La expulsión de los judíos de los reinos hispánicos, y con mayor motivo cuando ahora se cumple la evocadora efemérides de quinientos años, ha de ser examinada, cuando menos, con no poca cautela. De nada vale el impulso de ilusionadas conmemoraciones, por otra parte tan justificables, cuando puede caerse en el tópico y típico error de recordar con verdadera precipitación algo que, en realidad, poco conocemos. La presente afirmación puede parecer, en efecto, algo apresurada. Pero vayamos por partes, alejados de los centenarios, quintos o no, que en este año 1992 a algunos nos tiene, más que ilusionados, sencillamente preocupados o, al menos, en cierto sentido perplejos. Esta, sin duda, precipitada introducción requiere algunas justificaciones. Seamos sinceros con nuestra propia historia.
Lo cierto es que cuando citamos la frase «expulsión de los judíos» la memoria colectiva suele relacionarlo de inmediato con la tristemente producida en España, hace cinco siglos, con todas sus connotaciones históricas y sociales. Y lo que también es cierto es que este planteamiento no deja de ser válido, pero también insuficiente. O con otras palabras: es una verdad a medias o, si se prefiere, una inexactitud rodeada de aureolas verídicas, con connotaciones tan ciertas como falsas. Vayamos, una vez más, por partes: las exposiciones personales pueden tener, a veces, urgentes planteamientos expositivos que acaso pretendan justificados resultados también de carácter eminentemente personal. Pero la historia, eso que algunos llaman pretendida veracidad de un pasado, presenta una faceta que, al fin de cuentas, juega con una baza única y singular: no conoce en rigor la cronología o, lo que viene a ser lo mismo, el tiempo, en su propia estructura, no se convierte en una necesidad apremiante en la que es necesario presentar definitivos o hipotéticos resultados. El dios Cronos, aquella divinidad en ocasiones tan alejada y en apariencia tan distante de la mitología griega, se convierte, en el tema que ahora tratamos, en una realidad que puede infundimos, por lo menos, el más elemental respeto. y el respeto y honradez históricos no entienden afortunadamente ni de cronologías definidas ni de avidez científica, ni siquiera de recuerdo de merecidos centenarios. Hasta aquí la sutil dialéctica y, desde ahora, el puro pragmatismo.
Cuando se habla de decreto de expulsión hay que plantearse de inmediato a quiénes, en realidad, afectó. O lo que es lo mismo: qué población judía vivía en los reinos peninsulares durante los primeros meses de 1492. Es cierto que los estudios monográficos acerca de diferentes asentamientos judíos medievales en territorio del antiguo reino de Castilla y León se vienen multiplicando en los últimos años con suerte muy diversa. Afortunadamente existen serios repertorios documentales, y en ocasiones precisos estudios, que pertenecientes a la tradicionalmente llamada «historia local» pueden servir de fundamental ayuda para la finalidad que nos ocupa. La «historia local», para algunos parcela menor -allá ellos con sus supuestos y dudosos latifundios- de una historia general aún imposible de redactar, puede denominarse con mayor precisión «historia comunal», en donde los aspectos sociales no van a ocupar, por supuesto, un lugar relegado. Partamos de datos muy concretos y no despleguemos teorías precipitadas.
Lo cierto es que al emprender una investigación documental sistemática sobre las comunidades judías castellano-leonesas -el mismo criterio puede aplicarse en otras zonas de los reinos peninsulares- surge un elemental interrogante: debido a la periodicidad de las investigaciones les válida la actual división provincial, evidentemente artificial y en ocasiones arbitraria? , ¿conviene ceñirse a los límites geográficos de los antiguos obispados, acaso más coherentes con una realidad geográfica e incluso demográfica? o, por el contrario, ¿es más científico someter nuestro criterio a las zonas naturales, independientemente de las divisiones civiles y eclesiásticas? El planteamiento ofrece, sin duda, numerosos puntos de vista en donde sólo podrán opinar con auténtica autoridad quienes no sólo se hayan planteado tan crudo tema, sino quienes se hayan enfrentado con esa realidad. Y en este aspecto pienso, con las más elementales limitaciones, que acaso en algo puedo contribuir. Lo demás son especulaciones gratuitas.
