Inscripción con lápiz negro:Sueño 1º//Ydioma univer/sal.Dibujado/ y Grabado pr./Frco.de Goya/ año 1797 //El Autor soñando./ Su yntento solo es desterrar bulgaridades /perjudiciales, y perpetuar con esta obra de/ caprichos, el testimonio solido de la verdad.  

 

 

    En 1798, Gaspar Melchor de Jovellanos redacta su presentación a Carlos IV sobre el Tribunal de la Inquisición. El escrito conjuga ideas propias del cristianismo ilustrado con una profesión  de fe contrarrevolucionaria que, paradójicamente, pone al servicio de la reforma propuesta, al defender la devolución de las facultades inquisitoriales a los obispos, tras demostrar que el tribunal fue ineficaz para contener las ideas revolucionarias y que la mayoría de sus componentes eran frailes llegados al empleo «que lo toman sólo para lograr el platillo y la exención de coro; que ignoran las lenguas extrañas; que sólo saben un poco de teología escolástica y de moral casuista...».

 

El sueño de la razón produce monstruos
Dibujo preparatorio, sueño 1º,
1797. Goya, Museo del Prado.

Biblioteca Gonzalo de Berceo

 
  
El dictamen de Jovellanos muestra el desprecio que se había ido introduciendo en la visión de los ilustrados respecto al antes temible tribunal, pero no es menos cierto que el nulo resultado de ésta, como de otras iniciativas anteriores, probaba de modo fehaciente las dificultades para desligar la Inquisición del sistema de poder de nuestro absolutismo.
  En todo caso, la decadencia de la Inquisición en el siglo XVIII es un hecho innegable, que, sin embargo, no debe proyectar el espejismo de que todo el período constituya un simple prólogo a su desaparición. Es cierto que la Inquisición restringe sus acciones espectaculares, empezando por los teatrales autos de fe, y que decrecen su actividad y sus recursos Pero no es menos evidente su presencia en la vida política y cultural española; de suerte que su intervención decidida en los años finales del siglo contra los escritos, símbolos e ideas contaminados por la influencia revolucionaria será sólo una reactivación, aunque el proceso desemboque en la doble extinción que acuerdan, primero, el gobierno de José I y, tras duros debates, las Cortes de Cádiz, el 22 de febrero de 1813. No parece, pues, aceptable la estimación de Tierno Galván relativa al fin del Santo Oficio, en el sentido de que se trataba de suprimir un símbolo y, consecuentemente, la abolición concernía, antes que a los hechos históricos, al terreno de las ideas.

Institución ambivalente

  Para entender estos altibajos de la actuación inquisitorial a lo largo del Siglo de las Luces, hay que recordar la ambivalencia que entraña la presencia de la institución en el sistema de poder de la monarquía absoluta española. En cuanto aparato ideológico de Estado, dotado de unos medios de acción sumamente eficaces, la Inquisición es el principal agente de mantenimiento de la homogeneidad religiosa e ideológica que, sobre la base de los estatutos de limpieza de sangre, pone los recursos de la discriminación y de la represión racial y religiosa al servicio de un orden estamental cerrado, presidido por el absolutismo monárquico y con la Iglesia como grupo social dominante en los órdenes económico y cultural. Pero, por otra parte, dada la autonomía considerable que le confiere su modo de inserción en el sistema de Consejos, la Inquisición representa un poder dentro del Estado que, llegado el caso, puede obstaculizar la acción del mismo, y específicamente frenar las tendencias secu!arizadoras que caracterizan a las monarquías absolutas europeas a lo largo del siglo XVIII.
   Obviamente, en el caso español, esta intervención sería de modo directo al mantenimiento del poder eclesiástico en las esferas antes citadas, así como, en el plano político, de suscitarse conflictos de jurisdicción con el aparato estatal. De ahí la necesidad de la Inquisición, dada la distribución de poder social vigente, así como las tensiones que acompañan su actividad en la era del despotismo ilustrado.
   Como advertíamos, a !o largo del XVIII, la Inquisición sufre un amortiguamiento en sus modos de actuación tradicionales, por el simple hecho de la  eliminación práctica de las formas de heterodoxia que la habían ocupado en los dos siglos anteriores. La última oleada de persecución contra los judaizantes, entre 1721 y 1727, se llevó unos centenares de ejecutados. Pero, como reseña Kamen, fue el epílogo de una época pasada que no había de prolongarse: «La disminución del número de casos se demuestra comparando la primera mitad del siglo con la segunda. En el reinadó de Felipe V, según Llorente, se celebraron unos 728 autos de fe entre todos los tribunales, con millares de víctimas. En los reinados de Carlos III y Carlos IV, en cambio. sólo diez personas fueron condenadas en autos, de las que nada más que cuatro fueron quemadas.
  En los veintinueve años de estos dos reinados sólo se obligó a 56 personas a hacer penitencia pública. Todos los otros procesos y sentencias se celebraron en privado o en autos secretos. Además, muchos de estos casos fueron persecuciones políticas,. dado que la Inquisición había adoptado ahora un papel predominantemente político, así que el número de casos puramente religiosos es aún menor de lo que indican las cifras».

