Biblioteca Gonzalo de Berceo Escudo nobiliario de casona de Badarán (LA RIOJA, España)

 

 

El español, lengua universal.

 

     Con este mismo título hace más de cuarenta y cinco años que la diestra pluma de un benemérito hispanista francés evocó un momento histórico esencial: el de la primera aparición, el de la aparición solemne, diríamos, del español como lengua política en los medios diplomáticos internacionales. He aquí los trazos de esta evocación:

 

     "El acontecimiento tuvo lugar en Roma, el 17 de abril de 1536, lunes de Pascua de Resurrección, ante la Santidad de Paulo III y en presencia de los embajadores de Francia y de Venecia, de los cardenales y prelados de la Corte Pontificia, y de una dilatada teoría de grandes señores. Su protagonista, el que entonces hizo uso de la palabra era, nada menos, que el Emperador Carlos V, recientes aún los timbres de gloria de su triunfo frente a los infieles en Túnez. Varios hechos estaban presentes en su ánimo: la pompa de su entrada en la capital del orbe cristiano, sus paseos triunfales a través de la ciudad eterna, los Oficios de la Semana Santa a los que había asistido ostentando

sus distintivos imperiales, y también, sin duda, la irritación que el proceder del rey francés Francisco I le había causado, a la que se unían las incesantes reclamaciones del embajador de Francia a propósito del Ducado de Milán. Todo ello le movió a llevar a cabo una bizarra manifestación de agravios viejos y nuevos, así como de sus propósitos inmediatos. Y de sus labios brotó un discurso -una arenga la llama el hispanista francés- fruto de una meditación personal, del que no había dado cuenta previa ni a sus consejeros ni al Papa, y que con gran seguridad y la consiguiente sorpresa de sus oyentes, que al parecer apenas le entendieron, fue pronunciado en español. Posiblemente era la primera vez que esta lengua resonaba bajo las bóvedas del Vaticano en un acto oficial de tan alto porte, ya que para tales menesteres se empleaba el latín, y ningún otro soberano español había tenido ocasión de expresarse en términos semejantes ante un Pontífice" (1).

 

     Hasta aquí el hispanista francés. No tenemos tiempo ahora para detenemos en otros detalles de este acontecimiento, como las modificaciones que el propio Emperador permitió se hicieran luego a sus palabras, ni el resumen mitigado que de ellas hizo enviar a su hermano Fernando, al embajador francés y a los restantes diplomáticos acreditados en Roma. Pero algo es preciso que añadamos al relato del hispanista francés. La posibilidad, aducida por investigadores españoles, de que en este discurso, como en el que el Emperador leyó ante las Cortes reunidas en Monzón en 1528, pusiese su mano fray Antonio de Guevara, ya que en su texto se descubren frases análogas. So pena que Carlos se hubiese asimilado el estilo de su predicador áulico. Aunque en la traza del conjunto se deslicen expresiones enteramente personales y espontáneas. En otros términos, y utilizo los mismos testimonios que emplea Américo Castro (2), si expresiones como: "Más por necesidad de defender lo nuestro, que por deseo de adquirir lo ajeno", se delatan como de Guevara, afirmaciones como:

"Si el rey de Francia dice que lo hace por tomar lo suyo, ¿por qué pretende haber no sé qué cosas nuestras?", reflejan esa espontaneidad del orador.

     En cambio, sí es de nuestra incumbencia en estos momentos centrar la atención sobre el alegato, tantas veces citado, en que el Emperador, saliendo al paso del obispo de Macon, embajador del rey de Francia, defiende, en presencia del Papa, el empleo del español en esta coyuntura:

 

     "Señor obispo, entiéndame si quiere, y no espere de mí otras palabras que de mi lengua española, la cual es tan noble que merece ser sabida y entendida por toda la gente cristiana."

 

En ella había sonado aquel patético y generoso anhelo, reiteradamente defendido en las últimas palabras de su discurso: "que quiero paz, que quiero paz, que quiero paz".

     Lo que comenta mi maestro Menéndez Pidal en estos precisos términos:

 

     "Así el Emperador, que a los dieciocho años no hablaba una palabra de español, ahora, a los treinta y seis, proclama la lengua española común de la Cristiandad, lengua oficial de la diplomacia" (3).

 

     Este es el notable hecho político que queríamos destacar en el umbral de esta disertación. Que si mis cuentas no yerran, es el tercero que va ligado a la portentosa conversión del castellano en lengua nacional.

     Del primero, al mediar el siglo XIII, fueron protagonistas dos reyes de Castilla, Fernando III y su hijo Alfonso X, al declarar el castellano como lengua oficial de su cancillería, El segundo lo llevan a cabo los Reyes Católicos, con una medida análoga en los albores del Humanismo. Y ahora, su nieto, en las circunstancias vistas lo eleva al rango de lengua universal.

     Claro que estas decisiones, por importantes que parezcan, se basaban y tuvieron su razón de ser y de perdurar en una serie de argumentos que habían cobrado forma en otros hechos, los literarios, de los que ahora hemos de ocupamos. Pues si con Alfonso X el Sabio alumbra la prosa castellana, si bajo los Reyes Católicos poetiza Jorge Manrique, nace el teatro con Encina y se escriben obras del porte de la Celestina, también reinando su nieto, Carlos de Gante, brotarán nuevas tendencias de las que es cauce o vehículo la lengua literaria. Examinémoslas, eligiendo, es natural, sus producciones o figuras más representativas.

 

 

Hechos literarios: La poesía: Garcilaso.

 

     Siendo la Literatura española un acaecer prodigioso en que la tradición y la novedad conviven y se entremezclan, dispénsesenos de no incluir en este breve panorama poético del reinado del Emperador, más que aquello que entraña nuevas perspectivas o responde a tendencias literarias vivas en la Europa de su tiempo. y puesto que Menéndez Pidal, al historiar nuestra Lengua, reservó un solo nombre para ponerlo al frente de esta primera época del español clásico, que casi coincide con los límites cronológicos de aquel reinado, el del poeta toledano, sea éste también el que resuma y condense este primer hecho que ahora consideramos.

     Y él mismo, en su poetizar, será calificado representante también de lo que antes apuntamos. Quienes deseen analizarlo a fondo, asómense a la Trayectoria poética de Garcilaso (4), guiados por la mano segura y experta de Rafael Lapesa. En sus páginas se rastrean y precisan las tendencias que afloran en el cauce de su poesía -legado provenzal, lírica italiana, cancioneros castellanos, Ausías March- en el que aún alienta un temblor de formas y sentimientos de sus predecesores, anterior todo ello a su estancia en Italia. Pero es en Nápoles donde tiene lugar la superación de lo que Lapesa califica de "asimilación del arte nuevo", de "iniciación del petrarquismo". En aquel escenario, espectador primero y luego centro de un ambiente humanista que él animó con su presencia viva, descubrirá el mundo pastoril de Sannazaro, cuya plasticidad seguirá sin perder nunca su sobria elegancia innata; leerá vorazmente a Ariosto; o se asomará al mundo de la antigüedad, del que trasvasa esencias de Virgilio, de Horacio o de Ovidio. En_paz con su espíritu, lejos de los suyos y de la corte del Emperador, allí nacen sus Eglogas -la primera de las cuales es "la más alta cima de su poesía"-, e inaugura nuevos géneros poéticos, como la elegía, la epístola o la famosa oda "A la Flor de Gnido".

     "La conjunción de petrarquismo y clasicismo -concreta certeramente Rafael Lapesa- sitúa a la poesía garcilasiana dentro de las más dignas corrientes literarias aparecidas en Italia en el primer tercio del siglo XVI,"

     Y si todo esto, y más que ahora me callo y mis oyentes conocen, representa la poesía de Garcilaso, ¿de qué entidad y cuál fue el porte de su dominio de la lengua literaria española? ¿Qué sentido tuvo de ésta?

      De esto último nos informará él mismo. En dos pasajes extraídos de una de sus escasas muestras prosísticas; la carta que figura al frente de la traducción que su amigo Juan Boscán llevó a cabo de El Cortesano, término, por cierto, éste, que, aunque familiar y conocido de los españoles, logra ahora un nuevo contenido semántico y expresivo, de cuño italiano. Oigámosle:

 

     "Y también tengo por muy principal el beneficio que se hace a la lengua castellana en poner en ella cosas que merezcan ser leídas, porque yo no sé qué desventura ha sido siempre la nuestra, que apenas ha nadie escrito en nuestra lengua sino lo que se pudiera muy bien excusar; aunque esto sería malo de probar con los que traen entre manos esos libros que matan hombres."