Son ya demasiados años durante los que vengo empleando mi interés y discutible humor, entre otros aspectos, a este tema y creo poder afirmar que cualquier criterio de los antes mencionados es válido, pero que para programar una investigación tan extensa los resultados globales no pueden esperarse de inmediato: habrá que esperar a que las investigaciones parciales debidamente documentadas lleguen a un límite, si no total, al menos de cierta amplitud. Y desde esta perspectiva estoy convencido que lo más racional es optar por los límites provinciales, no obstante su artificialidad y la brusquedad que en ocasiones ofrecen las líneas de separación administrativa. Pero una vez conocidas, y debidamente documentadas, varias provincias vecinas y contemplando las divisiones de los antiguos obispados e incluso las zonas naturales con sus correspondientes características geográficas y climáticas será entonces cuando el historiador y el sociólogo puedan iniciar los deseados y ojalá definitivos estudios de conjunto. He de confesar una vez más que, en mi opinión, aún queda lejano el momento de pensar en la elaboración de manuales acerca del judaísmo castellano-leonés con visos de dignidad científica. Otros colegas, sin duda eminentes, pueden opinar lo contrario. Y otros, entre los que me encuentro yo, esperamos, sin tiempo y sin caña, los ajenos resultados. Sean, pues, bienvenidos.
De las nueve provincias que se agrupan en la Comunidad de Castilla y León sólo de seis me voy a ocupar ahora: León, Zamora, Valladolid, Salamanca, Ávila, Segovia y Soria. Las aljamas y juderías de las provincias burgalesa y palentina, muy pobladas, requieren especiales reflexiones, que en esta ocasión reconozco que soy incapaz de examinar con rigor científico.
De inmediato surge un nuevo y fundamental interrogante: ¿cuál es la pista más válida desde la que se puede despegar para, haciendo caso omiso a la imaginación, poder afirmar que en una determinada localidad hispánica existió comunidad judía, independientemente de las tradiciones y caprichos populares? La respuesta parece clara: la documentación de carácter económico será, en principio, la que ofrezca mayor fiabilidad. Cuando la documentación fidedigna de la época indique que una determinada comunidad judía contribuía en derramas de impuestos fiscales habrá que admitir la existencia de esa comunidad al menos en ese concreto año. Es cierto que a veces la única noticia conocida sobre alguna pequeña comunidad judía es precisamente a través de la documentación fiscal. Otro tema, muy diferente, es tratar de estimar la población e incluso la capacidad económica de acuerdo exclusivamente con esta documentación: aquí las especulaciones pueden resultar más que peligrosas.
Afortunadamente se conserva buena parte de los repartimientos fiscales que los reyes impusieron a los judíos desde el año 1472 hasta 1491, último en que abonaron estos impuestos anuales. Esta imprescindible documentación puede completarse en ocasiones con otra de carácter municipal, también de contenido económico: impuestos especiales destinados a obras públicas de la ciudad, derramas particulares en tierras de señorío, etc.
La documentación va a indicar también el grado económico-social de la comunidad judía, pues distingue minuciosamente su condición de «aljama», «judería» o «judíos de», detalle no tan pequeño y a veces complementario para mejor conocer la organización comunal. Este es un tema que bien sé que acaso no reciba la aprobación, en principio, del prof. D. Romano, de la Universidad de Barcelona, y cordial amigo, auténtico especialista en el examen de muy diferentes aspectos de las comunidades judías en el reino de Aragón.
Los 26 asentamientos judíos localizados en la actual provincia de León fueron estudiados en 1974 por mi recordado y querido maestro el prof. F. Cantera Burgos, a cuya modélica monografía remito. Allí se indica como aljamas a León, Laguna de Negrillos, Villamañán, Valencia de Don Juan, Mansilla de las Mulas, Valderas, Astorga y Ponferrada. Sus comunidades se agrupan en torno a cuatro puntos fundamentales: Sahagún, León, Astorga y, en menor medida, Ponferrada. Todas ellas en la zona sur de la provincia.
