el problema judío Antonio Domínguez Ortíz Adoptamos este título en aras de la brevedad aunque no sea rigurosamente exacto. La Inquisición no tenía potestad sobre los no bautizados, por lo tanto, tampoco sobre los judíos. Sus víctimas fueron los judíos que, después de bautizados, volvieron a la práctica de su antigua fe. Los nombres que se les han dado han sido muchos: judaizantes, criptojudíos, marranos, judeo-conversos... No todos son equivalentes en sentido estricto; hay algunos matices que no vamos a detallar porque su sentido general es claro. Los hubo en toda Europa, pero sólo en la Península Ibérica formaron un grupo numeroso, una clase social definida. El fenómeno converso (en el que también se incluyen los musulmanes bautizados y sus descendientes) es típicamente hispano; si no forma el tema central de nuestra historia, por lo menos hay que admitir que es uno de sus episodios más relevantes.
¡Miren que graves! |
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La comunidad judía española fue importante por su número, y más aún por su significación social; en los siglos centrales de la Edad Media integraba una buena parte de la burguesía ciudadana; eran los judíos fieles servidores de los reyes, que los amparaban, y entre los que reclutaron a muchos de sus funcionarios; no pocos desempeñaron cargos de confianza en los palacios de los magnates como secretarios y administradores. Tanto en la España cristiana como en la islámica, brillaban los nombres de filósofos, poetas y hombres de ciencia judíos; en ciertas profesiones liberales, sobre todo en la medicina, ejercieron casi un monopolio. Pero no hay que pensar que todos eran ricos, sabios e influyentes; la mayoría eran modestos tenderos y artesano: que llevaban una laboriosa y oscura existencia.
El siglo XIV fue sombrío y desdichado en toda Europa; terribles epidemias, hambres, guerras y crisis económicas asolaron nuestro continente. Como siempre que van mal las cosas, la gente busca culpables; los judíos hicieron el papel de chivo expiatorio. En España, a una secular convivencia (nunca fácil, siempre acompañada de fricciones) siguió una etapa de franca persecución que culminó en 1391, año en que gran parte de las juderías de Castilla y Aragón fueron asaltadas y asesinados no pocos de sus moradores. Muchos se bautizaron entonces para escapar a la muerte; siempre hubo conversos, por interés o por convicción, pero a partir de este momento Su número creció en proporciones vertiginosas. Paralelamente aumentaban las medidas discriminatorias y vejatorias contra los judíos, la reclusión en barrios especiales, el porte obligatorio de vestiduras groseras y distintivos especiales, la prohibición de practicar ciertas profesiones.
El resultado fue, a todo lo largo del siglo XV, un trasvase acelerado desde las juderías a la nueva clase social de los judeoconversos. A medida que se empobrecían las primeras aumentaba el número e influencia de los segundos. Unos ocupaban altos cargos eclesiásticos, otros desempeñaban puestos dirigentes en los municipios, se enriquecían en actividades mercantiles o practicaban las profesiones que estaban vedadas a sus antiguos correligionarios. Muchos de ellos seguían siendo ocultamente judíos, otros cayeron en la indiferencia religiosa y el escepticismo; no pocos se hicieron cristianos sinceros e incluso fanáticos, como Jerónimo de Santa Fe, que se dedicó a polemizar con acritud contra los judíos. Para la masa cristiana, sin embargo, todos eran indeseables, porque la antipatía que despertaban no era sólo de naturaleza religiosa: se desconfiaba de su cristiandad y a la vez se envidiaba la posición social que habían alcanzado. Encontramos a los conversos mezclados en los azarosos vaivenes de la política castellana, actuando con frecuencia como grupo de presión, casi como partido político; los motivos religiosos, los socioeconómicos y los políticos se mezclaban de manera inestricable en aquella caldera en ebullición que era la Castilla de Juan II y Enrique IV. En los países catalano-aragoneses el problema judeoconverso tenía perfiles menos dramáticos.Objetivo: aniquilar a los criptojudíos
Estos antecedentes explican que algunos autores hayan pensado que la cuestión religiosa fue sólo un pretexto. La Inquisición habría sido una institución creada por los reyes para destruir una clase social prepotente y aprovecharse de sus despojos; opinión insostenible, porque la Corona siempre halló eficaces auxiliares en judíos y conversos, y el botín ocasional que produjera su destrucción no compensaba la pérdida permanente de riqueza que acarreaba. La persecución hacia los judaizantes, que en la masa popular estaba teñida de resentimiento social, en el pensamiento de Isabel la Católica tenía una fundamentación religiosa. A su llegada a Sevilla los reyes captaron las dimensiones del problema, que en toda la Baja Andalucía era de especial agudeza. Andrés Bernáldez, cura del pueblo de Los Palacios, que nos ha dejado un relato lleno de vida y animación de aquellos tiempos, habla en términos rebosantes de odio de aquellos conversos que habían alcanzado «muy gran riqueza y vanagloria», que «vivían de oficios holgados, y en comprar y vender no tenían conciencia con los cristianos. Nunca quisieron tomar oficios de arar ni cavar, ni andar por los campos criando ganados, ni lo enseñaron a sus hijos, salvo oficios de poblados, y de estar asentados ganando de comer con poco trabajo».
