Alejandro Magno mandando guardar los libros de Homero / Rafael. Vrb inue. Madrid. Biblioteca Nacional. Inv. 75035. - [S.l : s.n., 15--?]

 
 

 

 

Descendiente de Hércules por parte paterna y de Aquiles por parte de su madre, como generalmente se afirmaba, Alejandro se nos presenta en las fuentes como un personaje enigmático y contradictorio. De una voluntad y fortaleza a toda prueba, apasionado y guerrero por naturaleza, entusiasmado por los héroes griegos, era capaz de los mayores sacrificios, pero, a la vez, podía dar muestras de una gran crueldad. Tenía el corazón devorado por afanes de gloria, y consumió sus tremendas y desbordantes energías en su deseo de llevar a cabo gestas grandiosas. Nos cuenta Plutarco que, cuando muchacho, les decía entristecido a sus compañeros al enterarse de las victorias de su padre Filipo: «¿Será posible, amigos, que mi padre se anticipe a tomarlo todo y no me deje a mí nada brillante y glorioso en que pueda acreditarme con vosotros?» Tuvo una gran importancia lo emocional en la conducta de Alejandro, y así, a veces, se guió más por impulsos espontáneos que por una estricta lógica. Pero también hemos de resaltar que junto a esto hay dotes geniales y una gran inteligencia, que se muestran sobre todo en el arte militar.

Alejandro tenía ideas propias y sabía cómo ponerlas en práctica. Quiso dar a la empresa que ya comenzara Filipo un rumbo grandioso, yendo desde un principio mucho más allá de la primitiva idea de una mera expedición punitiva contra los persas. Tuvo la suerte, o tal vez la habilidad, de encontrar expertos generales a la vez auxiliares y compañeros fieles: Antíparo, que se quedaría en Grecia vigilando la retaguardia; Hefestión; Parmenio, padre de Nicanor y de Filotas; Crátera, Clito, Seleucos, Ptolomeo, Eumenes y tantos otros. A ellos debemos añadir la compañía de intelectuales, como el historiador Calístenes o el artista Lisipo, y otros estudiosos de la Geografía y Ciencias Naturales.

Del cuerpo expedicionario helénico, Macedonia proporcionó unos 30.000 infantes y 6.000 jinetes, a los que se deben sumar 7.000 soldados de infantería y 600 de caballería griegos. Se añadieron algunos destacamentos balcánicos que actuaron como tropas auxiliares. No se puede olvidar el papel fundamental de los ingenieros y expertos en las tácticas del asedio y la utilización de las máquinas de guerra. Lo característico, en u na época en que el ejército se estaba profesional izando, es que los macedonios constituían ante todo un ejército nacional.

Estas tropas tenían como núcleo a la Falange macedónica, tal como la había creado Filipo: un cuerpo fundamentalmente de choque, con una serie de hileras de ocho y luego de dieciséis hombres en fondo provistos de casco y escudo de hierro y de una larga lanza -la sarissa- cuya longitud oscilaba alrededor de los cinco metros, según el puesto que su portador ocupara en la formación. Los miembros de las cinco primeras hileras apuntaban su lanza al frente formando una barrera erizada de puntas hacia el enemigo, y las tres restantes portaban sus sarissas verticalmente. Se dividió la Falange en seis regimientos, cada uno de 1.500 hombres, cuya misión en el combate dependía de la fila en que se hallaran situados.

A este núcleo fundamental debemos añadir los «hipaspistas», soldados de a pie organizados en hileras, pero no tan poderosamente armados como los de la Falange. La caballería pesada estaba compuesta de ocho escuadrones o «ilas» de miembros de la nobleza, a la cabeza de los cuales se colocaba Alejandro. No hemos de olvidar tampoco el papel fundamental jugado por la caballería tesalia.

