La ruina de
la sociedad y del estado visigodos coincidió con profundos cambios
determinados por la presencia de un nuevo mundo cultural-religioso,
el islámico. |
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Las invasiones de beréberes y árabes y el asentamiento progresivo de los conquistadores en la Península a lo largo del siglo VIII supuso transformaciones de variadas y colosales proporciones en toda la Hispania goda. La ruina de la sociedad y del estado visigodos coincidió con profundos cambios determinados por la presencia de un nuevo mundo cultural-religioso, el islámico, patrimonio del grupo minoritario que formaban los vencedores. Las comunidades cristianas del territorio sometido al dominio musulmán -la mayor parte de España- pudieron seguir practicando su religión y disfrutando de sus propiedades mediante el pago de un impuesto. Y si es cierto que los árabes, por razones obvias de índole económica, no tenían excesivo interés en conseguir prosélitos, la situación discriminada de estos grupos de cristianos mozárabes resultaba propicia para que se produjeran numerosas apostasías. Por otra parte, el trato continuo de cristianos e islamitas fue erosionando la ortodoxia cristiana, propiciando planteamientos teológicos espúreos -brotes aislados de formas sabelianas en tiempos del arzobispo de Toledo Cixila (745-754) o concepciones radicales de la predestinación- y originando prácticas disciplinares de un sincretismo religioso marcado por el signo de la decadencia y del confusionismo.
Al comenzar el último cuarto del siglo, Wilchario, arzobispo de Sens, consagra obispo a Egila y le envía a España, probablemente aconsejado por la Santa Sede, con el objeto de promover una reforma vinculada a Roma y parecida a la realizada por Bonifacio en la Galia. Pero ni Egila era San Bonifacio ni el ambiente hispano y las circunstancias político-religiosas eran similares. La jerarquía mozárabe, aglutinada en torno a Elipando de Toledo, veía con malos ojos la intromisión jurisdiccional de la iglesia franca. Además, el supuesto legado papal tuvo la desgracia de contar entre sus colaboradores más cercanos a Miguecio, cuyas predicaciones intransigentes sobre la separación de la población cristiana y la musulmana, unidas a las extravagancias de sus planteamientos teológicos, acabaron deteriorando completamente el proyecto del reformador .Elipando
El arzobispo Elipando condena a Miguecio en un sínodo que se reúne en Sevilla el año 785. Allí formularía claramente el contenido fundamental de su pensamiento cristológico, que constituirá la clave de la primera herejía medieval española: el adopcionismo. Para el prelado toledano, Cristo es hijo de Dios sólo en cuanto a su naturaleza divina, pero como hombre, ,solamente adoptivo. Las dos filiaciones distintas parecen presuponer dos personas. Elipando, sin saberlo seguramente, estaba muy cerca de la doctrina nestoriana.
Sabemos que antes de alcanzar el episcopado había conseguido una formación profana notable, frecuentando ambientes culturales islámicos, que le sirvieron para granjearse prestigio y la influencia de las autoridades musulmanas. Algún autor moderno (Rivera Recio) precisa más todavía los cauces de la comunión intelectual de Elipando y los saberes importados de Oriente.
Es cierto que a mediados del siglo VIII se puede hablar de un resurgimiento admirable del nestorianismo en las regiones más orientales del gran imperio islámico, pero no parece que los contingentes de soldados siriacos asentados en la Bética fueran el vehículo adecuado para este comercio cultural. El arzobispo de Toledo, familiarizado con la teología islámica, al insistir en la adopción de la naturaleza humana de Cristo, trataría sencillamente de ofrecer una doctrina más cercana a la del Corán. También allí se admiraba la figura de Jesús, pero ni Mahoma ni sus seguidores podían admitir la filtración divina de la humanidad de Jesús. El prestigioso y brillante arzobispo no tenía necesidad de repasar fuentes o tradiciones foráneas para afirmar su pensamiento. La tradición teológico-litúrgica visigoda había empleado la misma fórmula, aunque sin las connotaciones extrinsicistas y polémicas del toledano.