La actual provincia de Zamora contó con 21 asentamientos hasta ahora documentados, en su mayoría situados en el este del territorio provincial, tomando como línea divisoria el curso del río Tera, terreno idóneo para huertos y cría de ganado vacuno y lanar. Estas comunidades se integraban en diócesis zamoranas, excepto Alcañices, junto a la frontera portuguesa, que pertenecía a la sede de Santiago de Compostela, y Belver de los Montes, dependiente de la de Palencia. Sólo Fuentesaúco, Toro, Villalpando y Zamora reciben sistemáticamente la denominación de aljama y, por lo que respecta a Benavente, esta designación no es siempre constante. Los restantes asentamientos eran discretas juderías que participaban de la vida artesanal, agrícola y de modesta industria desarrollada en los núcleos urbanos de mayor entidad que contaron con comunidad judía o con las cercanas juderías pertenecientes a las actuales provincias de León, Valladolid y Salamanca.
La judería de Alcañices es un curioso enclave fronterizo que necesita una monografía específica. Sería motivo de reflexión plantearse con seriedad las causas que motivaron la ausencia, hasta ahora documental, de comunidades judías (excepto Alcañices) que en la provincia de Zamora forma el amplio territorio comprendido por los límites provinciales de Orense, frontera portuguesa y márgenes derechos de los ríos Duero y Tera. El relativo aislamiento de Fermoselle, junto al fronterizo Duero, también exige detenido estudio.
Los judíos zamoranos, en su conjunto, pueden ser considerados como pertenecientes a una destacada comunidad que no representó marcado protagonismo contemplado desde una perspectiva histórica: hasta ahora no se dispone de suficiente documentación que permita afirmar que sus aljamas y juderías sufrieron las negativas consecuencias de la violencia popular que tanto afectó a otras comunidades en el dramático año de 1391, efemérides en donde, una vez más, es necesario insistir en elemental conveniencia de eliminar el término «pogroms», en tantas ocasiones empleado y a todas luces inexacto para designar los luctuosos acontecimientos que sucedieron en el triste año 1391 referente al judaísmo peninsular. Bien sé que este es un detalle, entre otros muchos, que puedo apuntar con firmeza, pero con resultados a buen seguro poco elocuentes. Vaya, una vez más, en obsequio de una merecida utopía.
De todas las provincias que en esta ocasión examino, la de Valladolid es la más abundante en asentamientos judíos: son cuarenta y ocho, repartidos con profusión especialmente al norte del río Duero. De ese casi medio centenar son considerados aljama los siguientes: Melgar de Arriba, Villalón de Campos, Cuenca de Campos, Aguilar de Campos, Villafrechós, Montealegre, Medina de Rioseco, Villabrágima, Tordehumos, Urueña, Torrelobatón, Valladolid, Peñafiel, Tordesillas, Medina del Campo y Olmedo. Es la zona de Castilla, junto con la provincia de Palencia, que más aljamas y juderías albergó.
Cuando llegue el momento, posiblemente no tan lejano, de emprender una sistemática investigación sobre las comunidades judías vallisoletanas podrá observarse que su actividad social se desplegaba en circunscripciones incluso rurales, planteamiento que puede cuestionar el tradicionalmente mantenido por determinados estudiosos, según el cual el medio rural no era el más preferido por la población judía, esencialmente urbana.
Los judíos salmantinos se distribuían en veinticuatro asentamientos de la provincia. Eran considerados aljama los de Alba de Tormes, Béjar, Ciudad Rodrigo, Fuenteguinaldo, Ledesma, Miranda del Castañar, Monleón, Montemayor del Río, Salamanca, Salvatierra de Tormes, San Felices de los Gallegos y Santiago de la Puebla. La población estaba muy repartida en toda la provincia, excepto en la zona noroeste. Los centros más importantes eran sin duda la capital con la cercana Alba de Tormes, Béjar y la populosa y rica comunidad de Ciudad Rodrigo. Llama poderosamente la atención la casi ausencia de juderías en la amplia zona delimitada por los ríos Tormes y Huebra. No se conocen fuertes persecuciones contra sus comunidades y sí, por el contrario, la buena vecindad con la población cristiana, incluso con el Estudio salmantino como médicos y comerciantes de códices. El reciente estudio que a la aljama judía de Ciudad Rodrigo ha dedicado la Dr. M.F. García Casar, de la Universidad de Salamanca, es sólo un ejemplo del potencial socioeconómico de las comunidades judías salmantinas en nuestro medievo.