Mientras tanto, en Persia, tras la etapa que sigue a la cruenta muerte de Artajerjes Oco, subió al poder en el 336 a.C. Darío III Codomano, que contaba cuarenta y cinco años de edad y que, a pesar de sus esfuerzos, resultó ser un príncipe mediocre, incapaz de detener al macedonio. El rey persa dominaba un imperio inmenso de recursos infinitos, pero que a la vez era, como tantas veces se ha dicho, un gigante con pies de barro. El envejecido aparato estatal aqueménida se mostrará insuficiente ante la agresión audaz y llena de eficacia del ejército macedonio. La raza persa, dominadora y nervio del imperio, después de tantos años de dominio, había perdido mucho del vigor de los primeros tiempos.

Pero, todavía, el ejército persa seguía siendo impresionante, contando con fuerzas cuatro veces superiores a las de Alejandro. En él se integraban tanto el grupo selecto de los mercenarios griegos, al mando del gran estratega rodio Memnón -y que no eran inferiores en número a las fuerzas conjuntas de Alejandro-, como la guardia montada persa y las reservas de las satrapías. Los persas también poseían el dominio del mar, pero Darío no supo aprovechar esta superioridad marítima y pronto la flota quedaría anulada, al ocupar Alejandro, en el segundo año de operaciones, las bases navales de la costa mediterránea.

Filipo, como parte de los proyectos de invasión de Asia, habia mandado a su general, Parmenio, al Asia Menor a preparar el terreno, quien, tras algunos éxitos iniciales, tuvo que retroceder en los años que siguieron a la muerte de Filipo. Memnón logró asi restablecer el poderio persa en todo

el noroeste del Asia Menor, salvo dos cabezas de puente en los Dardanelos.

La travesía del Helesponto por las tropas griegas y el desembarco se hicieron sin ninguna novedad. Se nos cuenta que Alejandro, antes de pisar suelo asiático, arrojó una lanza a tierra, queriendo simbolizar la toma de Asia. Llevado de su afán mítico, lo primero que hizo en el continente fue acercarse a Troya, donde realizó un sacrificio solemne a la diosa Palas Atenea y otro de desagravio al rey troyano Príamo -a quien Neoptolemo, el antepasado mítico de Alejandro, habia dado muerte- y a los demás dioses homéricos que cayeron frente a Troya. Esta ciudad fue así liberada del dominio persa y organizada democráticamente al modo griego.

 

 

Los éxitos militares en Asia Menor

 

El objetivo inmediato de Alejandro fue liberar las ciudades griegas de Asia del yugo persa. Así, en mayo o junio del 334 a.C. se produjo el primer enfrentamiento con el ejército aqueménida. Alejandro se encontraba junto al río Gránico y, contra todas las reglas de la estrategia, atravesó dificultosamente el rio y se lanzó contra la caballería enemiga, muy superior en número, que se encontraba apostada en la cima de la empinada orilla opuesta. La batalla fue decidida sobre todo por la caballería macedónica. En el Gránico murió uno de los yernos de Dario y sufrieron muchas bajas los mercenarios griegos del bando persa. El propio Alejandro estuvo a punto de caer en el combate o no ser por su fiel Clito, que, despreciando el peligro, se lanzó contra el sátrapa Spithridates, quien estaba a punto de rematar al general macedonio. Una vez concluido el combate, Alejandro, agradecido por la victoria, hizo una ofrenda a Atenea. Militarmente, esta batalla supuso un triunfo de la táctica militar macedonia y el reconocimiento de la impotencia de la caballería y los arqueros persas para hacerle frente.

A continuación marchó Alejandro hacia Lidia, ocupando Sardes, la capital de los persas en Occidente. Además, liberó a las ciudades griegas de la Jonia, que, agradecidas, resolvieron la penuria económica en que se hallaba Alejandro. Depuso a aquellos que habían obtenido el poder apoyándose en los persas e instauró regímenes democráticos en las ciudades de la costa. Cayeron Mileto y Halicafnaso, aunque en esta última debió vencerse una tenaz resistencia organizada por Memnón, quíen, a la caída de la ciudad, debe huir a Cos con la intención de asumir el mando de la flota persa, intacta aún, y llevar la guerra a las islas del Egeo y, si fuera posible, también a la misma Grecia.

