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    El nacimiento de un nuevo grupo social -«los clérigos escolares»- origina en el siglo XIII una nueva literatura, la del «mester de clerecía». Formados en las escuelas catedralicias y en los nacientes estudios universitarios, sus protagonistas se ponen al servicio, sobre todo, de los monasterios por entonces en pugna con los burgos y ciudades. Gonzalo de Berceo es su más conocido representante y LOS MILAGROS DE NUESTRA SEÑORA la obra más difundida. Los relatos siguen fuentes latinas bien conocidas, pero el arte literario de Berceo los transforma en algo vivo, casi en una crónica conmovedora de algo que pudo suceder cada día en cualquier lugar castellano. Un solo verso -«Reina de los Cielos, Madre del pan de trigo»- decía Jorge Guillén que resumía, a la par, el mensaje berceano y su realismo mágico. Juan Manuel Cacho Blecua, profesor de la Universidad de Zaragoza a quien debemos excelentes ediciones y estudios medievales, ha preparado esta edición con el objetivo de ayudar al lector de hoy a extraer todo el rico jugo de cultura y de arte que se concentra en unos versos a primera vista sencillos y encantadores.

Biblioteca Gonzalo de Berceo

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I. INTRODUCCIÓN A LOS MILAGROS DE NUESTRA SEÑORA DE GONZALO DE BERCEO

l.-«CA NON SÉ DE CUÁL CABO EMPIEZE A CONTAR»

La Edad Media es un largo período histórico tachado en tiempos de etapa oscura y bárbara, viejo tópico de raíz humanista. Y si no se puede reducir toda una época compleja y extensa a unos calificativos como los anteriores, menos apropiados resultan para definir unos momentos en los que el prestigio de la cultura alcanza unas cotas notables. Especialmente a partir del siglo XII, en distintos puntos de Europa, Francia, Inglaterra, Alemania ... , encontramos numerosos nobles que saben leer y escribir, y protegen a escritores, pintores o músicos. Paralelamente van floreciendo las escuelas y universidades, ampliándose así cada vez más el número posible de lectores, lo que coincidirá con el desarrollo de las literaturas en lengua vulgar. Este fenómeno no es más que un indicio de las hondas transformaciones sociales y económicas que tienen claro reflejo en el nacimiento de las ciudades y en el incremento del comercio.

Las circunstancias especiales de la península ibérica, con parte del territorio ocupado por los musulmanes (el AI-Andalus), y los conflictos entre los reinos cristianos no resultan favorables para que se creen unas obras cualitativa y cuantitativamente parangonables a las del resto de Europa. Sin embargo, desde siglos atrás, los cristianos, conscientes de su inferioridad científica frente a los musulmanes, habían iniciado ya una intensa labor de traducción de textos árabes al latín que, desde comienzos del XII, queda centralizada en la escuela de Traductores de Toledo. Pero dejando a un lado esta importante singularidad, será en el siglo siguiente cuando se produzca una más profunda transformación en las condiciones políticas, sociales y culturales.

En 1212, en la batalla de las Navas de Tolosa, quedó derrotado el ejército almohade, a lo que se sumó, en 1236, la conquista de la poderosa ciudad de Córdoba, sede de la famosa biblioteca de Alhaken II, que tenía más de doscientos mil volúmenes. Paulatinamente va avanzando la «reconquista» hasta quedar solo el reino de Granada, que tardará aún bastante tiempo en pasar a poder de los cristianos. Las circunstancias resultan cada vez más propicias para encontrar ahora un reflejo mayor de lo que en el resto de Europa viene conociéndose como el «renacimiento del siglo XII». La sociedad se va haciendo más compleja con el auge de las ciudades, la mayor circulación de personas y mercancías y el reforzamiento de la monarquía. En esta transformación, una nueva clase de «letrados» se integra en la función pública como jueces, legisladores y notarios; su participación va a ser decisiva en la administración y en el derecho, en un mundo en el que surgían nuevos centros de poder y en el que se alteraban las relaciones políticas y económicas. La «educación», la cultura, proporcionaba dinero e influencia. A su vez, el esplendor del monacato va quedando atrás, y para su mantenimiento se necesitan personas que sepan derecho, abrir registros, etc. Estos «verdaderos especialistas» a veces no se encontraban entre los monjes, por lo que se recurre a los clérigos seculares 1.

No es casual la fundación de las primeras universidades españolas, Palencia (1208), Salamanca, Valladolid ... , a la vez que se va consolidando el uso de la lengua vulgar en textos versificados, como en la mayoría de las literaturas occidentales, y luego, gracias al enorme impulso de Alfonso X el Sabio, en prosa. El intercambio cultural con Francia se hace especialmente intenso y, dejando a un lado la influencia del camino de Santiago, es probable que se contara en los nuevos centros universitarios con profesores procedentes de París, en especial para las enseñanzas de las humanidades. Los monjes, hasta entonces recluidos en sus monasterios, saldrán a estudiar a estas nacientes universidades, donde se irá creando un primer foco de intelectuales con fuerte influencia francesa. En concreto de Palencia -según opinión de B. Dutton 2- procedería el primer grupo de «clérigos», en el doble sentido medieval de hombres de Iglesia y de letras, dispuestos a servirse de la lengua vulgar para dirigirse a un amplio público, desconocedor del latín.

No es extraño que estos «clérigos» elijan para sus creaciones didácticas el verso, mucho más fácil de retener y propicio para mostrar algunas técnicas modernas asimiladas en los estudios, a la vez que trasvasan al romance los modelos de su aprendizaje: buena parte de sus textos escolares latinos estaban en verso. Es lo que viene llamándose «mester de clerecía», cuyo nombre procede de la segunda estrofa del Libro de Alexandre:

 

Mester traigo fermoso, non es de joglaría,
mester es sen pecado, ea es de clerezía;
fablar curso rimado por la quaderna vía

a sílabas contadas, ca es gran maestría.

 

