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La reforma religiosa de la Iglesia se había iniciado en el siglo XI, bajo la dirección del papa Gregorio VII, y en su origen había tenido tres objetivos: el refuerzo de la autoridad papal dentro de la Iglesia, la organización de una cruzada que reconquistase las tierras dominadas por los musulmanes desde el 640, y, por fin, el más importante, la reforma moral del clero. En el siglo XII este movimiento había obtenido notables éxitos; la autoridad del papa había aumentado enormemente, y de un modo paralelo habían conocido un gran incremento la administración eclesiástica y el derecho canónico; diversos territorios habían sido reconquistados a los musulmanes (Sicilia, la España central y parte de Siria); y se habían logrado ciertos progresos en el intento de aminorar la simonía, el concubinato y la ignorancia del clero. Sin embargo, hacia el año 1200 el impulso parecía estar agotándose: los musulmanes habían conseguido las victorias de Hattin y Alarcos; la autoridad de los reyes sobre el clero era todavía una realidad en Inglaterra, España y otros países; el crecimiento de la burocracia pontificia había engendrado anticlericalismo; la Cristiandad se veía amenazada por los cátaros, el materialismo y las doctrinas apocaIípticas, y los intentos de reformar la moral del clero iban disminuyendo de un modo progresivo. No obstante, a pesar de las apariencias de estancamiento, las fuerzas de la Cristiandad se revigorizaron muchísimo a partir del año 1200. Una serie de enérgicos papas dedicaron la gran maquinaria de la administración de la Iglesia a la resolución del problema; san Francisco encauzó los afanes de quienes aspiraban a una religión más evangélica hacia la predicación, las misiones de ultramar y la asistencia a los pobres en los barrios miserables de las ciudades; santo Domingo organizó a sus frailes con los mismos propósitos; se fundaron nuevas escuelas y universidades para formar un clero más culto y eficaz; y, uniendo los decretos a la vigilancia, se procedió a un sistemático intento de conseguir que el clero y los seglares vivieran de un modo mucho más acorde con los principios de la religión y de la moral; finalmente, todo ello pasó a formar parte de un nuevo código de derecho canónico. El primero y más importante de los guías de este movimiento de reforma y revitalización cristianas fue Inocencio III, quien en 1215 trató de sistematizarlo convocando un concilio ecuménico: [el IV Concilio de Letrán, a cuyo arrimo -incluso en las materias no explícitamente reguladas en los cánones que aprobó- se produjo] todo un movimiento de reforma de la Iglesia y de educación religiosa de las masas que se extendió a casi todos los países europeos, y por medio de los misioneros, a muchos otros, desde Marruecos a China. Naturalmente, ello tuvo enormes consecuencias de todo orden para la cultura cristiana, y de un modo especial en la mayoría de los géneros literarios. [ ... ] Los obispos españoles acudieron al IV Concilio de Letrán encabezados por Rodrigo Ximénez de Rada, arzobispo de Toledo, [ ... ] conocieron los decretos lateranos, y es muy posible que los pusieran en práctica sin promulgarlos específicamente. Las visitas de obispos y arcedianos a las parroquias, la institución de las vicarías, la administración de los sacramentos, la fundación de escuelas y universidades y la extensión de las nuevas órdenes religiosas fueron hechos que se produjeron tanto en Castilla como en otros lugares, a partir de 1215 y durante medio siglo. El impulso de reforma religiosa se desarrolló durante los reinados de Fernando III y Alfonso X, aunque sólo a partir aproximadamente de 1290 empezó a dar frutos realmente considerables, al completarse la implantación en las tierras del sur, menguar la influencia real en las cuestiones eclesiásticas y reunirse con mayor frecuencia concilios y sínodos. ¿De qué manera todo ese movimiento de educación religiosa se reflejó en las obras escritas que han llegado hasta nosotros? El medio más importante de adoctrinar a los seglares era, desde luego, el sermón. [ ... ] Los sermones solían pronunciarse en lengua vulgar si se dirigían a un auditorio laico, pero se traducían al latín, ya en su totalidad ya en forma compendiada, si se ponían por escrito; ocasionalmente conservamos alguna que otra homilía en castellano, tal como se había pronunciado. [ ... ] Hacia el año 1400 fue haciéndose más frecuente el poner por escrito los sermones en lengua vulgar, y así tenemos los casos de un sermón de Pedro de Luna, de los sermones de san Vicente Ferrer y del Vençimiento del mundo. Sin embargo, con esta última obra nos apartamos ya del auténtico sermón que se predica, y pasamos a la obra meramente escrita, ideada para ser leída, quizá por partes, como una lectura piadosa, y nos encaminamos hacia la obra maestra del género, el Arcipreste de Talavera, de Alonso Martínez de Toledo, quien, fueran cuales fuesen las fuentes que utiliza, las encaja todas enérgicamente dentro del marco de un sermón contra la lujuria, aunque se trataba de un sermón verosímilmente pensado para ser leído, en silencio para uno mismo o en voz alta a un grupo de oyentes, pero suponemos que no pronunciado por un predicador que como tal se dirige a sus fieles. La intención, la estructura, el lenguaje coloquial y el realismo general, todo sitúa a esta obra sin lugar a dudas dentro de la tradición del sermón; pero sus detalladas descripciones y caricaturas, por ejemplo, de las mujeres chismosas, eran más propias de los sermones que se predicaban desde el púlpito que de los que se destinaban a leerse. [ ... ] El predicador necesitaba recopilaciones de historias de las que pudiera extraer relatos que ilustraran sus temas, y si bien al principio recurrió principalmente a narraciones cristianas, procedentes de la Biblia, los Padres de la Iglesia y las vidas de santos, no tardó en incorporarse la antigüedad pagana -Esopo, Valerio Máximo, Ovidio y, a nuestro propósito, el Physiologus-, y desde comienzos del siglo XII, historias traducidas del árabe. Estas recopilaciones son sobradamente conocidas -la Disciplina clericalis, el Speculum laicorum, etc.