Alejandro que, ante la precariedad económica en que se hallaba al comienzo de las operaciones, había disuelto la flota griega, debió organizar ahora una nueva escuadra para hacer frente al enemigo. Pero no se limitó a esto, sino que su principal intención fue «derrotar a la flota persa desde tierra», privándole de sus bases de aprovisionamiento en la costa.

El rey macedonio licenció a los soldados recién casados para que volvieran a sus casas hasta la primavera y pasó gran parte del invierno del 334-333 a.C. en la ciudad de Gordium, capital de la Frigia, donde tuvo lugar la conocida anécdota del nudo gordiano, que unía el yugo al carro del rey frigio Gordio. Un antiguo oráculo afirmaba que quien lo desatara obtendría el dominio de Asia. Alejandro, para hacerse merecedor a ello, separó yugo y carro mediante un tajo de su espada.

Poco después, y tras restablecer a los oligarcas en Quíos y a los tiranos en Lesbos, con lo que amenazaba directamente a la retaguardia macedonia, murió Memnón a las puertas de Mitilene. Desapareció así uno de los mayores peligros para el macedonia.

Marchó Alejandro a Capadocia y de allí a Cilicia atravesando el Tauro. Debió detenerse aquí no sólo por la resistencia que le opusieron algunas tribus, sino por unas fiebres que le acometieron tras bañarse en las frías aguas del río Cidno.

Habiendo completado la conquista del oeste y el sur del Asia Menor, la situación había vuelto a ser difícil para Alejandro, pues, en el período transcurrido desde la batalla del Gránico, Darío había reaccionado y acudió a defender su imperio con un gran ejército, doble o quizá triple del griego. El rey persa esperaba al macedonia en una gran llanura al norte de Siria, pero ante la demora de Alejandro en Cilicia decidió ponerse en marcha. Mientras tanto, Alejandro, desconocedor de los planes de su oponente, había avanzado hacia el Sur, con lo que rebasó al ejército aqueménida. Los persas se encontraban en una mala posición en la estrecha llanura costera de Issos, entre el río Pinaro, el mar y las montañas, con lo que Darío no podría desplegar todas sus tropas. Alejandro se volvió para aprovechar la oportunidad que se le ofrecía.

En el otoño del año 333 a.C. chocaron por primera vez los dos monarcas. El plan de Alejandro era romper frontalmente, mediante una rápida embestida, el centro de la formación enemiga antes que la caballería del ala derecha persa, superior en número, destrozara a la caballería tesalia que resguardaba el ala izquierda griega. Darío se dio a la fuga considerando perdida la batalla en un momento en que el resultado del combate era aún indeciso, pues, aunque Alejandro había abierto una brecha en el flanco izquierdo contrario, la caballería persa había logrado avanzar a costa de los tesalios. Tuvo otra vez aquí la intervención de Alejandro un papel muy destacado en el triunfo. La huida de Darío supuso la desbandada en el campo persa. Cayeron en manos de Alejandro, además de un importante botín, la madre de Darío, su esposa y tres de sus hijas, a las que trató con toda corrección. Sin temor a exageración podemos afirmar que esta batalla cambió la faz del mundo.

En la correspondencia entre los dos reyes que ha llegado hasta nosotros, Darío, vista la nueva situación, trató a Alejandro como a un igual, ofreciéndole la paz en unos términos que le eran muy favorables, pero Alejandro rechazó la firma de este tratado. Sería ésta la primera señal que tenemos de que, sobrepasando las más restringidas intenciones con que se había organizado la cruzada panhelénica -sólo los espartanos habían rehusado participar-, Alejandro aspiraba a la sumisión absoluta del imperio de Darío.

 

 

El sitio de Tiro

 

Tras la batalla de Issos, Alejandro no persiguió a Darío, sino que marchando hacia el Sur continuó con el plan prefijado y sistemático de ocupar las costas mediterráneas del Imperio persa. Fundó la primera Alejandría asiática junto a la actual Iskenderun, en el mismo golfo de Issos. Se apoderó de Rodas y Chipre. Damasco fue ocupada por el general macedonio Parmenio. Biblos se rindió. Sidón, maltratada duramente por Artajerjes Oco, el anterior soberano persa, se pasó de buena gana al partido de Alejandro.