 

Elogiando la empresa traductora de su amigo, esto que sigue:

 

     "Guardó una cosa en la lengua castellana que muy pocos la han alcanzado, que fue huir de la afectación, sin dar consigo en una sequedad; y con gran limpieza de estilo usó de términos muy cortesanos y muy admitidos de los buenos oídos, y no nuevos ni al parecer desusados de la gente" (5).

 

     Aun reducida la mención que de este escrito hacemos a los dos pasajes reproducidos, no estará demás que recordemos unas palabras de Menéndez Pelayo sobre esta epístola garcilasiana:

 

     "De antiguo viene la costumbre de los prólogos ajustados por mano amiga al talle de la obra, pero pocos habrá tan galanos y discretos como éste y tan finamente justos. El fallo de Garcilaso quedó como inapelable" (6).

 

     Y volviendo a aquellos pasajes bien sabido es que en ellos basó Menéndez Pidal la norma lingüística del poeta, la cual "consiste en emplear términos no nuevos ni desusados de la gente, pero a la vez muy cortesanos y muy bien admitidos de los buenos oídos". Es decir: "naturalidad y selección, criterio bien diferente del de cultismo y afectación, que Ronsard habrá de propagar en Francia entre la generación siguiente a Garcilaso. Y, gracias a aquella norma selectiva, el habla de Garcilaso reviste ese aire de elegancia perdurable, ese sabor de modernidad para todas las épocas, debido a la atinada elección de lo más usual, de lo más popular, de lo más natural, que al fin y al cabo es lo más permanente de un idioma, lo más sustraído a los influjos efímeros de la moda" (7).

      Y si Garcilaso alcanzó a ser considerado en vida juez supremo del buen gusto, que fue para él la norma cortesana del lenguaje -testigo su coetáneo Juan de Valdés-, cuatro siglos después de su muerte seguiría siendo para los poetas españoles el arquetipo de toda perfección.

 

"El tiempo ni lo ofende ni lo ultraja",

 

cantó por ellos Miguel Hernández. "Impregnado del pensamiento y de la sensibilidad renacentista italiana, posee ese concepto dirigido de la belleza natural", apostillará doctoralmente Dámaso Alonso, al tiempo que aplica a su mundo poético, renovado y puro, virginalmente intacto, sus métodos estilísticos (8).

 

 

Hechos literarios: La prosa: Fray Antonio de Guevara.

 

     Hacia 1525 la prosa dominante en la corte y en los hogares españoles es la de los libros de caballerías, "malos por lo común en cuanto al estilo -ha escrito Menéndez Pidal-, pero valiosos sin duda por el espíritu heroico, por su poder imaginativo, por su emoción aventurera". De ellos era lector Juan de Valdés en el círculo imperial, y en ellos aprende casi a leer Santa Teresa,  en alguno de cuyos tratados místicos aflora la terminología de estas lecturas infantiles.

     Una reacción contra el fondo y contra la forma de esos libros -y de nuevo acudo al testimonio de Menéndez Pidal- se observa en el florecer que ahora inicia la prosa, principalmente en manos de los historiadores de las cosas de Indias y en manos de ensayistas y didácticos. En ellos puede observarse cómo el neologismo latinizante desaparece, el vocabulario se depura; no hay aquí "domadores de palabras"; se propende a la sencillez, al habla común, "la que todos participan" (9).

     Al mundo fingido de lo caballeresco supera la auténtica empresa heroica americana con escenarios y aventuras reales; y entre esos escritores didácticos figura fray Antonio de Guevara, bien representativo también del ambiente literario cortesano. Pero su caso difiere del de Garcilaso. Si éste depura la tradición poética que le es anterior, Guevara continúa, en parte, anclado en ciertas artificiosidades expresivas, bien que juzgadas elegantes por sus contemporáneos.

     Apresurémonos a declarar que él mismo blasona del que llama estilo alto y suave. ¿En qué consiste? Al frente de uno de sus libros, El reloj de príncipes (Valladolid, 1529), nos lo declara:

 

"Toda la excelencia del escribir está en que debajo de pocas palabras se digan muchas y muy graves sentencias."

 

     Pero lo que él practica -advierte y corrobora con varios pasajes de sus obras María Rosa Lida (10)- es justamente lo contrario. Es el suyo un estilo "cuyas estudiadas elegancias permiten señalar inequívocamente el rastro de su autor"; tan intensa es su afición a las simetrías verbales, su gusto por los contrastes antitéticas, su cultivo del retruécano, su entusiasmo por el paralelismo y la similacadencia.

     Para ilustrar todo esto que la profesora argentina puntualiza con variados pasajes, creo que será suficiente este que de su teoría de ellos elijo, como índice expresivo del aliño a que somete su prosa:

 

     "¿Queréis saber de qué manera el mundo y yo en una casa vivíamos o, por mejor decir, en un corazón moríamos? Pues oid, que en una palabra lo diré. Cuando yo al mundo veía bravo, servíale. Cuando él me veía triste, regalábame. Cuando yo le veía próspero, pedíale. Cuando él me veía alegre, engañábame. Cuando yo deseaba una cosa, ayudábamela a alcanzar; después, al mejor tiempo que la gozaba, tornábamela a quitar. Cuando me veía descontento, visitábame. Cuando me veía contento, olvidábame. Cuando me veía abatido, dábame la mano para subir, y cuando me veía más alto, echábame un traspiés para caer" (11).

 

     Este estilo que hoy nos parece distante, y al que Menéndez Pidal bautizó como "la malversación de la claridad", fue uno de los dominantes en la España de la primera mitad del siglo XVI. Más aún, "es el primer producto de arte castellano que traspone la frontera", e incluso "se le ha podido atribuir con visos de verosimilitud, aunque simplificando demasiado el problema, la génesis del eufuismo inglés" y de otros movimientos literarios europeos.

Dejemos ahora la dimensión que a este modo de escribir corresponda, ya que a precisarla se han entregado cuantos de Guevara se ocuparon. Para Américo Castro es una creación renacentista, que por un lado mira a la antigüedad clásica y por otro a contemporáneos italianos como León Bautista Alberti. Menéndez Pidal lo considera como la fijación literaria de la lengua coloquial de la corte. Y María Rosa Lida ve en estos modos expresivos del obispo de Mondoñedo, la impronta de la pura retórica, un alarde virtuosista, la concreción de un proceso hispánico que arranca de un tratado latino de San Ildefonso de Toledo, repercute en su traductor, el Arcipreste de Talavera, y, a través de Guevara, pervive aún en el Cervantes de La Galatea, de alguna de sus novelas ejemplares o del Persiles; el más alejado, en suma, de la llaneza que predicaba su Maese Pedro al muchacho del retablo.

     Dos notas más pueden servirnos para situar en el reinado del Emperador esta figura tan allegada al ambiente cortesano que él preside.

     La primera es su originalidad, o si se prefiere el término, lo personal de su modo de escribir. Tan propio fue su estilo que es fácil rastrear sus huellas en documentos oficiales de la corte, como la carta circular de Toledo a las demás villas castellanas, cuando la guerra de las Comunidades, según puntualizó Morel-Fatio; o identificar sus juegos idiomáticos en algunos discursos del propio Carlos V. Menéndez Pidal las encuentra en el que pronunció en Madrid en 1528, y América Castro en el de las Cortes de Monzón, aquel mismo año, y, sobre todo, en el que dijo ante el Papa en Roma, en 1536. Así está presente el predicador imperial en el proceso de españolización de su ilustre señor.

     La otra nota se refiere a la portentosa difusión que la obra de Guevara logró en la Europa de su tiempo, en la que fue sin duda uno de los más leídos su Libro áureo del Emperador Marco Aurelio, que en el curso de pocos años fue traducido al francés, al inglés, al italiano, al alemán, al holandés y al armenio. Lo que explica dos cosas: la impresión que su estilo produjo fuera de España, a tono con la política europea del Emperador, y su coincidencia con el espíritu de su tiempo.