Se trataba, pues, de un problema social, incluso de un problema, como diríamos hoy, de orden público, ya que en muchas ciudades de Andalucía y Castilla la Nueva se había llegado a enfrentamientos de gran violencia, en los cuales los conversos habían contado con el apoyo de un sector de la nobleza. El incidente más dramático fue la muerte del condestable Lucas de Iranzo, defensor de los conversos. Pero en el fondo estaba siempre la cuestión religiosa, y ella era la esencial para la reina Isabel; no tanto para su marido Fernando, más político, pero que acabó haciendo suya la política inquisitorial y antijudía. El deseo de acabar con los falsos conversos no sólo inspiró la fundación de la Inquisición sino también la posterior expulsión de los judíos, en 1492, pues la finalidad, expresamente confesada en el real decreto, fue evitar la permanente tentación que para los conversos significaba la convivencia con sus antiguos correligionarios. Consecuencia de la expulsión fue el incremento numérico del grupo converso, pues un elevado porcentaje de los doscientos o doscientos cincuenta mil judíos afectados por el decreto prefirieron recibir el bautismo. Ni qué decir tiene que la sinceridad de estas conversiones de última hora suscitaba muchos recelos.Los tiempos duros
Creada la Inquisición por bula de Sixto IV, en 1478, comenzó sus actuaciones tres años después, primero en la Baja Andalucía y después en toda España. Aunque caían bajo su competencia variados delitos, en esta primera fase fue dirigida casi únicamente contra los judaizantes, y con un rigor extremado; puede calcularse que de unos diez mil judaizantes condenados a muerte por la Inquisición en sus tres siglos largos de existencia la mitad lo fueron en el reinado de los Reyes Católicos. Al principio los amenazados de perder vida y bienes, desesperados, tramaron conspiraciones que sólo sirvieron para acentuar el rigor de la represión. En Sevilla, donde eran numerosos e influyentes, el regidor Diego Susán fue el centro de la conspiración; confiaba reunir hombres y armas suficientes para dar un golpe y apoderarse de la ciudad. Este plan descabellado fue, según la tradición, revelado a las autoridades por su propia hija, amante de un cristiano viejo. Susán y sus cómplices fueron entregados a las llamas.
No tuvo mejor éxito el asesinato del inquisidor Pedro de Arbués, planeado por conversos aragoneses de alto rango; con aquel acto absurdo, dictado por la desesperación, sólo consiguieron provocar la reacción de las masas y acentuaron la durísima represión inquisitorial, no sólo en Zaragoza, donde se cometió el crimen, sino en Teruel y otras ciudades de Aragón. En cambio, en Cataluña la mayoría de los amenazados se salvaron con una huída a tiempo, de suerte que, por ejemplo, en Lérida, de 123 judaizantes condenados a muerte en un quinquenio sólo fueron ejecutados 5; en Barcelona, en auto de fe celebrado el 10 de junio de 1491, fueron quemados 126 en estatua y sólo 3 en persona.
