INTRODUCCIÓN
Hace exactamente diez años tuve la oportunidad de participar en un curso como éste, con el que se homenajeaba al maestro de muchos de nosotros, don Rafael Lapesa, al que dedico hoy también aquí mi mejor recuerdo. Nadie podía pensar entonces que la desaparición en plena madurez de José Muñoz Garrigós haría que este curso de estudio textual se dedicara al amigo muerto. Sería fácil recordar a su paisano Miguel Hernández para que surgieran las palabras necesarias, capaces de manifestar el hondo afecto que le profesamos en vida, la rabia no resignada por su irrecuperable lejanía y el recuerdo permanente que guardamos de él los que fuimos sus buenos amigos. Pero como cantó Antonio Machado ("¡Yunques, sonad; enmudeced, campanas!"), no quisiera que la emoción personal ocultara la realidad de que seguimos en el mismo tajo, con idéntica ilusión y, también, con la idea cada vez más clara de que nuestra búsqueda de una pequeña porción de la verdad esto es, del conocimiento lingüístico está sometida a una constante rectificación. José Muñoz Garrigós fue un filólogo que hizo del saber lingüístico expresión de su modestia de hombre de bien. Buena lección para quienes hemos pasado ya en edad el cabo de Buena Esperanza, pero también para quienes sé inician en la investigación científica. Él nos enseñó que toda búsqueda es un camino sin fin y que todo hallazgo está sometido a una permanente verificación. Desde esta idea, compartida con José Muñoz Garrigós, les expondré mis reflexiones sobre las perspectivas que el análisis del discurso ofrece para el historiador de la lengua. En mi intervención en ese curso de 1990, al que hecho referencia, expuse cuáles eran mis opiniones acerca de los métodos que habitualmente se seguían para el comentario de textos y reaccionaba, de una parte, contra una práctica formalista que hacía del texto un mero pretexto para comprobar conocimientos y, de otra, ya en el plano científico, contra la tendencia inmanentista, heredada en parte de una aplicación, a mi parecer abusiva, de la teoría de la función poética formulada por Jakobson inicialmente y aplicada por otros después, porque eliminaba del análisis dos hechos sustanciales en la concepción de los textos: de un lado, los condicionamientos socioculturales inherentes a todo acto de comunicación y, de otro, su naturaleza histórica. En aquel trabajo, manifestaba algunas conclusiones que les resumo aquí: 1. El texto concebido como mero enunciado debe analizarse como interacción de los componentes fónico, gramatical y léxico semántico, de tal modo que el estudio de las estructuras que lo componen es una tarea básica y primaria porque nos proporciona una información indispensable sobre el significado "lingüístico" del texto y sus valores estilísticos. Decir esto no suponía ninguna novedad porque es el fundamento del análisis textual realizado insuperablemente por Dámaso Alonso y, también por Amado Alonso, en su libro Materia y firma en poesía, al que no se cita casi nunca, por más que en sus postulados teóricos y metodológicos se vislumbraban muy claramente muchas de las ideas que se han desarrollado después. Esto quiere decir que el análisis "gramatical" del texto, así concebido, se presenta como una tarea indispensable y anterior a cualquier otra consideración. 2. El segundo nivel de análisis, directamente asociado al anterior, corresponde a la consideración del texto como un acto de comunicación en el que de uno u otro modo se hace presente la relación entre un emisor y un receptor o, si se quiere, entre un locutor y un alocutario, de tal modo que el texto puede estar organizado en función de la relación, múltiple y diversa, que exista entre ellos. Para justificar esta afirmación basta con pensar en la literatura de tradición oral (poesía épica, romancero, lírica tradicional, etc.), en la que la existencia de un alocutario puede hacerse presente en el interior del texto, lo mismo que la del recitador. 3. El análisis del componente pragmático es necesario para que el texto pueda ser interpretado en el marco de un conjunto de referencias de las que participan, con cooperación necesaria, el locutor y el alocutario. Esas referencias son de muy distinta naturaleza: unas pertenecen al universo histórico, social y cultural compartido por ambos; otras pertenecen al mundo de las emociones y de los sentimientos, es decir a la motivación psíquica (los idealistas la llamarían "espiritual") que el emisor desea compartir con el receptor, pero que éste tiene que descubrir a partir de muchas fuentes: el propio texto, su conocimiento de la realidad vital del autor, la psicología social, etc. En todo caso, se trata de un componente fundamental de toda comunicación y, por ello, tiene que estar presente en una metodología del análisis textual que pretenda dar cuenta no sólo del significado del texto, sino también de su sentido. 4. En cuarto lugar, yo les recordaba a los por entonces alumnos de este curso, que un texto no es un hecho aislado de comunicación, sino que la historia y la convención cultural han ido estableciendo unos modelos de textualidad en los que cada texto se inserta obligatoriamente, por más que en muchos casos se produzcan violaciones del modelo de origen, dando lugar a la aparición de nuevos modelos. Es lo que ocurre con el Quijote respecto de la novela de caballerías. Por eso el criterio de intertextualidod es también básico para una correcta aplicación de una metodología científica al análisis de textos. Partiendo de aquellas conclusiones intentaré llenar las lagunas que, sin duda, existen en ellas y, sobre todo, trataré de precisar más algunas cuestiones metodológicas que actualmente me parecen importantes. No hay que pensar sino que en la lingüística del texto, cultivada en el decenio de los ochenta a los noventa, se han producido tan fuertes rectificaciones que tendríamos que hablar ahora de una disciplina distinta. La pragmática de un lado, como en el caso de Ducrot y Anscombre, y al análisis del discurso de otro, han transformado los fundamentos teóricos de la lingüística textual, arrasando la vieja pretensión de describir universos textuales, válidos por sí mismos, sin dejar resquicio a lo que hoy parece esencial: la fundamental contingencia de todo acto de comunicación. Creo que esto nos ha enseñado a ser más precavidos y, por tanto, a relativizar los postulados teóricos y metodológicos. El texto puede ser contemplado y estudiado desde diversas perspectivas, sin que ninguna de ellas pueda pretender poseer un carácter de exclusividad, tanto más cuanto que se ha hablado de la llamada "polifonía textual", es decir de la pluralidad de voces, dotadas de significado, que existen en el texto. Frente a una realidad única, casi siempre plana, contemplada por la lingüística del texto inicialmente, hoy se impone un enfoque pluriangular que asedie al texto de tal modo que provoque la aparición de algunas luces ocultas, precisamente porque se ha olvidado que un texto (literario o no literario, tanto da) es ante todo un acto de comunicación que resulta de una intención comunicativa primaria, organizada por medio de un proceso discursivo. Por eso, parece que los métodos de análisis del discurso, desarrollados en el último decenio, pero de más larga tradición, pueden contribuir a renovar la lingüística del texto, hasta el punto de que en muchos estudios (por ejemplo en el modelo de Beaugrande y Dressler), ambos se identifican. Por lo dicho hasta aquí, me parece que podría ser útil, y ésta es mi intención ahora, revisar cuáles son los principios teóricos en que se basa la lingüística del discurso (ya digo que identificada por muchos con lingüística del texto) y hacer algunas comprobaciones sobre su incidencia en los estudios de historia de la lengua española. Comenzaré, no obstante, por precisar que la historia de una lengua es, en parte importante, la historia de los textos escritos en esa lengua. Debo aclarar que me refiero a todo tipo de textos; si no fuera equívoco, diría que la historia de la lengua es inicialmente la historia de su escritura, pues el historiador ha operado preferentemente (no exclusivamente) sobre testimonios escritos. De su estudio ha deducido el funcionamiento de la lengua en cada época considerada y ha descrito los procesos evolutivos que han permitido pasar de una sincronía a otras sincronías sucesivas. Ahora bien, los estudios filológicos han operado casi exclusivamente sobre la escritura considerada como enunciado, es decir como sucesión lineal de oraciones, sin advertir, salvo excepciones, que ello no bastaba ni siquiera para dar cuenta de fenómenos del enunciado. Baste recordar que para explicar el sentido de un verso tan conocido como "¡Dios, qué buen vassallo, si oviesse buen señor!" ha habido que recurrir a factores pragmáticos para concluir que no se trata de una oración condicional, sino de una expresión desiderativa puesta en boca de burgaleses y burgalesas, pero dirigida realmente a buscar la complicidad ideológica de los receptores. Todo ello indica que el filólogo no puede quedarse en el papel de mero restaurador de la letra de los textos (fase evidentemente indispensable y primaria), sino que debe interpretar el sentido de los textos y dar cuenta de los mecanismos de organización textual que también cambian con el tiempo y que, por manifestarse lingüísticamente, pertenecen de pleno derecho a la historia de la lengua. Esto significa que esa historia ha operado preferentemente con criterios filológicos, entendidos éstos como interpretación de la forma y del significado de la documentación escrita. Sin embargo, esa misma historia de la lengua debe dar cuenta de los fenómenos que se manifiestan en la oralidad y ha de hacerlo con métodos propios del estudio de la escritura, lo cual ha provocado ciertas contradicciones a la hora de interpretar la relación que existe entre ambos planos del estudio de la lengua. Trataré en unas pocas páginas de hacer una breve síntesis de lo que la lingüística del discurso puede aportar a la historia lingüística en dos aspectos, a) en la distinción entre oralidad y escritura, superadora de la dicotomía entre lengua escrita y lengua hablada, y b) en los criterios de análisis lingüístico que impone la consideración del texto como el resultado de un proceso discursivo.
