica, bajo cuya chimenea puede ir
asándose un buey entero, cabe el brazo de río canalizado en el que
se cogen las truchas a mano y se friegan las enormes perolas y
cazuelas ... (Estoy pensando, por ejemplo, en el monasterio
portugués de Alcobaça). Podemos imaginar, alineados, al siervo de
la gleba que economiza las brasas; al honrado menestral o artesano
en cuya mesa nunca falta el pan ni el vino; al rico mercader o
burgués atendido por servidores bien alimentados; al refectorio
monástico donde la colocación va acompañada de la lectura de un
capítulo de Flos Sanctorum; y al comedor nobiliario en el que
van siendo retiradas las viandas sobrantes (en el mejor de los casos
destinadas al Lázaro de turno), mientras los comensales se aprestan
a escuchar el recitado venal de los juglares o a danzar al son de
afinados rabeles, vihuelas y zanfoñas.
2. Vestir.
El atuendo es otro de los atributos elementales del humano
vivir. También la necesidad de abrigo, como la ornamentación
corporal y la vertiente moral de la vestimenta, calzado y tocado,
constituyen capítulo de atención primordial en el estudio de la
Historia cotidiana. Huelga encarecer su importancia y enumerar los
aspectos que su consideración exige: técnicos, artísticos,
discriminatorios; locales y estacionales; comerciales, psicológicos
y hasta jurídico-normativos (dimensiones, prohibiciones) ...
Acompañándose del estudio de los afeites y otros cuidados del cuerpo
(peinado, uñas, limpieza en general) que constituye un verdadero
subcapítulo de cierta actualidad en la Historia de lo cotidiano.
3. Vivienda.
El ámbito de toda vida personal, familiar, profesional y de
cualquier modo comunitaria es la casa. Bajo tal denominación
hemos de tener en cuenta en la Edad Media, nuevamente, la humilde
cabaña del campesino, el castillo y el palacio señoriales y las
mansiones urbanas (burguesas) en distinta gradación de calidad.
No son los mismos -nunca lo han sido- su ubicación, sus
materiales, ni sus dimensiones. No es el mismo tampoco su ajuar
doméstico, su atrezzo funcional: mísero y único camastro,
arca y escabel, por un lado; altos lechos flanqueados por ricos
doseles, por otro; ásperas pieles mal curtidas para aquéllos; suaves
sábanas, cálidas mantas y mullidos «plumazos» para éstos; suelos y
paredes desnudos, de simple tierra apelmazada los unos y de viejas
tablas o adobes apenas cocidos al sol las otras; espesas alfombras
para aquéllos e historiados tapices guarneciendo las segundas.
No, no puede sorprendemos el abismo existente entre ambos
extremos de la vivienda medieval cuando en nuestros días esa misma
distancia diametral se produce entre las chavolas suburbanas y las
urbanizaciones de lujo de cualquier ciudad europea, americana o
asiática.
Análogas, aunque menos intensas, son las comparaciones que
pueden hacerse entre los servicios higiénicos, prácticamente
inexistentes para la mayoría en los siglos medievales (y muchos de
los que les siguieron, hasta la época del «¡agua va!») y las
elementales instalaciones de pozos negros y altos «tronos», a veces
múltiples y de uso simultáneo ...
4. Trabajo.
A los efectos de nuestro objetivo, el presente epígrafe acoge
el segundo ámbito de la presencia cotidiana de cada sujeto,
individual o colectivo, con todos los enseres de su ejercicio y la
propia funcionalidad de éste.
Por lo que respecta al área agraria, básica y primordial en
la Edad Media, la labranza, sus aperos, los rendimientos de los
cultivos y la naturaleza de éstos, el régimen de explotación según
la propiedad de la tierra, las instalaciones y sus complejos, se
unen a la necesidad del conocimiento de las relaciones entre el
trabajador vinculado a la tierra, el libre -aparcero o colono-, y el
propietario, señor o no, al mismo tiempo, del predio laico o
eclesiástico a su vez, y persona física o jurídica (linaje,
concejo, monasterio, catedral, etc.).
En cuanto al trabajo en la vida ciudadana, es también
múltiple la riqueza de aspectos a tener en cuenta. Serán diversos
los que afecten al artesanado, la nomenclatura de cuyas actividades
ha dejado testimonio de su ubicación en tantos títulos de los
callejeros locales: Sillería, Cuchillería, Tintoreras, Tenerías,
Zapatería, etc. Como la localización de los «establecimientos»
mercantiles ha dejado su huella en topónimos de barrio como los de
Carnicería, Panadería, Pescadería o Red del pescado; y, para
el conjunto mercantil, los de Alcaicería, Alcaná, Zocodover,
etc.