Hubo, pues, dentro de la tónica general de rigor, bastantes deferencias entre unas regiones y otras, entre la actuación de unos tribunales y otros. Extremadamente duro fue el de Sevilla, que condenó a muerte a un millar de personas entre 1481 y 1524; bien es verdad que su área de actuación abarcaba zonas con gran densidad de población judeoconversa. El de Córdoba, durante los primeros años del siglo XVI, batió todos los records de arbitrariedad y terrorismo por la actuación del inquisidor Rodríguez Lucero, que envió a la hoguera a centenares de desdichados, algunos de las familias más conocidas de Córdoba, bajo la acusación, en la mayoría de los casos falsa, de haber realizado prácticas judaicas. El apoyo que obtuvo del inquisidor general, fray Diego de Deza, le prestó el arrojo suficiente para intentar el proceso del arzobispo de Granada, fray Hernando de Talavera, cuya catolicidad era acendrada, aunque tenía ascendentes hebraicos. La sustitución del inquisidor Deza por Jiménez de Cisneros puso un término a las tropelías de Lucero, que había llegado a provocar un levantamiento en la ciudad. Lucero fue procesado y preso durante algún tiempo, pero no pagó sus crímenes, sino que se restituyó tranquilamente a su sede episcopal de Almería.
Los tribunales de Toledo y Valencia, que son de los pocos que conservan la mayor parte de su documentación, también pronunciaron un gran número de condenas de muerte; el de Valencia relajó entre 1485 y 1592 a 643 personas; lo que quiere decir que las entregó a la justicia real para que ejecutara en ellos la pena de muerte; en el mismo intervalo de tiempo, otras 479 fueron quemadas en efigie por haber conseguido ponerse a salvo con la huida. Entre estos condenados, muchos lo fueron por practicar el mahometanismo, pero la mayor proporción correspondía a los judaizantes. En cambio, otros tribunales, como los de Logroño, Llerena y Granada aparecen con cifras sensiblemente inferiores.Prácticas sospechosas
Estas diferencias se deben, tanto a la mayor o menor densidad de las minorías religiosas que existían en su territorio, como al mayor o menor rigor en apreciar las pruebas de judaísmo. La mayoría de estas pruebas se basaban en la delación, en el uso de la tortura o en indicios de escaso valor probatorio, por lo cual dejaban un amplísimo margen a la libre apreciación de los inquisidores. Se consideraban, naturalmente, pruebas de judaísmo practicar la circuncisión (pocos se atrevían a ello), celebrar la Pascua de las Cabañuelas y otras fiestas hebraicas, adoctrinar a los hijos en la ley de Moisés... Pero también eran reputadas como muy sospechosas otras prácticas ambiguas o indiferentes como ponerse ropa limpia interior los sábados, bañarse los días de ayuno y hasta rezar los salmos de David. No comer los productos del cerdo causaba también una presunción de judaísmo a pesar de que no pocos conversos sinceros heredaban la repugnancia secular que hacía ellos experimentaban sus antepasados y, por un bien explicable efecto de autosugestión, era víctimas de arcadas y vómitos si, en su afán de demostrar su cristiandad, se atrevían a emplear el tocino en sus guisos o a ingerir una sabrosa loncha de jamón. Para los cristianos viejos, que traían del norte usos culinarios distintos de los andaluces, el tufillo del aceite de oliva no sólo les parecía un atentado contra el buen gusto ( « hace oler mal el resuello», escribía el Cura de Los Palacios) sino un indicio de mahometanismo o judaismo.
Dentro de este ambiente, y aplicando unos procedimientos judiciales que daban todas las ventajas a los acusadores sobre el reo, no debe extrañar que el número de condenas pronunciadas por la Inquisición en los primeros años de funcionamiento fuera elevadísima; es probable que la mayoría de los conversos, por los menos de los de fecha reciente, sufriera alguna; es verdad que en la mayoría de los casos eran admitidos a la reconciliación o sufrían penas menores; pero también hubo familias enteras exterminadas; el caso de Luis Vives es, en este aspecto, de una ejemplaridad terrible: además de sus padres, la Inquisición valenciana condenó a la última pena a su abuelo materno, dos tíos abuelos, tres tíos y dos primos. Diez personas en total.