Objetivo: las nuevas ideas

  En la segunda mitad del siglo XVIII la Inquisición se recconvierte hacia la persecución de las nuevas ideas, que, en la mayoría de los casos desde Francia, comienzan a difundirse en nuestro país. De ahí el protagonismo de la censura inquisitorial que ha estudiado Defourneaux en Inquisición y censura de libros en la España del siglo XVIII. El título español de esta obra puede, no obstante, prestarse a una interpretación errónea, ya que, al margen de la Inquisición, el instrumento centralizado de control de la producción ideológica es la censura de Estado, la cual, a través de una serie de disposiciones que se suceden en los veinticinco primeros años del reinado de Carlos III, seculariza el procedimiento de la censura previa, controlada directamente por el  Consejo de Castilla y con una fijación estricta del ámbito que corresponde a los censores eclesiásticos, Son estas normas, directamente vinculadas a la vigencia del despotismo ilustrado, las que favorecen la eclosión del pensamiento reformador y, como ejemplo significativo, cabría sólo citar las normas de censura de papeles periódicos que, en 1785, flexibilizan el examen de los mismos, haciéndolos recaer sobre unos censores designados por el Consejo que los revisarían número a número sin necesidad de pasar por el alto organismo. Esta medida permite, entre 1785 y 1788, la marea de discursos críticos que sigue el ejemplo, hasta entonces casi solitario, del semanario El Censor, nacido bajo la protección de Floridablanca.
  Sobre este proceso la censura inquisitorial interfiere de diversas formas. En principio, todo libro impreso en España o en el extranjero puede ser objeto de la censura inquisitorial autónoma y, por consiguiente, verse prohibido aunque circulara con la licencia del Consejo. Pero es la penetración de los libros extranjeros, como destaca Defourneaux, la que ocupa preferentemente la atención del Santo Oficio: desde los comisarios que examinan las mercancías y los libros en puertos de mar y «puertos secos», hasta el estricto control sobre libreros, vendedores de libros y, eventualmente, particulares que incorporan el libro prohibido a sus bibliotecas. Los confesores están obligados a preguntar a sus penitentes si conocen la existencia de libros prohibidos y las denuncias son un medio de reunir obras sospechosas para su examen y para señalar lectores,
  El papel central lo desempeña, siempre según Defourneaux, el calificador, que con frecuencia es un religioso de escasa competencia -incluso en el manejo del idioma-, para e!! análisis global de la obra que se le presenta, Las condenas, totales o parciales, se hacen públicas a través del edicto del Consejo Supremo de la Inquisición, el cual las transmite a los inquisidores locales para que fijen el documento en lugares públicos.
  Naturalmente, los efectos de las prohibiciones se ven moderados en la práctica, tanto por la licencia que con relativa facilidad se concede a personajes e instituciones de prestigio (pensemos en la licencia que recibe la Sociedad Bascongada de los Amigos del País para poseer la Enciclopedia Metódica), como por la irregularidad con que funcionan los controles de la circulación de obras prohibidas.
   En definitiva, si el balance general nos dice que la presencia de la Inquisición no elimina la difusión de las Luces de España, no es menos cierto que condiciona notablemente su alcance, no sólo por las publicaciones que detiene o interfiere (por ejemplo, la publicación frustrada de una traducción de la Enciclopedia Metódica, lo que supone una catástrofe económica para los editores madrileños, sino porque trazaba un cuadro de responsabilidades que disuadía implícitamente a lectores y escritores de rebasar las fronteras de lo que podía resultar eventualmente proscrito, es decir, toda reflexión social y política moderna). Basta recordar el censo de ilustrados (Campomanes, Floridablanca, Samaniego, Jovellanos, Foronda, Peñaflorida, Narros, los más resueltos editores de papeles periódicos) que de uno u otro modo tropiezan en sus vidas con la acción inquisitorial. El efecto demostrativo de los grandes procesos estaba ahí para aconsejar la prudencia.

Presencia indispensable del Tribunal

  Los dos grandes procesos del siglo adquieren así una significación muy precisa. Con el de Macanaz, en el reinado de Felipe V, se trata de mostrar los límites del regalismo y de recordar al Monarca la presencia indispensable de la Suprema en el aparato estatal. Años más tarde, al procesar en 1776 a Olavide, se busca por una parte compensar fracasos anteriores, en los intentos dirigidos contra Aranda, Campomanes y Floridablanca, pero sobre todo recordar la supervivencia del poder inquisitorial y poner de manifiesto la capacidad del Tribunal para seguir considerando como posibles reos a cualesquiera individuos por debajo del Monarca.
  La propia prudencia actuaría entonces como mecanismo autorregulador de las conductas, haciendo superflua la intervención del Tribunal. Y acontecimientos espectaculares como el desmayo de Olavide, al serle comunicada la calificación de hereje formal, sólo podían servir favorablemente para estos fines de propaganda. Por lo demás, no nos detendremos en estos episodios, ya que el lector tiene a su disposición, por una parte, la crónica admirablemente escrita de Carmen Martín Gaite, El proceso de Macanaz, y por otra, el estudio biográfico de Marcelin Defourneaux, Pablo de Olavide, ou l'afrancesado (1729-1803). Y una pléyade de historiadores se ha ocupado, con desigual extensión, de la suerte de ambos reformadores sometidos al procedimiento del Santo Oficio. En particular, los cuarenta y cinco años de «empapelamiento» contra el que fuera fiscal general de la monarquía, tras la amenaza de reforma que protagoniza el propio Macanaz en 1714, fueron la prueba de su enraizamiento en el sistema de poder y de la capacidad para eliminar a quien pretendiera atacar a sus facultades.
  Lo anterior no impide que, especialmente en el último tercio del siglo, hombres de talante ilustrado pudieran desempeñar cargos del Santo Oficio; alcanzando incluso el de Inquisidor general, ni que en ocasiones la conducta inquisitorial diera pruebas de buen juicio, como en el trámite que concluye con la publicación de La riqueza de las naciones de Adam Smith. Pero, en líneas generales, aun viendo modificadas las funciones y privada su actividad de la nota espectacular del siglo anterior, la Inquisición permanece como aparato ideológico de Estado e institución indisolublemente ligada al sistema de poder de la monarquía absoluta hasta su abolición por las Cortes de Cádiz.