Esta última actividad -sobre todo la textil- y la bancaria
(las «tablas de cambio») aparecen reiteradamente representadas en
tantas deliciosas miniaturas bajomedievales, en las que se documenta
de modo más o menos imaginario la realidad viaria con sus
construcciones domésticas y monumentales (iglesias, palacios) y las
plazas, puertas y murallas del recinto urbano, incluidos en su caso
los correspondientes puertos. Todo ello animado por la presencia de
viandantes, vendedores, carros, perros, mercancías, mendigos ...
componiendo curiosas escenas cotidianas de inconfudible cariz
ciudadano.
5. Holgar.
Las fiestas son otro elemento insustituible para jalonar la
monotonía de la vida cotidiana. El descanso dominical, ya aludido,
es un mandamiento divino cuyo cumplimiento llega a ser exigido y
vigilado incluso por la autoridad civil y que, desde luego, se
ejerce como un privilegio por los no libres y los trabajadores
asalariados, pese a que en tal día no percibirán el estipendio o
jornal que sólo justifica el esfuerzo journalier.
A su periodicidad semanal se une la de las fiestas locales y
las de santo patronazgo laboral, las movibles de la liturgia
cristiana, las conmemorativas de sucesos favorables y las promovidas
con proyección pública por motivos políticos o señoriales:
coronaciones, matrimonios y nacimientos, alianzas, triunfos
militares, celebraciones onomásticas o de aniversario y otros
acontecimientos que estimulan la liberalidad de los festejantes,
para contento de sus vasallos y convecinos.
Los cuales, por cierto, participan también en la solemnidad
de entierros y funerales, en los que las manifestaciones de dolor
(plantos) por parte del pueblo llegan a ser tan expresivos
cuanto más generosa sea su remuneración.
El aspecto lúdico de estos festejos abarca un amplio espectro
en el que se comprenden las «entradas» ceremoniosas de monarcas y
caudillos bajo arcos triunfales levantados al efecto, acompañadas
de aparatosas procesiones, como la montada para la recepción de
Alfonso V de Aragón en Nápoles, en 1443, para cuyo acceso a la
ciudad hubieron de derribarse hasta cuarenta brazas de su muralla.
«Las justas y los torneos» caballerescos eran por lo general
seguidos de literarias competiciones en las que se ponían a prueba
las dotes poéticas de los antes contendientes, convertidos para la
ocasión en doloridos amantes. (Allí también de la ostentosa
gastronomía, cuyas sobras eran degustadas por el vulgo servil y
circundante) en revividas parábolas de
Epulón y Lázaro. Allí «las ropas chapadas», «los tocados, los
vestidos, los olores» de las damas, «las músicas acordadas» y
«aquel danzar», evocados por Jorge Manrique en la Coplas a la
muerte de su padre.
Un tono menor, aunque, naturalmente, más compartido, tenían,
desde luego, las fiestas populares. En ellas participaba, o podía
participar, la práctica totalidad del pueblo, celebrando
acontecimientos recurrentes, ya de carácter agrario como «la cogecha
fecha» o la matanza del cerdo; ya, selectivamente, de carácter
«gremial» en la festividad del Santo patrono; o ya puramente
cronológico, como las fiestas mayas y la noche de San Juan, claras
cristianizaciones de olvidados ludi paganos.
Comunes a todos estos festejos son las danzas y canciones
que, junto con los trajes y disfraces ad hoc, las
representaciones teatrales, los juegos populares, los dichos y
refranes, las fablas, los cuentos y romances, las carreras y
corridas, las devociones y oraciones privativas, los exvotos, los
toscos instrumentos, los platos típicos ... forman parte del
folklore particular de cada comunidad o comarca.
6. Nacer, crecer, amar, gozar...
Son ya décadas las
transcurridas desde que la investigación viene tratando como
históricas las fases de la vida humana y la diversidad de las
modalidades con que éstas son vividas.
Los episodios y vicisitudes, positivos y negativas, de cada
sujeto y de cada grupo, forman parte de la vida cotidiana por serlo
de aquella vida íntima o privada que definimos como la más radical
manifestación de dicha Historia.
Ser nacido es un hecho histórico celular, biográfico, pero,
con el morir, los dos únicos sucesos universales, de los que todo
miembro de la Humanidad es sujeto, por lo menos paciente.