La gran metrópoli de Tiro, agradecida a los persas, se opuso en el 332 a.C. a Alejandro, negándose a que entrara en el san-

tuario del dios Melgart. El SitiO de la ciudad, a la que protegían tanto su situación insular como sus sólidas fortificaciones, duró siete meses y se halla descrito en Diodoro. Debió construirse, con grandes esfuerzos y gran dispendio económico una calzada de 60 metros de largo entre la isla y tierra firme aprovechando la poca profundidad de las aguas marinas. Este acceso se ha ido ensanchando por las deposiciones marinas, y en la actualidad forma un ancho istmo que convierte a la isla en una península. También, con los navíos de las demás ciudades, se bloquearon los dos puertos de la isla para evitar todo socorro marítimo.

Los tirios, siguiendo la tradición asina, improvisaron una gran cantidad de máquinas de defensa que los ingenieros de Alejandro imitaron y perfeccionaron en posteriores asedios. Para poder vencer la resistencia de los sitiados fue necesaria la intervención personal de Alejandro, quien se lanzó al asalto al frente de sus tropas. Diodoro nos dice sobre la etapa final del asedio:

Apoyó -Alejandro- sobre el muro de la ciudadela el puente voladizo de una de las torres de madera, lo atravesó solo desafiando a la fortuna y a los tirios; ordenó a los macedonios que le siguieran, se puso a su frente y llegó hasta el cuerpo a cuerpo con los asediados, matando a unos a lanzadas y a otros con su espada. Rechazó incluso a algunos con su escudo y redujo la audacia de sus adversarios. Mientras, se derruyó en otro punto un trozo de muro considerable. Los macedonios, entonces, penetraron por la brecha hasta el interior de la ciudad; simultáneamente, la tropa de Alejandro superaba las murallas, haciéndose dueña de la plaza. Pero los tirios, reuniendo todas sus fuerzas, se parapetaban en todas las calles, por lo que casi se hicieron matar uno a uno hasta siete mil. El rey vendió a mUjeres y niños en subasta e hizo aprisionar a todos los jóvenes, en número de unos dos mil. En cuanto a los prisioneros, eran tan numerosos que, a pesar de que la mayoria de los habitantes habían sido trasladados a Cartago, superaban los trece mil.

La captura de Tiro representó uno de los mayores éxitos militares de Alejandro y con ello el Imperio persa dejó de tener poder en el Mediterráneo.

Durante el asedio, Darío había vuelto a hacer nuevas proposiciones de paz a Alejandro, en las que le cedía la mitad oeste del Imperio con límite en el Eúfrates. Darío hizo este ofrecimiento tanto por el deseo de recuperar a su familia como por la comprensión de la imposibilidad de abarcar tan vastos territorios, sobre los que la dominación persa iba siendo cada vez más débil. Suponía un tentador ofrecimiento, pues el dominio sobre el Mediterráneo oriental y sus países ribereños daría lugar a un imperio cuya homogeneidad cultural -la civilización griega había penetrado desde mucho antes en estos países- y las similares condiciones físicas le permitían una larga duración. Ante la decisión a tomar chocaron Parmenio, a quien como griego aterraba la lejanía y el infinito, y Alejandro, deseoso de mayores glorias, que finalmente rechazó la proposición pretendiendo la sumisión sin condiciones del adversario. Esto hizo todo compromiso inviable y la lucha hubo de continuar.

 

 

El sueño de la realeza faraónica

 

Conquistada Tiro, Alejandro en vez de marchar directamente contra el corazón del Imperio persa continuó hacia el Sur con la intención de anexionarse Egipto. Desde el estricto punto de vista militar esta expedición resulta innecesaria, pero había otros aspectos que interesaban más a Alejandro que lo puramente militar.

Ocupó Gaza y en el año 332 a.C. llegó a Egipto, donde la capital, Menfis, y su tesoro cayeron en sus manos. Tras la despiadada reincorporación al Imperio persa por Artajerjes Oco, el país ve en Alejandro, que se presenta como favorecedor de la religión y las sagradas tradiciones del Egipto milenario, un libertador.