   De aquí también parte la denominación de cuaderna vía para designar la nueva forma métrica en la que escribirán, con mínimas variaciones, en el siglo XIII. La estrofa está constituida por cuatro versos monorrimos, con la misma rima consonante en la mayoría de los casos, conocida también como tetrástico monorrimo. Sus cuatro versos alejandrinos, de catorce sílabas, se dividen en dos hemistiquios de 7 más 7, que se cuentan independientemente. Así, el hemistiquio «Díssolis a los ángeles» (534a) tiene sólo siete sílabas, pues corresponde a 8 - 1 al ser «ángeles» palabra esdrújula. Por el contrario, «Díssoli el burgés» (648a) es también un hemistiquio regular de siete sílabas 6 + 1, ya que «burgés» es palabra aguda por lo que debe sumarse una sílaba más. Pero conviene tener en cuenta que las sílabas «contadas» no permiten, en un primer momento, la utilización de la sinalefa. Se separan la vocal final de una palabra y la inicial de la siguiente. Por ejemplo, «pora omne cansado» (2b) consta de siete sílabas, pues el final de pora no se une a omne, como sería habitual en la actualidad. Si esta obligatoriedad de la dialefa alarga los versos, por medio de distintos recursos se tiende a abreviarlos, aprovechándose de la flexibilidad lingüística del XIII. Se permite la utilización de síncopas («entendrá» por «entenderá»), contracciones («antella» por «ante ella»), apócopes («grand» por «grande»), aféresis («bispo» por «obispo»), y un diferente uso del acento en algunos casos, que reproduce en múltiples ejemplos la prosodia latina. Las deturpaciones de los copistas que, en ocasiones, han tendido a eliminar los posibles rasgos dialectales y arcaizantes de estos textos han contribuido a romper la regularidad métrica anunciada.
   La oposición planteada en la citada estrofa del
Libro de Alexandre ha llevado a una nítida división de los poemas medievales en dos grandes grupos, según se incluyan en el llamado «mester de clerecía» o en el «mester de juglaría». El primero serviría para agrupar a una serie de autores cultos, orgullosos de serlo y de poder acceder a textos escritos, que componen sus obras para ser leídas, preocupándose por la rima y por la longitud del verso. En el siglo XIII abarca toda la producción de Gonzalo de Berceo más una serie de textos anónimos bastante próximos entre sí, tanto técnicamente como por las continuas alusiones que se entrecruzan: el Libro de Alexandre, Libro de Apolonio y Poema de Fernán González. Pese a la heterogeneidad de sus temas, late en todos ellos una similar conciencia de autor, visible en la fidelidad a las fuentes escritas y en la preocupación por el quehacer artístico, rasgos que destacan como novedad en el panorama literario en lengua romance. Todos estos factores -especialmente la versificación- configuran una poética unitaria que sirve para relacionar unas obras con otras dentro del mismo «mester», pero esto no implica que no se puedan y deban realizar otras agrupaciones posibles desde otros puntos de vista complementarios, de acuerdo con las diferentes tradiciones heredadas por los autores.
   La integración de los restantes poemas conservados bajo el común denominador de «mester de juglaría» conduce a presuponerles un origen popular, oral, irregularidad métrica, ausencia de fuentes escritas, etc., lo cual dista mucho de ser cierto. Sería arbitrario agrupar obras muy heterogéneas con las características
anteriormente expuestas, pues la ausencia de regularidad métrica no implica necesariamente todas las otras asociaciones que tradicionalmente se han realizado. La superioridad que se percibe en la citada estrofa del Libro de Alexandre es fruto de las artes de un creador que quiso aprovechar la oportunidad de un prólogo para llamar la atención de su público, ensalzando su obra
y denigrando a sus competidores. No es ahora ocasión de entrar en más detalles, pero la útil etiqueta de «mester de clerecía» en el siglo XIII no conlleva forzosamente la aceptación de un opuesto mester de juglaría con todas las consecuencias que se han pretendido extraer 3.
   Este «mester de clerecía» no es un fenómeno exclusivamente español, pues como señala F. Rico pueden encontrarse obras con rasgos similares en el resto de la Romania. Los clérigos, embebidos y orgullosos de su cultura latina, tratan de reflejar sus conocimientos, y, al evitar la sinalefa, trasladan al romance las recomendaciones de la época para composiciones latina que no quieran caer en el vicio de la «rusticitas».
   Es normal que los autores deseen llamar la atenció -el «attentum parare» de las retóricas- sobre un nueva maestría diferente a la de los juglares.

 

 

2.-«YO, MAESTRO GONÇALVO DE VERCEO NOMNADO»

   Las obras medievales nos llegan rodeadas de enigmas, y uno de los más habituales es el referido a la personalidad del autor, con frecuencia totalmente desconocido o, como en el caso de Gonzalo de Berceo, sólo parcialmente desvelado. De la lectura de los textos a él atribuidos pudo recrearse la imagen de un clérigo bondadoso, agobiado por su tarea, pero con el consuelo de paladear al final un «vaso de buen vino» de las ricas tierras riojanas. La simplicidad con la que se confiesa desconocer el lugar donde se desarrolla la acción de alguno de sus milagros, porque «no lo leo» (76b), llevó a identificado con un autor ingenuo, ferviente devoto de María, y casi próximo al protagonista de su milagro IX.

Sin embargo, se han ido recopilando pacientemente nuevos datos para reconstruir su figura 4. Nació a finales del siglo XII (hacia 1196 o antes) en el pueblecito de la provincia de Logroño de donde toma su nombre, y se educó en San Millán, como él mismo indica en el poema dedicado a su santo patrón:

Gonzalvo fue son nomne             qui fizo est tractado
    en San Millán de Suso              fue de niñez criado,
    natural de Verceo,              ond San Millán fue nado (489).

    Se han conservado documentos referentes al monasterio de San Millán en los que encontramos entre los testigos la firma de Gonzalo de Berceo como diácono. Estos son, hasta ahora, los únicos datos irrefutables y, a partir de aquí, se inician las conjeturas. Es posible, aunque no necesario, dado el transfondo cultural visible en sus obras, que asistiera a los recién creados Estudios Generales de Palencia, donde pudo conocer las novedades literarias llegadas de Francia y realizar algunos estudios jurídicos. La biblioteca de la Cogolla en el XIII se mantiene en unas líneas básicamente conservadoras, mientras a su alrededor florecen más y más los nuevos autores y las nuevas preocupaciones. Frente al monje encerrado en su celda, hoy se piensa cada vez más en un activo clérigo secular, muy en contacto con el mundo por su profesión de notario. Tampoco hay que suponer que Berceo tuviera que encargarse a diario de despachar los trámites de la notaría monacal. Su cometido quizás lo desempeñara principalmente fuera de los muros conventuales. Los dos centros dedicados a San Millán (Suso y Yuso, es decir arriba y abajo del mismo valle), junto al de Santo Domingo estaban hermanados y sus feudos abarcaban extensas posesiones de las que, a juicio de B. Dutton, Gonzalo de Berceo sería un interesado defensor por medio de sus escritos. Sus cuatro relatos hagiográficos están dedicados a santos estrechamente vinculados a la región, San Millán, Santo Domingo, Santa aria -que había vivido en San Millán, donde aún se conserva su tumba- y San Lorenzo, ligado a tradiciones locales. Estos textos resultarían indirectamente elementos propagandísticos del complejo monástico, en un momento en el que las donaciones comenzaban a menguar como consecuencia del gran número de centros que entraban en competencia.
Sin negar estas interesantes hipótesis, tampoco debemos olvidar, por un lado, la coincidencia en temas y motivos con otras literaturas románicas y, por otro, el amplio movimiento de divulgación religiosa puesto en marcha a raíz del IV Concilio de Letrán (1215) 5. En esa línea educativa, y con la finalidad de ayudar a los fieles a comprender los sacramentos y oraciones, se integran sus obras doctrinal es (Sacrificio de la misa, Signos que aparecerán en el Juicio final, Himnos). Por último, las obras marianas (Loores, Milagros y Duelo de la Virgen) se han relacionado con un culto especial del monasterio de San Millán de Yuso a la Virgen de Nuestra Señora de Marzo, a cuya imagen los peregrinos podrían atribuir las intervenciones milagrosas narradas por Gonzalo de Berceo. Sin embargo, los temas y motivos arrancan en Occidente de dos grandes colecciones latinas escritas en el siglo VI por Gregorio de Tours y Gregorio Magno. A partir del siglo IX, proliferan ya numerosas recopilaciones de milagros que combinan los temas universales con tradiciones locales. Una de estas colecciones de milagros, el manuscrito Thott de la Biblioteca de Copenhague, estudiado por R. Becker, coincide con 24 milagros de Berceo, aunque algunas divergencias no permiten asegurar que fuera este texto la fuente, pero sí alguno muy semejante, pues colecciones latinas similares se pueden encontrar en algunas bibliotecas españolas (Biblioteca Nacional de Madrid, La Seo de Zaragoza). Más adelante, con el auge alcanzado por la predicación, las colecciones de milagros traspasarán los límites del mundo hagiográfico para introducirse en la amplia corriente de los exempla.