Barrera antirrevolucionarla

  La intervención del Santo Oficio en la lucha contra la penetración de ideas revolucionarias francesas, a partir de 1789, será la ocasión para demostrarlo. Un edicto inquisitorial de 13 de diciembre de 1789 declara que, «teniendo noticias de haberse esparcido y divulgado en estos reinos varios libros, tratados y papeles que, sin contentarse con la sencilla narración de unos hechos por su naturaleza sediciosos y del peor ejemplo, parecen formar como un código teórico y práctico de independencia a las legítimas potestades», «destruyendo de esta suerte el orden político y social, y de aquí la jerarquía de la religión cristiana», se comunica la prohibición explícita de leer treinta y nueve obras escritas en francés, bajo la multa de doscientos ducados.
   Paralelamente, el poder civil es consciente de la ayuda que puede recibir del Santo Oficio y la documentación superviviente del período, que han analizado Richard Herr y Marcelin Defourneaux, prueba la intensa colaboración entre Floridablanca y tribunales y comisarios inquisitoriales para contener la oleada de papeles revolucionarios que penetra en el país, y con singular intensidad en las ciudades próximas a la frontera francesa (nota:La solicitud de ayuda es muy temprana: en septiembre de 1789 Floridablanca insta ya al inquisidor general Rubín de Ceballos para que el Santo Oficio recoja todo impreso o manuscrito contrario a «la subordinación, vasallaje, obediencia y reverencia» al Rey, lo que fue ordenado a tribunales y comisarios cuatro días más tarde ).

  
Más de una vez, los comunicados procedentes del Santo Oficio denotan que tal cometido desbordaba sus medios, si bien, como apunta Herr, «la cantidad de ejemplares hallados atestigua el celo con que el Santo Oficio actuó». «Pero, al mismo tiempo que se hace más riguroso el control civil y religioso en !as fronteras -advierte por su parte Defourneaux en Inquisición y censura de libros en la España del siglo XVIII-, se acrecienta el interés del público por los acontecimientos de Francia, que encuentran un eco favorable en ciertos medios ilustrados y en una parte de la burguesía.
   Ejemplares de diarios, impresos que refieren los hechos de la Revolución y exaltan la victoria del Tercer Estado, textos de discursos y peticiores, penetran en España en el bagaje dé los viajeros o lIegan simplemente por correo a manos de personalidades españolas. Pronto se añadirán folletos de propaganda y auténticos llamamientos a la insurrección, invitando a los españoles a seguir el ejemplo de los franceses, a sacudir la tiranía que pesa sobre ellos y a suprimir Ia Inquisición.
» Es el caso del conocido «impromptu» de Marchena, al que sigue un llamamiento «A la nación española», del que se tiraron en Bayona 5.000 ejemplares: se trata de una convocatoria a luchar contra «el despotismo religioso y civil», que gobierna España y cuyo núcleo, lógicamente, es el Santo Oficio. «¿No es ya tiempo -se pregunta Marchena- de que la nación sacuda el intolerable yugo de la opresión del pensamiento? ¿No es tiempo de que el gobierno suprima un tribunal de tinieblas que deshonra hasta el despotismo? (...) El primer paso de toda mejora es destruir la Inquisición por sus fundamentos.» Lo cierto es que el «tribunal de tinieblas» puso todo su celo en obstaculizar una propaganda revolucionaria que, desde el momento en que llegan al poder los girondinos, cobra nueva intensidad. Pero la eficacia distaba de corresponder a los buenos propósitos y así, en noviembre de 1792, el Tribunal de Logroño se veía obligado a confesar su relativa impotencia: «La muchedumbre de papeles sediciosos que viene de Francia no da lugar para ir formalizando los expedientes contra los sujetos que los introducen, retienen y divulgan, a lo que se junta la inopia de teólogos inteligentes en la lengua francesa que puedan calificarlos...». No obstante, la labor inquisitorial de contención proseguiría, incluso cuando finaliza la guerra con Francia: es ya en 1798 cuando la Inquisición de Logroño puede exhibir la lista de cuatrocientos folletos recogidos que recientemente ha reseñado J. I. Tellechea. Los argumentos posteriores sobre la necesidad del Santo Oficio, como dique contra la revolución y el liberalismo, encontraban así una fundamentación real
en su actuación durante el período que sigue a 1789.