     Con estas dos breves adiciones que nos completarán, según creo, su perfil literario: Que en el manejo de determinados recursos retóricas no fue más allá que sus coetáneos, Pero Mejía o Luis Milán, como hijo, al fin, de su época; y que su curiosidad por lo que en ella se estaba produciendo en los dominios imperiales más lejanos, está viva y presente en su obra. A este propósito me parece revelador cuanto indica América Castro sobre el episodio de "El villano del Danubio", inserto en el Reloj de Príncipes. Porque sus lamentaciones "contra el imperialismo de Roma fueron ya entendidas por los contemporáneos como directa alusión a lo que entonces acontecía al indio americano" (12). Sin que nos corresponda examinar ahora la razón que pudiera asistirle, que como es sabido estaba más cerca de la del padre Las Casas que de la del humanista Juan Ginés de Sepúlveda.

 

 

Hechos literarios: La prosa: Lazarillo de Tormes.

 

     Ya en los últimos años del reinado del Emperador aparece esta obra impar y representativa. Publicada anónimamente en 1554, pasa muy pronto a ser uno de los airones hispánicos de las letras europeas. Y ya sabemos todo lo que significó para las españolas. Bastará recordar cómo su estilo, su andadura, su técnica, no su clima, sería utilizado a fines de este siglo por Mateo Alemán en la novela picaresca, o cómo ese que ha llamado Dámaso Alonso "realismo hispánico de almas", alienta también en esta obra, continuando una veta que alienta ya en el Cantar de Mío Cid, vive en Juan Ruiz'., da su razón de ser a la Celestina y desembocará en el Quijote. Aunque en Lazarillo sea más psicológico este realismo, con el acerado esplendor con que brilla en el capítulo del hidalgo, a cuyo agudo comento hace seguir Dámaso Alonso esto que sigue:

 

     "¡Páginas maravillosas! ¡Luz clara del Lazarillo! En estas páginas está el más sagaz, el más tierno, el más lento y matizado estudio de un doble proceso psicológico. Todo lo que pasa por el alma del niño, que tanto ha sufrido ya en la vida: su gozo ingenuo al encontrar un amo; sus dudas; luego sus incertidumbres; al final, su desolada desilusión. Y paralelo el proceso en el alma del hidalgo, entre el hambre y la honra.

     Muchas páginas se han escrito después de éstas -añade-, pero probablemente tenemos aquí, en el Lazarillo, especialmente en sus capítulos esenciales, la cima de todo el realismo literario del mundo. Es que el desconocido autor manejaba un estilete agudísimo que introducía por las entrañas de sus personajes, e iba sajando y abriendo los más recónditos entresijos, para poner ante nuestros ojos asombrados el latir de la entraña palpitante.

     ¡Realismo mágico! En él las cosas -concluye- están como tácitas e implícitas; intuidas no por los ojos terrenos, ni por los de la inteligencia tampoco; sino por esa otra tercera visión desconocida, que tiene como objeto propio el arte" (13).

 

     Esta consideración, tan justa como encendidamente expresada, nos permite pasar ahora a otros aspectos. Uno de ellos el de la técnica narrativa, verdadera y auténtica novedad que entraña una ruptura con el uso tradicional, al que desborda y supera.

 

"El Lazarillo nos ofrece en lugar de eso -escribe Américo Castro- una narración fragmentada y abierta, que podía continuarse, según en efecto hicieron otros escritores. No hay aquí un acontecimiento objetivo y concluso, sino una vida que, por el hecho de contarse, ha de permanecer necesariamente oscilante e inconclusa. A la narración fundada sobre un común denominador, un mero acontecer, sucede este ensayo de basarla sobre el numerador de la propia experiencia, desde la cual se contemplan nuevas perspectivas. El Lazarillo, a causa de su nuevo estilo, contribuyó a la formación del género literario llamado novela" (14).

 

     ¿Pero quién es el que nos habla oculto tras la máscara de Lázaro, el narrador de esa experiencia, la pluma, en fin, que alentó esta creación literaria? No voy a adentrarme por los campos tan asendereados e infértiles de las hipótesis. Pero sí debemos aducir una moderna interpretación del sentido de esta obra, basada en uno de los candidatos a su autoría.

     Me refiero a la que en 1950 dio a conocer el hispanista francés Marcel Bataillon (15). De ella reproduciré lo que a nuestro objeto importa, aunque sea en forma un poco esquemática.

     1. Autor.-Es aconsejable volver a considerar el testimonio del padre Sigüenza que a los cincuenta años de la publicación de Lazarillo, se hace eco de una tradición que lo atribuye a fray Juan Ortega, de la orden jerónima. Los términos precisos en que lo hizo son éstos:

 

"Dicen que siendo estudiante en Salamanca, mancebo, como tenía un ingenio tan galán y fresco, hizo aquel librillo que anda por ahí, llamado Lazarillo de Tormes, mostrando en un sujeto tan humilde la propiedad de la lengua castellana -(subrayamos por nuestra cuenta)- y el decoro de las personas que introduce, con tan singular artificio y donaire que merece ser leído de los que tienen buen gusto. El indicio fue haberle hallado el borrador en la celda, de su propia mano escrito." 

 

     Como es sabido, el nombre del padre Ortega fue en tiempos considerado por la crítica literaria entre los de los posibles autores de esta obra. Prescindo ahora de las actitudes por aquélla mantenidas, para reconstruir su biografía con lo que de su vida se ha podido averiguar. Tomó el hábito de los jerónimos en el monasterio de San Leonardo, junto a Alba de Tormes, pero como dice Bataillon, "no abusemos de este nacimiento espiritual a orillas del Tormes, que le acercaría a Lázaro". En 1539, Carlos V le propuso para el obispado de Chiapas, en Indias, al que renunció, viniendo más tarde a manos del padre Bartolomé de las Casas. De 1552 a 1555 fue general de los jerónimos, "tropezando entonces con la resistencia de los frailes de su Orden porque quiere cambiar revolucionariamente las reglas de elección a los cargos". y ese último año, cuando el Emperador se retira al monasterio extremeño de Yuste, en el que murió, le tocó a fray Juan, "la instalación del imperial anacoreta".

     Como escritor no es conocido. Como personaje lo fue, y muy importante. De sus dotes personales nos brinda algún rasgo el propio padre Sigüenza, que lo califica de "hombre de claro y lindo ingenio, y para mucho"; "muy afable, la manera del gobierno apacible, poco encapotado, prudente, amigo de letras y de las que con razón se llaman buenas letras". Un humanista, en suma, y como dice Bataillon "al Lazarillo no le sentaría mal un padre así".

     Como cuando esta obra aparece era general de su Orden, hasta se justifica por ésta y otras circunstancias el anonimato que la rodea, "más natural -comenta el hispanista francés- si se trata de un pecado de juventud de un fraile llegado a general de su Orden".

     2. La obra.-Al considerar con amplia copia de argumentos nuestro hispanista la atribución del Lazarillo a fray Juan Ortega, no comparte la opinión de los que la tuvieron por nacida en medios erasmistas, y se aparta de quienes sólo vieron en ella un sentido de sátira de la sociedad española, aunque algunos de los retratados en el libro pertenezcan a ella.

 

     "Somos muy dueños los profesores del siglo xx -concluye- de incorporar el Lazarillo al capítulo de la novela picaresca o de interpretarlo como sátira. Y puede un sociólogo moderno reconocer en la simbiosis del muchacho pordiosero con el espadón inútil -[el episodio de Lázaro y el hidalgo]- la esencia de una sociedad que se vuelve de espaldas al trabajo productivo, base de las sociedades modernas. Pero no prestemos arbitrariamente nuestras ideas a un contemporáneo de Carlos V, el victorioso Emperador. El siglo XVI tenía sus problemas, que en parte, sólo en parte, son análogos a los nuestros, y de los cuales es natural que se exprese algo, aun sin quererlo los escritores, en la literatura de entonces."

 

     3. Su sentido.-Era forzoso que nos refiriéramos a los dos aspectos anteriores para llegar a éste que es el que más nos interesa, el que creo que mejor sirve a nuestro objeto. Y el punto de partida, y en eso abundo en la opinión del hispanista francés, ha de ser la consideración del prólogo que el autor puso a su obra.

 

"¿Quién piensa que el soldado que es primero del escala -se lee en él- tiene más aborrecido el vivir? No por cierto; mas el deseo de alabanza le hace ponerse al peligro, y así en las artes y letras es lo mismo. Predica muy bien el presentado, y es hombre que desea mucho el provecho de las ánimas; mas pregunten a su merced si le pesa cuando lo dicen: joh qué maravillosamente lo ha hecho vuestra reverencia!... Y todo va desta manera: que confesando yo no ser más santo que mis vecinos, de este nonada que en este grosero estilo escribo -(el subrayado vuelve a ser nuestro)- no me pesara que hayan parte y se huelguen con ello todos los que en ella algún gusto hallaren y vean que vive un hombre con tantas fortunas, peligros y adversidades."