Los planteamientos teológicos de Elipando, hechos, sin duda, con preocupaciones irenistas, no hubieran tenido apenas resonancia sin la clamorosa polémica que estalló posteriormente. Los iniciadores de la misma fueron dos monjes de la Liébana, la pequeña región septentrional ubicada en el corazón del pequeño reino cántabro-astur, que en los últimos lustros del siglo cimentaba su consolidación frente al emirato. Beato había compuesto ya el celebérrimo Comentario al Apocalipsis y Eterio era un obispo exiliado, porque su sede estaba aún en poder de los árabes. Ambos, alarmados por el éxito de las doctrinas del toledano, comienzan a darles réplica.
Elipando reacciona violentamente con un escrito dirigido a otro abad norteño, Fidel, en el que muestra su extrañeza por el atrevimiento de los dos lebaniegos: Nunca se oyó que los lebaniegos tuvieran la osadía de enseñar a los toledano. Todo el mundo sabe que esta sede brilló por el esplendor de sus doctrinas desde los comienzos, sin caer jamás en el cisma. Y ahora una miserable oveja tiene la desfachatez de presentársenos como doctor. Los dos osados críticos le responden componiendo el famoso Apologeticum, que publican el año 786.
En realidad, la obra de Beato y Eterio no pasa de ser un centón mal adobado de textos blblicos y patrísticos, sin que alcance cotas teológicas notables. A veces tergiversa el pensamiento de su adversario y las doctrinas trinitario-cristológicas expuestas en el mismo distan bastante del rigor y de la coherencia. En la imagen de Cristo trazada por los dos monjes lebaniegos, por ejemplo, la naturaleza humana aparece diluida y muy desdibujada.
Posiblemente la mayor significación cultural de este libro radique en el momento histórico de su composición. Los autores escriben después de haberse producido la crisis interna de la España musulmana al estallar la revuelta de los beréberes que dejaron abandonadas numerosas plazas fuertes de la parte septentrional de la Península y facilitaron las expediciones de saqueo de Alfonso I el Católico (739- 757) , la consolidación del pequeño reino asturiano, como un estado verdadero ante el AI-Andalus. El panfleto teológico de Beato y Eterio parece constituir una especie de manifiesto de la iglesia cántabro-astur que se afirma y se aísla frente a la mozárabe y especialmente frente a Toledo, más tolerante con los musulmanes.
MONASTERIO DE SUSO en SAN MILLÁN DE LA COGOLLA ( LA RIOJA )
Controversia adopcionista
Félix de Urgel. seguramente monje del cenobio pirenaico de Tabernoles y hombre de contrastado prestigio religioso y cultural, nombrado obispo de la sede urgelitana hacia el 782, fue otra de las piezas clave de la controversia adopcionista, el principal responsable de la internacionalización de la misma y probablemente el primero que formuló dicha doctrina en su deseo de convertir más fácilmente al catolicismo a los musulmanes y a los paganos de ambas partes del Pireneo (M. Riu). Sometidos los territorios de Urgel a los francos en la década del 780, la diócesis caía dentro del ámbito político de Aquisgrán. La intervención de Carlomagno en una disputa de esta índole resultaba inevitable.
A partir del 790, los acontecimientos se precipitan vertiginosamente. Carlomagno, secundando las posiciones del papa Adriano I -el cual ya había reconvenido epistolarmente a Elipando y a otros responsables de la iglesia mozárabe en el 786-787, exhortándoles a abandonar las doctrinas erróneas-, convoca un concilio en Ratisbona (792) , que condena por primera vez el pensamiento adopcionista feliciano. Félix de Urgel, que asiste a esta reunión, abjura de los errores y más tarde vuelve a hacer lo mismo en Roma. Pero de regreso a su sede pirenaica continúa propalando las primeras enseñanzas adopcionistas y acaba retirándose a AI-Andalus para moverse con mayor libertad.