   Hay que tener en cuenta que a partir de la segunda mitad del siglo XII se produce bajo el impulso de San Bernardo un período de exaltación de la Virgen incluso entre los laicos. La devoción se dirigía hacia la madre de Cristo-Hombre antes que a Cristo-Dios, y se tendía a concederle una singular importancia religiosa. Significativamente, esta exaltación coincide con el nacimiento y desarrollo del amor cortés. En el siglo XIII, especialmente entre 1240 y 1310, según Saugnieux 6, se amplía la devoción mariana. Se le dedican numerosas iglesias; se le consagran capillas importantes situadas en lugares de privilegio; la liturgia se hace eco de su devoción; hay numerosas fiestas en su honor; proliferan las peregrinaciones que conducen a los lugares en que se le venera; las nuevas órdenes religiosas monásticas, franciscanos y dominicos, le conceden gran importancia entre sus devociones. Por ello es completamente lógico que en el siglo XIII aparezcan en este ambiente de efervescencia las distintas versiones en lenguas vulgares de colecciones de Milagros como los de Berceo, Gautier de Coinci o las Cantigas de Santa María de Alfonso X el Sabio. Los puntos de contacto entre todas ellas son muy estrechos y algunos temas, como el del Milagro del niño judío, gozarán de amplísima difusión, lo que no impide, en un estudio detenido, señalar el peculiar tratamiento del tema en cada uno de ellos.

 


 

 

3.-«DEXEMOS LA CORTEZA, AL MEOLLO ENTREMOS»

Berceo nos sorprende con una inolvidable introducción, de la que no hay ningún rastro en el manuscrito latino. Pese a que pudo inspirarse en algún texto hoy desaparecido, tampoco es improbable que fuera engarzando hábilmente una serie de tópicos y motivos tradicionales en la literatura religiosa de su tiempo.

En las quince primeras estrofas va construyendo una alegoría, cuyos elementos no por conocidos dejan de resultar atrayentes. El mismo autor, tras nombrarse en la estrofa 2, en un rasgo de superioridad intelectual, se identifica con un romero que encuentra reposo en un grato lugar. El prado, adornado de flores, frutales y fuentes, y amenizado por el canto de los pájaros, será minuciosamente descrito. Azorín se imaginaba a Gonzalo de Berceo pintando este paisaje «fino y elegante», fiel reflejo de lo que observaba desde la «ventanilla de la celda». Pero los filólogos, ajenos a la técnica de recreación impresionista, han ido destejiendo la confluencia de lugares comunes que aquí se descubren.

En primer lugar, el tópico del peregrino (homo viator):

 

Yo, maestro Gonçalvo    de Verçeo nonnado,
    yendo en romería    caeçí en un prado (2b).

 

Ya en los Salmos atribuidos a David (Sal. 39, 13) aparece la imploración del hombre que se siente en la tierra como un huésped solitario, un forastero. La catequesis primitiva reiterará la imagen de la vida cristiana como un destierro inhóspito que, transcurrido el período de pruebas, se cierra con la muerte y el acceso a la Tierra Primitiva o Paraíso Perdido. El símbolo implica también un cierto idealismo, un matiz de despego interior de lo transitorio, frente a la esperanza de alcanzar fines superiores. La imagen será muy usada no sólo en la iconografía cristiana, sino en las literaturas romances con nuevos matices, cuyos ecos resuenan en la conocida copla manriqueña:

Este mundo es el camino
para el otro que es morada
sin pesar,

mas cumple tener buen tino
para andar esta jornada

sin errar;

partimos cuando nascemos,
andamos cuando bivimos
y alIegamos

al tiempo que fenescemos;
así que cuando morimos
descansamos.

En su versión más profana es fuente inagotable, desde Dante a Antonio Machado, pasando por el errante peregrino de las Soledades gongorinas. Caminando junto al romero llegamos a otro conocido tópico, el «locus amoenus», cuyos rasgos esenciales, según las retóricas, son un árbol (o varios), un prado y una fuente o arroyo; a ellos puede añadirse el canto de aves, unas flores y, aún más, el soplo de la brisa 7. El jardín perfecto, por el que suspiran nostálgicamente los cristianos, es el Paraíso, tal como se describe en el Génesis (2, 8), relación establecida explícitamente por el propio Berceo: «Semeja esti prado egual de Paraíso» (14a).

De nuevo confluye el motivo religioso con la tradición profana que arranca de la antigüedad greco-latina, donde el paraje ameno, carente de toda finalidad utilitaria y cuyo único objetivo es producir placer, constituye el escenario de los encuentros amorosos. La Edad Media recogerá la doble herencia, cristiana y pagana, alternando el «locus amoenus» paradisiaco con el arquetipo del jardín de Venus o jugando con la ambigüedad, como parece hacer el anónimo autor de la Razón de amor, poema del XIII.

La misma indeterminación de los símbolos empleados hasta ahora impone la necesidad de realizar una explicación de lo que ha sido narración con técnica de alegoría perfecta:

 

    Señores e amigos,             lo que dicho avemos

    palavra es oscura,            esponerla queremos;

    tolgamos la corteza,             al meolIo entremos,

    prendamos lo de dentro,              lo de fuera dessemos (16).

 

La distinción entre corteza y meollo, que recorre todos los textos medievales desde el Calila, el Libro de Buen Amor hasta el final de las octavas antepuestas a La Celestina, se repite tanto en el didactismo oriental como en el occidental. La tendencia a enseñar por medio de anécdotas para endulzar la amarga medicina, como dirá don Juan Manuel, obliga a sus autores a desvelar luego los sentidos ocultos de sus obras. Para el hombre medieval, habituado a descubrir los valores encerrados tras una faz superficial, todo, animales, piedras, números, etc., es susceptible de reinterpretación simbólica, como no sólo los libros sino también las artes plásticas se encargan de difundir.

A partir de la estrofa 16, el poeta deja el paso al moralista, imbuido, como todo hombre culto de su época, de las técnicas exegéticas aplicadas a la Sagrada Escritura. Ahora, guiados por el autor, cobran inconfundible sentido la imagen del romero y los elementos que componían el hermoso lugar. El prado siempre verde representa a la Virgen; las flores que lo adornaban, a los nombres de María; las cuatro fuentes, a los evangelistas; los frutales, a los milagros marianos; la sombra, el amparo que Ella concede a sus devotos y, por último, con los cantos de las aves aludía a los que alaban sin cesar su nombre. Las equivalencias no son originales, pues desde las páginas de San Isidoro y San Bernardo se repiten en toda la literatura mariana correspondencias similares. Pero, cuando hablamos de textos medievales, debemos arrinconar nuestro moderno concepto de originalidad para buscarla en la capacidad para recrear y refundir ideas y temas preexistentes.