 

     Dejo a la consideración del oyente el tono de estos pasajes, y le hago gracia de cuanto en torno a ellos expone y sugiere Marcel Bataillon, de cuya exposición elijo estas palabras: "Todo su prólogo, en el que prosigue el juego de hablar en nombre de su héroe, está construido sobre el tema de la gloria y del mérito personal. Excusado es decir que el seudo-Lázaro no incurre en la torpeza de reivindicar un talento cualquiera de escritor. Su mérito, el suyo propio, es el de haber partido de nada y haber llegado a ser algo, es, en rigor haber hecho con su humilde vida una narración capaz de interesar a la gente".

     Y de nuevo la primera atribución que el padre Sigüenza hizo de esta obra refiriéndola a su hermano de religión, fray Juan Ortega, adquiere una particular significación. Recuérdese que en ella le adjudica el propósito de "mostrar en un sujeto tan humilde la propiedad de la lengua castellana", que debe ser careada con la apreciación del propio autor, al hablar en primera persona de su "grosero estilo tosco". "Pero no engaña a nadie -apostilla nuestro hispanista- y no vamos nosotros a detenemos en coleccionar las elegancias socarronas que nos encantan en los dichos del pobre diablo."

     La apreciación ajena y la propia convergen en ponderar, cada una en su plano, la viveza de los medios expresivos puestos en juego en esta obra, es decir, de su lenguaje. A ello debe sumarse la que es auténtica hazaña literaria: el feliz y trascendente hallazgo del artificio autobiográfico; más todo un saber literario, una técnica del oficio que se percibe, en la caracterización del protagonista y de cuantos personajes le rodean o le salen al paso en su vida menesterosa. Que el tipo central y aun alguna de las peripecias de su vivir tengan antecedentes concretos no empaña su arte, en el que los elementos realistas logran una categoría funcional. Lo perdurable de Lazarillo es la unidad artística de su conjunto. Lo que parecían episodios sueltos, pasos más o menos regocijados, responden a un ensamblaje calculado en torno al héroe, cuyas sucesivas y adversas experiencias van madurándole, y al final asistimos a lo que Bataillon llama su ascensión, a ese cambio que, en las condiciones que sabemos, le lleva a conseguir un vivir estable. Cuando alguien le advierte de lo que hay en el fondo del nuevo estado, Lázaro lo comprende al vuelo: "Señor, contesta, yo determiné de arrimarme a los buenos". Respuesta que encarna lo que Menéndez Pidal llama el "antihonor".

     La satisfacción que se respira en el prólogo "de haber inaugurado en lengua castellana un género de ficción divertido y verdadero, de haber competido en naturalidad con los antiguos (y en un tema tanto más nuevo cuanto es más humilde), de haber descubierto tierras nuevas en el mundo de la representación de la vida humana", dice el hispanista francés, le confieren una significación plena, la de glorificar un arte y un artista.

     Situada la obra, su posible autor y el sentido de que quiso dotarla, en su tiempo, acerquémonos al lenguaje en que está escrita. La primera impresión que al lector le causa es la de espontaneidad y llaneza, la misma llaneza casi que veinte años atrás había preconizado Juan de Valdés. Pero a medida que proliferan las investigaciones (16) sobre este lenguaje y sobre el estilo al que nutre o en el que se vacía, percibimos lo insuficiente de nuestra apreciación. Y son aquéllas las que nos van puntualizando los rasgos medievales que en él perduran, no tanto en su léxico,· en su morfología, sino en cierta libertad rítmica patente en las descripciones. Junto a ellos surgen los de un humanismo asimilado, que se caracteriza por la ponderación con que se entremezclan y conviven sin disonar modos populares y modos cultos de lenguaje. Con todo ello no sólo se renuevan los medios expresivos, manteniéndose equidistantes de unos y otros, sino que la combinación preconcebida de lo espontáneo y de lo artificioso ha detenido por vez primera ese violento vaivén pendular que antes de Lazarillo iba de uno a otro extremo. Ese es el momento feliz que representa en la historia de nuestra lengua.  

      Y no se olvide lo que representa en la de la prosa del reinado del Emperador, apta para lo doctrinal, para lo histórico, y ahora también para el puro crear novelesco, para poblar un mundo de ficción con seres reales de una dimensión auténticamente humana.

 

 

Tratados sobre la lengua española.

 

     Completan las manifestaciones literarias de la época del Emperador una serie de tratados de vario alcance escritos o publicados en estos años, entre los que destaca el Diálogo de la Lengua, del humanista Juan de Valdés. Pero antes de referimos a él, con el detenimiento que merece y el espacio que esta disertación nos permite, quisiéramos enumerar al menos algunos de ellos. Los más tempranas pudieran ordenarse en torno a una actividad determinada: el análisis de la ortografía, y ser puestos en la trayectoria de Antonio de Nebrija. Porque no en balde fue éste, tanto con su Gramática castellana (1492), como con sus Reglas de Ortografía en la Lengua Castellana, Alcalá, 1517, una especie de adelantado en la Fonética descriptiva, y el fundador de una disciplina que florece en el siglo XVI. A él se debe la restauración de una tradición clásica que la Edad Media había olvidado, y el utilizar la observación como método para el estudio de la pronunciación.

     En esta trayectoria que vivificó las enseñanzas antiguas adjudicándolas a la propia lengua, está inserto el quehacer de Alejo Venegas, cuyo Tractado de Orthographia y acentos en las tres lenguas principales, aparece en su Toledo nativo en 1531, en cuyo detalle no podemos detenemos ahora. Venegas, humanista con ciertos ribetes de erasmismo, es una figura de cierta entidad literaria. Quizá su obra más conocida sea la Agonía del tránsito de la muerte, publicada en 1538, a la que siguió su Diferencia de los libros que hay en el Universo, dos años más tarde, especie de tratado moral en el que alienta con reiteración una crítica social de su época.

     Junto a este nombre pondríamos el de Francisco de Robles, autor también de unas Reglas de Ortographia, un par de años posteriores al tratado de Venegas, y dos obras del también toledano Bartolomé del Busto, a las que tituló lntroductiones grammaticas, breues y compendiosas, y un Arte para aprender a leer y escribir, en cuyos solos enunciados es fácil descubrir la resonancia del nebrisense.

     Ya en los últimos años del reinado surge el Discurso sobre la lengua castellana, del cordobés Ambrosio de Morales, catedrático en la Universidad de Alcalá, que se había formado en la de Salamanca, junto a su tío el humanista Fernán Pérez de Oliva, la edición de cuyas obras dirigió, al frente de las cuales reprodujo aquel Discurso suyo de 1546.

     Ha pasado a ser éste una obra de antología, y no es infrecuente hallado reproducido entre las dedicadas a los elogios de la lengua española. El suyo se apoya, como en el saber humanista de su tiempo era natural, en el ejemplo de las lenguas clásicas, con gran copia de pasajes de cuantos autores de la antigliedad trataron de ellas, alternados con los de escritores renacentistas, principalmente italianos, más el testimonio de algunos españoles del siglo XVI, entre los cuales no falta, claro es, el de Garcilaso y el de Boscán. Y adentrándose en el gran tema de aquel siglo, que fue el de la contienda entre el latín y el romance, hace una defensa de éste en términos, como los que ahora reproducimos, suficientemente expresivos por sí mismos:

 

     "Por eso me duelo yo siempre -nos dice- de la mala suerte de nuestra lengua castellana, que siendo igual con todas las buenas en abundancia, en propiedad, variedad y lindeza, haciendo en algo de esto a muchas ventajas, por culpa o negligencia de nuestros naturales está tan olvidada y tenida en poco, que ha perdido mucho de su valor. Y aún pudiérase esto sufrir o disimular si no hubiera venido en tanto menosprecio, que basta ser libro escrito en castellano para no ser tenido en nada. Para mí es un gran pesar el descuido en que nuestros españoles tenemos en esta parte de no preciamos en nuestra lengua y así honrarIa y enriquecerla, antes tratarIa con menosprecio y vituperio. Mas antes que pase más adelante en esta mi querella, quiero mostrar dos errores muy comunes de nuestros españoles, que son como fuentes de donde mana todo este descuido y como disfamia de nuestro lenguaje. Piensan, sin duda vulgarmente, nuestros españoles primero, que naturaleza enseña perfectamente nuestro lenguaje, que, como es maestra del habla, así lo es de la perfección de ella, sin que haya de aventajarse uno de otro en esto, porque la naturaleza enseña a todos todo lo que en la lengua natural hay que saber. De aquí nace el otro error también muy grande de tener por vicioso y afectado todo lo que sale de lo común y ordinario. Estos con estas sus dos tan ciegas persuasiones, piensan que todo lo que es elocuencia y estudio y cuidado de bien decir, es para la lengua Latina o Griega, sin que tenga que ver con la nuestra, donde será superfluo todo su cuidado, toda su doctrina y trabajo."