La mayoría de estas penas capitales eran el resultado de reincidencias. El condenado solía alcanzar gracia por la primera vez; pero desde entonces era vigilado y si se le probaba que había vuelto a practicar ritos judaicos la condena como relapso era irremisible; la única gracia que podía esperar era ser estrangulado antes de entregar su cuerpo a las llamas; para ello debía abjurar sus errores y declarar que deseaba morir en el seno de la Iglesia.
El pragmatismo de Fernando V de Castilla y II de Aragón se revela en que, mientras unos conversos eran terriblemente perseguidos, otros gozaban del favor real: Santángel, Pérez de Almazán, Lope Conchillos y Hernando de Zafra, todos ellos con antecedentes familiares judaicos, figuraron entre sus más íntimos y eficaces colaboradores. Al contrario que Isabel, que veía sólo el aspecto religioso del problema, para él sólo contaba el político. Estando seguro de la fidelidad de alguien, poco le importaba su procedencia. La Inquisición, además de un guardián de la ortodoxia, era para él un instrumento de dominio y una fuente de ingresos.Los Austrias y los judíos
La minoría judeoconversa trabajó duramente por alejar de ella el espectro de la Inquisición. Entabló negociaciones en Roma, apoyadas con abundante numerario, y obtuvo de los papas algunas bulas que intentaban mitigar los rigores inquisitoriales; pero los Reyes Católicos no estaban dispuestos a ceder sobre este terreno. Había que esperar un cambio político, que en aquellos tiempos tenía que llegar por la vía de un cambio de reinado. Primero confiaron en el rey Felipe el Hermoso, que no parecía mal dispuesto hacia ellos, pero su temprana muerte acabó con sus esperanzas. Intrigaron en los círculos allegados a Carlos de Gante ; algunos participaron en el movimiento comunero. Todo sin resultado práctico. Bajo Carlos V la Inquisición siguió funcionando con eficacia; si el número de sus víctimas disminuyó mucho fue porque la masa de los judaizantes había perecido, huido o muerto de muerte natural. La mayoría de sus descendientes se integraron en el medio circundante. A pesar del refuerzo que para sus arcas significó la minoría morisca, el producto de las confiscaciones inquisitoriales bajó tanto que no sólo no proporcionaba ya dinero al Estado sino que éste tuvo que acudir en ayuda del Tribunal, gestionando para él el producto de una canongía en cada cabildo catedralicio de España.
El número de judaizantes era cada vez menor; a través de los autos de fe, este hecho se advierte con claridad. La integración progresaba por voluntad de la mayoría de los conversos, no del conjunto de la sociedad castellana, o de una parte considerable de ella, inventora de los famosos estatutos de limpieza de sangre, una peculiaridad española que no se dio en ningún otro país europeo. Dirigida contra todo el que tuviera antepasados no católicos, de hecho iba dirigida contra los descendientes de judíos. Con los de moriscos se tuvo mucha más indulgencia; pero éstos, con más facilidades, tenían menos interés en integrarse a la sociedad cristiana vieja. Ordenes Militares, colegios mayores, muchos cabildos eclesiásticos y seculares adoptaron estos estatutos. También la Inquisición, naturalmente; pero como una de tantas instituciones que exigían pruebas de limpieza a su personal. No formaba parte de sus fines específicos. Incluso se decía que hacía las pruebas con más negligencia que otras corporaciones.