Tiene una gran importancia histórica la fundación de una ciudad que llevará su nombre al oeste del Delta, lugar de la homérica isla de Faro, y que tendría por misión llenar el hueco que había dejado la destrucción de Tiro. Su inmejorable posición hizo que Alejandría llegara a ser una gran plaza portuaria, a través de la cual entró Egipto más intensamente en la corriente del comercio mu ndial.

En los meses siguientes tuvo lugar la famosa visita de Alejandro al templo del dios Amón en el oasis de Siwa, en pleno desierto Iíbico. La leyenda afirmaba que dos personajes míticos, Hércules y Perseo, considerados por Alejandro como verdaderos antepasados suyos, habían efectuado este peligroso viaje que ahora Alejandro quiso repetir continuando la tradición. Allí obtuvo el convencimiento de ser verdaderamente hijo de Amón; esto puso a Alejandro muy por encima de su mero origen étnico macedonio e hizo que su misma obra estuviese aureolada de ese carácter divino.

Vuelto a Menfis en el año 331 a.C., Alejandro se presentó como sucesor de los faraones reorganizando el país. Sentó así las bases de lo que llegaría a ser el Egipto helenístico.

 

 

El derrumbamiento del Estado iranio

 

En la primavera del 331 a.C., cuando Alejandro se decidió a marchar de nuevo contra el ejército persa, ya habían pasado casi dos años desde la batalla de Issos, con lo que, mientras tanto, le había dado tiempo a Darío para reunir un gran ejército concentrándolo en Babilonia. Fue Darío el que escogió cuidadosamente el terreno sobre el que habría de lucharse, allanando la amplia meseta de Gaugamela -Te 11 Gomel, a unos 35 kilómetros al noroeste de Mosul-, cerca de Arbelas. El ejército persa estaba dispuesto en dos frentes. La caballería, situada en los dos flancos, tenía la misión de rodear al enemigo. El propio rey se situaba de nuevo en el centro de sus tropas.

Alejandro, una vez atravesados el Eúfrates y el Tigris sin encontrar resistencia, volvió a repetir el esquema de Issos: el centro estaba ocupado por el grueso de la infantería, la caballería tesalia ocupaba el flanco izquierdo y él, con sus compañeros a caballo, se sítuaba en el lado derecho.

Sabemos que el combate se celebró exactamente el día primero de octubre del año 331 a.C., por la mención que nos hacen las fuentes de que once días antes tuvo lugar un eclipse lunar. Entablado el combate fue muy fuerte la acometida de la caballería persa; sin embargo, los carros y elefantes de Darío no lograron nada decisivo. Alejandro, al frente de la caballería, acometió con gran ímpetu por un hueco que habían dejado al descubierto los movimientos del ala izquierda persa. El rey aqueménida volvió a perder la serenidad y optó por la huida. Parmenio estaba en apuros ante el empuje de la caballería persa; a esto se debió el que Alejandro tuviera que acudir en su ayuda y dejar escapar a Darío. La batalla terminó de forma victoriosa para los griegos. Darío, de ser rey de un vasto imperio, a partir de ahora pasó a ser un mero fugitivo, yéndose a refugiar en Ecbatana.

Alejandro optó por marchar contra los centros vitales del Imperio aqueménida. Babilonia y Susa caen en sus manos. El rey macedonia las respeta, presentándose como heredero de Darío y protector de la religión y tradiciones indígenas. Con Persépolis, residencia de los reyes aqueménidas, se comportó de manera diferente, sequeando la ciudad en la que se apoderó de un botín de 180.000 talentos; no contento con esto, incendió también el palacio real. Según Flavio Arriano fue éste el hecho simbólico con el que concluyó la guerra de venganza contra los persas, venganza que Alejandro había proclamado solemne-

mente en Corinto antes de iniciar la expedición.

En mayo del 330 a.C. Darío abandonó Ecbatana al enterarse de que era perseguido. Alejandro, dejando una fuerte guarnición al mando de Parmenio en esta ciudad, siguió rápidamente al rey persa que había sido retenido por Besso, sátrapa de la Bactria, quien, finalmente, le dio muerte para que no cayera en manos de los macedonios, que estaban a punto de darle alcance. Plutarco nos relata que Alejandro sintió profundamente esta muerte. Dispuso que el rey recibiera los honores fúnebres debidos a su rango y que reposara en el panteón real de Pasargada.