 

     Y para ilustrar el romance en esta su querella, apela el maestro Ambrosio de Morales al testimonio de la Silva de varia lección, de Pero Mejía; al "grande ingenio e infinita lección", de Alejo Venegas; a la versión castellana del Cortesano hecha por Boscán, y al del propio Garcilaso, en estos términos:

 

     "Y no fuera mucha gloria la de nuestra lengua y su poesía en imitar el verso italiano si no mejorara tanto en este género Garcilaso de la Vega, luz muy esclarecida de nuestra nación, que ya no se contentan sus obras con ganar la victoria y el despojo de Toscana, sino con lo mejor de lo latino traen la competencia, y no menos que con lo muy precioso de Virgilio y Horacio se enriquecen" (17).

 

     Todo ello encuentra corroboración y expresa un sentimiento unánime de época en pasajes como éste, que procede de la obra antes citada por Morales, de Pero Mejía, el historiador de Carlos V:

 

"Y pues la lengua castellana no tiene, si bien se considera, por qué reconozca ventaja a otra ninguna, no sé por qué no osaremos en ella tomar las invenciones que en las otras y tratar materias grandes, como los italianos y otras naciones lo hacen en las suyas, pues no faltan en España agudos y altos ingenios. Por lo cual yo, preciándome tanto de la lengua que aprendí de mis padres como de la que me mostraron mis preceptores, quise dar estas vigilias a los que no entienden los libros latinos, y ellos principalmente quiero que me agradezcan este trabajo, pues son los más y los que más necesidad y deseo suelen tener de saber estas cosas" (18).

 

     Pero no todo han de ser apologías puramente emocionales, aunque sinceras y justificadas. Si abandonamos este clima entusiasta y nos adentramos en el de los tratados técnicos sobre la lengua española en la época del Emperador, no han de faltamos testimonios objetivos. Haciendo observar de paso que no pocos de ellos fueron impresos y publicados fuera de España, aunque en el marco de las zonas europeas donde la política del César movía sus peones.

     De la entonces vecina y siempre cercana Italia proceden algunos de ellos.

     De las prensas venecianas de Sabio salieron no pocas impresiones en español destinadas por igual a lectores de esta nación e italianos, y uno de los colaboradores de tal empresa fue Francisco Delicado, el cordobés de la Peña de Martos que escribió el famoso Retrato de la Lozana Andaluza, largo tiempo residente en Italia. Fruto de su tarea son la impresión italiana de la Celestina y del Primaleón, al frente de la primera de las cuales figura una "Introducción que muestra el Delicado a pronunciar la lengua española", que no es otra cosa que una serie de observaciones o normas, que veinte años después hizo suyas, bien que traduciéndolas al italiano, para otro editor de Venecia que proseguía difundiendo la Tragicomedia de Calisto y Melibea, el español Alfonso de Ulloa, reiteradas como introducción a la de la Silva, de Mejía, o de la Cuestión de Amor, del bachiller Diego de San Pedro.

     Y ya que hablamos de Ulloa, tal vez no esté de más perfilar su figura incorporando a su traza los últimos descubrimientos del hispanista italiano A. M. Gallina (19). Porque para el mejor conocimiento de las relaciones culturales hispano-italianas, es esencial la de este literato, historiador y lingüista, la mayor parte de cuya producción fue impresa en Venecia.

     Hoy sabemos que pertenecía a una familia noble; que su padre tomó parte en las guerras del Emperador en Italia, acompañando a su señor en la toma de Argel, y que el solar nativo de los Ulloa estaba en tierras zamoranas. Como el padre y uno de sus hermanos hace las campañas imperiales en Italia, y después de 1550 se asienta en Venecia, donde se entrega a la tarea antes apuntada, y donde es preso y al fin halla la muerte, estando encarcelado, veinte años más tarde. Hombre de buena cultura literaria, supo armonizar como tantos servidores de Carlos V las armas y las letras, aunque a pesar de su familiaridad con el latín, el italiano y alguna otra lengua, no alcanza el rango de un humanista, empañado por su afán vanidoso.

     Dejando a un lado la Suma y erudición de Gramática en metro castellano, obra curiosa, pero de escaso interés, de la que es autor el bachiller Thámara, publicada en 1550, vengamos a considerar la primera gramática española que aparece sesenta y tres años después de la de Antonio de Nebrija. Me refiero a la Util y breve instrucción para aprender los principios y fundamentos de la lengua española, que vio la luz en Lovaina, en 1555, incorporándose así las tierras de Flandes a esta tarea difusora del español.

     Por el lugar de impresión y el desconocimiento de quien fuese su autor, ha venido siendo llamada esta obra el Anónimo de Lovaina, anonimato que parece haber deshecho el celo de nuestro malogrado amigo y gran maestro de la filología española, Amado Alonso (20). Aunque el nombre que propone nos lo ofrece "como una buena posibilidad, no más", la hipótesis adquiere visos de certeza al centrada en torno al de Francisco de Villalobos, natural de Toledo, que por aquellos años trabajaba para el impresor flamenco Bartolomé Gravius, de cuyas prensas salió esta obra, así como otras gramáticas, diálogos y vocabularios de varias lenguas europeas. "No eran obras personales -puntualiza Amado Alonso- que los autores le entregaran para la publicación, sino trabajos que él encargaba a residentes de los distintos países en Lovaina." Pese a esta impersonalidad de la tarea, en que el margen de originalidad era forzosamente reducido, he aquí algunos pasajes del prólogo, único lugar en el que aquélla podía exteriorizarse:

 

"Benigno lector: Este librito te conducirá por un sendero breve y bello, verdeante, sin estorbos de ramas, de fango o de espinas, derechamente al camino grande de la lengua castellana. La cual podrás aprender fácilmente sin impedimento de tus otros graves estudios. Te será agradable este librito porque ha sido compuesto, revisado, examinado y corregido por gentes muy conocedoras y expertas de dicha lengua."

 

     Y con un sentido muy moderno del término que califica a esa lengua que aspira a enseñar, asegura que la llama española "no porque en toda España se hable una sola lengua que sea universal, sino porque la mayor parte de ella la habla". "La cual -añade- de pocos años acá, ha florecido y se ha pulido por muchos escritos."

     El otro tratado doctrinal, aparecido el mismo año de la muerte del Emperador, ve la luz en Amberes, y como el de Nebrija, lleva por título el de Gramática Castellana, seguido de esta mención: Arte breve y compendiosa para saber hablar y escrevir en la lengua castellana congrua y defentemente, Amberes, 1558. Publicada a nombre del licenciado Villalón. Nicolás Antonio lanzó la especie de un "Anonymus de Villalón", que otros después repitieron, y que Gallardo desentrañó atribuyendo la obra al famoso Cristóbal de Villalón, sin otra prueba ni testimonio. Pero "el haber sido Cristóbal de Villalón -escribe Amado Alonso- como el saco abierto donde los eruditos han ido metiendo la paternidad de cuantas obras anónimas nos dejó el siglo XVI, ha hecho que los historiadores alertas se abstuvieran de atribuirle esta Gramática; otros que la han citado como suya lo han hecho por mera distracción". Pero resulta que ésta sí es de nuestro autor, que reiterando un procedimiento empleado por Nebrija, el Brocense, y más tarde por Correas, de un modo semejante a como los pintores se deslizan en el conjunto de algunos de sus cuadros, Villalón, cuyo apellido ya ostenta la portada del libro, ejemplifica con su propio nombre de pila un pasaje de su Gramática.

 

     "Como si alguno me preguntase ¿quién hizo esta escritura?, y la hubiese hecho Cristóval, y por no responder Cristóval la hizo, digo yo la hize. Veys aquí como este vocablo yo se pone en lugar deste nombre propio Cristóval."