En esta tradición exegética de la Biblia tuvo una gran importancia lo que se denominó tipología. Los acontecimientos del Antiguo Testamento podían tener paralelismos con los del Nuevo, aunque de forma inversa. Por ejemplo, la venida de Cristo señala la salvación del Hombre y la repetición invertida de la historia de Adán. María, aludida en múltiples ocasiones con las palabras de la salutación angélica como AVE, significa la inversión de la primera mujer, EVA. Como ha indicado E. M. Gerli 8, el concepto teológico de Pecado original y su conquista mediante Cristo y María se expresaba en la Edad Media a través de ciertos motivos e imágenes derivados de la Biblia, ilustradores de la pérdida y vuelta del hombre al Paraíso. Los temas de la Caída y la Salvación se nos presentan en la introducción claramente expresos:

El fructo de los árbores         era dulz e sabrido;
si don Adam oviesse        de tal fructo comido

de tan mala manera       non serié decibido (engañado),

nin tomarién tal daño       Eva ni so marido (15).

 

La Virgen no intervino con sus frutos, sus milagros, en el Paraíso, pero cumplirá las veces de intermediaria para que el hombre genérico y pecador, el romero, se pueda integrar y conquistar este Paraíso perdido. En la mayoría de los milagros se nos expondrán unos casos particularizados de caídas -pecados- y de Salvación redentora gracias a la intercesión de la Virgen. De este modo, se integra armónica e ideológicamente la introducción en el resto de la obra.

Frente a la actitud de Azorín que pensaba en el paisaje riojano como fuente directa de la introducción, hemos podido, aun superficialmente, descubrir la sucesión de «lugares comunes» (los «topoi» estudiados en las retóricas) que la componen. La contraposición entre experiencia vivida o cultura libresca como inspiradora de estos u otros versos no deja, sin embargo, de resultar excesivamente simplificadora. En la Edad Media, la enseñanza de la retórica, parte esencial del «trivium», tiene un peso determinante sobre la composición de las obras literarias, y en especial sobre sus comienzos y finales, rígidamente codificados. Pero la existencia de una norma no supone la imposibilidad de expresar un sentir individual y original, como estos mismos versos de Berceo prueban. Incluso, la invocación final de ayuda cobra nueva vida, al resultar lo que tenemos entre las manos el «último milagro» de María, el 26, al haber guiado acertadamente a su romero para escribir su obra:

 

      La Gloriosa me guíe           que lo pueda complir, (45c)

      ca yo non me trevría          en ello a venir.

      Terrélo por miráculo          que lo faz la Gloriosa

      si guïarme quisiere           a mí en esta cosa.

 

 

4.-EL MILAGRO DE LA ESCRITURA
 

 

4.1. La unidad de la colección

Como he dicho, el pórtico alegórico mantiene una correspondencia general con las historias siguientes, e incluso descubrimos alguna alusión al final del milagro V:

 

               Aún más adelante            queremos aguijar,

            tal razón como ésta             non es de destajar,

            ca éstos son los árbores              do devemos folgar,

            en cuya sombra suelen             las aves organar (141).

 

El dualismo establecido entre relato y exégesis, corteza y meollo, recorre todos los milagros con la misma presencia de un yo narrador que vertebra y unifica la colección. En ese yo, «Gonçalvo de Verceo nomnado», que irá relatando para sus «amigos e vasallos» algunos de los infinitos milagros marianos no hay que ver ningún transunto biográfico concreto. Es la voz del narrador que asume un papel de intermediario, similar al de los predicadores medievales al dar un tono de vivencia a sus exempla o a la voz del notario que autentifica con su presencia lo expuesto. La credibilidad de las historias se acentúa por varios rasgos, pero uno de ellos, sin duda, es la presencia del simulado juglar que asoma al finalizar sus relatos, como los donantes en los retablos de la época.

La temporalidad de su escritura frente a la infinidad de los milagros marianos le obliga a seleccionar una escogida muestra, como dirá repetidas veces usando un tópico habitual en los relatos hagiográficos:

 

Non podriemos nós tanto      escrivir nin rezar,
aun porque podiéssemos      muchos años durar,
que los diezmos miraclos       podiéssemos contar,
los que por la Gloriosa      deña Dios demostrar (235).

Pero, ¿por qué reducir su antológica colección a 25?

En el manuscrito latino ya aludido se incluyen 49 milagros, de los que sólo 24 coinciden con el texto de Berceo, quien parece haber incorporado otro (<<La iglesia robada») de fuente desconocida.
 

Carmelo Gariano 9 se planteó la causa de esta selección que se relaciona con un múltiplo de 5, en todas las culturas signo de unión, armonía y centro. En los tiempos de Berceo, «se manifiesta como número mariano por excelencia: cinco son los gozos que cantan las glorias mayores de la Virgen, cinco son sus misterios gozosos, correspondientes a los cinco decenarios del rosario, que es la devoción mariana más célebre, instituida por uno de los santos españoles más famosos de la Edad Media, Santo Domingo de Guzmán, como arma espiritual de su Orden en la campaña contra los albigenses». Berceo emplea este número al referirse a los símbolos marianos del prado: fuente, árboles, sombra, flores y pájaros. Más adelante, al explicar el color de las flores, se extenderá en una larga letanía con 25 nombres de María (est. 31-42). Pero no es sólo en la introducción donde podemos rastrear sus huellas.

El clérigo del milagro IV aprende cinco motes de alegría que hablan de otros tantos gozos marianos opuestos a los cinco sentidos (119 y 121), ya que éstos son puerta para las tentaciones, mientras que los gozos son promesa de gracia y salvación. Así mismo, los cinco últimos milagros, quizá en un intento por asentar la unidad de la obra, se cierran con un Amen que va anunciando el broche final.

El tema, sin dejar de considerado una hipótesis, nos acerca a los principios de composición medieval que sumó a la tradición del simbolismo numérico de raíz pagana la corriente bíblica y cristiana, fundamentada en una cita del Libro de la Sabiduría (11, 20): «Pero tú todo lo dispusiste con medida, número y peso.» Apoyándose en ella, se va consagrando el número como factor configurador de la creación divina, y, de paso, de la minúscula creación artística. De aceptarse la existencia del símbolo del 5 como sostén del armazón formal de los Milagros, el corpus de la obra se acercaría también desde otro ángulo al espíritu alegórico de la introducción.

La teoría de una reelaboración consciente de la colección con un intento unificador conduce a replantear la situación de los últimos milagros, «La iglesia robada» y «El milagro de Teófilo», cuyo orden se intercambia en los dos manuscritos principales conservados. «La iglesia robada» destaca del contexto por una serie de datos anómalos: no hay huellas de este tema en la fuente latina y la alusión a «como diz la cartiella» (745d) hace pensar, más bien, en algún cuadernillo suelto de difusión local. La proximidad en el espacio y en el tiempo a Berceo, sumado al insólito comienzo con un adverbio temporal («Aún otro miraclo vos querría contan» nos inclinaría a considerarlo como una interpolación, dejando para el final, como ya hicieron Daniel Devoto y Brian Dutton, el milagro de Teófilo. Este, por su importancia y extensión, se convierte en el correlato más adecuado para la introducción, con la que concuerda también en incluir otra mención expresa del autor con su propio nombre. El reiterado Amen, que sirve para concluir las tres últimas estrofas (909, 910, 911), parece anunciar la despedida, no sin antes realizar una nueva petición de ayuda a María:

 

    Madre del tu Gonzalvo             seï remebrador

    que de los tos miraclos             fue enterpretador;

    Tú fes por él, Señora,                 prezes al Crïador,

    ca es tu privilegio            valer a pecador,

    Tú li gana la gracia de Dios,         Nuestro Señor (Amen).