Con la muerte de Darío, momento decisivo en la vida de Alejandro, se convierte éste en heredero del imperio que fundara Ciro, asumiendo el título de Gran Rey y tratando toda ulterior resistencia como rebelión al poder legal.

 

 

Marcha hacia la India

 

Desde los comienzos se nota en Alejandro la voluntad de someter toda Asia, aunque debió luchar siempre con fuerzas remisas a estos proyectos. La realeza macedónica, basada en el espíritu de fidelidad al jefe, se encontraba ahora yuxtapuesta, en la figura de Alejandro, a la idea imperial del Gran Rey, de inspiración irania. Quiso dominar este imperio como había dominado a los griegos o a los pueblos helenizados de más al Occidente, y en esto se equivocó.  

Alejandro debió modificar la estructura de su ejército para adaptarse a las nuevas circunstancias, utilizando formaciones más flexibles e incluyendo a iranios en sus filas. A medida que, de esta manera, adversarios de la víspera se fueron convirtiendo en camaradas, la actitud de Alejandro debió evolucionar también. La posición de dominador «de facto», en que se había convertido tras la victoria sobre el Imperio persa, debió transformarse en una dominación «ex iure» de sus súbditos iranios.

Ciertamente no debía ilusionarse sobre la acogida que sus intenciones causarían entre los griegos; así procedió muy prudentemente, llevando a cabo las innovaciones por etapas. A pesar de esto, no pudo evitar que, durante su permanencia en Dangriana, se produjera una conjura contra su vida a cargo de algunos macedonios. Filotas, hijo de Parmenio, fue condenado a muerte, pena que, incomprensiblemente para nosotros, se hizo extensible a su padre.

Las luchas que debió sostener en la alta meseta irania fueron las más duras que los griegos protagonizaron en toda Asia. Se enfrentaron aquí con pueblos que luchaban hasta la muerte imbuidos por el fanatismo religioso. Alejandro, en el invierno del 330-329 a.C., recorrió las montañas del actual Afganistán. En la primavera realizó la gran hazaña, no superada en la Antigüedad ni aún por la expedición de Aníbal, de atravesar el Hindu-Kush, que tiene alturas de más de 7.000 metros. Se apoderó en una emboscada del regicida Besso, que recibió una muerte muy cruel, según la costumbre persa. Todavía continuaba la crisis en las relaciones con sus compatriotas; así, él mismo, en un banquete, y por un motivo fútil, mató a su amigo Clito, el que le salvara la vida en el Gránico. A poco, el historiador Calístenes, sobrino de Aristóteles, es condenado a muerte por no querer postrarse ante Alejandro.

Pacificado el Nordeste puso el límite extremo de su imperio en el río Yaxartes, sellando la paz con las poblaciones de esta zona mediante su matrimonio con la princesa bactriana Roxana en el año 327 a.C.  

En el verano de ese mismo año inició el avance hacia la India, tierra totalmente desconocida por los griegos y de la que se tenía una idea oscura y fantástica. En el afán de redondear sus conquistas, Alejandro no podía dejar de lado a la India, teniendo también en cuenta que creía firmemente que el Océano Oriental se encontraba muy próximo. Efectivamente, los conocimientos geográficos eran tan escasos que, al llegar al río Acesines, uno de los afluentes del Indo, Alejandro creyó, al ver cocodrilos en sus orillas, que se encontraba en las fuentes del Nilo.

Tuvieron lugar en el norte de la India múltiples y duros combates contra las belicosas tribus montañesas. Habiendo atravesado Alejandro el río Indo, el más poderoso príncipe de esa región, Taxiles, se reconoce vasallo del rey macedonio, e igualmente lo hacen así otros reyezuelos, con la excepción de Poro, cuyos dominios se extendían al este del río Hidaspes, y que debe ser sometido por la fuerza.