 

     Se inicia la obra con una carta dirigida al licenciado Sanctander, redactor meritísimo del Consejo de Su Majestad, en la que le dice haberla compuesto en los ratos perdidos y hurtados a su continuo estudio de la Sagrada Escritura, e insistiendo en la postura de Nebrija, se propone reducir a Arte la lengua castellana, a imitación de la griega y la latina. Y efectivamente, en el proemio se refiere a la tarea del nebrisense, considerándola como una traducción aplicada al romance de su Arte de la lengua latina -las famosas lntroducciones-, a la vez que encuentra que hay en tal empresa algunas cosas impertinentes.

     Es curiosa la trayectoria que traza de los orígenes de la lengua literaria, a la que hace arrancar de los reyes de Castilla y de León, habiendo sido Alfonso X el que la elevó a las tareas históricas y doctrinales, en las Partidas y en la General Historia .. "Pero la lengua -añade- estaba suelta, sin sujetarse a regla; y había que hacerlo pues muchas gentes se aplacen de esta lengua. El flamenco, el italiano, el inglés, el francés y aún en Alema· nia se huelgan de la hablar, porque el Emperador se precia de español natural. Y los príncipes alemanes le hablaban en español cuando, una vez vencidos, le vinieron a pedir perdón, por le complazer. La lengua lo merece así -apostilla- por su elegancia, elocuencia y cospiocisidad."

     Prescindo de reproducir el plan de la Gramática de Villalón, escandido en cuatro libros o partes, para referirme a lo que de él sabemos. Y la ayuda de Marcel Bataillon (Erasme et l'Espagne), nos será muy valiosa. Pese a los vaivenes de la crítica adjudicándole o regateándole obras ajenas y propias, su biografía es conocida. Hacia 1522, cuando muere Nebrija, era estudiante en la Universidad de Alcalá, en la que se bachillera en Artes en 1525. Luego pasó a la de Salamanca a estudiar Teología, detalle que él mismo nos brinda en El Escolástico. En las aulas salmanticenses tiene ocasión de conocer al humanista Fernán Pérez de Oliva, y no se sabe cuándo las abandonó; pero en 1530 enseñaba en la Facultad de Artes de Valladolid, y dos años más tarde era profesor de Lengua Latina de los hijos del conde de Lemos, situación provisional que aún duraba cinco años más tarde en que pleitea por sus haberes, mientras gestiona se le conceda el grado de Licenciado en Teología, para lo que al parecer hubo dificultades por su ascendencia familiar de converso.

     El censo, al parecer ya definitivo de sus obras, lo integran la Tragedia de Mirrha, 1536, novela en diálogos de ascendencia ovidiana; El Escolástico ya citado, diálogo de corte platónico o ciceroniano, que recuerda la obra de Castiglione, y que no llegó a publicar. De él se conserva un manuscrito en la Biblioteca de Menéndez Pelayo, y es obra de gran interés para la historia de la novela anterior a Cervantes, ya que con Alfonso de Valdés es uno de los mejores cultivadores del género; el Provechoso tractado de cambios y contrataciones de mercaderes y reprobación de usuras, 1542, la obra que alcanzó mayor boga, que encabeza esa llamada escuela de Salamanca en la materia, recientemente estudiada por Marjorie Grice-Hutchinson (21); y por último, la Gramática Castellana, compuesta cuando residía en un pueblecito de Valladolid, la aldea a la que se refiere en su epístola al licenciado Sanctander, entregado al estudio de la Sagrada Escritura.

     Actividades bien representativas del humanista que tiene conocimientos teológicos y está al corriente de las doctrinas económicas; y a pesar de que fuese lector de Erasmo, es en su conjunto de los menos influidos por él. Su erasmismo, al menos, es mitigado y nada virulento, razón que ha movido a algunos para excluir de su producción obras como el Viaje de Turquía o El Crotalón, en las que esta ideología se manifiesta de un modo más decidido.

 

 

 

El Diálogo de la Lengua, de Juan de Valdés.

 

     Pero esta galería de tratados doctrinales sobre la lengua española no quedaría completa sin incorporar a ella esta obra trascendental, que, compuesta en Nápoles hacia 1535, no llegó a ser impresa hasta el siglo XVIII, cuando el benemérito don Gregorio Mayans y Siscar la incorporó a sus Orígenes de la lengua española, 1737. Con donosura literaria y utilizando el artificio renacentista del diálogo, uno de cuyos interlocutores es el propio Valdés, constituye un testimonio inapreciable para la historia de aquélla. Si el impulso de que brota la sitúa en la avanzada de la contienda entre el latín y el romance, responde a inquietudes parejas que estaban vivas en otras latitudes, especialmente en Italia, donde diez años antes había publicado Pietro Bembo sus Prose della volgar lingua, y de la que el propio Maquiavelo y Trissino se habían ocupado, desde el campo romance, de la competencia de la suya con el latín. Y responde. además, al marcado interés que por el español sentían los círculos letrados de Nápoles, de los que era ninfa y musa Julia Gonzaga.

     No tiene este diálogo, cuyos interlocutores eran seres reales, el propósito de ser una obra técnica, según precisa su más moderno editor Rafael Lapesa, ni un estu· dio completo de la gramática castellana. Su aspiración es la de justificar usos ya aceptados, primordialmente ortográficos y léxicos; ilustrar a sus amigos italianos acerca de cuestiones referentes al castellano, y dar nor· mas sobre modalidades lingüisticas de cuño cortesano. Propósitos concretos, limitados, que si por un lado nos aclaran el alcance de esta obra, por otro nos permiten obtener de su lectura una exposición sistemática, un índice de temas abordados que no eran precisos al como ponerla. A este abanico de propósitos o de aspiraciones debe añadirse el del aprecio de la lengua vulgar que responde a la actitud decisiva y tajante que Valdés adoptó respecto a ella: el de considerarla con toda dignidad emparentada con la latina, cuya perfección no ha alcanzado aún, pero que la hacer.. apta y capaz para todo asunto por grave que sea.

     En este considerar imperfecta aún la lengua española, se aparta Valdés de Nebrija, en este caso con razón, ya que el humanista andaluz la creyó tan en la cumbre H que más se puede temer el descendimiento que la subida". Por eso al referirse a la literatura anterior a su tiempo se expresa en términos muy parecidos a los que había empleado Garcilaso en su carta a la Palova:

 

"No sé qué desventura ha sido siempre la nuestra, que apenas ha nadie escripto en nuestra lengua sino lo que se pudiera muy bien excusar."

 

     "La parte referente a la competencia con el latín, que todos entonces trataban -escribe Menéndez Pidal (22)- ya vemos romo la resuelve, reconociendo la dignidad de la lengua materna; la parte referente a la norma interna del romance la zanja dentro del criterio predominantemente geográfico, dando por axiomático el castellanismo más estricto: el principal título de autoridad que Valdés ostenta es ser "hombre criado en Toledo y en la corte de España". Lo que le lleva en su apasionamiento, escasamente objetivo, a veces injusto, a arremeter contra Nebrija, sin otra razón que la de no ser éste castellano y "en Andalucía la lengua no está muy pura".

     (Si recordamos que el lenguaje que fija Alfonso X al mediar el siglo XIII es el toledano de Castilla la Nueva, y que la fonética de Castilla la Vieja no triunfará hasta la segunda mitad del siglo XVI, en que se supera el criterio de lenguaje cortesano para dar paso a una lengua nacional, como la que los místicos emplean, la posición purista, si se admite el término a estas alturas, o de ortodoxo castellanismo, tal como entonces se entendía, que defiende Juan de Valdés, resultaba lógica.)

     Por su preponderante situación en la corte imperial, por el acervo de su saber humanista, Juan de Valdés vino a resumir la doctrina estilística de la época del Emperador. Su formulación se contiene en un pasaje ,de su diálogo muchas veces aducido:

 

"El estilo que tengo me es natural y sin afectación ninguna escribo como hablo; solamente tengo cuidado de usar vocablos que signifiquen bien lo que quiero decir, y dígolo quanto más llanamente me es possible, porque a mi parecer en ninguna lengua está bien el afetación."

 

     Lo que reducido certeramente a fórmula esquemática por Menéndez Pidal, es de nuevo la naturalidad y selección garcilasianas, que al romper el orden clásico a fines del siglo XVI convertirá el barroco en artificiosidad e invención.