Carlos V no tenía madera de fanático. Aunque se consideraba defensor de la fe, y con frecuencia actuó como tal, había en él algo y aun mucho de la templanza erasmiana; los inquisidores generales que nombró no fueron tan duros como Deza o Cisneros. Desconfiaba de los conversos por tradición familiar; procuró no darles altos cargos, pero no se puede decir que siguiera contra ellos una política de persecución sistemática. Felipe II reservó sus rigores políticoreligiosos para los protestantes. Rehusó expulsar a los moriscos a pesar del parecer emitido por el Consejo de Estado en 1582, y en cuanto a los criptojudíos de Portugal, debieron felicitarse de que aquella corona recayera en el monarca español. Gran parte de aquellos criptojudíos, a quienes solía llamarse marranos (palabra de incierta etimología) procedían de los judíos españoles expulsados y refugiados en el país vecino. El durísimo trato a que habían sido sometidos no había evitado que acumularan gran parte de las riquezas y los negocios. Los reyes lusitanos, temerosos de la pérdida que representaría su ausencia, les habían prohibido emigrar y la Inquisición portuguesa tampoco quería perder una presa tan sustanciosa. Eran tratados como reses engordadas para el sacrificio. Al contrario de lo que sucedía en Castilla, no había en ellos ni voluntad ni grandes posibilidades de integración; como los moriscos españoles, su cristiandad oficial y obligatoria era una ficción que no engañaba a nadie. Los marranos deseaban salir de Portugal por dos razones: porque temían menos a la Inquisición española que a la portuguesa y porque en España esperaban hacer mejores negocios que en su país de origen, aprovechando, sobre todo, las oportunidades que ofrecía el comercio americano. Es verdad que las leyes les prohibían emigrar a las Indias, pero muchos se ingeniaron para burlar esta prohibición; en México, Lima y otras ciudades hispanoamericanas se formaron activas colonias de portugueses.
Felipe III hizo más; aprobó las gestiones que los marranos realizaban en Roma y que, mediante fuertes donativos, le aseguraron una especie de amnistía, que por algún tiempo les puso a cubierto de las persecuciones inquisitoriales. Pero fue Felipe IV el que llegó más lejos en este aspecto, por la influencia de su favorito D. Gaspar de Guzmán, Conde Duque de Olivares, quien, a la luz de documentos recién descubiertos, aparece como hombre de talante muy liberal en una materia entonces tan delicada y propicia a suspicacias. Es posible que en la actitud enemiga a las probanzas de limpieza y en la protección que dispensó a los marranos influyera el hecho de que no todos sus antepasados eran cristianos viejos; sin embargo, no podemos considerar esta razón como determinante, pues no pocos pretendían hacer olvidar su ascendencia semítica haciendo alardes de intransigencia. No hay que olvidar que entre los peores enemigos de los judíos se encontraban algunos conversos de esta estirpe. i Hasta se sospecha, con fundamento, que procediese de ellos el Gran Inquisidor Torquemada ! Las razones del Conde Duque debían ser de índole humana y polítíca; reconocía la gran fuerza potencial que representaban los judeoconversos por su cultura y, sobre todo, por su aptitud para ciertas profesiones que, cada vez más, acaparaban los genoveses y otros extranjeros, tales como las de banqueros y arrendadores de las rentas reales. A partir de 1627, en todos los empréstitos y adelantos que la siempre impecuniosa Hacienda Real contrataba figuraron apellidos típicamente portugueses como Fernández Pinto, Núñez Saravia y Duarte Fernández. Otros de menor categoría obtuvieron empleos más o menos fructíferos como arrendatarios de aduanas y otros impuestos o se dedicaron a actividades comerciales.
Naturalmente, estas actividades no podían sino aumentar la escasa simpatía con que eran mirados. Mientras Olivares se mantuvo en el poder, la Inquisición actuó con relativa moderación; pocas condenas capitales pronunció contra judaizantes, y en general, contra individuos de escaso relieve. Algunos poderosos asentistas, o sea, banqueros reales, escaparon de las garras del tribunal a costa de fuertes multas, pero personalmente indemnes. En cambio, el odio popular se mantenía vivo a causa de algunos incidentes escandalosos: colocación de pasquines, profanación de imágenes... Por eso, cuando D. Gaspar fue relevado de sus cargos, en 1643, se desató con fuerza la persecución contra ellos. Al acomodaticio fray Antonio de Sotomayor sucedió en el cargo de Inquisidor General Arce Reinoso, que organizó una verdadera cacería contra todos los sospechosos de judaismo; un biógrafo suyo dice que en su tiempo, es decir, en los veinte años finales de aquel reinado, se expatriaron de España doce mil familias. Aunque el dato parezca exagerado, indica el rigor de la persecución. Por otra parte, ya en aquella España decadente no se hacían tan buenos negocios y no pocos marranos marchaban hacia Holanda, donde Amsterdam desempeñaba ahora para ellos el papel de nueva Jerusalén.