La controversia se hace más clamorosa cuando la iglesia mozárabe aglutinada en torno a Elipando reafirma por carta sus posiciones, acusando a Beato y Eterio de incidir en la herejía y motejando al propio Carlomagno de proceder despóticamente en negocios de índole religiosa. El soberano franco vuelve a reunir en Frankfurt (794) otra asamblea conciliar con participación de los legados pontificios y más numerosa que la anterior. En ella se condena de nuevo la impía y abominable herejía de Elipando y Félix que sostenía la adopción en Dios. Un sínodo convocado por León III en Roma (798) anatematiza otra vez a Félix de Urgel.
Al año siguiente los legados carolingios consiguen llevar al prelado urgelitano a Aquisgrán y allí, en el transcurso de una conferencia teológica, vencido por la erudición de Alcuino, termina confesando la verdadera fe católica. En previsión de posibles recaídas le prohíben retornar a su sede y tiene que establecerse en Lyon bajo la tutela del arzobispo Leidrado, donde acabará sus días (818), al parecer sin abandonar del todo los planteamientos adopcionistas. La muerte de Elipando unos años antes (807) propició, asimismo, la extinción del adopcionismo en ambientes mozárabes.
Esta intrincada controversia teológica, que a primera vista parece haberse desenvuelto en el terreno especulativo de teólogos y obispos, ¿tuvo repercusiones populares? Parece que sí. Aun prescindiendo de las denuncias alarmadas de Beato y Eterio, fáciles ambos para las exageraciones, Jonás de Orleans testimonia haber visto en Asturias discípulos de Elipando. Y a finales del siglo, durante los últimos compases de las disputas más solemnes, Leidrado de Lyon, Benito Aniano y Nebridio de Narbona, enviados a tierras urgelitanas para poner en marcha una campaña de reevangelización, evalúan en 20.000 personas de toda clase y condición social los seguidores de Félix.
Por lo demás, la controversia adopcionista dinamizó los trabajos teológicos. provocando la aparición de numerosos escritos. En torno a la Corte de Aquisgrán se movieron personalidades de la talla de Paulino de Aquileia, Benito Aniano y Alcuino de York, este último el verdadero protagonista de la polémica al lado de Félix de Urgel. Pero a la larga, la compleja lucubración producirá efectos negativos. Tal vez sirvió para perfilar la metodología propiamente teológica, enseñando a los teólogos de la joven iglesia franca a utilizar con mayor corrección y homogeneidad los textos escrituristicopatrísticos (Amann). Sin embargo, las posiciones firmes de cada una de las iglesias peninsulares participantes en la controversia agudizaron un proceso de separación entre ellas, que ya estaban en marcha por las circunstancias políticas.
Tras la fogosa denuncia de Beato y Eterio latía, como ya se indicó, un cierto sentimiento autonomista de la cristiandad noroccidental frente a Toledo. El celo misionero y tolerante de Elipando y de otros obispos de AI-Andalus encubría seguramente la preocupación por frenar los movimientos centrífugos de las iglesias tanto del Noroeste como de la Marca Hispánica, que mermaban la influencia del metropolitano de Toledo. En Félix de Urgel, animado de ideales evangelizadores similares a los del toledano, podría obrar, asimismo, el deseo de oponerse a la influencia de la pujante iglesia carolingia. Creemos que está en lo cierto Abadal i de Vignals cuando considera esta disputa teológica como uno de los factores más importantes de la desintegración de la iglesia visigoda en el siglo de la invasión islámica.El catarismo
El catarismo fue la segunda herejía que turbó los reinos cristianos peninsulares, de manera especial los orientales, a lo largo de los siglos XII y XIII. Este movimiento, muy extendido primero en los países balcánicos y posteriormente en casi toda Europa (ver artículo «Los cátaros»), encontró en el mediodía de Francia, de manera particular en toda la Occitania, un clima muy propicio para su arraigo. Albi y Toulouse, sobre todo, se convirtieron, como es sabido, en los dos principales centros difusores de las nuevas corrientes religiosas.