     El excelente prólogo de mi colega Rafael Lapesa al frente de su edición del Diálogo de la Lengua valdesiano, me releva de exponer ahora y aquí el contenido de esta obra impar. Pero bueno será, y ello espero que redunde en un merecido anhelo de conocer aquél íntegramente, exponer aquí algunos de los temas en ella abordados.

     A la Ortografía se refieren, no sólo su criterio fundamental de acomodar la escritura a la pronunciación, defendiendo una concepción fonética y no etimológica, sino las soluciones que arbitra para la adaptación de los grupos cultos de consonantes, la reducción a una sílaba de vocales iguales, su desdén por los arcaísmos y el modo de transcribir los cultismos latinos.

     Al léxico se refieren las normas que nacen de esta afirmación suya, eminentemente selectiva: "Buena parte del saber bien hablar y escrevir consiste en la gentileza y propiedad de los vocablos que usamos. Entre gente vulgar dizen yantar, en corte se dize comer. Hueste por exército usavan antiguamente, ya no lo usamos". Este criterio de selección que prefiere los vocablos por su estimación social, le lleva a rechazar los rústicos y plebeyos o los envejecidos por el uso, aunque algunas veces no le es ajeno un cierto criterio estético que le lleva a entonar la elegía de su pérdida. Y si admite arriscar y apriscar "porque tienen del pastoril", deplora que se hayan perdido vocablos "tan gentiles" como aleve y cormano.

     En cuanto al estilo, planteado como estaba entonces el problema de utilizar el latín para las obras doctrinales y el romance para las de creación, propugna Valdés, para que éste se adapte a más nobles usos, estas tres modalidades: claridad, fluidez y eufonía. Que han de reflejarse en la concisión. Aunque a veces se complace en esa ampulosa lentitud de la frase que aún entonces primaba -recordemos los medios expresivos de Guevara- y busque apoyo en un famoso refrán: "quien guarda y condesa, dos veces pone mesa", que viene a ser una defensa del uso de términos sinónimos.

     Como hombre del Renacimiento no vacila Juan de Valdés en acudir a los refranes, esos primores de la filosofía vulgar que gozaban de prestigio literario desde Juan Ruiz y Santillana, y que ahora el propio Erasmo valora con sus Adagia en la Europa de su tiempo. A tono con todo ello, interpretando lo vulgar en un recto sentido de época, dice uno de los interlocutores del diálogo que "allegar y declarar refranes es un señalado servicio a la lengua castellana".

     Finalmente, y dejando para otra ocasión ciertas particularidades sin tácticas en cuyas preferencias se mano tiene Valdés equidistante entre la prestigiosa, pero inactual norma latinizante y la asendereada tonalidad de lo vulgar, que también son analizadas en este prólogo, es menor la parte que el autor dedica a lo que pudiéramos llamar historia de la lengua. Las circunstancias no permitían otra cosa. Recuérdese que hasta Aldrete, en el siglo siguiente, no se acierta a vislumbrar el estado lingüístico de la Península antes de la llegada de los romanos. Por eso imagina como los hombres de esta época que antes de aquéllos se hablaba en Hispania el griego. Otros supusieron que el hebreo. Se trataba, en suma, de dotar a la lengua vulgar de unos orígenes lo más prestigiosos posibles.

     Igualmente el proceso de transformación del latín en la lengua romance que es el español está expresado con palabras vagas e inexpresivas, tales como "la corrupción por la mezcla de términos góticos y árabes"; en cambio acertó plenamente al considerar la penetración de vocablos latinos en el vasco, o en la presencia de sonidos aspirados en los arabismos.

     Los juicios literarios se limitan a los de las obras entonces impresas excluyendo las compuestas antes del siglo XV, y si rehuye el de sus coetáneos más rigurosos, la discreción y tino de sus opiniones conserva aún cierta vigencia, como las dedicadas a Encina, a los poetas del Cancionero General, a Juan de Mena y a la veta popular del Romancero, cuyo carácter tradicional atisba a ver en el que llama "aquel su hilo de dezir continuado y llano".

 

 

La difusión del español .

 

     Hemos visto, someramente expuesto, lo que la lengua española fue y representó en el reinado de Carlos V: cómo la trabajaron y pulieron los escritores cortesanos de su tiempo, considerándola plenamente capacitada ya para la creación literaria; cómo a su estudio se aplicaron cuantos sobre ella escribieron tratados doctrinales, siguiendo, y en parte superando, la tarea de Nebrija, y cómo la capa popular de este lenguaje se asoma al diálogo de Juan de Valdés o cobra vida en el mundo itinerante y diverso de Lázaro de Tormes. Pero algo nos falta por decir· para que el cuadro que nos propusimos trazar cobre todo su sentido.

     Y si el propio Emperador en el discurso de Roma, que al principio de estas páginas evocábamos, la convierte en lengua universal, otros hechos acaecidos en su reinado deben figurar en este epígrafe final que a la difusión del español dedicamos.

     Cierto que representan el cumplimiento de las trayectorias iniciadas en la época de los Reyes Católicos, pero es en el reinado de su nieto Carlos de Gante cuando el logro es más fecundo.

     A fines del siglo XV quedan trazadas ya las rutas de difusión de la lengua española, no sólo en el marco de la geografía peninsular, sino que, rebasada ésta, se proyectan en diversas direcciones y llegarán adonde quiera que la política imperial se extiende.

     Algunas de estas latitudes las había alcanzado la lengua española cuando Carlos sube al trono y bastará enumerar simplemente sus nombres: castellanización de las islas Canarias; diáspora de los judíos peninsulares con la que la lengua española se difunde por el Mediterráneo basta alcanzar los confines del Asia Menor; empresas heredadas de la corona aragonesa en Italia; y, por último, a desusada escala, el descubrimiento y colonización del continente americano.

     Y mientras los conquistadores van sembrando la geografía de América con poblados y ciudades cuyos nombres son un eco de la de España, o la hacen testigo de sus hazañas, con ellos va la lengua española que allí se difunde, afianza y permanece. No es de este lugar el examen de un proceso lingüístico que cada vez vamos conociendo mejor y no sólo en sus prodigiosas consecuencias.

     La europeización de América es el quinto y últimó momento que Menéndez Pidal ha señalado en la idea imperial de Carlos V, íntimamente ligada a la colaboración de sus súbditos. "Vuestra alteza -le escribe Hernán Cortés desde Méjico en abril de 1522- se puede intitular de nuevo emperador de ella, y con título y no menos mérito que el de Alemania, que por la gracia de Dios vuestra sacra majestad posee". Y por ser emperador de Europa el español se difunde en Francia, en Alemania, en Flandes, por el cauce impreso de las traducciones de las obras más caracterizadas de su literatura, o en labios de los funcionarios y soldados imperiales que en aquellas latitudes se asientan. Con aquéllas serán conocidos sus seres de ficción -Celestina, Amadís, Lazarillo-, y de la tradición oral que los segundos crearon surgirán algunas versiones de los romances que incorpora el colector del Cancionero de Amberes, o se conservarán en la memoria, transmitidos de boca en oído, de los sefarditas de Oriente, o perdurarán en la de los pueblos americanos que de España recibieron su lenguaje, su religión y sus formas de vida.

 

     "No sólo quiso Carlos V unificar a Europa -ha escrito Menéndez Pidal-, sino que quiso europeizar a América, hispanizándola también, para incorporarla a la cultura occidental. Y esta prolongación del Occidente europeo por las Indias occidentales fue el paso más gigante que dio la humanidad en su fusión vital, el paso más gigantesco, desde las primeras luchas y mezclas de los grupos raciales en los tiempos prehistóricos, hasta hoy."

 

     Una vez más con el lema clásico que Nebrija remozó fue la lengua compañera del imperio, porque fue ella vehículo y a la vez ademán expresivo de cuanto aquél significó entonces. Nada importa ahora que ese español que tan prodigiosamente se expande por el mundo entonces conocido, aunque ya clásico, no haya alcanzado aún la perfección y madurez que conoció en la segunda mitad del siglo XVI, bajo el reinado de Felipe II, cuando la tradicional norma toledana cede ante la fonética de CastilIa la Vieja, o la lengua cortesana de Garcilaso y de Juan de Valdés es superada por el concepto de una lengua nacional y para todos, de la que todos participen, que triunfa con los escritores místicos, se pule con Herrera y se alambica en las volutas barrocas de la poesía de Góngora. Ese será, en última instancia, un capítulo de la historia de nuestra propia lengua, la etapa previa y necesaria de la que nace el español moderno.