En el verano del año 326 a.C. llegaron los griegos a la frontera este del Punjab, señalada por el río Hifasis. Los soldados macedonios, extenuados, se negaron rotundamente a continuar más allá. Por primera y única vez, Alejandro debió doblegarse ante la postura irreductible de sus tropas, y tuvo que emprender el regreso al Occidente, no sin antes levantar doce gigantescos altares en forma de torre en el punto más oriental al que habían llegado.

 
 
 

La utopía de Alejandro

El regreso, viaje de descubrimientos como también lo había sido la expedición a la India, no sería una expedición conjunta de todas las tropas, sino que se dividió al ejército en dos cuerpos, cada uno con un plan diferente de viaje. Nearca capitanearía una flota que, costeando por aguas desconocidas, se dirigiría hacia las costas de Mesopotamia. El grueso del ejército, al mando del propio Alejandro, seguiría una ruta terrestre atravesando el peligroso desierto de Gedrosia. Llegó Alejandro a Pattala, en el delta del Indo, y, desde allí, en agosto del 325 a.C., partió para el Occidente, aplastando en el camino a todas las tribus belicosas. La travesía del desierto, un abrasador mar de arena, fue terrible. Las esperadas lluvias no se produjeron y, para colmo de males, los guías de la expedición se extraviaron. La mortandad fue elevadísima; se ha calculado que perdieron la vida unos 90.000 hombres en los setenta días que duró esta marcha.

Por fin, el resto del ejército llegó a Pura, donde encontraron los soldados un merecido descanso. Atravesaron luego Carmania, donde comenzaron las depuraciones sobre los gobernadores que habían empleado sus amplias prerrogativas para usos personales.

Mientras tanto, Nearca, aprovechando los monzones del otoño, zarpó desde el Indo con su flota y, tras un viaje sin excesivos contratiempos, se encontró con Alejandro en Carmania, volviendo a reembarcarse hacia la desembocadura del Eúfrates.

Alejandro fue de Persépolis a Susa y al, en la primavera del 324 a.C., organizó unas grandes fiestas que dieron fin oficialmente a su expedición. En el transcurso de ellas, el mismo Alejandro, sin separarse de Roxana, se casó con Estatira, hija de Darío III, y con Parisatis, la hija menor de Artajerjes III Oco. Asimismo, casó a 80 generales y a 10.000 soldados con otras tantas mujeres persas. Quería así lograr la fusión de las dos razas, griega y persa.

Cuando iba de camino hacia Ecbatana para pasar el verano, tuvo lugar la revuelta de Opis. En esta ciudad, situada en el curso medio del Tigris, el rey comunicó a los macedonios la decisión de licenciarlos, lo que causó un efecto contrario al esperado: los macedonios, resentidos, se creyeron desplazados por los persas. Alejandro sofocó la revuelta y los ánimos se calmaron. No obstante, esta orientalización que le achacaron sus compatriotas era sólo superficial, pues en ningún momento repudió el Helenismo, y sólo se limitó a reformar y adaptar a las nuevas condiciones que se habían presentado u nas formas políticas ya caducas. Alejandro no quiso tratar a los griegos como jefe y caudillo militar y, sin embargo, a los persas como dueño. Creyó de buena fe que él era un enviado de dios y que su misión era conciliar todo el Universo organizándolo como una unidad, para lo que aspiraba no sólo a la fusión en la administración y en el ejército, sino también a una fusión entre los pueblos por medio de la colonización y los matrimonios mixtos.

Descendió Alejandro por Mesopotamia y en Babilonia, a la que quería organizar como capital del Oriente, se dedicó a organizar fastuosos planes que rebasaban todo lo humano y razonable. Allí contrajo una enfermedad, probablemente paludismo, de la que murió a los siete días, el 13 de junio del 323 a.C., contando treinta y dos años de edad.

 


 

BIBLlOGRAFÍA

 

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LA GRAN AVENTURA ORIENTAL

HISTORIA 16, nº. 34, pps. 65-73, Febrero 1979

 

ANTONIO CABALLERO RUFINO
Profesor de Historia Antigua, Universidad  de Sevilla