 

4.2. El mundo feudal «a lo divino»

Entre la introducción y la última estrofa se insertan 25 relatos, sin que haya entre ellos ningún nexo externo visible que los entrelace, salvo alguna rápida alusión, como sucede al finalizar el milagro XVI; nada impediría, en principio, que se alterara el orden de colocación, pues no mantienen entre sí relaciones de causalidad. Cada milagro, como sucederá con los cuentos de don Juan Manuel en El Conde Lucanor, tiene una unidad de significado, independiente de los demás, y un valor autónomo por sí mismo. Sin embargo, hay numerosos rasgos formales y temáticos que contribuyen a acentuar el carácter homogéneo de todos ellos.

El mundo divino, tal como aparece en el texto, está sometido a una profunda antropomorfización, una visión claramente humana. En un intento por acercar sus temas a los oyentes/lectores se nos presenta una organización celestial muy próxima a una corte medieval. Cristo y María son las primeras figuras de ese mundo divino y, en un segundo plano, se colocan los ángeles y santos. Los personajes humanos pueden elegir entre mantener una relación feudo-vasallática con la Virgen o eón el diablo. Recordemos el caso del labrador avaro que fue de «Sancta María, vassallo e amigo» (276d). A su vez, los santos están unidos por una relación feudal a sus señores, como San Pablo de quien se dirá que fue «leal vasallo de Dios, Nuestro Señor» (905b). Los caballeros que violan la Iglesia de Santa María purgan su falta «pechando» lo que cometieron (392d) y los diablos que llevaban el alma del labrador avaro le «pechaban» al doble sus trampas (273d).

Por el contrario, el judío del milagro XXV es «basallo de mucho mal señor» (768c) y ofrece al demonio la carta de vasallaje de Teófilo; más tarde, cuando éste se arrepienta, tendrá que recuperarla la Virgen y será quemada por el obispo (893). Todos los relatos se basan en las relaciones entre María y sus fieles, hacia los que tendrá una clara actitud protectora a cambio del «servicio» que ellos le han ido prestando como leemos al finalizar el milagro I: «por poco de servicio grand gualardón prendremos» (74d). La Virgen salva a sus fieles, por lo que los pecadores tienen el mayor interés en dedicarle una fiel devoción. La salvación resulta la recompensa concedida personalmente por María a cambio de las atenciones que se han tenido con Ella. Estos rasgos coinciden también con la influencia ejercida por la idealización de la mujer en la lírica trovadoresca. Los mismos términos, servicio y gualardón, aunque con acepciones bien diferentes, eran eco de la feudalización del amor cortés.

Las distintas situaciones por las que pasan los protagonistas humanos de los milagros hacen necesaria siempre la intervención milagrosa. Cuando se trata de un pecador en apuros, en especial cuando hay dificultades para su salvación, se desencadenan distintas reacciones hasta conseguir la entrada en el reino de los cielos. Cristo actúa como supremo Juez, o «alcalde derechero» (90c), encargado, como los monarcas medievales, de solventar los casos más difíciles, lo que obliga en cuatro ocasiones (milagros II, VII, VIII Y X) a resucitar al fallecido para que, en breve plazo, trate de expiar sus culpas. El nuevo tránsito de la muerte a la vida no se realiza sin algunas señales. El monje del milagro VII queda durante un día «fuert estordido» (178b), y Pedro, en el milagro de «Los dos hermanos», vuelve en sí con la huella en el brazo (265) del triple pellizco que recibió en el purgatorio.

Ante su Hijo, y para suavizar los rigores de la justicia, la Virgen actúa como mediadora y defensora. En determinados casos, como el citado del milagro X, las presiones realizadas también por los santos contribuyen a ofrecer una imagen muy similar a la de las intrigas palaciegas con los «privados» que merodean en torno al rey. Para la corte infernal carecemos de una jerarquización similar, aunque la antropomorfización es visible en el comportamiento de los diablos con las almas, por las que con frecuencia pelean con los ángeles, como si se tratara de una pelota (86). Una vez en su poder, en ocasiones la arrastran tirándole de los cabellos (246a, 279b), mientras que en otras la someten a humo y vinagre, pellizcos (246d), coces (273c) y otra clase de torturas curiosas, similares a las que encontramos reflejadas en la iconografía románica.

Esta humanización, tanto del mundo celeste como del diabólico, confluye para que el paso del plano terreno al divino se haga sin brusquedad dentro del relato. La Virgen se presenta como una mujer accesible para tranquilizar a sus fieles en apuros, reclamar el amor del novio en el milagro XV -los celos son constantes en el amor cortés- o para acostar con gestos afectuosos al clérigo embriagado (XX). Adopta una conducta humana, demasiado quizá a juicio de algunos lectores, y es capaz de utilizar el tono enérgico y amenazante, cuando resulta imprescindible, por ejemplo, para doblegar al obispo del milagro IX. También el diablo, pero con intención de engañar, puede aparecer bajo forma de ángel (VIII) o bajo las apariencias más terroríficas de un toro, perro o león embravecidos (XX), como también era frecuente en los exempla medievales.

 

4.3. Presentación y repercusión del milagro

Tras una lectura atenta de los milagros nos sorprende, pese a la diversidad aparente en los temas, la coincidencia en una estructura básica. Algunos se construyen como perfectas unidades narrativas, acompañadas de un breve prólogo y cerradas por un epílogo. Ambos elementos, cuando existen, enmarcan la narración milagrosa y ayudan al lector a extraer las pertinentes conclusiones del relato. Berceo, en las estrofas iniciales, acumula las tópicas alusiones al paso del tiempo que apremia al narrador (75, 583, 749) o encarece la materia para captar la atención del público, como sucede en los comienzos del milagro XXIII:

 

            Amigos, si quissiéssedes             un poco atender,

            un precioso mirado             vos querría leer;

            cuando fuere leído,             avredes grand placer,

            preciarlo edes más            que mediano comer (625).

 

R. Menéndez Pidal pensaba, por la abundancia de fórmulas juglarescas, que las obras de Berceo serían recitadas por las plazas, al igual que los cantares de gesta. Sin embargo, estas palabras citadas, donde parece recrearse la imagen de un narrador ante su público, no dejan de resultar enigmáticas. Las obras medievales se leen en voz alta en la mayoría de las ocasiones como atestiguan numerosos ejemplos, y así pudieron llegar los milagros ante grupos de monjes o peregrinos. No parece arriesgado pensar que, como los relatos hagiográficos, se utilizaran en las lecciones recitadas en el oficio, en lecturas conventuales o privadas, en la celebración de fiestas religiosas, en la predicación y como propaganda en torno al monasterio. Pero resulta de nuevo imposible deslindar lo que puede haber de alusión a la realidad en estos recursos, tan conocidos, por otra parte, de los prólogos. Para conseguir la atención del público (el «attentum parare») o captar su benevolente juicio («captatio benevolentiae») las retóricas, ya desde la oratoria clásica, aconsejaban adornos similares. Parece significativo que el procedimiento se utilice sistemáticamente a partir del milagro XIX, estrofa 421, hasta el final, aproximadamente desde la mitad de la colección en cuanto a número de estrofas. El autor se esfuerza en mantener despierta la atención de un lector-oyente en los últimos relatos. Hasta entonces solamente había usado el procedimiento en los milagros II y VIII. En los últimos, se encarece la narración: «si oírme quissiéredes, bien podedes jurar / que de mejor bocado non podriedes tastar (501cd), etc.