Tras la huída de los más comprometidos quedaron en España los asimilados o en vías de asimilación. Bajo Carlos II (1665-1700) se registra una relativa calma; los autos de fe de este tiempo se ocuparon más bien de asuntos menores: blasfemia, bigamia, hechicería, solicitación... De vez en cuando, sin embargo, se encendían las hogueras. En el auto más famoso de aquel reinado, el celebrado en la plaza Mayor de Madrid el año 1680, 104 de los 118 reos eran judaizantes, casi todos de origen portugués; veinte de ellos, algunos vivos, fueron entregados a las llamas.Los «chuetas»
Sin embargo, el episodio más trágico de este período fue el concerniente a los chuetas de Mallorca. Se denominaba así a los descendientes de los judíos bautizados en aquella isla en la Baja Edad Media. Tras una etapa persecutoria en la época de los Reyes Católicos gozaron de una larga tolerancia, a pesar de que se sospechaba que seguían practicando en secreto su antigua religión. Practicaban en Palma diversas artesanías, se dedicaban al comercio, al préstamo y acaparaban gran parte del numerario circulante. A partir de 1675 empezaron las persecuciones y en 1679 más de doscientas personas de aquella minoría fueron condenadas a confiscación y otras penas. Atemorizados, sintiéndose objeto de constante vigilancia y en peligro de perder no sólo los bienes sino la vida, trataron de huir secretamente, pero la tentativa fue descubierta y en varios autos celebrados a fines de aquel siglo fueron relajados, en persona o en estatua, sesenta y tres, y muchos otros reconciliados. La segregación que ya existía se agravó desde entonces hasta límites extremos; todos los cargos públicos les estaban vedados y los matrimonios mixtos prohibidos, si no por la ley, por la costumbre.
Los últimos coletazos
El siglo XVIII se abre con un cambio de dinastía; pero seria un error creer que los Borbones trajeron desde el principio innovaciones profundas. Precisamente el primer Borbón, aunque nunca presenció un acto de su fe, permitió un recrudecimiento de las actividades antijudáicas de la Inquisición. No es fácil averiguar por qué. Tal vez el elevado número de autos de fe y de condenas a muerte que pronunció en el reinado de Felipe V, sobre todo en la década 1720-1730 esté ligado a las luchas por el Poder que se entablaron entre las diversas facciones. Lo cierto es que en dichos años hubo más de un millar de condenas de judaizantes, bastantes de ellos a la pena capital. La mayoría de las víctimas pertenecían a las familias de marranos portugueses que, como hemos dicho, se dedicaban a actividades conectadas con la Hacienda Pública. Aparece con frecuencia entre las profesiones de los reos la de estanquero de tabaco. Aquel último y desmedrado resto de lo que fue una poderosa clase social desaparece desde entonces de la escena española.
Pero no todas las víctimas de esta última oleada represiva eran gentes modestas de origen lusitano. Fueron también complicados personajes de cierta altura, como el médico real Diego Mateo Zapata, condenado por sospechoso de judaísmo en un auto de la Inquisición de Cuenca. Por la singularidad del caso mencionaremos también la ejecución en Sevilla, el 27 de julio de 1727, de un fraile mercedario procedente de Cuba que había abrazado Ia ley de Moisés, se había circuncidado y había cambiado su nombre de José Díaz por el de Abraham. Sus hermanos de hábito trataron de salvarlo alegando que padecía enajenación mental, pero como permanecía firme en su actitud fue entregado a las llamas.