ORALIDAD Y ESCRITURA EN LA HISTORIA DE LA LENGUA
La primera gran división categorial del discurso es la que separa la oralidad de la escritura o, como otros prefieren, la escrituridad. A ello he dedicado algunos trabajos 1 en los que he pretendido poner de manifiesto que la diferencia entre oralidad y escritura no es tajante, ya que la oralidad se reproduce en la escritura (discurso referido) y a su vez ésta se puede transmitir por vía oral, como era lo más frecuente en el caso de los textos escritos de la Edad Media. Por tanto, no puede darse el mismo valor de "lengua hablada" a los testimonios que aparecen en una escritura destinada al uso comunicativo inmediato que a aquellos que se documentan en textos destinados a la perdurabilidad. Esto se advierte claramente s¡ comparamos determinados rasgos lingüísticos testimoniados en los cantares de gesta con los que aparecen en los mismos textos prosificados en las Crónicas, como advirtió hace mucho tiempo Badía Margari 2 al contraponer la "sintaxis libre" del Cantar de Mio Cid a la "sintaxis trabada" de las Crónicas y, más recientemente, desde el punto de vista discursivo, Francisco de Bustos 3. Uno de los conflictos más significativos de tales contradicciones es el que ejemplifica la conocida polémica sobre la coexistencia de latín y romance en época primitiva. Creo que merece la pena detenerse en este asunto no tanto por su importancia en sí mismo menos relevante de lo que cree alguno de los más conocidos polemistas 4 , sino por lo que tiene de ejemplar. En efecto, desde los Orígenes del español de Menéndez Pidal pensábamos que latín y romance convivieron en un primer estadio histórico, cuyo final podríamos situar en la segunda mitad del siglo XI, de tal modo que mientras uno era la lengua de la escritura, el romance era la lengua de la oralidad. Claro está que ésta es una delimitación de carácter general, ya que sobre ella habría que proyectar la variante sociológica que modificaría los límites entre ambas en el sentido de que las clases cultas (una exigua minoría) seguiría utilizando en la expresión oral una lengua más cercana al latín que al naciente romance, mientras que para la inmensa mayoría de las gentes ya en el año 711, momento de la invasión musulmana, debía de existir un protorromance, básicamente uniforme en toda la Península, que, sin ser todavía una lengua muy distinta del latín, ofrecería importantes procesos evolutivos en marcha, que habrían de desarrollarse tras la fragmentación territorial que supuso la invasión árabe en los distintos dominios románicos peninsulares. Sin embargo, es excesivamente simplificador imaginar el tránsito del latín a las diversas lenguas románicas como un proceso cronológico lineal. La época visigótica no fue, como frecuentemente se ha pensado, un desierto cultural 5. El latín de las gentes cultas en el reino visigótico alcanzó un notable florecimiento y los textos latinos copiados en esa época constituyeron en gran medida el sustrato cultural de los dominios románicos en los siglos oscuros. Los primitivos cenobios norteños se nutrieron de los códices copiados procedentes de ese período,como han demostrado Manuel Díaz y Díaz 6 y otros latinistas del medioevo español. El latín literario tuvo un notable cultivo en los ambientes más selectos de la sociedad visigótica, como muestran las Etimologiae de San Isidoro, que atestiguan una cierta plenitud del latín medieval en el siglo VI, que llegaría, más o menos degradado, hasta el final de este período. Por otra parte, el mismo Díaz y Díaz ha estudiado con singular perspicacia la lengua de los numerosos textos litúrgicos de la cultura visigótica y ha explicado en qué medida reflejan el latín de su época. Estos textos constituyeron casi la única fuente latina en los primeros siglos románicos. Ha de pensarse, por tanto, que a fines de este período (principios del siglo VIII) la sociedad que poblaba Iberorromania poseía una lengua el latín— escrito con mayor o menor pureza, que sería hablado con multitud de incipientes variantes; algunas de ellas seguirían su curso evolutivo, y otras desaparecerían sin dejar rastro. Más recientemente, Ángel López ha precisado algunas de esas cuestiones 7. Como es bien sabido, Menéndez Pidal describió con precisión la situación lingüística entre los siglos VIII y XI. Según su interpretación, el proceso evolutivo condujo a una situación de bilingüismo en la que el latín, de ser lengua escrita única y, quizás, hablada por una escasa minoría culta, fue desplazada progresivamente por los nacientes romances peninsulares. Por el contrario, R. Wright niega tajantemente la existencia de dos lenguas e, incluso, de dos normas antes de la reforma cluniacense, que en España comenzó a finales del siglo XI. Para él, la escritura de los documentos primitivos, aparentemente en un latín diferenciado del romance, no es más que una forma de escritura que sería leída con pronunciación romance, por lo que el supuesto bilingüismo pidaliano sería solamente un asunto de naturaleza ortográfica y no idiomática. No entraré aquí a tratar de refutar la posición radical de Wright, que parece algo más moderada en sus últimos trabajos, aunque sigue tropezando con obstáculos insalvables: no tener en cuenta los datos sintácticos, la existencia muy primitiva de glosarios y de textos glosados, etc.8. Lo que me importa ahora es subrayar la importancia que ciertos conceptos procedentes de la lingüística del discurso pueden tener para realizar caracterizaciones generales de la situación lingüística como la que acabo de describir. A mi juicio, es un error describir los hechos como si la evolución lingüística fuera lineal y homogénea. Respecto de lo último, ya Menéndez Pidal y, con singular acierto pedagógico Rafael Lapesa después, mostraron hasta la saciedad que el cambio lingüístico se produce tras un largo proceso de contienda entre variantes diversas, de las que alguna de ellas termina por imponerse. En cambio, prestaron menos atención al hecho de que los testimonios de evolución lingüística, además de reflejar variantes sociales y territoriales, está condicionada por variantes discursivas. Dicho de otro modo, la interpretación de un dato lingüístico debe tener en cuenta no sólo la datación del documento donde se halla, sino también el tipo de texto en que se encuentra. Los documentos primitivos muestran una gradación en el uso del latín y del romance. En un extremo se halla un máximo de latinización (textos litúrgicos, himnos, crónicas en latín, prosa rítmica, etc.); en esos textos se mantendría no sólo una ortografía latina con pleno valor fonemático, sino una estructura sintáctica similar a la del llamado latín medieval, heredero por vía culta del latín imperial. En el otro extremo encontraríamos la tendencia al romanceamiento de los textos, que pugna por trasladarse lentamente a la escritura en todos los niveles de lengua (fonografemático, léxico y gramatical). Esto coincide con la vieja observación de Bastardas 9 de que el bilingüismo de los clérigos consistía en que poseían una lengua espontáneamente adquirida, que emplearían en la conversación ordinaria, y otra, el latín de la escuela, aprendida para ser escrita. Con el paso del tiempo, el aprendizaje de la escritura (es decir, del latín) se fue diversificando en función de la pericia del redactor o del copista. Algunos de ellos, reducido su saber a la redacción de ciertas fórmulas más o menos fijas de las que no osaban