-, hay muchos ejemplares de tales obras latinas en las bibliotecas españolas, y evidentemente fueron usadas por predicadores y escritores didácticos como don Juan Manuel, incluso antes de que se emprendieran posteriores traducciones al castellano. Algunas se tradujeron directamente del árabe al español, como el Sendebar o el Kalila e Digna, en otros casos del latín al castellano, como el Libro de los gatos o el Espéculo de los legos, y algunas parecen haber sido sacadas directamente por un autor español de recopilaciones anteriores, como sucede con Clemente Sánchez de Vercial, cuyo Libro de los exemplos por a.b.c. reúne 438 relatos que proceden de obras anteriores, dispuestos por orden alfabético de epígrafes como Avaricia, Blasfemia, Castidad, etc. En estas obras puede apreciarse una evolución que tiene varias fases. Por lo común empiezan siendo libros de consulta escritos por clérigos para clérigos, como indica el título de Disciplina clericalis o se ve en los antiguos sermones compuestos por abades como san Bernardo para sus monjes; más tarde son adaptados por unos clérigos para seglares, con el objeto de ofrecérselos en forma de sermones o tal vez de lecturas piadosas, como ocurre en el Libro de los exemplos; y finalmente sufren dos cambios completamente distintos: por una parte, el elemento de diversión del relato en algunos casos llega a eclipsar el propósito didáctico (y no es necesario recordar aquí las disputas a que ha dado pie la cuestión de las intenciones del Libro de buen amor); por otra parte, hay seglares que empiezan a escribir la misma clase de obras para seglares; y así tenemos el ejemplo clarísimo de don Juan Manuel, en cuyo Conde Lucanor lo que se hace, evidentemente, es reunir una colección de exempla, tomándolos de los manuales de predicadores, y extraer de ellos enseñanzas morales que puedan ser provechosas para seglares menos instruidos que el autor. [Problema distinto se planteaba a quienes pretendían] utilizar el otro género de literatura didáctica traducida del árabe en el siglo XIII: las recopilaciones de sentencias como las Flores de filosofía, el Paridad de poridades y el Libro de los buenos proverbios. Éstas proporcionaban materiales útiles para los moralistas cristianos, pero (al igual que las más explosivas traducciones de Aristóteles y de Averroes) se trataba de enseñanzas peligrosas para los cristianos occidentales. La moral que preconizan está lejos del Cristianismo, e incluso del Islam; tras una fachada de frecuentes referencias a Dios y a la virtud, el enfoque es egoísta y materialista, refleja los ideales del bazar más que los de la mezquita y procede de un pasado pagano y probablemente preislámico; y, por ahí, presentaba un grave problema a los clérigos que se proponían incorporar estas traducciones a la tradición cultural de la Cristiandad. En el caso de los exempla, el problema no era demasiado difícil: cualquier predicador diestro en la exégesis podía sacar lo que necesitara de esos relatos e infundirles la moral más apropiada a sus intenciones. Pero en el caso de las recopilaciones de sentencias morales, eso era casi imposible: el valor de las sentencias consistía precisamente en el hecho de que expresaban de una manera concisa y eficaz una determinada enseñanza moral; y si la enseñanza no servía, las sentencias eran inútiles. Cualquier predicador podía valerse de una sentencia de un modo más o menos casual, pero era mucho más difícil adaptar todo un libro a la mentalidad cristiana o a una intención literaria compatible con la doctrina del cristianismo. Es evidente que las Flores de filosofía, por ejemplo, están relacionadas con otras recopilaciones, como los Bocados de oro y el Libro de los cien capítulos; y ambos se quedan en el mismo nivel moral acristiano de las Flores. También pueden incorporarse a la novela del Caballero Cifar, como consejos que da el rey pagano de Mentón a sus hijos. Pero cuando tienen que usarse como consejos específicamente cristianos, entonces requieren una adaptación. Y esto fue lo que hizo Pedro López de Baeza en sus Dichos de Santos Padres. Baeza era comendador de Mohernando, en la Orden de Santiago, y escribió su obra, a manera de una guía espiritual, para el maestre y los freiles (o miembros) de su Orden, copiando muy de cerca las Flores, pero adaptando su contenido con toda claridad al espíritu cristiano, insistiendo en la devoción a Jesucristo, en el valor de la vida religiosa, la castidad, la pobreza y la obediencia. Aquí la adaptación es evidente; no sucede lo mismo con don Juan Manuel, quien se dedica a acumular sententiae de las Flores y de otras obras en los últimos libros de El conde Lucanor. Y las sententiae procedentes de recopilaciones de este tipo se encuentran también en innumerables muestras de la literatura didáctica al final de la Edad Media, hasta La Celestina e incluso después.
DEREK W. LOMAX REFORMA DE LA IGLESIA Y LITERATURA DIDÁCTICA: SERMONES, EJEMPLOS Y SENTENCIAS
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