El trasvase de las mismas a los dominios aragoneses del sur de los Pirineos fue pronto una realidad, no sólo mediante el concurso de buhoneros, mercaderes y trabajadores de la lana -la industria de la lana ya existía en Cataluña durante el siglo XII-, sino y principalmente gracias al apoyo que encontraron los cátaros en los señores feudales de las regiones pirenaicas. Entre la corona de Aragón y sus vecinos de Foix, Toulouse, Cominges, Rosellón, Narbona, Montpellier y Provenza existían numerosos lazos comunes de índole económica y política y muchas veces familiar. Por eso el catarismo catalano-aragonés nace y se desarrolla estrechamente vinculado al de ultrapuertos y no presenta novedades ideológicas específicas.
No resulta fácil precisar el momento de la entrada del catarismo albigense en las tierras pirenaicas de la corona de Aragón. El concilio de San Félix de Caramanh (1167), de gran trascendencia para la iglesia cátara languedociana, nos ofrece la primera noticia de la posible existencia de adeptos en tierras catalanas. En aquella asamblea los hombres del valle de Arán eligieron para su zona un obispo cátaro, sin duda uno de los primeros propagadores de estas doctrinas religiosas en las comarcas limítrofes.
El Lateranense III. convocado por Alejandro III (1179). que denuncia alarmado la propaganda abierta de numerosos albigenses en la Gasguña, Toulouse y otras localidades cercanas. después de anatemizarles a ellos y a cuantos les protegieran o encubrieren, hace lo mismo con los brabanzones, aragoneses, vascos, coteleros y triaverderos que no respetan las iglesias ni los monasterios, que no tienen piedad alguna, que no hacen distinción con la edad y el sexo, que, como los paganos, destruyen y desbaratan todo (c. XXVII). endilgándoles el calificativo de heréticos sin ninguna clase de atenuantes.
Los señores feudales de estos territorios, titulares de unos dominios en vías de consolidación. no dudan en acometer los dominios de las iglesias, que constituían lógicamente un serio obstáculo para sus ambiciones expansionistas, acudiendo incluso a recursos como el bandidaje siempre que fuera preciso. El anticlericalismo radical de los cátaro-albigenses creó un ambiente propicio para esta política señorial.
Gracias a los trabajos de Ventura Subirats sabemos que en Cataluña hubo numerosos grupos de cátaros. concretamente en Castellbó, Josa del Cadí, la Cerdaña. las tierras del Rosellón y en otras zonas más meridionales, destacando en ellos muchas personalidades de rango social elevado.
Resulta ya tópica la referencia a la supuesta intransigencia de Pedro II de Aragón (1196- 1213) respecto a los herejes. En la famosa constitución de 1197 ordenaba que todos los Valdenses, llamados vulgarmente sabatati o también Pobres de Lyon, y demás herejes innumerables y de nombre desconocido, anatematizados por la Iglesia, salieran de su reino y de sus dominios, como enemigos de la Cruz de Cristo, violadores de la fe cristiana y públicos enemigos del rey y de sus estados. Las autoridades civiles ejecutarían dicho mandato antes del domingo de Ramos. Si después del plazo fijado encontraran algún hereje, le confiscarían las dos terceras partes de sus bienes, el tercio restante pasaría al denunciante y ellos serían quemados vivos.
Seguramente que con el término genérico herejes innumerables, recogido por esta perentoria disposición, se mencionaba implícitamente a los cátaro-albigenses, pero Pedro el Católico se mostró habitualmente tolerante con ellos en la práctica, sobre todo si se trataba de gentes poderosas. La comunión de interés entre señores catalano-aragoneses y occitanos, puesta de relieve más arriba, les acercaba también en los objetivos políticos primordiales y todos ellos participaban, sin duda, de la misma animosidad contra la nobleza de la Francia septentrional, cuyo deseo de predominio sobre los territorios de la Occitania coincidían con los de la monarquía de París. Las tendencias políticas de los señores feudales de los dominios pirenaicos favorecían al soberano aragonés y éste tratará de ayudarles sin fijarse demasiado en su ortodoxia.Trasfondo político
La cruzada de Inocencio III contra los albigenses del Languedoc se desarrolló con un trasfondo político, en el cual también estuvo implicado Aragón. Los ejércitos cruzados combatiendo contra los herejes servían simultaneamente a la causa de los franceses del norte, y los señores occitanos, cátaros o protectores de cátaros, luchaban, asimismo, por mantener su libertad frente al expansionismo de los Capetos.