Pero no es lo mismo, y mucho menos lo fue en la Edad Media,
surgir a la vida y experimentarla en un país del Sur que en otro del
Norte de Europa. Tampoco, hacerlo en la España cristiana que en
al-Andalus; en la ciudad o en el campo; en casa humilde o noble; ni
en el siglo VII, que en el XII o en el XV. Por eso tiene sentido una
Historia especificativa de lo cotidiano y por eso cuenta ésta ya
con toda una producción historiográfica cuantitativa y
cualitativamente apreciable.
Ya existen, en efecto, monografías acerca de las variantes
históricas de la vivencia de la gestación y de los que podríamos
llamar ritos del parto. Más desarrollada está la Historia de la
infancia: la contemplación histórica del niño (o la visión del niño
en la Historia), con especial atención a su crianza, psicología,
protección, mortalidad, etc. Y, por supuesto, de su educación,
capítulo incluido en la bien desarrollada Historia de esta materia.
Aspectos todos extensibles a la adolescencia y a la juventud
medievales.
El amor es una cantera inagotable de aspectos y de matices de
relevancia histórica. Desde el más platónico sentimiento, a la
atracción sexual, el erotismo y su culto,
Todos estos modos amorosos poseen su propia manifestación
formal, sus representaciones y ceremonias. Los religiosos componen
la Historia de ciertas Ordenes monásticas y afectan a las de la
Iglesia y de la religión en sí. ¿Hemos de recordar aquí los
gestos y requisitos del noviazgo y de los esponsales, de la
boda, de la vida conyugal y el papel -tan variable jurídica y
fácticamente según lugar, tiempo y costumbre- de los esposos
como tales?
7 .... padecer,
envejecer, enfermar... El reverso de la moneda, comenzando por las penas y las
desgracias, tan normales, ¡ay!, en la vida humana de todo tiempo.
Su «institucionalización personal», el declinar de las
energías vitales, el ocaso físico y mental del individuo que
significa la vejez; en definitiva, la Historia de ésta, ha comenzado
también a tomar cuerpo historiográfico con relativa proximidad. Más
antiguo es el conocimiento histórico de su atención, el cuidado y
el desamparo del anciano, que han llegado a constituir un modesto
capítulo dentro de la Historia social, empleado este último
calificativo en su acepción de asistencial. Aunque todavía la que
podríamos llamar «geriatría medieval», descontado el contenido
médico de la expresión, no podamos decir que haya alcanzado un
avanzado grado de desarrollo.
La enfermedad medieval sí que tiene un peso considerable
dentro de la propia Historia de la Medicina, con la descripción y
diagnóstico de las dolencias y la aplicación de los «remedios».
Mucho más, el estudio de las plagas, especialmente la peste, con sus
consecuencias sociales y demográficas. Menos perfilada se halla la
historia de la «forma de vida» del enfermo, el modo medieval de
vivir la enfermedad, tanto por parte del doliente como en las
actitudes de la sociedad ante éste: pensemos en el aislamiento casi
total del leproso, el rechazo del paciente del mal gálico, la
repugnancia ante las manifestaciones externas de la tiña, el
tracoma, las úlceras y llagas de difícil identificación histórica.
Y ante los tullidos, ciegos y malformados, aunque los factores
a tener en cuenta en relación con estos miserables conciernen
separadamente a la Historia de la hospitalidad, los lazaretos y las
cofradías asistenciales, por un lado; y por otro a la de la
mendicidad.
8 .... y morir. Hemos identificado como una y única las nociones de vida
e Historia.
Pero la muerte
también es Historia y, de modo inexorable, junto con el nacimiento,
el suceso que tiene que acontecer a todo ser viviente, a todo
sujeto personal de la Historia. ¿Cabe una mayor
universalidad de compartición de otro suceder histórico, algo más
permanente, uniforme y cotidiano?
Los modos del morir, la parafernalia pre y postmortuoria, las
sensaciones y actitudes del moribundo y su entorno afectan
directamente al interés de «nuestra» Historia.
El tema ha cobrado creciente actualidad historiográfica desde
que, en 1977, Philippe Ariès inauguró en cierto modo para nuestro
tiempo su contemplación con la publicación de su obra L 'homme
devant la mort 10.
Todos los detalles de la presencia familiar, los auxilios
espirituales, las disposiciones testamentarias con sus fórmulas
notariales (la primera de todas la vehemente profesión de fe) y los
inventarios de pertenencias, tan interesantes hoy para conocer la
composición de los ajuares domésticos y sus valoraciones ... ; los
complejos legados y declaraciones de herederos y últimas
voluntades, políticas en el caso de personajes regios ... Todas
estas cláusulas y resoluciones nos suministran los numerosísimos
testamentos originales puestos en estos últimos años de manifiesto
y cuidadosamente analizados; y aquéllos que, como piezas históricas
de primer orden, son de antiguo conocidos (y muchos de ellos
discutidos) en copias más o menos fieles y en textos cronísticos más
o menos alterados.