salirse, sólo sabían ejercer su oficio respecto de determinado tipos dediscurso. Todo ello debió de provocar una situación muy inestable en los usos lingüísticos, especialmente entre los siglos VIII al X, período en el que se dinamizá tal conjunto de procesos evolutivos en la lengua hablada que produjo la disociación definitiva entre escritura en latín y oralidad en romance. El análisis de los textos románicos primitivos permite establecer la tesis de que se trata de un proceso en el que existen, dentro de ese "continuum" cronológico, dos fases o etapas 10: una, en la que el redactor sólo cuenta con los modelos latinos y otra, en la que los notarios elaboran profesionalmente un modelo romance. Esto hay que concebirlo como un proceso referido, no sólo a la forma de escribir (ortografía latina para pronunciación romance en la teoría de Wright), sino a todos los niveles de la lengua y del discurso. Los glosarios y los textos glosados (como la famosa Nodizia de kesos, probablemente del año 980) pertenecen a esta etapa. Una cosa es que las lenguas estén diferenciadas (y eso es difícilmente rechazable ya para el siglo X) y otra que el usuario de la lengua sepa siempre distinguir con claridad, en su conciencia lingüística, entre ambas lenguas. Habría que considerar, por tanto, que la aparición de la oralidad romance en la escritura latina es un proceso temporal, pero no desarrollado con linealidad cronológica. La cuestión está, pues, en determinar el valor oral de los testimonios que ofrece la escritura. Los documentos reflejan una contienda de formas léxicas latinas y romances, vacilaciones en la morfología verbal y la existencia, en cambio, de un sistema sintáctico plenamente formado y distinto del latino. La lengua de los primeros documentos notariales en todo el dominio iberorománico ya no es latín en los siglos X y XI. Antes de la llegada de los cluniacenses, los documentos notariales reflejan la utilización de un discurso escrito en los que la oralidad romance está imbricada en la escritura latina. Ahora bien, al no existir una plena conciencia de diferenciación idiomática, se hacía posible todo tipo de hibridaciones latino-romances. La sintaxis es la mayor prueba de esto, pero el fenómeno se produce igualmente en los planos morfológico (coexistencia de morfemas verbales latinos con otros romances: v. gr. dicunt junto a dizen; pervivencia de adverbios y conectores oracionales como tunc, sicut, ut, que no han dejado huella en las lenguas románicas; falsa utilización de morfemas de caso, ultracorrecciones, etc.) y fonético (aparición de una ortografía para representar los nuevos fonemas que aprovecha, en parte, la ortografía etimológica, utilización de signos diacríticos para representar rasgos fonemáticos comunes a diversos fonemas, v.gr. la palatalidad, representada indistintamente por i,j, h, g, etc.), etcétera Que el latín fue lengua aprendida desde muy antiguo parece fuera de toda duda. Los glosarios y los textos glosados son, como se ha dicho más arriba, la prueba más firme de ello. Más controvertido ha sido determinar cuándo los glosarios, que abundaban ya en la época visigoda, comienzan a ser instrumento para el aprendizaje del latín. En el caso de la Iberorromania, ya un glosario del siglo IX podría contener glosas en romance 11. Sin embargo, han sido las glosas de San Millán y de Silos las que han dado lugar a una más intensa polémica, que afecta a la totalidad de su interpretación: fecha, lugar, lengua y finalidad de las glosas. Precisamente este último aspecto pertenece al plano de la comunicación: los testimonios de las glosas valen en la medida en que les atribuyamos una u otra finalidad comunicativa. Los estudios de Díaz y Díaz 12 parecían haber aclarado definitivamente que se trataba de anotaciones destinadas a la enseñanza del latín y retrasó su fecha hasta mediados o segunda mitad del siglo XI. Otros filólogos como Hernández Alonso 13 y Ruiz Asencio 14 retrasan aún más la fecha y parecen dudar de su finalidad didáctica. Carrera de la Red 15 reconoce que "las glosas romances (así como las dos glosas vascas) constituyen unos primeros tanteos por parte del glosador en la adopción de un sistema de escritura para su lengua vernácula en los albores del segundo milenio de nuestra era". Consecuencia de ese contacto entre lengua aprendida y lengua espontánea en la actividad escolar tuvo que ser la introducción de numerosos neologismos cultos que pronto sufrieron la mutilación de los procesos evolutivos que estaban actuantes en esc momento, por más que Wright se resista a reconocer algunos de ellos 16 y ponga en duda hasta el concepto mismo de semicultismo. Otros han negado la finalidad didáctica de las glosas y consideran que suponen, sobre todo las Silenses, una reacción en cierto modo patriótica frente a las reformas que trataban de establecer los cluniacenses en España, consideradas en ciertos cenobios como una imposición foránea. Es ésta una hipótesis muy dudosa y, desde luego, inverificable porque queda sin posibilidad de confirmación lingüística. B. Stengaard 17 ofrece una perspectiva distinta: para ella las glosas estaban destinadas, más que a la enseñanza del latín, a ayudar a la lectura oral de los textos latinos. Esta interpretación es ingeniosa, aunque tropieza con algunas objeciones insalvables. El uso de varias lenguas para las glosas: latín/latín, latín/romance, latín/vascuence (aunque reducido sólo a dos casos), distinta naturaleza y extensión de las glosas (léxicas, fraseológicas y discursivas), etc. Además, eso no explica la presencia de signos que indican la función gramatical y el orden de palabras en el texto latino. A mi juicio, habría que tener en cuenta que las glosas pudieron tener varias finalidades; una, primera y principal, fue indudablemente la de tipo didáctico, pero junto a ella se revela un cierto gusto por establecer equivalencias entre escritura y oralidad. La presencia de las dos glosas vascas es muy significativa. El vascuence sólo vivía en la oralidad. Su uso estaba relacionado con una situación lingüística muy peculiar, en la que convivía no sólo la lengua de la escritura con el romance, sino también con el vascuence, hablado por gentes que convivían con los de origen románico. Esto explicaría la existencia de interferencias lingüísticas. Parece que no puede existir prueba más patente de que la oralidad se expresa en lenguas distintas de la escritura. Por otro lado, la existencia de la glosa más larga de todo el texto parece que no puede atribuirse a finalidad didáctica alguna; se trata de la traducción de una oración ("cono ajutorio de nuestro dueño dueño Christo, dueño Salbatore..."), lo que la hacía poco adecuada como ejemplo didáctico. Parece corresponder más a la necesidad de trasladar a la escritura, con plena conciencia lingüística, el discurso de la oralidad. Así se moldeó el primer discurso, ya plenamente constituido, en lengua romance. Esto es, fue manifestación de una plena conciencia de diferenciación la que estimuló la escritura de todo un párrafo, unidad discursiva supraoracional. Seguramente no fue casualidad que ello coincidiera con un texto oracional, cuya inmediatez comunicativa en el contexto monástico, y aún en el del común de los fieles, era patente. Ello nos introduce ya de lleno en la relación que existe entre la lingüística del discurso y el estudio filológico de los textos, que es la base, como se ha dicho antes, de la historia de la lengua.