Pedro II no puede permanecer neutral. Los principales caudillos de los cátaros, el conde de Foix y Raimundo VI de Tolosa, por ejemplo, eran parientes próximos suyos. Resulta perfectamente comprensible que al final terminara enfrentándose a Simón de Montfort, el jefe de la cruzada. La muerte del soberano aragonés en Muret {1213), además de constituir una importante derrota para los albigenses fue también el final de un proyecto acariciado probablemente por el titular de la corona de Aragón: la creación de un gran reino a caballo de los Pirineos, con Provenza, Cataluña y el Languedoc como partes integrantes fundamentales. Y desde 1229, año del tratado de Meaux, los capetos consiguieron imponer ya fácilmente su soberanía sobre los dominios feudales de las tierras del Midi .
Al arreciar la persecución contra los albigenses después de la batalla de Muret, muchos de ellos buscaron refugio en la Península, en tierras catalanas y aragonesas especialmente. Jaime I (1213-1276) cambia el rumbo de las directrices políticas de Aragón, relegando los problemas occitanos y orientándose preferentemente hacia el Mediterráneo. Los inmigrantes de los dominios occitanos, implicados en la herejía cátara o descendientes de antiguas familias albigenses, encuentran en las tierras reconquistadas y repobladas por este soberano un espacio idóneo para su nuevo asentamiento. Estos inmigrados cátaros o filocátaros podían consolidar ya su posición socio-económica sin recurrir a las doctrinas heréticas como cobertura ideológica justificativa.
Tiene toda la razón Ventura Subirats cuando afirma que desaparecida la dificultad expansiva -para los nobles y burgueses ricos- con las grandes conquistas peninsulares, transformada Cataluña de un país eminentemente agrícola en otro marítimo e insular, los dos brazos, burgués y noble, al aplicar sus energías sobre las tierras conquistadas, pudieron dejar en paz las que, en la metrópoli, eran dominio de la Iglesia El mismo autor constata la presencia de focos albigenses en tierras catalanas de repoblación, en Baleares y Valencia. Además, Jaime I prefería encauzar las posibilidades económicas y humanas de estas familias de inmigrados occitanos o pirenaicos, sospechosos de herejía, hacia empresas de reconquista o repobladoras, que verles convertidos en víctimas de la represión.
El nuevo clima socio-político, la tolerancia del soberano aragonés y el funcionamiento de la Inquisición en Aragón desde el año 1232, fueron factores que contribuyeron poderosamente a erradicar los restos de herejía cátara en los reinos orientales. En torno a 1300, sus pervivencias eran ya poco importantes.
La presencia de albigenses en los dominios de la corona castellano-leonesa fue un fenómeno completamente residual y de carácter ciudadano. En la primera parte del siglo XIII y durante los años de mayor persecución de los adeptos al catarismo en el sur de Francia, aparecen grupos aislados de herejes en Burgos, Palencia y León, tres estaciones importantes del Camino de Santiago, en las que confluían extranjeros, peregrinos y comerciantes, y creaban un ambiente abigarrado, social y religiosamente, propicio para la propagación de ideas contrarias a la ortodoxia o simplemente novedosas y extravagantes.
De los tres núcleos urbanos heréticos, sólo el leonés llevó la nominación de albigense. Su doctrina y sus métodos propagandísticos quedaron reflejados en la conocida obra de Lucas de Tuy: De altera vita fideique controversiis adversus Albigensium errores libri III. Pero todo parece indicar que el Tudense extrapoló la significación del grupo revoltoso, proyectando sobre él, formado fundamentalmente por laicos con algún francés entre ellos, todo el credo de los cátaro-albigenses, bien conocido por el autor leonés gracias a sus peregrinaciones a Francia, Italia y Oriente.