De nuevo, al finalizar la «anécdota» reaparece la voz del narrador, dirigida directamente a sus «amigos e vasallos» para extraer la moraleja. Pero no olvidemos que estamos ante obras de tesis, como la mayoría de las medievales, y no recreadas exclusivamente por un gusto artístico. El trasfondo didáctico reside en la habilidad para extraer de la historia individual, dada su condición de repetible, una enseñanza. Para destacar estos valores, Berceo desdobla los milagros en dos planos, como en la introducción. La distinción no se fundamenta ahora en una alegoría perfecta y su exégesis, sino que por un procedimiento similar, aunque rudimentario, se salta de la vivencia personal a la moraleja universal. Para pasar del tiempo de la historia al del lector u oyente tiene que hacer Berceo una hábil transición que haga aparecer ésta como repetible en el presente y con ello fomentar la devoción marianao El proceso obliga a desmenuzar la repercusión alcanzada por el milagro en su momento. Aquellos que conocieron directamente (sin intermediarios, como Berceo, aunque sea cualificados) el hecho milagroso modificaron de inmediato su conducta:

 

           Cuantos la voz udieron                  e vidieron la cosa,

           todos tenién que fizo                  mirado la Gloriosa;

tenién que fue el dérigo            de ventura donosa,

glorificavan todos          a la Virgo preciosa (131).

 

El asombro de los coetáneos lleva a la necesidad de ponerlo en un libro:

 

           Sonó por Conpostela            esta grand maravilla,

           viniénlo a veer            todos los de la villa;

           dicién: «Esta tal cosa             deviemos escrivilla.

           Los que son por venir             plazrális de oílla (215).

 

    La escritura para el hombre medieval se convierte en un depósito del pretérito, a través del cual el pasado se re actualiza permanentemente. El temor al olvido hace que los testigos de los milagros recurran a la escritura somo salvación. Luego, Berceo gracias a su «clerecía» se apoyará en el «escripto» como fuente segura en la cadena transmisora.
   El procedimiento es eminentemente didáctico, y es análogo a la tendencia a enmarcar pinturas, miniaturas, relieves, etc., durante la Edad Media, y como sucede en el códice escurialense de las Cantigas de Nuestra Señora de Alfonso X el Sabio. En él, la totalidad de las historias están recuadradas por una cinta o estrecho marco decorado. En su interior se desarrollarán las escenas correspondientes a las cantigas.
   Un ejemplo perfecto de todo lo dicho nos lo brinda el milagro XVII. Los tres profanadores de la iglesia deben, para cumplir la penitencia impuesta por el obispo, desperdigarse, recorriendo cada uno un camino distinto con sus armas a cuestas. El relato sigue el peregrinar de uno de ellos hasta que se aloja con una familia, a la que cuenta su terrible historia. Para reforzar la verosimilitud de sus palabras, muestra la huella del castigo divino en la carne quemada. El proceso conduce claramente a una relación especular. Dentro del texto, unos personajes escuchan directamente de boca de su protagonista la increíble historia milagrosa y, vencidos por las pruebas evidentes de las quemaduras, pasan del esceptismo a la fe. Fuera del relato, el lector u oyente se siente impulsado a imitar a aqueHos testigos del pasado y re actualizar en el presente parecida reacción.

 

4.4. La historia milagrosa

   La forma literaria del relato milagroso en sí ofrece innegables semejanzas con otras producciones narrativas de la época, como los cuentos, lais, fabliaux. El orden del relato, como en los textos tradicionales, no tiene ninguna alteración, el «ordo naturalis» de la retórica, y se nos informa inicialmente con los datos necesarios para su comprensión.

El dónde, cuándo, y a quién sucede la historia ocupa las primeras estrofas o versos. La fijación del lugar procede de la fuente latina, aunque Berceo enriquece, cuando puede, la prosaica mención. Del «Fuit in toletana urbe» pasamos a «En Tole do la buena, essa villa real // que yace sobre Tajo, essa agua cabdal (48ab). En otros casos, la falta de datos no le induce a esconder su ignorancia, y así la villa de Borges se convertirá en «una cibdat estraña» (352). Cuando la fuente latina no indique el lugar, tampoco lo añadirá Berceo, dejando más de la mitad de sus historias en un espacio ambiguo.

La frecuente inconcreción temporal, si exceptuamos el por tantas razones singular milagro XXIV, proyecta la historia sobre un fondo impreciso con lo que se acentúa su posible actualización en cualquier ocasión. La indeterminación recuerda al «érase una vez» de tantos relatos folclóricos, como sucede en el milagro XXI: «Ennos tiempos derechos que corrié la verdat» (502a). La historia de la abadesa preñada se sitúa en un marco próximo a la Edad de Oro o al País de Jauja. Una época donde triunfaba la verdad sobre la mentira, la vejez sobre la muerte y hasta el clima era un aliado; en ese contexto, las relaciones con Cristo eran inmejorables y, por tanto, los milagros se hacían a diario.

La rapidez del relato obliga a presentar de inmediato al protagonista, generalmente único o doble (X), del que eludirá muchas veces los rasgos individualizadores (como el nombre propio) para proyectado sobre su estamento. Abundan los personajes insignificantes (el clérigo ignorante, el labrador avaro, el ladrón devoto, el niño judío ... ) que raras veces habían adquirido categoría de protagonistas en los textos literarios. El milagro, como los ejemplarios religiosos o los relatos hagiográficos, se convierte, al asumir la realidad cotidiana, en una fuente inagotable de datos.

La tensión del relato suele partir de las cualidades bipolares de sus protagonistas humanos. A un común rasgo positivo de devoción mariana, normalmente de carácter externo y repetitivo, a veces oponen una tendencia al pecado o unas condiciones en sí mismas negativas (enfermedad, pobreza, ignorancia ... ). Reduciéndolo a su mínima expresión, podríamos decir que buena parte de los milagros literarios se basan en una tensión que va desde una situación degradada hasta una solución satisfactoria, a la que se llega mediante la intervención milagrosa de la Virgen. Excepción, más aparente que real, pueden parecer los milagros XIV, XVII, XVIII o XXIV. En un caso se trata de una imagen de la Virgen que debe salvarse del incendio (XIV), una figura de Cristo, de la tortura de los judíos (XVIII), o un lugar sagrado, de la profanación (XVII) o del incendio (XXIV). Los protagonistas en estos casos son objetos o lugares, pero igualmente se encuentran en peligro y, para salir de él, necesitarán una intervención sobrenatural.

Dentro del núcleo del relato, y según como se planteen las relaciones entre el plano humano y el divino, podríamos distinguir, en líneas generales dos grandes grupos: 1) Milagros de premio y 2) Milagros de perdón 10. En el conjunto más numeroso la Virgen  premia a quienes han sido sus fieles servidores con una ayuda milagrosa: regala una casulla «sin aguja cosida» a San Ildefonso (1), recoge el alma del clérigo al que «querién los ojos essir de la mollera» (IV) o la del pobre caritativo (V), mantiene incorrupto al protagonista del milagro III o consigue que su fiel Jerónimo sea elegido obispo (XIII). Estos personajes carecen, en su mayoría, de culpa y si se ven abocados a la desgracia, es siempre por algo ajeno a su propia voluntad (la pobreza, la enfermedad, la ignorancia ... ). En algunas ocasiones se contrasta su conducta con la de un «antihéroe» que, obtiene, por el contrario, un castigo ejemplar. El paralelismo de situaciones, como el establecido entre San Ildefonso y Siagro (1), el niño judío y su padre (XVI), refuerza el didactismo, con un procedimiento típico del arte medieval y bastante frecuente en el folclore. Un mismo objeto, en estos casos la casulla o el horno, cumple una diversa finalidad según quién se sirva de él, y de este modo se refuerza también la conexión entre las dos vidas «paralelas pero contrarias».