TESTIMONIOS DE ORALIDAD EN LOS TEXTOS
La investigación sobre la oralidad en la historia de la lengua no puede quedar circunscrita al intento de documentar qué elementos de la lengua hablada se testimonian en el texto, lo cual se reduce casi siempre a otorgar un determinado valor fonético a ciertas grafías. Se debe tener en cuenta también de qué modo el tipo de discurso elegido por el locutor determina la aparición de ciertos rasgos lingüísticos y cómo éstos pueden cambiar con el tiempo. Se trata, pues, de analizar en un marco histórico los procedimientos de inserción de la estructura propia de la oralidad en la organización del texto escrito. Algunos de esos procedimientos ya han sido estudiados en el ámbito de la retórica, que ha distinguido entre estilo directo, estilo indirecto y estilo indirecto libre. Falta por explicar cuáles son los procedimientos utilizados en cada época de la historia de la lengua para pasar de uno a otro. Además, la imbricación de la oralidad en la escritura no se circunscribe sólo a esas distinciones. Los mecanismos de inserción de lo oral en lo escrito son mucho más complejos porque afectan a la presencia del enunciador en el texto y, en su caso, del enunciatario. Por otra parte, el discurso reproducido (o discurso referido) no posee signos suficientes para transcribir la oralidad y, sin embargo, una gran parte de los textos narrativos usan del diálogo como forma elocutiva dominante. Así, la entonación genérica se indica por medio de signos gráficos que han cambiado con el tiempo. Por eso, la puntuación es uno de los problemas más importantes en la crítica textual; sólo puede resolverse teniendo en cuenta no sólo la coherencia gramatical, sino también la coherencia discursiva. En realidad, la tarea de puntuar un texto medieval es indisociable del análisis discursivo de ese texto. Pero, además, existen otros procedimientos para interpretar las actitudes que adoptan los personajes a lo largo del texto. Algunos de ellos, como la presencia de los llamados verbos de comunicación, es fundamental. Está por hacer la historia de estos verbos que, además de introducir el estilo directo, indican, bien la actitud del personaje, bien el modo de dirigirse al alocutario, bien la manera de reflejar la situación en que se habla. Lo cierto es que la lengua medieval era muy parca en el uso de verbos de comunicación. No aparecen desempeñando esta función verbos como gritar, proclamar, susurrar, bisbisear, etc. que tan frecuentes habían de ser después. Es decir, la lengua medieval no poseía este mecanismo de imbricación de la oralidad en la escritura; el narrador tenía que conformarse con añadir algún complemento a los verbos dezir, fablar (v. gr.: fabló bien e tan mesurado) y algún otro para expresar el tono del parlamento correspondiente. Ni siquiera en los momentos de máxima exaltación emotiva se utilizan otros verbos de comunicación. Piénsese, por ejemplo, en el enfrentamiento directo entre el Cid y los de Carrión, que se insultan mutuamente; el verbo introductor es siempre dezir o fablar, a lo más, se añade un complemento modal: "a altas vozes odredes qué fabló", (v.3292), se pone en boca de Ferrán González para protestar contra las acusaciones e insultos del Campeador; fabiando en su consejo, aviendo su poridad, v 1880, se dice para indicar que se habla en voz baja, etc. Es verdad que existían otros procedimientos, basados en la elisión del verbo de comunicación, para que el oyente pudiera captar tonalmente la tensión del momento narrativo, bien añadiendo un verbo con valor gestual (levantarse, prender [la barba], sonrissar) para la función introductora del estilo directo, bien dejando que el narrador adopte el tono preciso en función del diálogo que se recita o dramatiza oralmente. También existen indicadores pragmáticos que permiten suprimir los signos tonales, sustituyéndolo por indicaciones respecto de la actitud que el oyente debe adoptar para interpretar fielmente la narración. Uno de los más frecuentes es hacer a éste cómplice o cooperador discursivo necesario para el sentido del texto, como, por ejemplo, cuando la introducción del parlamento directo va precedida de una descripción acerca del estado anímico del enunciador: Miedo a su mugier e quierel' crebar el coraçón /... del dia que nasquieran non vieran tal tremor /. Prisos'a la barba el buen Cid Canpeador: "Non ayudes miedo ca todo es [en] vuestra pro... (w. 1660-1665). El análisis de la presencia de la oralidad en la escritura no debe dirigirse tanto a la localización de rasgos orales, sino a la función que estos signos desempeñan en la organización del discurso escrito. Por eso, desde el punto de vista del análisis de textos, interesa más una gramática de la oralidad que una hipotética gramática de la lengua hablada. La segunda sería una mera traslación "estilística" de la gramática de la lengua estándar; la primera, en cambio, necesita incorporar el componente pragmático y el específicamente discursivo. Es en el marco de las prosificaciones de los cantares de gesta donde se advierte de modo más patente cómo oralidad y escritura condicionan las características lingüísticas del discurso. Antes se ha hecho referencia a las agudas observaciones de Antonio Badía acerca de las diferencias sintácticas que existen entre la prosificación del Cantar de Mio Cid y el texto del Poema. Hoy vemos más claramente, gracias a los criterios procedentes de la lingüística del discurso, que esas diferencias no son principalmente de naturaleza gramatical, sino de índole discursiva. Así, F. de Bustos 18 advirtió muy claramente de qué modo la presencia del enunciador en el texto (Cantar de Mio Cid) distancia la organización del discurso de la prosificación que aparece en la Crónica de Veinte Reyes. Véanse estos textos: . Crónica de Veinte Reyes: "Avino asy que de mientre que los infantes firieren a las fijas del Çid que començo a doler muy fuertemente el coraçon a Felis Muñoz que yua con la conpaña a adelante" 2. Cantar de Mio Cid: Alabandos' ¡van los ifantes de Carrión / Mas yo vos diré d'aquel Félez Muñoz. / Sobrino era del Çid Canpeador; / mandáronle ir adelante, mas de su grado non f[o]. / En la carrera do ¡va doliól' el coraçón, / de todos los otros aparte se salió..." Adviértase que la forma "alabándos ivan" pertenece al plano de la enunciación porque intenta hacer a los oyentes colaboradores necesarios para que pueda interpretarse la actitud de los infantes de Carrión, previa a la felonía que estaban dispuestos a cometer, una vez llegada la noche, en el robledal de Corpes, de la cual no sólo sospecha Félix Muñoz, sino también los oyentes que, de este modo, se hacen presentes en "lo narrado". La versión en prosa no deja manifestar estos significados, en cuanto que suprime la presencia del alocutario en el texto. Se advierte claramente que la diferencia entre ambos textos más que gramatical o sintáctica es de concepción en la organización del discurso: más vivo, actual y coparticipativo en el verso; más objetivo y distanciado en la prosa. Otras veces, la presencia del enunciador en el texto cumple la función de comentador de su contenido ideológico. En los w. 2703-2704 del Cantar de Mio Cid ("... con sus mugieres en braços demuéstranles amor: /¡Mal gelo cunplieron cuando salié el sol!..."), ese comentario tiene, además, un valor catafórico o anunciador del contenido que se va a narrar a continuación y sólo se explica por la presencia de unos oyentes; por tanto, demuestra el carácter oral de la narración épica. También José Luis Girón 19 ha puesto de manifiesto en varias ocasiones la relación existente entre el carácter oral del discurso épico y determinadas características lingüísticas e, incluso, ha postulado el comienzo del Poema tal como se halla en el códice (es, decir, sin los versos prosificados en la Crónica de veinte Reyes aducidos por Menéndez Pidal), justificando la estructura sintáctica de los versos inciales en virtud de los referentes pragmáticos que es posible presuponer. Según este autor, ese comienzo "abrupto" ("De los ojos tan fuertemientre llorando...") supone un acierto artístico en cuanto que sitúa al receptor, sin preparación alguna, en el centro del acto emocional que supone la despedida de Vivar. Los testimonios acerca de los mecanismos con que la oralidad se hace presente en la escritura podrían multiplicarse. Pero la limitación que impone una conferencia me obliga a pasar a otros aspectos en los que la consideración de los textos como producto de un discurso, tiene incidencia en los estudios de historia de la lengua.