Inquisición y religiosidad popular

  «La religión es en España tan abusiva como pueda ser -registra un viajero anónimo de la década de 1760-. Ese Reino es en absoluto el imperio de los curas y de los frailes. Ellos solos tienen el derecho de ser los más indecentes eclesiásticos del mundo. La nación les está sometida hasta un punto de envilecimiento y de profanación que no se puede pintar con colores demasiado fuertes. El fondo de la religión, la creencia, es absorbida por las prácticas piadosas y el culto exterior.»
  Esta imagen tópica se ve corregida en otros observadores más rigurosos, pero parece contener algo de verdad en lo que se refiere al predominio de la religiosidad exterior -multiplicación de las procesiones, fasto en las ceremonias, riqueza en el ornato de los templos-, lo que corresponde a la preeminencia económica y social de que disfruta el poder eclesiástico y al empleo del efecto de demostración como medio para mantener la hegemonía en el orden social.
  En la medida que la Iglesia concentraba riqueza y rentas, como muestran los datos del catastro de Ensenada (un cuarto del producto agrario bruto, un décimo del ganadero, buena parte del diezmo, más los ingresos por censos y rentas hipotecarias, bautizos, casamientos, entierros), poseía recursos sobrados para ejercer la propaganda y el control sobre la población. Sin embargo, sabemos que el empleo de dichos recursos era muy desigual y que, precisamente, la atención directa de las necesidades espirituales de los fieles tropezaba con una penuria, en medios y en hombres, que contrasta con la opulencia de determinadas Ordenes monásticas y jerarquías.
   El insuficiente número de párrocos, dotados de unos cortos ingresos que se perciben a costa de los fieles, marca un desajuste que los ilustrados no dejarán de evocar desde los años centrales del siglo. Por lo demás, la moralidad de este clero secular desfavorecido dejaba con frecuencia mucho que desear. «El clero secular -anota el crítico inglés Townsend-, el único que debería existir en un Estado, tiene líos e hijos; pero eso no es en modo alguno honorable para él(...) Pierde su consideración a los ojos del pueblo, al cual enseña, con su ejemplo, a vivir en la violación de las leyes, y sus hijos, por falta de una buena educación, no son propios más que para ocupar los más viles empleos de la sociedad.» En ausencia de un estudio riguroso de la Iglesia setecentista. cabe apuntar la hipótesis de que esta actuación insatisfactoria de un clero secular de baja cultura e irregular moralidad está en la base de ese predominio de una religiosidad reducida a prácticas exteriores, muchas veces supersticiosas, sobre la que insisten hasta la saciedad viajeros europeos y escritores ilustrados. La propia degradación cultural de las «religiones», preocupadas por allegar milagros más o menos inverosímiles para sus respectivos santos, fomentaría las imágenes esperpénticas que pueblan, en la década de 1780, las páginas de El Censor.
   
Pocas descripciones más descarnadas de esta situación que la que, hacia 1790, redacta un escritor poco ortodoxo, León de Arroyal, en el panfleto clandestino que será conocido bajo el sonoro título de Pan y toros: «Las Santas Escrituras, pan cotidiano de las almas fieles, se han negado al pueblo, como veneno mortífero, substituyendo en su lugar meditaciones pueriles e historias fabulosas (...) La sencillez de la palabra de Dios se ha oscurecido con los artificiosos comentarios de los hombres (...) Millares de santurrones apócrifos han llenado el mundo de patrañas ridículas, milagros increíbles y de visiones, que contradicen a la terrible majestad de nuestro gran Dios. En ellas vemos a Cristo alumbrando con un candil para que eche una monja el pan al horno; tirando naranjitas a otra desde el sagrario; probando las ollas de la cocina y jugando con un fraile hasta serle inoportuno (...) Los pintores imbuidos de estas especiotas han representado en sus tablas estos títeres espirituales, y el pueblo idólatra les ha tributado una supersticiosa adoración».
   En espera de que algún día se incorpore al trabajo histórico español un estudio de las mentalidades que nos permita contrastar la validez de estas críticas, puede adelantarse que la vida religiosa no experimenta en la España del XVIII un proceso de secularización como el que, analizando las actitudes colectivas ante la muerte, registra para Francia, en el mismo período, Michel VoveIle. Sobre un fondo de posible degradación de las costumbres religiosas populares, persiste el grado de sacralización de la vida cotidiana que se afirma en los dos siglos anteriores. Así las cosas, no cabe suponer que la mentalidad popular se disociara de un sistema de valores que incluía la presencia de la Inquisición como garantía de la pureza del dogma. « La Inquisición -piensa Gonzalo Anes- contaba con el apoyo de las masas populares y las críticas por motivo de sus intromisiones en asuntos temporales se deben más bien al celo en la defensa de las regalías de la Corona que a animadversión contra el tribunal.»

 

Las misiones. El padre Cádiz

  Este apoyo recíproco entre formas supersticiosas de religiosidad popular y presencia de la Inquisición se observa en aquellas manifestaciones que, de modo más espectacular, reflejan el esfuerzo eclesiástico por mantener su control de las costumbres y de la mentalidad populares. Nos referimos a las misiones, cuyo principal objeto es provocar entre los habitantes de los lugares visitados una convulsión de las conciencias que compense la insatisfactoria atención y la rutina de los curas de parroquia. Hay que tener en cuenta que, según las normas del P. Calatayud, la misión tiende a racionalizar los efectos puramente teatrales que consiguen muchos predicadores sobre la base de proferir voces atronadoras y expresiones terribles, como ese fray Domingo Pérez de quien nos habla François López en su excelente libro sobre Forner, y a quien la muchedumbre devota puso el significativo apodo de «Espanta Madrid».