En realidad estos albigenses de León se limitaban a propalar sus ideas anticlericales y a combatir la religiosidad popular, según se desprende de unos cuantos hechos históricos con cierto aire de pintoresquismo supersticioso. La severa y exagerada denuncia de D. Lucas, así como su celoso proceder contra los supuestos herejes, perseguían, sin duda, un objetivo bien preciso: poner en guardia a la jerarquía contra cualquier atisbo de la herejía que tantos estragos causaba allende los Pirineos.
De los herejes palentinos y burgaleses no sabemos casi nada. Fernando III, más tolerante con los judíos que con los tildados de heterodoxia, publicó un edicto, en el cual figuraban las sanciones penales características de la legislación antiherética: confiscación de bienes, extrañamiento o destierro, y unas señales en la cara grabadas a hierro candente. Los Anales Toledanos registran cómo este soberano enforcó muchos omes e coció muchos en calderas. Después de analizar el extenso tratado de Lucas de Tuy, creemos que los brotes de herejía en los reinos occidentales nunca debieron de tener una especificidad albigense muy neta. Podríamos decir que en la obra del Tudense nos aproximamos a un fenómeno de nacimiento del espíritu laico durante el siglo XIII en León, y posiblemente en otras ciudades castellanas (J. F. Conde).
Los valdenses, citados ya formalmente en el famoso decreto de Pedro II el Católico el año 1197, no fueron un problema religioso o social serio en los reinos peninsulares. Los que hubo pertenecían al estamento artesanal o campesino artesanal o campesino y carecieron de la influencia socio-política que hubiera podido hacerles peligrosos. Entre todos destaca la personalidad de Durand d'Osca, el ex valdense autor del Liber contra manicheos, que se convertirá en jefe de la orden de los Pauperes Catholici aprobada por Inocencio III (1212) para encauzar las inquietudes radicales de muchas personas atraídas por las tendencias religiosas de aquellos años. Estos nuevos monjes parece que vivieron en algunas partes de Cataluña muchos años, pero paulatinamente -a mediados del siglo XIII- volvieron a la herejía.
El ideal de la vita apostolica, articulado sobre el seguimiento estricto de Cristo, la pobreza rigurosa, la comunicación plena de bienes y una piedad puramente evangélica, orientó, como es sabido, la reforma y renovación del monacato medieval entre los siglos XI y XIII. Y el mismo ideario figuró también en los programas de varios movimientos anatematizados como heréticos, revistiendo con frecuencia connotaciones subversivas, sociales y eclesiásticas, al constituirse en alternativa crítica frente a una sociedad feudalizada, poderosa y rica en el vértice y llena de desigualdades en los estamentos más bajos.
Estos ideales, que animaron los primeros grupos de valdenses -menos a los de albigenses- se convierten, asimismo, en objetivos esenciales de las corrientes pauperísticas de los siglos XIII-XV, protagonizadas por los espirituales y fraticelli: los sectores más radicales de las órdenes mendicantes, sobre todo de la franciscana, y por las beguinas y begardos de aquella época.
Juan Olivi, natural del Languedoc y profesor en Florencia, donde tuvo como discípulo a Ubertino de Casale, propagador también de sus ideas joaquinistas y de su fanatismo pauperístico, ejerce un notable influjo en Cataluña. Muchos grupos catalanes y foráneos le tendrán por maestro aun después de su muerte. Durante el siglo XIV sobresalen algunos nombres de personajes catalanes adeptos a la ideología de los fraticelli, como Arnau Oliver, Bernat Fuster, Ponç Carbonell, guardián del convento franciscano de Barcelona y maestro de San Luis, y Arnau Muntaner.
En los reinos orientales abundarán, además, los beaterios de mujeres y varones piadosos -beguinas y begardos- que se orientaban por los mismos derroteros que los espirituales y fraticelli. Muchos de estos grupos se mantuvieron dentro de los cauces de la ortodoxia, ingresando algunos en la Tercera Orden de San Francisco, otros incidirán en los mismos radicalismos extremistas de los franciscanos rebeldes.