ANÁLISIS DEL DISCURSO E HISTORIA DE LA LENGUA Es en el ámbito del estudio filológico de los textos donde con más claridad puede advertirse la importante contribución que puede representar la aplicación de criterios procedentes del análisis del discurso. Conviene, pues, que resuma cuáles son los principios básicos de la lingüística del discurso. Aún a riesgo de incurrir en simplificaciones excesivas, recordaré los siguientes principios: 1º) El hablante no construye los mensajes como una mera adición de oraciones o frases, sino como una unidad global, más o menos perfectamente organizada, que posee mecanismos de estructuración interna de jerarquía supraoracional. 2°) El discurso es el marco en el que se articulan contenidos ideológicos en formas lingüísticas de relación. El texto es el resultado de ese proceso discursivo y representa, por tanto, la ordenación de los elementos articuladores de la comunicación. 3º) En el proceso comunicativo intervienen factores lingüísticos y extralingüísticos. Es comúnmente aceptado por los analistas del discurso que existen, al menos, siete criterios que es preciso diferenciar, y que son los siguientes: cohesión, coherencia, intencionalidad, aceptabilidad, situacionalidad, intertextualidad e informatividad. Intencionalidad y aceptabilidad tienen su referencia en la psicología cognitiva, mientras que la informatividad es de naturaleza predominantemente cuantitativa y, por tanto, computacional. La intertextualidad es considerada por algunos como un elemento de naturaleza sociocultural. Sobre ello manifiesto mi discrepancia. Es cierto que algunos elementos intertextuales corresponden a contenidos esencialmente culturales; por ejemplo, la repetición de temas y asuntos, la existencia de personajes estereotipados que obedecen a un modelo común a muchos textos (por ejemplo, el héroe épico, el pastor, el caballero amante, los criados, las prostitutas etc.). Sin embargo, otros elementos que desempeñan una importante función intertextual son de naturaleza lingüística: adjetivaciones, metaforizaciones, estructuras rítmico-sintácticas, sintagmas fosilizados (por ejemplo, los que sirven para caracterizar al héroe épico o para sintetizas determinadas descripciones: "Valencia la clara", "Burgos la casa", etc. magistralmente estudiadas por Rafael Lapesa), etc. Esto es así, porque todo texto, sea o no de naturaleza literaria, pertenece obligatoriamente a una cadena de textos. Construimos nuestro discurso en virtud de ciertas convenciones del hablar; sobre ese modelo podemos introducir transgresiones o variaciones discursivas, que podríamos referir, si así nos conviene, a supuestos modelos canónicos. Así, Carmen Bobes 20 pudo describir los rasgos del diálogo no sobre usos individuales o de grupo, sino sobre un supuesto modelo estándar al que se atribuye capacidad normativa y que es susceptible de ser clasificado en subtipos. Al margen de que este procedimiento sea científicamente discutible, ya que puede desviar la descripción discursiva hacia la preceptiva retórica, lo cierto es que, efectivamente, construimos nuestros mensajes sobre moldes convencionalizados, algunos de los cuales pueden llegar a poseer valor identificador en el plano social y cultural. Con mucha mayor razón este proceso funciona en los textos escritos, en los que el peso de la convención cultural tradicional es mucho mayor. Por tanto, los rasgos lingüísticos de la intertextualidad deben ser valorados en cuanto cumplen tal función y no sólo, ni a veces principalmente, en tanto que testimonios con significación cronológica. Esto no es nada nuevo; la valoración histórica de ciertos rasgos lingüísticos de la poesía épica viene determinada por su pertenencia a este tipo de discurso, lo que explica, como nos enseñó Menéndez Pidal y estudió después Lapesa, la existencia de arcaísmos que no serían posibles en otro tipo de textos. La intertextualidad interesa, por tanto, al historiador de la lengua, ya que de su consideración puede depender la valoración que hagamos de determinados testimonios documentales.4°) De todos esos criterios, son inequívocamente de naturaleza lingüística cohesión y coherencia. No siempre se han delimitado bien ambos conceptos, quizás porque el segundo engloba al primero; es decir, sin identificarse con él, lo comprende en su extensión semántica. Para entendernos aquí y sin pretensiones de redefinir términos bien empleados comúnmente, definiré la cohesión como la propiedad del discurso que manifiesta su unidad intencional de comunicación, y la coherencia como la correspondencia entre el significado y el sentido del discurso con la situación comunicativa. Es obvio que ambos se manifiestan por medio de elementos lingüísticos que no se reducen a las categorías gramaticales, sino que comprenden modos de organización del discurso y mecanismos de ordenación del proceso. La cohesión se manifiesta por diversos procedimientos: fonéticos (la entonación), gramaticales (deixis, anáfora, elisión, conectores, marcadores,etc), léxicos y fraseológicos (asociaciones léxicas, repetición, sinonimias, antonimias, paralelismos léxicosemánticos, etc.). En este sentido, es aceptable la afirmación de que la cohesión representa la función comunicativa de la sintaxis. Todo ello es cierto, pero, a mi juicio, el elemento primario con que se manifiesta la cohesión —y también la coherencia reside en las formas de prosecución del discurso. Cuando e produce un acto de enunciación la intención comunicativa primaria es la de decir algo a alguien. P. Charaudeau ha distinguido las tres fases en que se produce el acto de enunciación: el espacio de locución, que consiste en que el yo enunciador se hace presente ante el ámbito locutivo; el espacio de localización, que sitúa el contexto situacional en que se produce el acto elocutivo y pone en relación al locutor con el alocutario, y, por fin, el espacio de tematización, que corresponde al desarrollo del asunto. Según este esquema, el primer eje vertebral de la construcción del discurso es la deixis personal. Ello coincide con la conocida tesis de Bajtin de que la dialogicidad es el rasgo inherente a todo proceso de comunicación. Al espacio de tematización correspondería la ordenación de los asuntos que constituyen el contenido del discurso. La prosecución del discurso es un proceso en el que intervienen elementos pertenecientes a cada uno de esos espacios. La organización del diálogo, por ejemplo, puede depender mucho más del deseo de los hablantes de hacerse presentes en el espacio de locución que del contenido temático que van a manifestar. Desde una posición cognitivista, como la que adoptan Dressler y Baugrande[20], lo relevante en el marco de la cohesión es el conjunto de indicaciones y restricciones que el productor incluye en el discurso para que puedan ser, a su vez, procesadas e interpretadas por el receptor. Pero no es ésta la perspectiva que interesa principalmente al filólogo sino, por el contrario, la de desvelar cuáles son los mecanismos verbales que el productor del discurso tiene a su disposición en cada momento de la historia de la lengua para organizar de tal modo el proceso que ésta devenga en texto; a ello se añade el estudio del modo en que se producen los cambios de esos medios disponibles y cómo esas transformaciones caracterizan períodos diferentes de la historia de la lengua. Más adelante me referiré a esta cuestión con ejemplos concretos. 5°) El objetivo final del análisis filológico es dar cuenta del valor lingüístico de un texto e interpretar su significado. Tradicionalmente, la filología se había dedicado más a "restaurar" el enunciado que a interpretar el valor de la enunciación. En este sentido, es preciso tener en cuenta que el análisis del enunciado (es decir, de los componentes fónico, gramatical y léxico) proporciona ya un tipo de información significativa, que se deriva del valor de las categorías lingüísticas consideradas en sí mismas y, por tanto, independientemente de la situación comunicativa y del tipo de discurso elegido. Sin embargo, este nivel de análisis (indispensable, por otra parte, para interpretar los datos y, desde luego, para la historia de la lengua) se muestra incapaz por sí solo para interpretar los textos, a pesar de que proporciona una información fundamental acerca de la configuración gramatical del texto y del valor semántico del contenido. Pero la interpretación del texto, concebido como el resultado de un acto de comunicación, requiere el uso de otros elementos de análisis. Parte fundamental lo constituye la determinación de la intención comunicativa que rige la acción de los interlocutores y los fenómenos de interacción que pudieran producirse entre ellos. Ello exige añadir un componente pragmático al análisis, ya que es éste el que sitúa la acción comunicativa en un marco de referencias que hacen posible la intervención de locutor y alocutario en tanto que manifiesta el ámbito en que se sitúa la intención comunicativa tanto desde la perspectiva del hablante-locutor como del oyente-alocutario. Es patente que estas relaciones son de naturaleza histórica en el caso de la escritura, ya que la cooperación discursiva necesaria para que tenga lugar el acto de comunicación se transforma con el tiempo. El historiador de la lengua tiene que contribuir a recomponer las condiciones de locución para que el texto sea interpretable y, por tanto, necesita del componente pragmático para realizar esta tarea. 