  La misión definida por el jesuita Calatayud supone una serie de técnicas en los predicadores, desde la aproximación conjunta al lugar de misión, su entrada estruendosa al anochecer y la utilización creciente de los resortes destinados a movilizar el sentimiento de culpa de los creyentes hasta la apoteosis del «asalto general», que marca la sumisión colectiva del pueblo a las prácticas religiosas de las que se había apartado o que cumplía sólo de forma aparente. La disposición de la escena por el P. Calatayud no olvida detalle alguno, tratando de jugar al máximo con los resortes efectistas. como la exhibición codificada del Crucifijo, sin que se olvide el control a ejercer sobre «el gallinero de mujeres» que, por sí solo, puede alborotar con sus llantos y gritos hasta echar a perder la solemnidad del acto.
   En cuanto al contenido ideológico de la misión, no puede ser más tradicional. Su núcleo es esforzar la mortificación, recordar todos los fieles la presencia implícita de la muerte y, con ella. del eventual castigo eterno por los pecados. El contenido de la religiosidad que se intenta transmitir queda inmejorablemente recogido en las «canciones sagradas» a entonar por el pueblo. y de modo especial en la titulada «De las penas del infierno» :

 

"Si aquí pecador te huelgas,
allí a freír te pondrán
en sartenes y parrillas
asado vivo serás.
Cocido en grandes calderas
de aceyte, pez, y alquitrán,
lardeado con plomo hirviendo,
todo es no más que un pintar.»

 

  Nada, pues, que contradijera una imagen popular funcional de la Inquisición. De hecho, el misionero más famoso del siglo, fray Diego José de Cádiz conjuga una y otra vez en sus intervenciones ante miles de creyentes esa doble defensa de una religiosidad tosca y supersticiosa y del papel privilegiado del Santo Oficio como arma eficaz para impedir en España la difusión de las Luces. La figura de un campeón de la fe como fray Diego nos es conocida sobre todo por su denuncia contra la Sociedad Económica Aragonesa, por el supuesto carácter herético de las enseñanzas de economía civil que Lorenzo Normante impartía en una de sus cátedras. Entre otros, Jean Serrailh, José Alvarez Junco y GuiIlermo García Pérez han escrito descripciones de un episodio que obstaculizó notablemente la difusión de las enseñanzas econónicas y puso a prueba a los propios gobernantes ilustrados frente a la presión desatada por  la denuncia del capuchino, tras su espectacular visita a Zaragoza iniciada el 11 de noviembre de 1786. Era inevitable que  tras tomar a la Sociedad Aragonesa como blanco de sus predicaciones -el marco de la condena general proferida contra este «siglo maldito, siglo perverso, siglo del error»-, su denuncia de las proposiciones económicas de  Normante se dirigiera a la única instancia que podía hacerla operativa: el Tribunal de la Santa Inquisición. Llevado del celo en la defensa del mismo, el predicador capuchino sólo se librará por la muerte, en 1801, de verse procesado por exagerar públicamente sus atribuciones.
   Un biógrafo contemporáneo, fray Serafín de Hardales, nos ha legado una detallada biografía de fray Diego, por lo demás impregnada de todos los acontecimientos fabulosos que suelen abundar en las vidas de santos de la época: levitaciones, transportes milagrosos, relación personal con la divinidad, lucha a brazo partido contra la tentación y los diablos, etcétera. Pero lo que es dato para reconstruir una conciencia colectiva, no quita la presencia de otros útiles para caracterizar al regular militante, que encarna el bondadoso capuchino. Así su escasa preparación, que no impide la oposición tajante al pensamiento ilustrado: el horror que le causaban las nuevas doctrinas era tal, que «nunca quiso aprender el francés» ni leer sus libros, pese a lo cual «deseaba con todas las veras de su alma, poder ser capaz de salir al público, para hacer guerra abierta a los ilustrados modernos». Los hechos de Zaragoza no fueron sino la culminación de una vida consagrada a la lucha contra la filosofía y el pecado. De sus técnicas oratorias, nos dice, en fin, el propio Hardales: «En el acto de contrición, y con el Crucifijo en las manos, es irresistible. Las acciones expresivas de su cuerpo y rostro; los abrazos con el Señor; aquel levantarlo y mirarlo tiernamente; aquellos coloquios tan dulces con que desahoga el amor que internamente le abrasa, no hay con qué compararlos».
   Otro apologista del capuchino, fray Francisco de Alvarado, relata una significativa intervención suya, en agosto de 1782, cuando los inquisidores sevillanos, penetrados posiblemente del espíritu del siglo, dudan en acordar la relajación al brazo secular de una bruja. Con «toda su prodigiosa sabiduría, extraordinaria caridad y singulares recursos, se despidió diciendo: 'Señores, yo no veo otro remedio que entregarla al brazo secular para que según las leyes civiles sea quemada' »o Pero es la Revolución francesa lo que le permite llevar su brío a las últimas consecuencias, en la forma de una incitación al combate y al exterminio contra la nación impía: El soldado católico en guerra de religión. Religiosidad tradicional, defensa de la Inquisición y actitud contrarrevolucionaria militante se funden en fray Diego José de Cádiz, anunciando los planteamientos de los regulares portaestandartes del bando servil de la Constitución de 1812.