Tras la muerte de la persona, vienen estudiándose hoy las
prácticas de preparación del cadáver (amortajamiento, etc.) para su
exhibición y traslado. Las exequias funerales, tan minuciosamente
protocolizadas en los fallecimientos de pudientes y poderosos. Los
sufragios pro anima, inmediatos y duraderos a lo largo de
meses y años, con especial celebración de los aniversarios; las
mandas y fundaciones piadosas, así como las satisfacción de deudas y
daños pendientes que descargan la conciencia del testador. Los lutos
familiares, domésticos y vasalláticos. Las sepulturas, del osario
común al monumental catafalco ...
Todo un sistema funerario, de animada y vital agitación es el
que, paradógicamente, brinda a la investigación histórica este área
de la Historia medieval, hasta hace poco no cultivada de modo
intenso y específico.
* * *
A
este cuadro temático, relativamente improvisado para la
ocasión (inauguración de unas Jornadas en las que van a ser tratados
monográficamente unos comportimentos más o menos configurados
aquí) quisiera aplicar los efectos de la consideración de uno de los tres factores
de diferenciación de la cotidianeidad más arriba enunciados: El
factor diferencial del quién.
Delimitado un campo de cotidianeidad por las coordenadas
básicas de tiempo y lugar, precisa todavía de una tercera dimensión,
la subjetiva -el sujeto-, introductora de un principio de
variabilidad verdaderamente notable.
Enfrentándome a un problema análogo, el
De la alteridad en
la Historia (título de mi Discurso de ingreso en la Real
Academia de la Historia)11, hube de ir disociando los distintos
tipos de sujeto (repito una vez más, agente y paciente) «titulares»,
por así decido, en este caso, de cada una de las cotidianeidades
diseñadas.
Cada una de ellas será diferente según la característica de
su sujeto: 1) étnica, 2) religiosa, 3) cultural, 4) social, 5)
económica, 6) natural (vecinal o exógena), 7) sexual, 8) de edad, 9)
de estado (laico o eclesial), 10) de salud, 11) ideológica, etc.
El intercambio de
todas estas variables produce un conjunto casuístico exponencial
que sólo una previa ordenación y declaración tipológica permitirá
racionalizar.
El ejemplo vivo de esta afirmación, aunque ínfimo
numéricamente, pese a alcanzar ya la cifra de centenares de
títulos, es la Colección titulada La vie quotidianne (des, en o
dans) que, con fines de alta divulgación, viene publicando
la editorial francesa Hachette. De su conjunto podríamos
seleccionar hasta dos o tres docenas de volúmenes dedicados a otros
tantos aspectos de la vida medieval. Pero tanto los de este área
temporal, como los de cualquiera otro de la serie, e incluso los de
su conjunto entero, no hacen sino revelamos lo interminable de la
cifra de objetivos a los que podría aplicarse el enfoque de la
Historia de la vida cotidiana.
Lo dicho para la
Historia Universal cabe aplicado, servata distantia, a la
Historia medieval española.
Una orientación metodológica y bibliográfica sobre tal
materia estaba prevista por el autor de esta disertación; pero la
propia elaboración de ésta en el breve plazo que supone la
preparación de una colaboración de este tipo me fue disuadiendo de
semejante posibilidad. Beneméritos serán la persona o el equipo
que, valerosamente, se apresten a esa tarea.
Hemos optado, pues, para finalizar nuestra intervención, por
aludir a las dos síntesis que sobre la vida cotidiana hispánica en
las etapas románica y gótica han realizado, respectivamente, los
Dres. Inés Ruiz Montejo y José Angel García de Cortázar en los
volúmenes XI y XVI de la Historia de España «Menéndez Pidal» que actualmente coordina el Profesor y Académico José M.a
Jover. Ello me permitirá presentar a quienes no los conozcan sendos
ejemplos o modelos de tratamiento de nuestra materia, ambos
igualmente apreciables, aunque formalmente distintos.
Digamos previamente que uno y otro trabajos forman parte de
los tomos titulados «La cultura del románico» y «La época del
gótico en la cultura española». Termino el de cultura que,
según el segundo de los autores citados, incluye en apartados distintos
las concepciones y realizaciones filosóficas, científicas, literarias,
plásticas y musicales; pero también los modos de vida común, el
conjunto resultante de acumular lo antropológico (o etnológico) a lo
tradicionalmente tenido en exclusiva por cultural.