6º) Por último, el valor comunicativo de un texto es el resultado de añadir (no de sumar) el significado del enunciado a los factores significativos que intervienen en la comunicación. En el contenido textual interviene no sólo "lo dicho", sino también lo intencionalmente omitido. Lo dicho se halla explícito en los factores que configuran el enunciado y la enunciación, lo que supone la existencia de determinados significados pragmáticos. Lo "no dicho" intencionalmente se halla implícito en la presuposición enunciativa, que manifiesta la "veracidad" de la construcción gramatical y de la información semántica, y en la presuposición textual generalizada, que proporciona condiciones de veracidad al texto en cuanto tal. Además, el receptor añade a su interpretación el valor inferencial que dota de sentido al texto, y que procede de su saber del mundo aplicado sobre los contenidos ideológicos del texto. De todo lo anterior resulta que se hace necesario estudiar desde el punto de vista histórico el modo de funcionamiento de los distintos organizadores del discurso. Las categorías discursivas se manifiestan con formas gramaticales que cambian diatónicamente y, por tanto, el estudio de su evolución constituye uno de los capítulos fundamentales de esta concepción de la historia de la lengua. Con ello no se postula nada que sea absolutamente nuevo. Cuando Lapesa estudia las formas de tratamiento en español debe utilizar, aunque no los llame así, criterios pragmáticos y discursivos, puesto que la alternancia tú I vos I vuestra merced /usted... constituye una manifestación de la deixis social, ya que señala el modo en que el locutor sitúa socialmente al alocutario respecto de su propio estatus. Además de esto, es también una forma de modalización del discurso, puesto que indica la actitud del locutor respecto de lo dicho en el enunciado. Sin embargo, quizás no se haya tenido suficientemente en cuenta que el tratamiento no sólo responde a un criterio de deixis social, sino también a la naturaleza del discurso. Pondré dos ejemplos. Manuel Muñoz Cortés explicó en un espléndido trabajo el significado de la presencia del yo en el Cantar de Mio Cid 22 y los valores pragmáticos que se derivan de ello. Lapesa advirtió que la forma de respeto y de confianza entre iguales de alta condición social era vos, y así se tratan Rodrigo Díaz de Vivar y doña Jimena, uso sólo alterado en los momentos de intensificación afectiva en que, excepcionalmente, puede aparecer tú. Pero existen más variantes discursivas. Tu se emplea para dirigirse a Dios, sin duda por influencia del latín litúrgico, y también, en ciertas ocasiones. Así lo hace el Cid dirigiéndose a sus vasallos de máxima confianza, criados en su casa. De este modo trata el héroe épico a Félez Muñoz (w. 2618-26222), a Muño Gustioz (w. 2901.2904) y a Pero Bermúdez (w. 3302-3305), coincidiendo con momentos de notable intensidad emocional (despedida de las hijas en el primer caso, incitación a intervenir en los restos a los infantes de Carrión en los dos últimos). Con tuteo se dirigen los caballeros del Cid, pese a su notoria inferioridad social, a los infantes de Carrión para formula las acusaciones, insultarlos y forzar el desafío en las cortes de Valencia; en cambio, durante su estancia en Toledo, todos los caballeros han tratado respetuosamente a los infantes con el esperable vos. En todos estos casos la forma de la deixis personal está condicionada por factores no gramaticales, ni siquiera sociales, sino por el contenido ideológico del discurso. A veces, esa distinción es todavía más sutil. Así ocurre en la forma de tratamiento que el rey Alfonso VI concede a Muño Gustioz 23. De acuerdo con las relaciones sociales imperantes en la época (tratamiento de respeto de superior a inferior), correspondería vos, y así ocurre con carácter general. En cambio, utiliza la forma tú en los versos 2954-2955, en los que Alfonso VI se expresa del siguiente modo: "Verdad te digo que me pesa de coraçón I e verdad dizes en esto tú Muño Gustioz". Esa alternancia en la forma de tratar al mismo personaje en una misma secuencia dialogal se explica únicamente por la existencia de dos discursos. En un primer momento, el rey reacciona emocionalmente ante las noticias que le lleva Muño Gustioz, tras la afrenta de Corpes, con un parlamento en el que ha puesto la máxima energía expresiva ("El Cid tienes por desondrado mas la vuestra [desondra] es mayor") para explicar que la injuria alcanza al propio rey. Una vez efectuado el airado desahogo real, en el que emplea el tú (no signo de familiaridad con el alocutario, sino expresión directa de los sentimientos), el monarca adopta el tono de un discurso político, en el que la tensión dialéctica es mucho menor y, por tanto, se recobra la forma usual de vos para tratar a su interlocutor. Es éste un testimonio de cómo la modalización del discurso, mediante el empleo de distintas formas de la deixis personal, aprovecha las alternancias existentes en la lengua para impregnar de sentido la naturaleza específica de cada acto de comunicación. No se piense que este tipo de alternancias en las formas de la deixis personal, condicionada por el tipo de discurso, es privativa del lenguaje épico. Se testimonia en muchos otros textos. Recogiendo una observación de Fernando González Ollé, yo advertí, en un antiguo trabajo 24, que en la Disputa del Agua y el Vino, los dos personajes paródicos comienzan a tratarse de vos, pero se producen cambios a lo largo del enfrentamiento dialéctico siempre del lado del Vino que comienza tratando de tú al Agua, pasa después a vos, para utilizar finalmente sólo el tú a medida que se intensifica la tensión dialéctica y la discusión se torna en insultos del Vino al Agua. Está claro que el uso de una u otra forma depende del contexto discursivo y no de una diferencia social inexistente. De este modo, la llamada deixis social se transforma en una deixis contextual. Los mecanismos gramaticales de la modalización del discurso pueden ser de diversa naturaleza, pero entre ellos las formas verbales constituyen un signo privilegiado. A mi juicio, no se puede describir el funcionamiento temporal, modal y aspectual de las formas verbales en los textos medievales sin tener en cuenta el contexto discursivo en el que se proyecta la actitud del locutor o del alocutario, o de ambos a la vez, sobre el enunciado. Así, en un ejemplo como el que ofrecen los versos 2703-2704 del Cantar de Mio Cid, la oposición pasado absoluto / pasado relativo está condicionada por la presencia/ausencia de los agentes del discurso: "...con sus mugieres en braços demuéstranles amor; I¡mal gelo cumplieron quando salie el sol!". El segundo verso es un comentario de "lo narrado" y en él se vierte la opinión del narrador-recitador que, de esta manera, anticipa a sus oyentes lo que iba a ocurrir. La voz del cnunciador es diferente: en los versos anteriores es la voz del narrador; en el último es la de quien contempla lo que ocurrirá en tiempo venidero. Ello es narrativamente posible porque se cuenta con la complicidad de los oyentes, que conocen, gracias a la tradición épica, el curso de los acontecimientos narrados. En términos pragmáticos habría que decir que el último verso es posible porque locutor y alocutario son también agentes del discurso narrado, en cuanto sabedores del contenido del enunciado. Se cuenta por tanto con una cooperación discursiva de naturaleza histórica, que permite al enunciador contraponer dos formas del pasado; una, la de la momentaneidad perfecta (cunplieron) y otra la de la duración (salie) que, siendo ambas formas del tiempo pasado, aluden discursivamente al futuro. No se trata, portanto, de meras variantes estilísticas, sino del juego de los significados temporales-aspectuales en el marco discursivo del tiempo de la narración de un lado (futuro) y del tiempo de la recepción (presente) Importantes mecanismos de cohesión textual son la anáfora, la recurrencia o repetición, la paráfrasis, los marcadores del discurso, etc. No tengo tiempo aquí de estudiar, ni de ejemplificar siquiera, la incidencia que el estudio de esos mecanismos tiene para la historia de la lengua. Los mecanismos de la anáfora han cambiado notablemente a lo largo de la historia. Comenzaron siendo únicamente marcas gramaticales (pronombres y otros deícticos principalmente). La progresiva ampliación de las formas de organización del discurso fue acompañada de