Polémicas sobre el Santo Oficio

  Cuando, desde la perspectiva que proporciona la llegada del liberalismo al poder, los escritores reaccionarios contemplan el pasado, su voz es unánime para añorar los tiempos en que la eficaz acción inquisitorial hacía innecesarios los lamentos contra el mal del siglo, e incluso su propia actividad como publicistas. En su Preservativo contra la irreligión, de 1812, el capuchino Rafael de Vélez lamenta la eficacia con que sinuosamente las fuerzas del Mal y de la Filosofía lograron infiltrarse entre las mallas represivas de la monarquía española, paralizando la actividad de la Inquisición, barrera contra la que en principio había de estrellarse la difusión de las nuevas ideas. «La Inquisición -escribe el futuro arzobispo de Santiago-, que desde su establecimiento ha servido a la Iglesia de un poderoso baluarte, ganada algún tiempo por los nuevos filósofos, no oponía ya la resistencia necesaria a los ataques que le daba la Francia. Sus sabios trabajaron mucho tiempo por extinguir de la España un tribunal, que desde su principio ha impedido constantemente la transfusión de los errores y herejías, que en todos los siglos han herbido en aquella nación siempre revoltosa e inconstante» .
  El mismo papel atribuye al Santo Oficio el más famoso de los escritores que, en la crisis constitucional, defiende la pervivencia del Antiguo Régimen en nombre de los intereses de clase del clero regular, Nos referimos al dominico fray Francisco Alvarado, que consagra al tema la segunda de sus Cartas críticas del «Filósofo Rancio», Con notable coherencia, Alvarado resume las actitudes de las órdenes religiosas, que ven en la propiedad eclesiástica el núcleo de un orden estamental inmutable, presidido por la monarquía absoluta, y en la Inquisición el instrumento de eficacia probada para eliminar cualquier género de amenaza contra el mismo. Ahora son los filósofos y liberales, como antaño los moriscos o judaizantes.
  Las advertencias de Alvarado a los filósofos son de una brutal claridad: «Prediquen, pues, si así les parece su doctrina; pero no extrañen que para esta clase de apóstoles tengamos los católicos un quemadero; y si no se hallan con fuerzas ni para callar ni para arder, todavía tienen otro remedio. Ahi está la Francia, que los recibirá con los brazos abiertos (...). Pero; ¿en la España? (...), ¿qué partido deben esperar? Ya lo tengo dicho: el quemadero». En la medida que filósofos y liberales no eran sino unos continuadores de las viejas herejías, el remedio era el mismo en la católica España; su calidad de apóstatas, al renunciar a la verdadera religión -que por su espíritu evangélico siempre fue el azote de la filosofía-, les hacía acreedores a la actuación benéfica del Santo Ofício, tanto por el bien de sus almas como para evitar los males que pudieran resultar del contagio de sus ideas.
  En realidad, si esta argumentación aparece una y otra vez en los textos de los oponentes a la revolución liberal, su presencia es anterior y, de hecho, la imagen de la Inquisición como antídoto frente al veneno revolucionario se había difundido ya a fines del XVIII, como relato de la actuación concreta que antes veíamos para ahogar en España los ecos de la Revolución francesa. Según advertía el autor anónimo de unos versos, que circularon manuscritos hacia 1792, para desacreditar a «Ios franceses luteranos», enemigos de Dios y de su rey:

 

«P.. ¿ y quién ha puesto a la Francia,
sin fe, poder y opulencia?
 R. La libertad de conciencia.
 P. ¿Quién es el fomes primero
    de casos tan asombrosos?
 R. Los escritos sediciosos.
 P: Y estos escritos, ¿Por qué
causaron tal sedición?
 R. Porque no hay Inquisición.»

 

  Como es sabido, el poder monárquico prefirió, a lo largo de los años que siguen al estallido revolucionario, silenciar las noticias y los comentarios sobre la Revolución de Francia, y tal vez por eso son menos numerosas de lo que cabría esperar las repeticiones de la explicación que reproducimos en los coplones del desconocido fraile contrarrevolucionario.

   Hay, en todo caso, excepciones a ese silencio, unas clandestinas y otras toleradas, como el Discurso histórico-legal sobre el origen, progresos y utilidad del Santo Oficio de la Inquisición de España, que se imprime en Valladolid, en 1802. Pero, por debajo de un despliegue retórico dirigido a imprimir sobre los lectores la imagen de un terror católico-político, apenas encontramos nada nuevo respecto a lo dicho en los coplones. «El Santo Tribunal de la Inquisición -declaraba el apologista- es aquel alegórico lecho salomónico, custodiado y guardado por sesenta caudillos valerosos, fuertisimos y expertos, que prevenidos de espadas defienden doctrinalmente la religión católica en su pureza, rechazando con denuedo los insultos y nocturnos asaltos que contra ella meditan los hijos de Belcebú o los tenebrosos emisarios del abismo...». En esta última categoría habrían de incluirse los «espíritus fuertes» y los filósofos que difunden ideas del racionalismo y de libertad, extendiendo sobre la tierra la sombra del mal: «... han echado a volar una negra nube o una furiosa granizada de reconversión de librillos y folletos, que a modo de precursores del Anticristo preparen los corazones a recibir la irreligión y fermenten insurrecciones contra las potestades establecidas...».
   Las citas, con mayor o menor riqueza de metáforas, podrían multiplicarse, pero el sentido está claro, igual que en las lamentaciones de anti-Iiberales como Vélez, Alvarado o los obispos reunidos en Palma. La Inquisición se justifica por su calidad de brazo armado, frente a la libertad de pensamiento, que constituye la amenaza principal contra la alianza de los poderes, Trono y Altar, en la etapa agónica del Antiguo Régimen. Aunque la religión pueble las páginas de estos apologistas, es evidente que su valor es simplemente instrumental, a modo de dique ideológico defensivo contra las numerosas fuerzas sociales que ponen en tela de juicio la supervivencia del orden estamental y del absolutismo. De ahí la simplicidad de fondo del esquema argumental y el protagonismo casi exclusivo de los aspectos represivos que acompañan a la fe católica.