Pasado el primer tercio del siglo XVIII se advierte un cambio brusco en las actividades del Tribunal; en adelante procederá con mayor suavidad y las condenas a muerte serán rarísimas. Los procesos por judaísmo casi desaparecen. La Inquisición de Toledo juzgó el último en 1756, y después de 1780 sólo hubo en toda España 16 procesos de esta clase, la mayoría de extranjeros. Según el historiador norteamericano Lea, el último se registró en Córdoba, el año 1818, contra un tal Manuel Santiago. La rápida disminución de procesos se debía. no sólo a la falta de materia prima, sino a un clima de mayor moderación, de acuerdo con la ideología ilustrada que se iba imponiendo y que alcanzó su ápice en el reinado de Carlos III. Este monarca, por medio de varias reales cédulas, rehabilitó en el terreno legal a los chuetas mallorquines; ordenó que se derribaran los muros del barrio en que vivían, y que le daban un aspecto de ghetto y prohibió se usara hacia ellos ninguna discriminación, aunque en la práctica todavía durante mucho tiempo se les tratara con recelo y despego.
La Inquisición, en la época de Carlos IV, se dedicó, sobre todo, a perseguir a los partidarios de las ideas revolucionarias y a vigilar la entrada de escritos procedentes de Francia. El problema judaico apenas era ya un mero recuerdo; sin embargo, la suspicacia seguía siendo tan viva que cuando en 1797 el ministro D. Pedro Varela propuso que se permitiera vivir en España a los judíos, «pues por ser las mayores riquezas de Europa se logrará el socorro del Estado, con el aumento del comercio y de la industria», no sólo se desechó el proyecto, sino que se renovaron las órdenes vigentes contra la entrada de los judíos.Efectos del antijudaismo
Este es el tema que ha sido ya tratado con amplitud, por ejemplo, por Caro Baroja, y que también ha dado lugar a polémicas enconadas. Ya es sabido que para los seguidores de la tesis de Américo Castro la vida hispana fue configurada por la confluencia de cristianos, mahometanos y judíos, mientras que Sánchez Albornoz reduce al mínimo la participación de los dos últimos grupos. No es posible discutir aquí estas tesis contrapuestas. Nos limitaremos a exponer algunas de las conclusiones que parecen más evidentes.
Desde el punto de vista demográfico, la expulsión de ciento cincuenta o doscientos mil judíos fue un factor negativo de importancia para la España de los Reyes Católicos, que apenas contaría entonces siete millones de habitantes. En cambio, la ejecución de unos pocos millares de judaizantes y la huida de otros tuvo una importancia numérica escasa, aunque se agreguen las numerosas personas que, aprisionadas o arruinadas, no pudieron fundar una familia.
Si del aspecto cuantitativo pasamos al cualitativo, las cosas cambian. Los judíos primero, y los judeoconversos, después, formaban minorías urbanas muy activas; los primeros desaparecieron de la escena por la expulsión; los segundos siguieron existiendo, pero muchos se apartaron de sus actividades características en un esfuerzo por hacer olvidar su origen y acercarse al modo de vida hidalgo. Conocemos casos característicos. Quizá el que más, el de Rodrigo de Dueñas, gran mercader de Castilla la Vieja, regidor de Medina del Campo, banquero opulento, patrocinador de las fundaciones de Santa Teresa. En 1553 fue nombrado consejero de Hacienda. Ni su competencia, ni sus servicios a la Corona ni sus ostentaciones de cristiandad pusieron coto a las murmuraciones que surgieron por todas partes y que fueron la causa verosímil de que dos años más tarde se le privara del cargo. La desaparición del grupo comercial de Burgos, formado en su gran mayoría por judeoconversos, también se debió en buena parte al ambiente asfixiante que rodeaba a estos hombres.
Lo peor fue que la descalificación se trasladó del grupo a sus ocupaciones. Traficar con mercancías o dinero no era una profesión muy acorde con los ideales nobiliarios; si además arrojaba cierta sospecha de cristiano nuevo sobre quien la practicaba ese descrédito aumentaba, y ésta parece ser una de las causas de que en Castilla no llegara a formarse una clase empresarial. La vida económica de España en el s. XVII estuvo dominada por extranjeros, y también por hidalgos del Norte, especialmente vascos, cuyos apellidos los ponían por encima de toda sospecha. Pero esta aportación de gentes no castellanas tenía que renovarse, porque, o bien iban siendo poco a poco destruidos por la Inquisición, en el caso de los marranos portugueses, o bien se iban acomodando al medio ambiente, aceptando sus preocupaciones y juicios de valor, con lo que abandonaban los negocios y se dedicaban a vivir noblemente del producto de las tierras y de las rentas. En este aspecto, a la persecución inquisitorial puede cargarse alguna parte de la culpa del retraso económico de España.