Las localidades abulenses que contaron con comunidad judía llegan a diecisiete, de las que más de la mitad fueron aljamas: La Adrada, Arévalo, Ávila, El Barco de Ávila, Bonilla de la Sierra, Madrigal de las Altas Torres, Mombeltrán, Piedrahita y Villatoro. Llama la atención que en el amplio entorno de la ciudad de Ávila no exista ninguna otra comunidad judía sino la propia capital, estudiada de manera definitiva por la Dra. P. León Tello, destacada semitista del Archivo Histórico Nacional, de Madrid. Los restantes focos más sobresalientes se sitúan al norte de la provincia, dominados por las aljamas de Arévalo y Madrigal de las Altas Torres, y al suroeste por las de Villatoro, Bonilla de la Sierra, Piedrahita y El Barco de Ávila.
Las comunidades segovianas fueron trece, y a las de Ayllón, Coca, Cuéllar, Fuentidueña, Pedraza y Segovia se las considera aljamas. Se repartían en las orillas o proximidades de cuatro ríos: el Riaza (Maderuelo, Languilla, Ayllón y Riaza), el Duratón (Laguna de Contreras, Fuentidueña y Sepúlveda), el Cega (Cuéllar, Turégano y Pedraza) y el Eresma (Coca y Segovia). El margen comprendido entre los ríos Eresma y Adaja (aproximadamente una cuarta parte de la provincia segoviana) carece de asentamientos conocidos.
Los judíos de la provincia de Segovia son, de momento, mal conocidos a pesar de la directa información que sobre los mismos facilita el proceso inquisitorial contra el obispo don Juan Arias Dávila. No será posible estudiar en profundidad la aljama de Segovia durante la segunda mitad del siglo XV sin analizar las contradictorias relaciones que mantuvo con los judeoconversos de la misma ciudad, como hace algunos años tuve la oportunidad de ofrecer. Esta no es, ni mucho menos, característica exclusiva del judaísmo segoviano, sino consecuencia lógica de una convivencia en donde se gestaban las más complicadas maquinaciones. Pero Segovia capital es una localidad muy concreta para estos análisis: esa pequeña capital castellana llegó a cobijar al mismo tiempo personajes con tendencias en apariencia contrapuestas: obispo cuyo padre se convirtió al cristianismo, discutibles linajes por lo que a pureza de sangre se refiere, la poderosa familia de los Seneor (más tarde Coroneles, a quienes algunos estudios aún no reconocen su verdadera identidad) e incluso, en un convento de las afueras de la ciudad, al primer inquisidor general.
Son dieciocho las localidades sorianas que puede afirmarse que contaron con comunidad judía, mas pocas las que eran consideradas como aljamas: Caracena, Medinaceli, San Esteban de Gormaz, Serón de Nájima y Soria. Estaban distribuidas fundamentalmente en la zona meridional de la provincia (más al norte de Soria sólo aparece la judería de Agreda) y de ordinario en las riberas de los ríos Duero y Jalón.
Si en efecto las juderías sorianas no alcanzaron un protagonismo especial durante los últimos años de permanencia legal de los judíos en Castilla, llama profundamente la atención el elevado número de judeoconversos judaizantes que incluso antes de la firma del edicto de expulsión habitaban en las sorianas villas de Almazán, Berlanga de Duero o Medinaceli, como muy pronto se dará a conocer en su amplitud por algunos hebraístas del Estudio salmantino.