En otras ocasiones, María se ve en la necesidad de perdonar a aquellos que, sin dejar de ser sus devotos, están en grave situación por culpa de sus propios errores. Gracias a su colaboración pueden superar sus graves problemas el clérigo embriagado (XX), la abadesa encinta (XXI) o Teófilo (XXV). Sus propias debilidades les han conducido hasta una situación de crisis, de la que difícilmente pueden salir solos. A veces la muerte sorprende a los protagonistas en pecado, y la intervención milagrosa trata de salvar el alma, incluso rescatándola de manos de los propios diablos. En los casos más complejos, como ya vimos, la salvación pasa por una resurrección temporal para tratar de paliar, pese a lo «espectacular» de la solución, una mayor «ortodoxia» en el relato. La ayuda milagrosa se posibilita siempre por la devoción ciega a María, lo que no impide a los protagonistas cometer sus pecados, como el «sacristán impúdico» (11) quien, antes de emprender sus escapadas nocturnas, no olvidaba inclinarse ante la estatua de la Virgen.

 

5.-«FIZO D'ELLA UN LIBRO DE DICHOS COLORADOS»

La originalidad de Berceo no hay que buscarla en la temática, sino en la composición y estilo con los que recrea sus fuentes. La lectura atenta de los Milagros permite descubrir un trazado minucioso, que obliga a relegar los calificativos de «ingenuo» y «popular», tan reiterados en tiempos por la crítica, para pensar en un autor consciente y buen conocedor de los preceptos retóricos.

 

Historia del Santuario de Nuestra Señora de Valvanera en La Rioja, según texto del año 1798.
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La Virgen de Valvanera recreada en las vidrieras de la iglesia de su Monasterio de los Montes Distercios

 

Cada milagro es un microcosmos, una obra en miniatura, construida con unos principios organizativos para destacar siempre la actuación sobrenatural de la Virgen y reforzar el dramatismo. Por ejemplo, en el milagro de «El clérigo ignorante» (IX) podemos ver, siguiendo a Juan Manuel Rozas 11, la perfecta distribución de sus dieciséis estrofas. Dada la brevedad del texto, sólo una estrofa cumple el papel de marco introductorio (220) y de epílogo (235), distribuyéndose las restantes en cortas escenas, casi teatrales. Pese al esquema triangular constituido por los personajes (obispo, clérigo, ignorante y Virgen) el milagro, como todo relato folclórico, prefiere situar sólo a dos en escena, alternando así sus apariciones. Ello lleva a establecer una primera oposición, obispo vs. clérigo, en la que aquél ejerce su superioridad temporal sobre el clérigo ignorante y, tras un breve parlamento, le destituye del cargo. La crisis «profesional» por la que pasa el protagonista le obliga a recurrir a la Virgen, en busca de consuelo y ayuda. La oposición se establecerá seguidamente entre la Virgen y el obispo, al que Esta, en función de su superioridad espiritual, dirige un «brabiello sermón», de tonos muy humanos. El relato se cierra con un nuevo enfrentamiento clérigo-obispo en situación paralela, pero claramente opuesta, a la inicial. El obispo, olvidando su tono amenazante, repone al clérigo en su puesto y se ofrece por «si algo li menguasse en vestir o calzar / él gelo mandarié del suyo mismo dan) (233cd). Ha habido un equilibrado reparto del escenario entre las distintas parejas en acción que hace de este milagro una pequeña obra maestra. El análisis podría ampliarse al resto de la colección, en la que la escasez de las descripciones, la preferencia por el estilo directo y la abundancia de verbos contribuyen al dramatismo y agilidad de la narración.

Pero la brevedad de los relatos y el conjunto de insignificantes personajes que los pueblan -propios del estilo humilde, según los preceptos clásicos- no implica la ausencia de recursos expresivos, especialmente los adornos llamados «colores» en la Edad Media. Su uso tiende a ajustarse al marco métrico elegido, la cuaderna vía, que condiciona ya formalmente al poeta. Berceo hará un uso muy riguroso de este esquema métrico y pocas son las anomalías (99, 219, 911). La rima tiene muy escasas variaciones, e incluso se repite la misma durante tres estrofas seguidas (740, 741, 742). Sin embargo, ello no permite deducir un desconocimiento técnico, sino que un análisis más detenido probaría el hábil aprovechamiento que hace Berceo de todas las posibilidades estilísticas que ofrece la cuaderna vía.


   Consciente de los principios que rigen la organización estrófica, trata de ajustarse a ella. Cada verso configura una breve unidad de sentido, de ahí lo anormal del encabalgamiento, reforzando la simetría entre dos hemistiquios por diversos procedimientos:

 

tóvose por errado      e tóvose por muerto (337c).
Apriso cinco motes,      motes de alegría (U8a).

   La cuarteta constituye por sí misma una entidad sintáctica y semántica de modo que el primer y el último verso, situados en lugares privilegiados, se reservan, en múltiples ocasiones, para los refranes o frases sentenciosas:

Como a quien mal anda     en mal á a caer (146a),

Avié en el «prendo prendis»     bien usada la mano (238d)

mas pora ter tal pasta       menguávalis farina (274d).

   Los ejemplos muestran que los lugares de honor se utilizan para los versos más cómicos, más sentenciosos, más llamativos. Por ello es normal que la exclamación sirva para poner el broche final:

 ¡Don Bildur lo levava      par la cabeza mía! (292d).

   En otros casos consigue, con técnicas de origen trovadoresco, según Vicente Beltrán 12, establecer un cierto enlace entre las estrofas, creando un ritmo poético que sobrepasa la cuaderna. El procedimiento consiste en iniciar una estrofa reiterando el mismo hemistiquio (127 y 128; 396 Y 397) o reto mando el último verso con el que cerraba el anterior:

 Facié a la su statua          el enclín cada día (76d).

 Facié a la su statua          el enclín cada día (77a),

 alzáronlo de tierra          con soga bien tirada (147d).

 Alzáronlo de tierra          cuanto alzar quisieron (148a).

   Estos dos últimos ejemplos muestran también, de manera muy plástica, la genuflexión del clérigo o los ímprobos esfuerzos realizados para tratar de ahorcar al protegido de la Virgen.

Por otra parte, como señala D. A. Nelson 13, Berceo emplea un lenguaje de estereotipos verbales, rítmicos y semánticos de distinta procedencia (v. gr., el uno era lego en duro punto nado, 707a). Es relativamente frecuente que el poeta repita sus propios versos o utilice frases similares sin que su significado literal sea el mismo. Se trata de un lenguaje formulístico escrito, habitual en los escritores del «mester de clerecía» del siglo XIII, que normalmente se ajusta o al hemistiquio o al verso íntegro. Los cómputos silábicos condicionan una poética, en la que los autores pueden retomarse expresiones que se ajustan a unos esquemas versificatorios ya prefijados, en los que la ausencia de sinalefa propicia no sólo una dicción pausada, singularizadora respecto a la lengua cotidiana, sino la utilización de expresiones consabidas, fórmulas expresivas que se amoldan a las necesidades silábicas.