¿Puede también achacársele una responsabilidad en su decadencia intelectual? En este punto hay que guardarse de caer en exageraciones. Precisamente la época de máxima persecución coincide con el máximo esplendor literario. En cuanto a las disciplinas filosóficas y científicas actuaban negativamente factores de tanto o mayor peso que la prevención antijudaica. En realidad, sólo de una profesión se puede decir que quedara descalificada por este motivo. Me refiero a la profesión médica, en la que brillaron los nombres de famosos judíos en la Edad Media, y en la Moderna los ilustres conversos, López de Villalobos, Huarte de San Juan, Andrés Laguna. .. Algunos de ellos, como el ya mencionado Mateo Zapata, fueron inquietados por la Inquisición. La mayoría pudo desenvolverse tranquilamente e incluso alcanzar los más altos rangos de su profesión, pero no se consideraba de buen tono seguirla, y la prueba es que no la admitían los aristocráticos colegios mayores.
Es lógico que fuera en la época primera, en la de mayor rigor en la actuación inquisitorial, cuando España perdiera altos valores por la emigración de los que se sentían amenazados. El caso más patente es el de Luis Vives. Hoy está claro que fue el temor a la Inquisición el que lo mantuvo alejado de España, a pesar de que su cristiandad era evidente. En los primeros decenios del siglo XVI la universidad de París registró una influencia inusitada de profesores españoles. Las razones podemos sospecharlas cuando advertimos que no pocos de ellos tenían ascendencia conversa, e incluso cuentas pendientes con la Inquisición; por ejemplo, Pedro de Lerma, a quien Cisneros había nombrado canciller de la universidad de Alcalá, y que emigró en la ancianidad, cuando la reacción antierasmiana le hizo incómoda la estancia en su patria.
Estos conversos no salían de España para judaizar, como fue el caso de no pocos científicos y literatos del siglo XVII. Citemos al segoviano Enríquez Gómez, que después de haber combatido en el ejército español se refugió en Francia, y finalmente en Amsterdam, donde practicó públicamente el judaismo, sin dejar por eso de escribir poesías y novelas en un castellano bastante puro. Fue quemado en estatua en un auto celebrado en Sevilla en 1660. Mucha analogía tiene con su carrera la de Miguel de Barrios, natural de Montilla (Córdoba), militar y literato, que acabó también como judío en Amsterdam. Allí fueron a terminar su vida otros judíos de origen portugués, el más ilustre de los cuales es, sin duda, el filósofo Espinoza.
Sin llegar al recurso extremo de la emigración, otros sufrieron en España persecuciones que debieron amenguar su producción literaria. ¿ Cuántas páginas de fray Luis de León no habremos perdido a causa de los cinco años que permaneció encerrado en una cárcel inquisitorial? ¿ y qué estímulo podía significar para los estudios bíblicos y hebráicos el que su proceso estuviera motivado por haberse dedicado a ellos? y todavía pudo tenerse por dichoso de que no se le tratase con tanta dureza como a sus colegas Grajal y Cantalapiedra.
Como en el caso de la economía, sería demasiado simple, y además falso, atribuir toda la culpa de nuestra decadencia a la Inquisición. Intervinieron otros factores y es muy difícil atribuir a cada uno su parte exacta de responsabilidad; pero no es dudoso que esta existió, y que la persecución de los judeoconversos dañó en varios puntos clave a nuestra vitalidad como pueblo. Ahora bien, no sería justo polarizar esta responsabilidad sobre la Inquisición exclusivamente. Ya hemos visto que el sentimiento antijudaico preexistía; y que en alguna de sus manifestaciones, como los estatutos de limpieza, no hizo más que seguir la corriente. Lo que hizo la Inquisición fue institucionalizar (y con ello, indudablemente, agravar) un conjunto de ideas, sentimientos y tensiones que ya venían actuando en el seno de la sociedad hispana.
Antonio Domínguez Ortíz
Catedrático de Historia