Son un total de 177 asentamientos judíos en tierras leonesas y castellanas, exceptuando las provincias de Burgos y Palencia. Es una cifra que puede considerarse de verdadera importancia para la demografía judía. Añadiendo las localizadas en las dos provincias que ahora dejo puede afirmarse, sin ningún error, que en los reinos de Castilla y León, en los últimos veinte años anteriores a la expulsión, había más de dos centenares de villas y ciudades en donde la vecindad de judíos y cristianos ( en ocasiones también de musulmanes) era una realidad diaria y que el mutuo trato habría de influir en muy diferentes relaciones. El trato entre judíos y cristianos era un hecho cotidiano en más de doscientas localidades y lo cierto es que no conocemos graves enfrentamientos entre ambos grupos culturales durante la época estudiada; sí hubo, como es natural, situaciones tensas como en cualquier sociedad. Conviene recordar algo no tan nimio: en casi todas las poblaciones donde en 1492 hubo comunidad judía también la hubo judeoconversa, y en ocasiones antes de ese año. Y, reconocido este hecho, pueden surgir más interrogantes que hasta ahora los historiadores no se han planteado: ¿qué grado de relación social existió pocos años antes de 1492 entre judíos y «cristianos viejos» ? , ¿cuál entre judíos y «cristianos nuevos» ? , ¿cuál entre «cristianos viejos» y «cristianos nuevos» ? En las anteriores preguntas intervenían tres componentes sociales -judíos, «cristianos viejos» y «cristianos nuevos»-, pero en ninguna coincidían los tres al mismo tiempo. De estos interrogantes surge otro que tal vez sea el fundamental: ¿cómo reaccionaba el componente no afectado en cada una de las preguntas? Pongamos algunas hipótesis: antes de la expulsión ¿resultaba cómodo para los judíos encontrarse en una relación diaria con el judeoconverso? o en el momento de la firma del edicto expulsorio ¿cómo reaccionaron los judeoconversos? Son sólo dos ejemplos de las múltiples cuestiones que en su momento será necesario plantearse. Obtener una respuesta válida es fundamental para comprender con algún atisbo de realidad lo que en efecto sucedió en esos más de dos centenares de pueblos castellano-leoneses hace medio siglo.
Presentadas estas reflexiones parece oportuno formularse otra pregunta: ¿cuántos judíos vivían en territorio peninsular en el momento de la firma del decreto expulsorio? y seguidamente habrá que plantearse una segunda: ¿cuántos prefirieron el exilio a la conversión? o la que es la mismo: ¿cuántos, por diferentes motivos, se convirtieron precipitadamente y sin ninguna catequesis al cristianismo en 1492? En este terreno las cifras son más que caprichosas y lo cierto es que nada definitivo puede ofrecerse.
Tradicionalmente se han facilitado cifras proporcionadas por autores coetáneos, incluso de diferentes credos religiosos. Sólo dos ejemplos: el cronista Andrés Bernáldez, cura de Los Palacios, y el financiero y exegeta R. Isaac Abravanel calculan el número de exiliados en unos trescientos mil, cifra que se ha venido aduciendo durante siglos y admitida sin rigor histórico. Otros historiadores más recientes incluso la han duplicado. Pero la realidad es muy diferente. Antes presenté un panorama de buena parte de los asentamientos judíos castellano-leoneses durante los años inmediatamente anteriores a la expulsión y aducí números de villas y ciudades, pero omití dar cifras referentes a la población judía porque sólo excepcionalmente conocemos mediante documentación fidedigna la población casi aproximativa de muy pocas comunidades: es el caso de Maqueda, San Martín de Valdeiglesias, Hita, Buitrago, Talavera de la Reina o Ciudad Rodrigo, insuficientes para realizar cálculos globales, incluso aproximativos. Pero un examen de las tributaciones económicas de las aljamas y juderías cercanas al año 1492, la capacidad de los barcos contratados a empresas genovesas para trasladar por el Mediterráneo a buena parte de los expulsados, la demografía de los barrios judíos conservados, las ambivalentes noticias conocidas durante el exilio por las fronteras portuguesa y navarra, la información facilitada por diferentes viajeros cristianos en tierras de la cuenca mediterránea e incluso la población cristiana de la época, todas esas fuentes informativas permiten indicar con cierta objetividad que en la España de los llamados Reyes Católicos la población judía no alcanzaba la cifra de ochenta mil almas, incluyendo viudas, niños y pobres. Otro tema, muy diferente, es calcular en qué medida esos ochenta mil judíos prefirieron el bautismo a la expulsión. No puedo indicar cifras, sólo algo más que una impresión personal: fue muy elevado el contingente judío que en aquellos amargos días se acercó voluntariamente a la pila bautismal. y otro detalle que a veces no se tiene en consideración: desde el mes de septiembre de 1492 comienzan a regresar, en número no tan pequeño, familias de expulsados, especialmente desde Portugal, que ya bautizadas desean recuperar sus antiguos bienes muebles que precipitadamente vendieron antes de que finalizara el plazo oficial de su permanencia en tierras peninsulares, devolviendo, como es natural, el dinero que por la venta habían recibido. Como puede apreciarse es éste un tema polémico en el que con facilidad interviene la subjetividad y los intereses históricos.