En ocasiones, la repetición anafórica sirve para expresar formalmente el «topos» de lo indecible para hablar de las virtudes marianas, con lo que se crea sobre el oyente un efecto semejante al ritmo de himnos y letanías:


Tantas son sus mercedes,      tantas sus caridades,
tantas las sus virtudes,     tantas las sus vondades (614).  

   De todos los adornos quizá sea la repetición con sus distintas variantes el más usado por Gonzalo de Berceo; parejas de sinónimos, «follía e pecado» (183c), «alegre e pagado» (213c), «triste e desarrado» (226a), «ploroso e quesado» (226c) o de antónimos, «murió enna fe buena de la mala tollido» (696c), contribuyen a crear un ritmo pausado, como en este ejemplo:

Si en fer el pecado       fueron ciegos e botos,
fueron en emendarlo      firmes e muy devotos;
cuantos días visquieron,      fueron muchos o pocos,
dieron sobre sos carnes
     lazerio e corrotos (404).

   La distribución preferente del recurso en el segundo hemistiquio puede suponer quizá una solución para los problemas planteados por la rima, como hacían también los juglares en la épica.

La utilización del hipérbaton, «ordo artificialis» de la retórica, y la insistencia en la brevedad, «brevitas», a la par que algunas otras figuras nos muestran la influencia de la poesía latina medieval, a la vez que manifiestan cómo Berceo utilizaba los recursos expresivos recomendados por las estéticas innovadoras de su época.

Frente a ese abundante uso de recursos expresivos, son menos frecuentes los tropos, si descontamos el amplio despliegue alegórico que supone la introducción. Los adornos difíciles podrían obstaculizar la comprensión del texto, restando así eficacia al didactismo. Por ello también las metáforas e imágenes, como señaló acertadamente Jorge Guillén 14 parten de la misma realidad cotidiana a la que Berceo eleva poéticamente. De la naturaleza procede el lírico, por lo «sorprendente», nombre de María: «Madre del pan de trigo» (659a). Este intento por aproximar sus palabras al público le lleva a combinar los cultismos con un léxico popular y, sobre todo, muy plástico, como calificar de «desombrado» y «descolorado» (788) a Teófilo tras haber firmado su pacto diabólico. El eficaz uso de los diminutivos (193b, 291a, 434 ... ), los rasgos humorísticos e irónicos, junto con la fraseología juglaresca, confieren al arte de Berceo un encanto aparentemente «naif», pero todo esto es más deliberado, como he intentado demostrar, que totalmente espontáneo. Ello contribuyó a que los poetas de finales del siglo pasado y principios del XX encontraran en él un representante del primitivismo medieval (especialmente los modernistas), que estaba tan de moda, y desde esta óptica se explican, en parte, los versos machadianos de obligada cita:

Su verso es dulce y grave: monótonas hileras
de chopos invernales en donde nada brilla,
renglones como surcos en pardas sementeras
y lejos, las montañas azules de Castilla.
 

 

Vistos desde hoy, no deja de ser ingenuo y significativo su contenido, tantas veces empleado para definir la obra de Berceo. No creo que sirvan para ello, pero los utilizo para señalar la vitalidad de la obra poética del riojano, a cuya lectura se invita desde estas páginas no como mera representación arqueológica de un pasado, sino como arte que supera tiempos y espacios y es capaz de transmitirnos emociones al cabo de más de siete siglos.

 

 

 

NOTAS

1 Para el contexto sociocultural de los «clérigos» es imprescindible el artículo de F. Rico, «La clerecía del mester», en HR, 53 (1985), págs. 1-23 y 127-150, de donde retomo bastantes datos.

2 «French Influences in the Spanish mester de clerecía», en Medieval Studies in Honor of Robert White Linker, Valencia, Castalia, 1973, págs. 73-93.

3 Los estrechos márgenes de este prólogo no permiten entrar en la polémica existente en torno al tema, para lo que remito al lector interesado, entre otros, a los siguientes estudios: R. Willis, «Mester de clerecía: a Definition of the Libro de Alexandre», en RPh, X (1956-1957), págs. 212-224, A. Deyermond, «Mester es sen peccado», en RF, LXXVII (1965), págs. 111-116, J. Caso González, «Mester de juglaría/mester de clerecía, ¿dos mesteres o dos formas de hacer literatura?», en Berceo, 94-95 (1978), págs. 255-263, F. López Estrada, «Mester de clerecía: las palabras y el concepto», en JHPh, 11 (1978), págs. 165-174, N. Salvador Miguel, «Mester de clerecía, marbete caracterizador de un género literario», en RLi, 42, núm. 82 (1979), págs. 5-30, 1. Uría Maqua, «Sobre la unidad del mester de clerecía del siglo XIII. Hacia un replanteamiento de la cuestión», en Actas de las III Jornadas de Estudios Berceanos, Logroño, Instituto de Estudios Riojanos, 1981, págs. 179-188, F. López Estrada, «Sobre la repercusión literaria de la palabra clerecía en la literatura vernácula primitiva», en Actas del I Simposio de Literatura Española, Salamanca, Universidad de Salamanca, 1981, págs. 251-262.

4 B. Dutton, «The Profession of Gonzalo de Berceo and the Paris Manuscript of the Libro de Alexandre», en BHS, XXXVII (1960), págs. 137-145; la edición de las Obras Completas de Gonzalo de Berceo en Londres, Támesis, en especial la Vida de San Millán, 1967, y «Gonzalo de Berceo: unos datos biográficos», en Actas del I Congreso Internacional de Hispanistas, Oxford, The Dolphin Book, 1964, págs. 249-254.

5 Para las repercusiones del Concilio en la literatura medieval española, véase D. W. Lomax, «The Lateran Reforms and Spanish Literature», en 1beromania, I (1964), págs. 299-313.

6 J. Saugnieux, Berceo y las culturas del siglo XIII, Logroño, Instituto de Estudios Riojanos, 1982.

7 Para los tópicos es imprescindible la obra de E. R. Curtius, Literatura europea y Edad Media latina, México, FCE, 1976,2 vols.

8 «La tipología bíblica y la introducción a los Milagros de Nuestra Señora», en BHS, LXII (1985), págs. 7-14.

9 El enfoque estilístico y estructural de las obras medievales, Madrid, Aula Magna, 1968, pág. 85, y Análisis estilístico de los Milagros de Nuestra Señora de Berceo, Madrid, Gredos, 1985.

10 J. M. Rozas, Los Milagros de Berceo, como libro y como género, Cádiz, UNED, 1976, señala un tercer grupo de «milagros de conversión o crisis, donde incluye «La boda y la Virgen» (XV), «La iglesia profanada» (XVII), «El clérigo embriagado» (XX), «El clérigo ignorante» (IX), «La abadesa preñada» (XXI) y «El milagro de Teófilo» (XXIV).

11 «Composición literaria y visión del mundo: el clérigo ignorante de Berceo», en Studia hispanica in honorem R. Lapesa, Madrid, Gredos-Cátedra-Seminario Menéndez Pidal, 1975, vol. III, páginas 431-451.

12 En su Introducción a los Milagros de Nuestra Señora, Barcelona, Planeta, 1983.

13 «Nunca devriés nacer: clave de la creatividad de Berceo», en BRAE, LXV (1976), págs. 23-82.

 

GONZALO DE BERCEO
MILAGROS DE NUESTRA SEÑORA

Edición
Juan Manuel Cacho Blecua
COLECCIÓN AUSTRAL

ESPASA CALPE
XII edición, 1991

 

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