Bajo ese concepto desarrolla la Dra. Ruiz Montejo su
descripción de lo que llama simplemente La vida, (a la que
lícitamente podemos permitimos adjetivar de cotidiana) en la
España cristiana durante los siglos XI al XIII. Los marcos entre los que
ordena sus materiales son los «clásicos» órdenes señalados por el obispo
de Adalberón de Laón (1020) como inmanentes en la sociedad medieval: los
oratores, los bellatores y los laboratores. En
sucesión inversa, la autora va analizando los ámbitos, estructuras y
funcionalidades de la vida campesina, el ambiente de la nobleza
caballeresca y las misiones desempeñadas por el clero, en sus diversas
calidades y relaciones. Ningún campo de los aquí mencionados antes deja
de ser tratado en el equilibrado panorama total, que se remata con una
breve alusión caracterizadora de la vida urbana.
Por su parte, el Dr. García de Cortázar disocia claramente
los elementos integrantes de una vida preferentemente material
(Primum vivere), a la que dirige su mirada, cediendo el estudio de
la vida intelectual (Deinde philosophare) al cuidado del Prof.
Francisco López Estrada, para enfrentarse con Las necesidades
ineludibles de la subsistencia, Los marcos de relación social,
El ritmo de la comunidad y El ritmo del individuo. En otras
palabras, las atenciones de la alimentación, vestido y vivienda, por una
parte; de la convivencia y las formas de la vida en la aldea y en la
ciudad, por otra; y los hitos que jalonan temporalmente el discurrir de
la existencia de personas y comunidades, desde su nacimiento hasta su
muerte.
En resumen y en conjunto: una original, sistemática y valiosa
síntesis dividida en dos partes de Historia cotidiana de la Edad
Media en la España cristiana que puede servir de modelo y punto de
referencia a numerosos desarrollos monográficos y a ulteriores visiones
de conjunto.
NOTAS
1. «El
historiador y el hombre cotidiano», apud Lo maravilloso y lo
cotidiano en el Occidente medieval, Barcelona, Gedisa, 1985. pp.
138-140
2. P. L. LANDSBERG,
La Edad Media y nosotros, Madrid, ed. Revista de Occidente,
1925. G. D'HAUCOURT, La vie au Moyen Age, Paris, PUF, 1965
(6.ª ed.). p. 122.
3. C.
SÁNCHEZ-ALBORNOZ, Estudios polémicos. Madrid, 1979, p. 322.
4.
Revista de Occidente,
núm. XLVII, Enero-Marzo 1935, pp. 90-111 Y 164-203.
5.
Publ.
en Excerpta philosophica, núm. 4, por la Facultad de
Filosofía de la Universidad Complutense, Madrid, 1992; cit. pp.
10-11.
6.
Esta
soledad peifecta, total, puede ser activa, fecunda, positiva
(ensimismamiento), o bien pasiva, negativa, aquella que
«sobreviene a pesar nuestro y aterra al alma porque la pone frente a
la nada» (ob. cit., pp. 35-36 Y 49-50).
7. Ob. cit., p. 32.
7.
bis.
Montaillou, ville occitane, depuis 1294 a 1324, Paris,
Gallimard, 1975. Nuestra cita corresponde al interesante trabajo de
IGNASI TERRADAS SABORIT. «La Historia de les estructures i la
Historia de la vida, Reflexions sobre les formes de relacionar la
Historia local i la Historia genera!», publicado en las Actas de
las III Jomades d'Estudis Historics Locals, dedicadas al tema
La vida quotidiana dins la perspectiva histórica, Palma de
Mallorca, Institut d'Estudis Balerics, 1985, p. 7.
8.
Cf. a propósito
de estos planteamientos teóricos las Actas citadas en la nota
anterior, especialmente el trabajo antes mencionado y la
Introducción a cargo de I. MOLL BLANES, p. IX-XXIII.
9.
1.
TERRADAS SABORIT, loc. cit., p. 13.
10.París,
Eds. Du Seuil, 1997. Antes aún, Essai sur l´ Historie de la mort
en Occident, du Moyer Age à nos jours, París, 1975.
11. Madrid, 1988.
LA HISTORIA DE LA VIDA COTIDIANA
EN LA HISTORIA DE LA SOCIEDAD MEDIEVAL
Eloy Benito Ruano
(Real Academia de la Historia)
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