Pero las cifras acaso no sean lo más importante en el pasado hispanojudaico. La expulsión de los judíos españoles no fue, como es sabido, la primera que se produjo en Europa. Ya se habían producido otras parciales en Francia (1254, 1286 y c.1304) y, según parece, con carácter general en Inglaterra (1290). En España las circunstancias y los motivos fueron diferentes. Sobre este aspecto también se ha especulado en demasía. Conviene recordar, sin embargo, que la expulsión general de 1492 no fue la primera en territorio español. Aunque no se conserva el testimonio documental se sabe que en el año 1483 los reyes expulsaron a la población judía asentada en los territorios comprendidos en el arzobispado de Sevilla y obispado de Córdoba, y años después -aunque en realidad no se produjo- firmaron la también parcial expulsión de la comunidad judía de Teruel y Albarracín. Pero más importante que estos dos hechos acaso fuera la legislación aprobada en las Cortes reunidas en Toledo en el año 1480 cuando se legisla -y el resultado consta que se produjo en numerosas ciudades- la separación física de barrios judíos y cristianos o, lo que es lo mismo, el deseo de impedir el trato entre ambas comunidades, que no deja de ser un hecho fundamentalmente discriminatorio. He aquí, primero, algunas opiniones de destacados cronistas cercanos al acontecimiento, contemporáneos del exilio.
R. Imanuel Aboab, en su Nomología o discursos legales, escribía con orgullo: «De manera que tuvieron los Reyes de Castilla causa porque desterrarnos de sus Reynos, más de la que manifestaron de que incitáuamos a sus nobles a judaizar. Y es cierto -añade con sarcasmo- que no se atraen los ánimos nobles, ni los mueven, sino exemplos de vida virtuosa, y discursos de vida verdadera».
El español R. Salomón ben Verga, autor de La vara de Judá, destaca con acierto la actividad inquisitorial en la firma del decreto expulsorio: «Existía en España -escribe- un fraile que odiaba sobremanera a los judíos [se refiere a fray Tomás de Torquemada, primer inquisidor general]... Era confesor de la reina e impulsó a ésta a obrar a los judíos a cambiar de religión, y de lo contrario, fueran pasados por las armas. La reina suplicó ante el soberano, pidiéndole esto, y después de algunos días resolvió el rey por consejo de su mujer que mudaran de religión y, no siendo así, que salieran y fueran desterrados todos ellos de su reino. Redactáronse los escritos con el real decreto y, así que lo hubieron oído los judíos, fuéronse a uno de los príncipes reales, que era muy amigo de ellos; pues los judíos en España eran muy queridos y honrados por los reyes y príncipes, y por todos los sabios e inteligentes; porque los destierros no fueron provocados sino por causa de algunos de la plebe, que pensaban que los judíos y porque habían venido al reino, se habían encarecido los alimentos y también porque se habían metido en los oficios de cristianos. Asimismo fueron ocasionadas las expulsiones por los frailes, los cuales, a fin de mostrar su santidad y hacer ver al pueblo que pretendían honrar y ensalzar la religión cristiana, diariamente predicaban contra los judíos cosas terribles. Mas por las restantes corporaciones cristianas eran los judíos tan considerados como si habitaran en su propia tierra, y eran muy queridos de ellas, como que era reconocido por los ancianos de ella.