     Lo que ahora conviene subrayar es cómo el Emperador que al llegar a España para hacerse cargo de sus destinos, cuando apenas hablaba una palabra de español, pudo proclamar a éste lengua universal en 1536, y asistir a la difusión realmente asombrosa de la que él no vaciló en proclamar y a entonces "mi lengua española".

     Y puesto que nuestra tarea en este Curso de Extranjeros que hoy se clausura ha sido la de enseñar aquélla, yo les deseo a cuantos a él han acudido, recordando las palabras del Anónimo de Lovaina, que esta experiencia haya sido para ellos el "sendero breve y bello, verdeante, sin estorbos de ramas y espinas" que les conduzca al "camino grande de la lengua española", en el que siempre estaremos dispuestos a encontrarles como viejos conocidos y amigos.

 

(Discurso de clausura del Curso de Extranjeros de la Universidad Menéndez Pelayo, de Santander, 1958.)

 

 

 

NOTAS

(1) A. MOREL-FATIO: "L'espagnol langue universelle", en Bulletin Hispanique, 1913, XV, págs. 207-223.

(2) AMÉRICO CASTRO: "Antonio de Guevara. Un hombre y un estilo del siglo XVI", incluido hoy en su libro Hacia Cervantes. Madrid, Taurus, 1957, págs. 59-81.

(3) R. MENÉNDEZ PIDAL: Idea imperial de Carlos V. Madrid, Espasa-Calpe, S. A., 1940. Colección Austral, núm. 72, págs. 9-35.

(4) RAFAEL LAPESA: "La trayectoria poética de Garcilaso", Madrid, Revista de Occidente, 1948.

(5) Incluido en el Apéndice I de la edición de T. NAVARRO TOMÁs de las obras de Garcilaso. Madrid, La Lectura, 1911. Clásicos Castellanos, 111, pág. 264.

(6) M. MENÉNDEZ PELAYO: Antología de poetas líricos castellanos. Edición Nacional. Madrid, 1945, tomo X, pág. 99.

(7) R. MENÉNDEZ PIDAL: "El lenguaje del siglo XVI", incluido en su libro La lengua de Cristóbal Colón. Madrid, Espasa-Calpe, S. A., 1942. Colección Austral, núm. 283, pág. 80.

(8) DÁMASO ALONSO: Poesía española. Ensayo de métodos y límites estilísticos. Madrid, Gredos, 1950, págs. 43-110.

(9) R. MENÉNDIEZ PIDAL: "El lenguaje del siglo XVI", citado, pálIDa 7S.

(10) MAlÚA ROSA LIDA: "Fray Antonio de Guevara", en Revista '" Filología hispánica, 1945, VII, págs. 346-388.

(11) El libro áureo del emperador Marco Aurelio, págs. 121-122.

(12) A. CASTRO, en el estudio citado en la nota 2, pág. 70.

(13) DÁMASO ALONSO: "El realismo psicológico en el Lazarillo", en su libro De los siglos oscuros al de oro. Madrid, Gredos, 1958, páginas 226-230.

(14) AMÉRICO CASTRO: "El Lazarillo de Tormes", en su libro citado en la nota 2, págs. 107-113.

(15) MARCEL BATAILLÓN: "El sentido del Lazarillo de Tormes". París, Librairie des Editions Espagnoles, 1954, 29 págs.

(16) Entre las más recientes, véanse la de GUSTAV SIEBENMANN: "Ueber Sprache und Stil im Lazarillo de Tormes", Berna, Romania Helvética, volumen 43, 1953; y la de HANS ROBERT JAUSS: "Ursprung und Bedeutung der Ich-Form im Lazarillo de Tormes", en Romanistísches lahrbuch. Hamburgo, 1957, VIII, págs. 290-311.

(17) AMBROSIO DE SALAZAR: Discurso de la lengua castellana.

(18) Silva de varia lección, 1541.

(19) A. M. GALLINA, en Quaderni Ibero-Americani, Torino, 1955, n4mero 17.

(20) AMADO ALONSO: "Identificación de gramáticos españoles clásicos", en Revista de Filología Española. Madrid, 1951. XXXV, páginas 221-236. (22) Aducido por MENÉNDEZ PIDAL en "Idea .imperial de Carlos V", ,trabajo citado en la nota (2) de la página 13, del que así mismo procede la cita entre comillas que más adelante se hace en el texto.

(21) The School of Salamanca, Readings in Spanish Monetary Theory: 1544-1605, Oxford, Clarendon Press, 1952.

 

 

      Hace poco más de un año que la muerte nos arrebató al gran filólogo, perfecto caballero y cordial amigo Manuel García Blanco. De su extensa obra escrita, sólo una parte de sus estudios unamunianos se había publicado, reunida en volúmenes, en vida del autor. El resto quedó disperso en artículos de diferentes revistas, muchas de ellas difíciles de encontrar. El presente libro refleja sólo parcialmente lo que fue la labor linguistica de García Blanco, porque el llorado amigo, además de docto investigador de la verdad, fue profesor ejemplar que desde su cátedra salmantina aleccionó a multitud de jóvenes, encendió en muchos de ellos la vocación por el estudio del lenguaje y los orientó en las dificultades iniciales de la ruta emprendida. Este magisterio ejercido día tras día, esta transmisión viva y humana del saber linguístico, formó hombres, pero no se encerró en libros. La letra impresa ha podido recoger sólo los frutos de la investigación personal, que García Blanco repartió entre el estudio de la lengua española y el de la literatura que en ella tuvo expresión y forma. Ahora bien, los trabajos reunidos aquí bastan para mostrar la alta calidad científica de su aportación. Excelente es el panorama que traza de la lengua española en la época de Carlos V, fino y penetrante su artículo sobre el lenguaje de San Juan de la Cruz, rico en noticias y acertado en su interpretación el discurso sobre Unamuno y nuestro idioma. Si en estos bellos estudios la historia de la lengua va unida a la literaria, los artículos lexicográficos de García Blanco prueban acabado dominio de la etimología y la semántica, puestas al servicio de la mejor intelección de textos poéticos -Juan Ruiz, el Cancionero de Baena, Tirso de Molina-, o ilustrando -caso de "falifa"- peculiares manifestaciones de religiosidad popular. Un tercer grupo, de notable interés también, es el dedicado a cuestiones de onomástica, a veces ligadas con problemas literarios, como los nombres que atestiguan la difusión de temas carolingios o bretones en la España de los siglos XII y XIII. Los artículos referentes a toponimia descubren preciosas huellas del uso tenido antaño por palabras que después dejaron de pertenecer al vocabulario corriente. Alguno proporciona utilísima bibliografía al futuro investigador de . estas materias, menos cultivadas entre nosotros de lo que debieran.

      El mejor homenaje al amigo perdido es evitar que se pierdan sus lecciones. Por eso es muy de elogiar la iniciativa, tomada por la Editorial Escelicer, de juntar aquí tan valiosos estudios. Accesible ahora, ayudarán a conservar la memoria, consoladora como ejemplo, del sabio hombre de letras y hombre cabal que se nos fue.

RAFAEL LAPESA

Madrid, mayo de 1967

 

LA LENGUA ESPAÑOLA EN LA ÉPOCA DE CARLOS V
MANUEL GARCÍA BLANCO 

COLECCIÓN 21
ESCELICER S.A.
MADRID 1967

 


Para saber más:

García Turza, Claudio y Javier

 

 Glosas Emilianenses

 

En los orígenes de la lengua y la cultura española (códice 46)

Gimeno Menéndez, Francisco

 

 Glosas Emilianenses

 

Situaciones  sociolingüísticas dispares en la formación de las lenguas romances

Granados, Vicente

 

Florilegio medieval

 

Dignificación del castellano. Nebrija y el Brocense

Menéndez Pidal, Ramón

 

 Glosas Emilianenses

 

Idea de los elementos que forman la Lengua Española

Nebrija, Antonio

 

Florilegio medieval

 

Gramática de la lengua castellana.Prólogo

Valdés, Juan de

 

 Glosas Emilianenses

 

Diálogos de la Lengua. Biografía y estudio preliminar.

 
 

 

BIBLIOTECA GONZALO DE BERCEO
Catálogo general en línea
© vallenajerilla.com