6 La venerable madre Lienzo. 160 x 110 cm Madrid. Museo del Prado, 2873 PROCEDENCIA Convento de Santa Isabel la Real, de Toledo / Adquirido por el Ministerio de Educación Nacional a la comunidad del convento citado, con ayuda del Patronato del Prado, en 1944 / Museo del Prado, desde esta fecha. BIBLIOGRAFÍA Mayer 546, Pantorba 18, López Rey 577, Bardi 17, Gudiol 17.
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Este impresionante retrato no fue catalogado hasta 1926, en que, con motivo de una exposición de la Orden de San Francisco, conmemorativa del séptimo centenario de la muerte del Fundador (1226) organizada por la Sociedad Española de Amigos del Arte, en Madrid, se descubrió en la clausura del convento de Santa Isabel la Real, de Toledo, cuya comunidad lo atribuía a Luis Tristán. Al ser restaurado, apareció la firma Diego Velázquez y la fecha, 1620, que lo hace el primer cuadro conocido firmado por el pintor. Poco tiempo después, el restaurador del Museo del Prado, don Jéronimo Seisdedos, descubría en el mismo convento otro cuadro, casi idéntico (salvo en la posición del crucifijo que la monja enarbola, que en el primero se ve de espaldas, y en el segundo, de lado) y también firmado y fechado por Velázquez, hoy en la colección Araoz, de Madrid. En 1988 ambos retratos fueron expuestos, juntos, en el Museo. Suele considerarse original el del Prado, en especial por la posición del crucifijo, más acertada que en el de Araoz, lo que (a juicio de Seisdedos y de Pantorba) parece indicar una corrección posterior. Ambos llevaban una filacteria que, saliendo de cerca de la boca de la monja, dice lo siguiente: "SATIABOR DVM GLORIA... FICATVS VERIT", y que fue borrada en el ejemplar del Prado, por considerarse añadida, aunque en la época del cuadro tales inscripciones eran frecuentes y todavía Pereda, Murillo y Valdés Leal, las siguen empleando años después. En la parte superior del cuadro se lee: "BONVM EST PRESTOLARI CVM SILENTIO SALVTARE DEI". En la parte inferior, a ambos lados del personaje retratado, hay una larga inscripción que dice: "Este es verdadero Re / trato de la Madre Doña Jerónima de la Fuente, / Relixiosa del Con- vento de Santa Isabel de los Reyes de T. Fundadora y primera Ab / badesa del Convento de Santa Clara de la Concepción / de la primera regla de la Ciu- dad de Manila, en Filipin / nas. Salió a esta fundación de edad de 66 años, martes / veinte y ocho de Abril de 1620 años. Salieron de / este convento en su compa- ñía la madre Ana de / Christo y la madre Leo- nor de Sanct Francisco / Relixiosas y la herma- na Juana de Sanct Antonio / novicia. Todas personas de mucha importancia / para tan alta obra". Esta inscripción es, indudablemente posterior, al referirse a una fundación todavía no realizada en el momento de la ejecución del retrato, entre el 1 y el 20 de junio de 1620, fechas de la estancia de la efigiada en Sevilla, según Camón Aznar (1964, I; pág. 240). Pantorba (1955, pág. 75) asevera que la monja era de Toledo, hija de don Pedro García Yáñez y doña Catalina de la Fuente. Tras este retrato, se embarcó en Cádiz, pasó a San Juan de Ulúa y de allí, a México, llegando a Manila en agosto de 1621. Murió en esta ciudad en 1630. "Por su espíritu activo y sus dotes literarias, vino a ser una hermana menor de Santa Teresa de Jesús". A ejemplo de esta fundadora carmelita, retratada a instancia de sus monjas por fray Juan de la Miseria, las clarisas de Toledo quisieron un retrato de la madre Jerónima de la Fuente y, acaso por mediación de Pacheco, amigo de frailes (en cuyo Libro de Retratos figuran dos franciscanos, fray Luis de Rebolledo y fray Juan de la Cruz) y famoso retratista, lo encargarían a Velázquez, por esas fechas sometido a los encargos eclesiásticos (Retrato del venerable Cristóbal Suárez de Ribera y numerosos cuadros de temas sacros), ya que ignoramos cuál era su clientela de los temas profanos, dentro del naturalismo caravagesco que se había contagiado a Sevilla. El cuadro impresiona por la presencia física y espiritual del personaje, semejante a una imagen de madera, vestida con el hábito marrón de las clarisas, túnica y manto de paño burdo, que cae a grandes pliegues. Se nota en el tratamiento del rostro huella de la rigidez de Pacheco, pero la luz es ya el deus ex machina del cuadro y se desliza por las curtidas facciones y por las fuertes manos de la fundadora, ocupadas en sostener la cruz y el libro con decisión de misionera. La expresión severa parece acentuada en el ejemplar de Araoz, subrayada por la fuerza del entrecejo, la mueca algo despectiva de los labios y la mirada, honda y triste, que nos sigue sin descanso, entre un ligero brillo de lágrimas no vertidas. La influencia de los tallistas contemporáneos es evidente en esta figura casi táctil, cuyo trozo más de pintor es la toca blanca, de finas y delicadas arrugas, que, aureolando la faz como un presagio de santidad, lleva invencible nuestra mirada a cruzarse con la de la madre Jerónima. En ese rasgo, en la ausencia de toda concesión a lo bonito, a todo escarceo de la imaginación, y en la firmeza con que esa mujer está plantada y construida, ya advertimos la presencia de Velázquez, aun en una obra primeriza. El cambio de posición del crucifijo no es casual: Velázquez presenta en el ejemplar del Prado a la penitente; en el de Araoz a la misionera. Jonathan Brown apunta (1986, pág. 34) cierta ambigüedad en la definición del espacio, como suele suceder en las obras tempranas. Al pintar Velázquez una figura de pie "un tipo de pose que impele al artista a proporcionar la ilusión de un suelo", parece como si lo inclinara hacia arriba, en lugar de seguir las reglas de perspectiva lineal, lo que permite plantearse la cuestión de que "Velázquez pudiese ignorar la perspectiva lineal". Conociendo su independencia, más nos inclinamos a la segunda hipótesis, que la conociese y hubiese decidido no usarla. De hecho, al joven pintor ya no le interesa la definición del suelo, que vemos expresado según las reglas en el "cuadro dentro del cuadro" con Jesús predicando a María Magdalena al fondo de Cristo en casa de Marta [CAT. 2] aproximadamente de la misma época que el retrato de la monja. La sensación de verticalidad del suelo se debe, en buena parte, al letrero que lo ocupa a ambos lados de los pies de la retratada; pero para ponerla en un espacio real, al pintor parece bastarle con la sombra que produce en el suelo, lo que llevará a sus últimas consecuencias en 1632, al pintar al comediante Pablo de Valladolid sobre un fondo uniforme (claro, en este caso) cuyo modelo se define simplemente por las sombras de las piernas [CAT. 57]. También manifiesta su incapacidad (o falta de interés) en idealizar lo que pinta. Esta virtuosa y culta religiosa más parece un memento mori, una vanitas vestida de estameña, que el retrato de una madre querida y venerada. Nunca pintó Velázquez una figura tan poco acogedora. Ello prueba su falta de vocación hacia una pintura religiosa a la que, de seguir viviendo en Sevilla, hubiera tenido que adaptarse.
JULIÁN GÁLLEGO
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Del Catálogo de la exposición sobre el Diego Velázquez,
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Indice del monográfico |