Postura de los ilustrados

  En la vertiente opuesta, y dadas las condiciones en que se mueve la comunicación de las ideas en la España anterior a 1808, nada tiene de extraño que las críticas dirigidas contra la Inquisición se realicen a través de medios de expresión clandestinos o incluyan una dosis considerable de enmascaramiento. La forma más usual es la defensa de la tolerancia para la difusión de las ideas filosóficas, que entre los publicistas más radicales se convierte en la reivindicación pura y simple de la libertad de expresión, como medio para conseguir en España la aproximación a los países europeos donde florecen las ciencias útiles.
  Es en sí mismo significativo que la primera de estas manifestaciones se registre en 1759 y que corresponda a unos Apuntes sobre el bien y el mal de España,
que escribe cierto abate Gándara, los cuales, tras cierta difusión en la España de Carlos III como manuscrito, verán finalmente la luz tras la revolución liberal. Gándara emplea por vez primera el argumento que luego se hará tópico: si se aspira a sacar a España de su atraso cultural, y de que entre nosotros broten «las divinas plumas» de los Voltaire, Montesquieu o Rousseau, es preciso garantizar la libertad de pensamiento.
 Las nuevas normas de censura, con la lucha solitaria de El Censor, a partir de 1781, y, sobre todo, la real orden que en mayo de 1785 libera a los papeles periódicos de la tutela directa del Consejo de Castilla, son el marco de las protestas cada vez más claras contra las condiciones de emisión del pensamiento. Como golpe de efecto individual, lo más sobresaliente es la publicación por el alavés Valentín de Foronda, en el Espíritu de los mejores diarios, de una disertación sobre la libertad de escribir que pronunciara previamente, en 1780, en la Academia Histórico -Geográfica de Valladolid.
  Foronda es un divulgador de las posiciones ilustradas, que insiste una y otra vez machaconamente en los grandes temas del Siglo de las Luces y cree firmemente, por tanto, en que sólo la cultura alcanzada mediante la proyección de la razón individual sobre el orden natural, libre frente a toda autoridad exterior, puede proporcionar el progreso en los conocimientos científicos. En el plano político, se trata de desplegar las deducciones necesarias de los derechos naturales, que enumera siguiendo al barón D'Holbach (propiedad, libertad y seguridad); y en cuanto a las ciencias útiles, mediante la libertad de investigación y difusión de análisis y experiencias. «Si no hay libertad de escribir y decir cada uno su parecer en todos los asuntos, a reserva de los dogmas de la religión católica y determinaciones del Gobierno, todos nuestros conocimientos yacerán en un eterno olvido".
  Testimonios similares pueden rastrearse sin dificultad en otros periódicos de la década, como El Censor y El Correo de los Ciegos. Con la ironía que le caracteriza, El Censor, semanario que Luis Cañuelo y Luis Pereira comienzan a publicar en 1781 y que hasta 1787 mantiene en alto las espadas de la crítica racionalista, enfoca desde diversas perspectivas el tema de la persecución de las ideas y sus consecuencias para la libertad civil y la cultura en una sociedad atrasada como la española.
  De forma más acusada, los discursos de El Censor se dirigen contra los estamentos privilegiados, por una parte contra la nobleza ociosa, por otra contra una Iglesia que amasa riquezas, detenta un poder innecesario, fomenta la superstición y persigue los conocimientos útiles. Nada tiene de extraño que la Inquisición acabara prohibiendo buen número de sus discursos y que el propio editor, Luis Cañuelo, se viera sometido a un autillo donde tiene que abjurar de levi, como paso previo a un silencio vigilado que se prolongará hasta su muerte en 1802.
  En estos combates, con Forner como adversario principal, acabará El Censor perdiendo su vida como periódico. Según explicaba uno de lo papeles que prolongan su estela, las Conversaciones de Perico y Marica, de Pedro Mariano Ruiz, en definitiva, un poder absoluto no tiene el menor interés en mantener por mucho tiempo una tolerancia respecto a la difusión libre del pensamiento, aunque ello contravenga, desde el punto de vista de los ciudadanos, la exigencia de que el poder fomente su felicidad y, en consecuencia, una libertad de instrucción que a su vez potencie al pueblo que trabaja frente a los ricos y ociosos. Pero la conclusión que el autor pone en boca de Perico no puede ser más pesimista: «Sólo me dijeron que si hablábamos la verdad seríamos perseguidos». De hecho, la vida del periódico no superó la tercera entrega.