Sabemos de la existencia de centros significativos de beguinos en Barcelona, Gerona, Villafranca del Penedés, Puigcerdà, Valencia y Mallorca. Varios de esos grupos -llamados Fratres de penitentia de tertio Ordine Sancti Francisci- encontramos en Arnau de Vilanova (1238-1311) -prototipo del laico reformista y extremista, enemigo acérrimo de una iglesia rica e influyente con un papa dotado de enorme poder temporal y partidario decidido de los saberes empíricos como precursor de la secularización del mundo científico eclesiástico- a un poderoso mentor, que escribió para ellos y los favoreció con su influencia.
La corte de Mallorca fue también otro foco importante de beguinismo. Varios hijos de Jaime II (1262-1311) favorecieron decididamente su causa aun después que muchos fraticelli se enfrentaron al papa Juan XXII a causa de la espinosa disputa teórica sobre la pobreza de Cristo y de los apóstoles. Jaime, el primogénito heredero, renuncia al trono para ingresar en la orden del Poverello d'Assisi, hacia el año 1300. Sancha, su hermana, casada con un Anjou, Roberto II de Nápoles, era una apasionada devota de esta congregación monástica y convirtió la corte napolitana en refugio seguro para los franciscanos rigoristas, perseguidos por la Santa Sede después de la condena de Juan XXII. Allí encuentra acogida el propio Miguel de Cesena, el general depuesto por el Romano Pontífice.
El infante Felipe fue todavía más lejos. Después de abrazar la vida religiosa dominicana muy joven, la abandona para ingresar en la Tercera Orden de San Francisco. Influido por las enseñanzas de Pedro Juan Olivi y de Angelo Clareno, acabará asumiendo las ideas y la práctica religiosa de los fraticelli más extremistas. Al ocupar la sede regia de Mallorca en calidad de regente (1324), crea en torno a sí un círculo vivaz y austero de beguinos, especie de congregación autónoma de terciarios, unida por su espíritu al beguinismo provenzal-catalán y al fraticellismo de Clareno (A. Oliver). Cuando abandona dicho compromiso político, se retira a Nápoles, en cuyo ambiente, favorable a los planteamientos del franciscanismo radical, que apoyaba su hermana, puede dar rienda suelta a las inquietudes rigoristas más extravagantes. Morirá enemistado con el papa. Federico III de Sicilia, hermano de Jaime II de Aragón, casado con una Anjou, protegió también a los franciscanos y beguinos perseguidos.
El movimiento franciscano o seudofranciscano de beguinos y fraticelli siguió vivo en Aragón hasta el siglo XV, a pesar de la condena del concilio de Vienne (1312) contra las tendencias quietistas e iluministas que existían en algunos sectores del beguinismo. De ella se hacía eco el concilio de Tarragona de 1317, formulando algunas cautelas para tratar de discernir lo ortodoxo de lo heterodoxo en esta corriente espiritual, de los procesos inquisitoriales y de la mala posición en la que quedaron los frailes rebeldes frente a la comunidad, después de las duras disputas con el papa por las cuestiones relativas a la pobreza.
Hasta no hace mucho se sabía muy poco de los fraticelli y de los beguinos de Castilla-León. Hoy, después de los trabajos de J. Perarnau, estamos mejor informados. Según este autor el fenómeno beguino en la parte occidental de la corona de Castilla era omnipresente. Podría incluso trazarse un mapa de sus casas que arrojaría los resultados siguientes: un foco considerable en torno a Galicia y otro más reducido en torno a Sevilla; del primero saldrían dos flechas, una en dirección a Salamanca y otra en dirección a Burgos. En conjunto, las noticias se refieren a 19 casas, cuatro de ellas en la zona de Sevilla.