nuevos recursos de expresión de la anáfora. Ya lo hemos visto en los ejemplos del Cantar de Mio Cid que he presentado antes. Un caso particular, debido al interés que los analistas del discurso le han prestado en los últimos diez años, es el de los conectores y marcadores discursivos. Como es bien sabido, los conectores son meros elementos de conexión supraoracional. Por tanto, desempeñan una función semejante a las conjunciones en el plano oracional. Por el contrario, los marcadores u operadores discursivos marcan todo el contexto del discurso al que van referidos. Tradicionalmente, la lingüística histórica no ha considerado estas funciones porque carecíamos de una descripción de estas unidades, de su clase gramatical y de la función que desempeñan. La investigación sincrónica se ha aplicado a describir su origen categorial y a describir la función que cumplen en la ordenación del discurso. Ya Muñoz Garrigós 25 vislumbró, desde una perspectiva histórica, la función conectora que cumplían los nexos adversativos, pero sólo en los últimos años parece haberse suscitado un cierto interés por este asunto. Rafael Cano 26, Emilio Ridruejo 27, Elena Méndez 28, Rolf Eberenz 29 Silvia Iglesias 30 y algunos otros que se han referido a los conectores en el marco de los tipos de oración subordinada, nos han ofrecido en los diez últimos años estudios parciales acerca del funcionamiento de los conectores, pero poco tenemos acerca de los marcadores 31. Sin embargo, se trata de un capítulo importante para la interpretación de los textos y para la historia de la sintaxis. Pondré dos ejemplos. Tradicionalmente se había atribuido la excesiva abundancia de coordinación copulativa con el nexo e a las dificultades que tiene el redactor en los primeros tiempos medievales para expresar las relaciones lógicas interoracionales, de tal modo que la mera adición de predicados encubría en muchos casos las relaciones de causa, consecuencia, finalidad, etc. A esta causa principal se añadió la influencia que podía haber ejercido el modelo de las traducciones bíblicas, basadas en este tipo de organización textual. Sin embargo la forma e no desempeña siempre la función de una conjunción que enlaza oraciones, ni tiene mero valor aditivo, sino que adquiere una función discursiva, como es el de asociar lo predicado a un enunciador expreso o sobreentendido, proporcionando así cohesión a todo un texto; es decir, ni funciona como conjunción ni tiene una significación aditiva. Así ocurre en este ejemplo del Corbacho:
Como se advertirá, en el segundo párrafo el conector ha perdido su valor aditivo, para adquirir una función intradiscursiva de significado meramente continuativo. Lo mismo ocurre en muchos otros casos, en los que el conector e encadena una serie de enunciados y su función no es la de añadir información nueva sino señalar la presencia de un anunciador al que se atribuye la predicación que sigue. Se delinean así dos funciones básicas del nexo e. una, interoracional, la de conjunción que añade o suma predicaciones; otra, supraoracional o discursiva, de significación continuativa que constituye un mecanismo de cohesión textual. Lo mismo podría decirse de otros conectores. Conocida es la historia de la forma pues. Se documenta desde el siglo XIII alternando con ca, que es forma omnipresente en todos los textos medievales hasta mediados del siglo XV. En este momento se atestigua una decadencia de ca, que es patente en el Corbacho, mientras que aumenta el uso y el valor polifuncional de pues. La historia de estos dos nexos, tanto en función conjuntiva como en la conectora, es interdependiente. Su uso está ligado no sólo a la función gramatical que cumplen como conjunciones, sino a los valores discursivos que alcanzan en cada contexto. Pues amplía extraordinariamente la función discursiva, mientras que ca queda fosilizado en su significación causal. El uso de los conectores y marcadores discursivos exige un estudio diacrónico para situar el origen de las formas y de las categorías gramaticales de que proceden y establecer los valores contextúales que van adquiriendo a lo largo de la historia. Se trata, por tanto, de un capítulo abierto que espera la elaboración de trabajos empíricos, antes de intentar sistematizar sus clases y sus funciones, labor ésta que sí se ha realizado en el plano sincrónico.
CONCLUSIÓN
Me he limitado a exponer algunos aspectos de la historia de la lengua que pueden ofrecer nuevas líneas de indagación a partir de algunos criterios comúnmente utilizados en el análisis del discurso y del texto. No olvido otros a los que no he hecho alusión y que son de capital importancia. Así, por ejemplo, la teoría de los actos de habla permite una nueva consideración del modo en que se organiza un texto, particularmente interesante para estudiar el diálogo. Seguramente, en un futuro inmediato interesará más estudiar los mecanismos con que se organiza la petición, el ruego, el insulto, el mandato, la promesa, el deseo, la sorpresa, etc. en cada período de la historia de la lengua que seguir acarreando datos de sintaxis histórica con un marcado enfoque positivista, aunque esto será siempre muy valioso. En suma, se trataría de complementar la historia de los usos gramaticales con la historia de los mecanismos comunicativos. Ambas perspectivas no sólo no son incompatibles, sino que se necesitan mutuamente. Ya se había hecho de una manera más o menos ocasional. Se trata ahora de plantear estudios sistemáticos en esta dirección. La pragmática histórica adquirirá sin duda muy pronto una especial relevancia en los estudios históricos. No olvidemos que éstos se basan, como les decía al principio de esta conferencia, en el análisis textual y no existe texto alguno, literario o no, que no esté determinado pragmáticamente. Insistiré una vez más. No se trata de algo completamente nuevo; enlaza directamente con la mejor tradición filológica española. Cuando Amado Alonso, Dámaso Alonso o Rafael Lapesa atribuyen a factores culturales ciertos cambios, están refiriéndose muchas veces, sin emplear este término, a lo que hoy llamamos componente pragmático de la textualidad. De lo que se trata es de organizar la indagación filológica incorporando este concepto de una manera permanente y sistemática. El punto de partida será siempre la literalidad del enunciado (base de toda restauración filológica), pero si el fin último del análisis textual es interpretar los textos, hará falta incorporar los criterios que permitan pasar del significado al sentido. Muchas veces bastará con tener en cuenta los factores pragmáticos, pero en muchas otras ocasiones será preciso aplicar nuestro conocimiento de la historia cultural para inferir los valores textuales que afectan al sentido global del texto. Hoy el concepto de inferencia, que el análisis textual o discursivo ha aplicado sistemáticamente, puede ¡luminar algunos aspectos de la historia de los textos que constituyen la base documental de la historia de la lengua. Existe otro aspecto al que no he podido aludir, pero que no debe quedar sin referencia alguna. Se trata de los géneros discursivos o, desde otra perspectiva, la tipología textual, que es un aspecto esencial para la historia de la lengua. Como se ha dicho al principio, el valor testimonial de una documentación depende en gran medida del tipo de texto en que se encuentre. Pilar Diez de Revenga se ha aplicado con admirable constancia a analizar los documentos jurídicos, con especial atención a los de la región murciana. Gracias a sus hallazgos y a los de muchos otros que han aprendido en las fuentes pidalianas el verdadero sentido del positivismo lingüístico, sabemos que el valor histórico (esto es, lo que representa en el proceso evolutivo) de un testimonio se halla en relación con la naturaleza del texto en que se encuentra. Por no tenerlo en cuenta se han cometido algunos errores. Por eso necesitamos con urgencia una descripción sistemática de los rasgos que caracterizan cada género discursivo. El asunto no es fácil y por eso se han intentado aplicar diversos criterios. Al Biólogo le interesa, ante todo, que se describan las marcas (nominalizaciones, impersonalidad, marcadores, etc.) comunes a diversos tipos de texto. En cualquier caso, estas marcas deberán referirse a tres ámbitos: la situación comunicativa, la manera de organizar el contenido temático para que el discurso prosiga constituyendo una unidad textual (ordenación ideológica) y la configuración formal del discurso, es decir, lo que algunos llaman la textura. Desde la perspectiva del discurso, no valen los géneros establecidos por la Retórica, que se basan en otros criterios clasificatorios. En este sentido, los historiadores de la lengua somos dependientes de una teoría del discurso que todavía no ha avanzado suficientemente, pero que obligará, sin duda, a precisar algunos cuestiones, que hoy tenemos por ciertas, y que iluminará nuevos ámbitos de investigación.