La intolerancia

   No obstante, sólo excepcionalmente se pone en tela de juicio el mecanismo de dominación al que sirve el control inquisitorial. Para encontrar este análisis hay que dar con una de las colecciones no expurgadas de El Correo de los Ciegos madrileño, en que pueda localizarse la serie completa «Sobre el tolerantismo» (mayo de 1788), donde un militar ilustrado, Manuel de Aguirre, prolonga sus posiciones anteriores contra la pretensión de mantener un sistema de explicación único del universo sobre la base de la filosofía escolástica.
   Aguirre, antiguo compañero de Cadalso y seguidor incondicional de Rousseau, va más lejos que cualquiera de sus contemporáneos y empieza denunciando los efectos negativos que para España tuvieran la persecución y la expulsión de judíos y moriscos. Según él, la pretensión del escolástico resulta peligrosa, no por sus pretensiones pseudocientíficas, afírmando la solidez del cielo o que los astros fueran impulsados por los ángeles, sino por la aspiración de mantenerse como única ortodoxia reprimiendo a este fin todo signo de tolerancia civil. Además, la intolerancia se mantiene exclusivamente porque sirve a los intereses de un grupo social privilegiado: «iAh!, la tolerancia establecida en un pueblo exige de los que demuestran la verdadera creencia no sólo palabras, sino virtudes, ciencia, amabilidad, sufrimiento y un contínuo cuidado en proceder con arreglo a lo santo de la doctrina (...). Milagros supuestos, manos, piernas y cabezas de cera o plata, muletas y armas colgadas ya no son medios practicables para proveer la devoción (superstíciosa muchas veces) y arrancar de la multitud crédula inconsiderados dones, que empobrecen a gran número de la intolerancia (...). El poseer riquezas y fausto, habiendo hecho desprecio de todo esto en solemnes votos y discursos, parecería entonces ridículo y contradictorio». La intolerancia encuentra entonces una fundamentación obvia en la conveniencia del clero que se halla dispuesto a mantener a cualquier precio -incluso «por la violencia de los tormentos y la fuerza de la muerte»- su condición privilegiada en lo económico y la reputación de santidad y monopolio de los saberes, a costa de la ignorancia del pueblo. Razonamiento analógico  y represión son sus armas preferidas frente a toda reforma.
    Claro que este ataque de Manuel de Aguirre contra «el temible monstruo de la intolerancia, disfrazado con la respetable capa de religión», no había de quedar sin una respuesta contundente. El 28 de febrero de 1789 un edicto del Tribunal de la Santa Inquisición de la Corte condenaba dos de los artículos «sobre el tolerantismo», entre otros escritos publicados en El Censor y El Diario de Madrid. La motivación dada no tiene desperdicio: «por estar llenos de doctrinas respectivamente falsas, temerarias, sapientes haeresim, erróneas y formalmente heréticas, sediciosas, seductivas de los pueblos, inductivas de a rebeliones y a sacudir todo yugo de legislación eclesiástica y civil, destructivas de la moral cristiana, fomentadoras del tiranicidio y dirigidas a establecer la total libertad de conciencia e independencia de las Supremas Potestades...» (ver Diario de Madrid, 22-111-1789). Pocas semanas más tarde, un comunicante anónimo justificaba tal decisión en un discurso «De la intolerancia civil» a que daba cabida otro periódico ilustrado. El publicista debía tener alguna conexión con el tribunal de la fe ya que ensalzaba la labor del mismo frente a la imprenta, al parecer con conocimiento de causa: «si se registraran los Archivos del Santo Oficio se vería lo mucho que se ha evitado». El censor sevillano ve en Aguirre un seguidor de Voltaire, creador en sus discusiones de una «monstruosa producción», típica de los «españoles» alucinados que empiezan a sufrir «el contagio» de las ideas filosóficas -«esta lepra» o veneno- que «en la dorada copa de un es
incauta juventud». Son palabras que, sin otra modificación que la meramente ortográfica, podrán oírse o leerse con análoga intención represiva siglo y medio más tarde. «Dichosa ignorancia la nuestra si ella no nos ha producido otros males que la falta de unas obras como las que condena nuestra Religión y dichosa la barrera que contiene la libertad de entendimiento de los Españoles para no haber corrido por los abismos de la impiedad». Para terminar conectando con implacable lucidez la exigencia de la represión con la pervivencia de las estructuras de dominación del Antiguo Régimen: «La Intolerancia es una ley fundamental de la Nación española, no la estableció la plebe, no es ella quien debe abolirla».

¡ Si hubiera Inquisición !

  Después de 1808, y tras veinte años de silencio, los términos de la polémica pasarían a integrarse en el conflicto político que caracteriza la transición al liberalismo, con el clero regular y la jerarquía eclesiástica como abanderados del Antiguo Régimen. A su vez, la Inquisición, temporalmente abolida, sobrevive como recurso argumental para mostrar que la edad de oro anterior a la guerra sólo podría recuperarse mediante el restablecimiento de un aparato represivo que sólo ella podría encarnar. Lo que para los liberales se convierte inmediatamente en el símbolo de aquellos aspectos del absolutismo a que nunca se debe regresar, es, para el acertado juicio de muchos defensores de la posición privilegiada de la Iglesia, una piedra angular de control ideológico y político, sin cuya presencia su poder económico no podría ser defendido. Unas veces el argumento se introduce con alguna mesura, como en El Procurador General de la Nación y del Rey, acumulando editoriales, comunicados y copias de las representaciones eclesiásticas en defensa del Santo Oficio mientras se debate en las Cortes su supresión.
  No obstante, la agudización de las tensiones hará posibles violencias crecientes en el lenguaje reaccionario, para culminar en los exabruptos del llamado «Filósofo de Antaño», que alcanza notas difícilmente imaginables al evocar las eventuales reacciones de la divinidad ante la quema de herejes y liberales por el Santo Oficio.
   No nos corresponde aquí evocar las controversias concretas del período gaditano, ni el ocaso de la Inquisición. Solamente quisiéramos apuntar que, si después de 1823, un sector absolutista sigue presionando, ahora sin éxito, por la reposición del Tribunal de la Fe, el reconocimiento de su anacronismo va ganando a los propios defensores de tal posición. De ahí surge el concepto de «opinión realista» que esgrime en El Restaurador fray Manuel Martínez para promover la persecución de liberales y moderados de El Censor de Lista; ello equivale a organizar los intransigentes, por encima de cualquier nostalgia, de acuerdo con criterios que seguirán teniendo vigencia hasta etapas muy próximas de nuestra historia. Otro tanto sucede con el portavoz ideológico de los voluntarios realistas, el teólogo dominico José Vidal, que aplicaba en 1827 a los masones y miembros de las sociedades secretas criterios de busca y captura de clara inspiración policial. Lo cual, por supuesto, no impide que pensando en el necesario exterminio de los hombres de letras, exclame con añoranza: ¡si hubiera Inquisición! Aunque, más de una vez, no deje de añorar la seguridad que antaño proporcionara el Santo Oficio.

 

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