Durante la primera parte del siglo XV quedaban aún en la Península rescoldos del franciscanismo extremo de los fraticelli. Fray Felipe de Berbegal, probablemente catalán de origen y miembro de la provincia franciscana de Aragón, partidario de las tendencias originarias de la Orden, combate los estatutos que había promulgado San Juan de Capistrano para los observantes, por considerarlos demasiado suaves. Sus enseñanzas llenas de las exageraciones y errores del viejo pauperismo, consiguieron numerosos seguidores entre los frailes, arrastrando también a mujeres beguinas que se hacían pasar por miembros de la Tercera Orden. Gracias a unas cartas de Eugenio IV (1431-1447) sabemos que el problema existía igualmente en otras partes de la iglesia hispana.Los «herejes de Durango»
Los episodios protagonizados por los herejes de Durango constituyen, sin duda, el testimonio más llamativo y mejor documentado sobre la pervivencia de este rigorismo franciscano tardomedieval. Un pasaje de la Crónica del Rey Don Juan el Segundo puede considerarse como el locus classicus de las noticias relacionadas con este brote herético: Asimesmo en este tiempo se levantó en la villa de Durango una grande herejía, y fue principiador della fray Alonso de Mella, de la Orden de San Francisco, hermano de Don Juan de Mella, obispo de Zamora que después fue cardenal. E para saber el Rey la verdad, mandó a fray Francisco de Soria, que era muy notable religioso así en sciencia como en vida, e a Don Juan Alonso Cherino, abad de Alcalá la Real, del su Consejo, que fuesen a Vizcaya, e hiciesen la pesquisa, e ge la truxiesen cerrada para que su Alteza en ello proveyese como a servicio de Dios e suyo cumplía; los quales cumplieron el mandado del Rey; e traída ante su Alteza la pesquisa, el Rey embió dos alguaciles suyos con asaz gente e con poderes los que eran menester, para prender a todos los culpantes en aquel caso; de los quales algunos fueron traídos a Valladolid, y obstinados en su herejía, fueron ende quemados, e muchos más fueron traídos a Santo Domingo de la Calzada, donde asimesmo los quemaron; e fray Alonso, que había seydo comenzador de aquella herejía, luego como fue certificado que la pesquisa se hacía, huyó y se fue a Granada, donde Ilevó asaz mozas de aquella tierra, las quales todas se perdieron, y él fue por los moros jugado a las cañas, y así hubo el galardón de su malicia.
Las enseñanzas subversivas del franciscano Alonso de Mella -parece que estaba preparando un levantamiento al ser descubierto- comienzan hacia 1425 y durarán aproximadamente veinte años. El contenido de las mismas era sencillo y poco novedoso: él y sus adeptos combatían la devoción a la Cruz y a los sacramentos, especialmente al Matrimonio y a la Eucaristía; practicaban la comunión de bienes y de mujeres; proponían una relectura de la sagrada escritura, que incluía la teoría historiológica de las Tres Edades, situándose ya ellos en la Edad del Espíritu; ponían un énfasis particular en el valor de la libertad personal, que consideraban como experiencia del espíritu del Señor, y creíanse santos.
Semejante orientación ideológica y la pertenencia de Mella y de sus primeros propagadores a la orden franciscana, sitúan a los partidarios de esta herejía -parece que eran muchos con abundancia de personal femenino- en las mismas coordenadas del fraticellismo y del beguinismo heterodoxos. Un siglo antes, el concilio de Vienne ( 1312) había condenado ya varios grupos de begardos y beguinas alemanes, que afirmaban la perfección radical de la naturaleza humana: impecable, dotada de libertad corporal -la sexual incluida- y espiritual -con capacidad para desobedecer a la Iglesia-, portadora de la eterna beatitud en la tierra, sin necesidad de obras meritorias, propias de los imperfectos. También menospreciaban la Eucaristía. La sobrevaloración de la libertad de la que hacen gala los herejes del Duranguesado le aproxima igualmente a la secta de los Hermanos del libre espíritu, rama extrema del gran tronco de los espirituales y beguinos heterodoxos, condenada ya por Bonifacio VIII el año 1296.
Por otra parte, la protesta socio-política que se vislumbra en los herejes de Durango en su intento de crear un estado como espacio adecuado para llevar a la práctica su credo, desvela, asimismo, parecidos, no dependencias formales contrastadas, con otros movimientos socio-religiosos de la Baja Edad Media. Recuérdese, por ejemplo, el misticismo anarquista y revolucionario de los taboritas de Bohemia, que estaba en pleno auge durante la misma época.
La herejía en España
F. Javier Fernández Conde