Aquel príncipe manifestó a los judíos: «La reina es muy amiga de oro y plata; así pues, reunid apresuradamente 50.000 escudos y ponedlos en una casa próxima al palacio de la soberana y que yo os indicaré. Yo haré que pase la reina por allí y le diré lo que me parezca propio en favor vuestro». Ejecutáronlo así los judíos, y el citado príncipe hizo pasar a la reina por aquella casa y le dijo: «Mi señora, la reina, la viña que tal fruto da ¿es justo arrancarla?». En la narración no falta, como puede advertirse, ni la apología en honor del judaísmo ni el desprecio hacia la reina Isabel.
Un tercer ejemplo: el cronista hispanojudío Yosef ha-Cohén, nacido en Francia a principios del siglo XVI, pero de padres procedentes de la conquense villa de Huete, escribía acerca de la expulsión y el Tribunal del Santo Oficio: «Eran muchos los conversos en España desde tiempos de fray Vicente [Ferrer], y se habían aliado con la gente distinguida del país y fueron poderosos. También los judíos habían subido de rango hasta los días de Fernando e Isabel, reyes de España. Pusieron estos dos reyes inquisidores sobre los conversos para ver si seguían sus costumbres o no; los pusieron para espanto, ejemplo e irrisión y muchos fueron quemados en aquella época. También la mano de Adonay estuvo contra ellos para desconcertarlos y se acometían entre sí, el hombre a su amigo, el niño al anciano y el vil al honorable. Cuando pedía una mujer a una vecina o a una prosélita de su casa utensilios de plata o de oro y no se los daba, iba a denunciarlas. Sintieron hastío de sus vidas en aquella época. Viendo estos príncipes que se habían asociado muchos a la Casa de Israel, desterraron a los judíos de su tierra para que no volvieran a marchar los conversos por las vías de aquéllos, como habían hecho hasta entonces».
Los móviles de la decisión real, inspirada por el aparato inquisitorial, ya fueron destacados por pensadores judíos incluso coetáneos a los hechos, como R. Salomón ben Verga. Hubo de trascurrir varios siglos para que prestigiosos historiadores, libres de cargas sensacionalistas, admitieran a la vista de numerosa documentación que no existió sentimiento racista ni móviles económicos en tal decisión: así se han expresado H. Beinart, de la Universidad Hebrea de Jerusalem, y M. Kriegel, de la de Haifa. y de manera muy reciente lo ha afirmado L. Suárez Femández, de la Universidad Autónoma de Madrid, cuando -en mi opinión- con total acierto escribe lo siguiente: «Se tiene... la impresión... de que los inquisidores plantearon a los Reyes Católicos el problema más o menos en estos términos: no sería posible cumplir la tarea a ellos encomendada, a menos que se suprimiese el status legal que los judíos gozaban, bien por el procedimiento de someterlos a la jurisdicción del santo tribunal o por el de suprimir dicho status, expulsándolos. Ahora bien, para una más precisa comprensión de los hechos debe recordarse que estos inquisidores no eran ya, como en siglos anteriores, meros jueces eclesiásticos que, en cierto modo, prevenían u obstaculizaban abusos de un poder temporal sino parte de la estructura del Estado, miembros de una institución, de la Monarquía a la que servían... De modo que lo que la Inquisición defendía, tratando de imponer la unidad religiosa, era un fin político, ya que la Monarquía se asentaba esencialmente sobre dicha unidad. En este sentido deben entenderse las razones políticas».
En este punto no se puede admitir el juicio de un destacadísimo investigador del judaísmo español, el desaparecido Y. Baer, primero perteneciente a la Universidad de Berlín y más tarde a la de Jerusalem, cuando opinaba que «la política racial y la religiosa se entremezclaron de forma peculiar» en la decisión de los monarcas españoles, opinión lamentablemente muy difundida en nuestros días.
Son, pues, muchos los aspectos que aún permanecen oscuros en el pasado judío de Sefarad. y para conocer las exactas consecuencias que produjo la expulsión acaso haya que esperar la efemérides de un próximo quinto centenario.
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DE LA EXPULSION DE LOS JUDIOS
CARLOS CARRETE PARRONDO
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III
SEMANA DE ESTUDIOS
MEDIEVALES - NÁJERA 1992-
IER LOGROÑO 1993