NOTAS 1.- Véanse Bustos Tovar José Jesús, "De la oralidad a la escritura", en Cortes Rodríguez, L. (ed.), El español coloquial Actas del I Simposio de Análisis del discurso oral, Universidad de Almería, 1995, págs. 11-28; "Aspectos semánticos y pragmáticos de la comunicación oral", en Briz, A et alii, Pragmática y gramática del español hablado. Actas del II Simposio sobre Análisis del discurso oral. Pórtico Libros-Universidad de Valencia, Valencia, 1996, págs. 37-49, y "L´oralité dans les anciens textes castillans", en Selig, María, Frank, Barbara y Hartmann, Jörg (eds.), en Le pasage à l'écrit des langues romanes, Gunter Narr Verlag, Tübingen, 1993, págs. 247-262. 2.- Badía Margarit, Antonio, "Dos tipos de lengua cara a cara", en Studia Philologica. Homenaje a Dámaso Alonso, I, Madrid. 1960. págs. 115-139. 3.- Bustos Tovar, F. de, "Épica y crónica: contraste en la estructuración del discurso", en Actas del II Congreso Internacional de Historia de la Lengua Española, Madrid, Pabellón de España, S.A, 1992, págs. 557-567. 4.- Me refiero a los conocidos trabajos de R. Wright, que insiste con admirable tenacidad digna de mejor causa en una pretendida posición antipidaliana (anti-Orígenes, diríamos mejor) afirmando el "monolingüismo" primitivo de la Península Ibérica hasta finales del siglo XI. 5.- Mercedes Quilis Merín presta especial atención a esta ¿poca en su reciente obra Orígenes históricos de la lengua española, Universidad de Valencia, 1999. 6.- Véase, entre otros estudios, Díaz y Díaz, Manuel. De Isidoro al siglo XI, Barcelona. 1976. También los diversos trabajos recogidos en Pérez González, M. (ed.) Actas del I Congreso Nacional de Latín Medieval, León, 1995. 7.- López García, Ángel, Cómo surgió el español, Madrid, Gredos, 2000. 8.- Me ocupo más extensamente de este asunto en mi trabajo "El uso de los glosarios y su interés para la historia de la lengua", en el volumen La enseñanza en la Edad Media, Logroño, Instituto de Estudios Riojanos, 2000, págs. 329-355. Aquí me limito a recoger algunas de las ideas expuestas en ese estudio. 9.- Bastardas Parera, Juan, "El latín medieval", en Enciclopedia Lingüiística Hispánica, II, Madrid, 1960, págs. 251-290. 10.- Vid. Frank, B. y Hartamann, J., 'L'inventaire systématique des premiers documents des langues romanes. Présentation d'une publication par le SBF-321" en M. Selig, B. Frank y J. Hartmann (eds.), Le passage à ´l´ecrit des langues romanes, Tübingen, 1993. 11.- García Turza, Claudio y Javier, El Códice Emilianense 46 de la Real Academia de la Historia, primer diccionario enciclopédico de la Península Ibérica: edición y estudio, Madrid-Logroño, 1997. 13.- Hernández Alonso, C. "Las Glosas. Interpretación y estudio lingüístico", en C. Hernández Alonso et alii (eds.). Las Glosas Silenses y Emilianenses, Burgos, 1993, págs. 63-82. 14.- Ruiz Asencio, J.M., "Hacia una nueva visión de las Glosas Emilianenses y Silenses", en C. Hernández Alonso et alii (eds.). Las Glosas Emilianeneses y Silenses, Burgos, 1993, págs. 83-118. 15.- Carrera de la Red, Micaela, "De nuevo sobre las Glosas Emilianenses", en Actas del II Congreso Internacional de Historia de la Lengua, II, Madrid, 1992, págs. 579-596. 16.- Por ejemplo, manifiesta su disconformidad con que yo incluyera la voz engendrar en mi Contribución al estudio del cultismo léxico medieval, Madrid, Anejos del BRAE, 1974, s.v. como semicultismo, Al margen de que esto sea discutible, antes que yo así lo había considerado Corominas en su Diccionario crítico-etimológico de la lengua castellana, Madrid, Gredos, s.v. y, después, R. Penny en su Gramática histórica del español, Barcelona, Ariel, 1993, p. 87. 17.- Stengaard, B. "The combination of glosses in the Códice emitianeme 60 (Glosas Emilianenses)", en R. Wright (cd.), Latin and the Romance Languages in the Early Midle Ages, London-New York, Roudledge, 1991, págs. 177-189. 18.- Bustos Tovar, F. de, ob. cit. 19.- Véanse Girón Alconchel, José Luis, "La cohesión en el Poema de Mio Cid y el problema de su comienzo", en Actas del XX Congreso Internacional de Hispanistas, 21-26 de abril de 1995, pags. 184-192, y "Cohesión y oralidad. Épica y crónicas", en Revista de poética medieval, 1, 1997, págs. 145-170. 20.-Bobes Naves, Carmen, El diálogo, Madrid, Gredos, 1992. 21.- Beaugrande, R.A. y Dressler. W.V., Introducción a la lingüística del texto, trad. esp. de S. Bonilla, Barcelona, Ariel, 1997. 22.- Muñoz Cortés, Manuel, "El uso del pronombre^» en el Poema de Mío Cid", en Studia hispánica in honorem Rafael Lapesa, II, Madrid, Gredos, 1972, págs. 379-397. Cuando reviso el texto de esta conferencia para su publicación, me llega la noticia del fallecimiento de este querido amigo, que conoció este texto en su exposición oral. Quiero dejar constancia aquí de mi inmensa pesadumbre por la desaparición del amigo y maestro, que tantas pruebas de afecto me dispensó. 23.- A esta cuestión me he referido en mi trabajo "Algunos aspectos de las formas de enunciación en textos medievales", en Actas del II Congreso Internacional de Historia de la Lengua Española, Madrid, Pabellón de España. S.A.. 1992. II, págs. 569-577. 24.- Bustos Tovar, José Jesús. "Razón de amor con los denuestos del agua y el vino" , en El comentario de textos, 4, Madrid, Castalia, 1983. págs. 53-83. 25.- Muñoz Garrigós, José, "Sobre el origen de los nexos adversativos en español", Cahiers de Linguistique Hispanique Médievale, 1988, págs. 41-56. 26.- Cano Aguilar, Rafael, "Periodo oracional y construcción del texto en la prosa medieval castellana", Glosa, I, 1989, págs. 1330,; "La ilación sintáctica en el discurso alfonsí, Cahiers de Linguistique Hispanique Mediévale, 21, 1996-97, págs. 295-324 y "Sintaxis oracional y construcción del texto en la prosa española del siglo de Oro", Philologie Hislensia, 1991. VI, I, págs. 45-67. 27.- Ridruejo, Emilio, "Conectores transfrásticos en la prosa medieval castellana", en Acta du Xème. Congres International de Linguistique el Philologie Romanes, págs. 631642. 28.- Méndez García de Paredes, Elena, Las oraciones temporales en castellano medieval, Sevilla, 1995. 29.- Eberenz, Rolf, "Enlaces conjuntivos y adjuntos de sentido aditivo en español preclísico: otrosí, eso mismo, asimismo, demás, también, aun, etc.", Iberromanla, 39, 1994, págs. 1-20. 30.- Iglesias Recuero, Silvia, "Escritura y oralidad en la Edad Media. A propósito de ca, pues, porque", Oralia, 3,2000 págs. 277-296, y especialmente "La evolución histórica de pues como marcador discursivo hasta el siglo XV". BRAE. Cuaderno CCLXXX. 2000, págs. 209-307. 31.- Una notable excepción es el trabajo de José Luis Girón Tiempo, modalidad y adverbio. Significado y función del adverbio "ya". Universidad de Salamanca, 1990.
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