59 La coronación de la Virgen

 

Lienzo. 176 x 124 cm

Madrid. Museo del Prado, 1168

 

pRocEDENcIA   Pintado para el oratorio del cuarto de la reina en el Alcázar de Madrid / Después del incendio de 1734, estuvo depositado en el convento de San Gil el Real / Figura en el Palacio Nuevo en los inventarios de 1772 y 1794 / Desde 1819 se encuentra en el Prado.

BIBLIOGRAFÍA    Curtis 5, Mayer 17, Pantorba 83, López Rey 23, Bardi 86, Gudiol 96.

 

     

 

 

         Las opiniones no concuerdan sobre la fecha de este lienzo, cuya autografía está fuera de duda. Según el catálogo del Museo se pintó hacia 1641-42 para el oratorio del cuarto de la reina, en el Alcázar madrileño. Palomino creía el cuadro anterior, coetáneo del de Las Lanzas, aunque con el mencionado destino. En cambio, observando la sutileza y soltura de su manera, Madrazo, Cruzada, Beruete, Justi y otros estudiosos lo sitúan en la última época del artista, con lo que cambia la reina, para cuyo oratorio se pintó, y que, de ser Isabel de Borbón pasaría a ser Mariana de Austria. Luego ha prevalecido la primera fecha, y así lo admiten Allende-Salazar, Mayer, Lafuente, Pantorba y Bardi, proponiendo Camón Aznar la de 1643 ó 44, lo que, en relación con la noticia que da Viñaza en sus Adiciones (1-27) de que fue copiado por el pintor zaragozano Jusepe Martínez para La Seo de Zaragoza, le hace pensar que Velázquez pudo concluirlo en esa ciudad lo que "permitiría hacer compatible la dedicación de este lienzo al oratorio de la reina (Isabel de Francia)... y el año de 1644, que es el que estilísticamente corresponde a esta composición, de tintes tan carminosos y de dicción tan leve y delgada". (Camón, Velázquez, II-666). En cambio, Gudiol vuelve a Palomino y lo data hacia 1635.

La composición puede derivar, como se ha señalado, del mismo tema por el Greco (versiones del Prado y de Illescas, San José de Toledo y colecciones Epstein y Talaveruela), lo que admiten Moreno Villa y acentúa Sentenach. Otros hablan de una estampa de Durero, de 1510; Gerstenberg piensa en un Rubens, aunque de estilo y dinamismo opuestos; Camón alude a sendas estampas, sacadas por Jan Sadeler y por Karel de Mallery, de un cuadro de Martín de Vos. De hecho, la escena celestial apenas puede concebirse en otro orden, con el Padre a la derecha, el Hijo a la izquierda y el Espíritu Santo, en forma de paloma, volando sobre la cabeza de la Virgen, sentada en un plano inferior.

          Sin embargo, Velázquez le ha insuflado su acostumbrada originalidad, residente, más que en la iconografía del tema, en el modo de tratarlo, en la naturalidad de posturas de los personajes sentados, en la humanidad de sus cabezas, en la entonación roja que vira hacia el carmesí en los mantos, hacia el morado en las túnicas del Padre y el Hijo, lo que, en unión de la silueta sanguinolenta del grupo sobre el fondo luminoso de nubes, puede recordarnos un gran corazón, cuya parte superior se transforma en el aro de flores (delicadísimo) que sostiene el Hijo y el Padre Eterno, desusadamente calvo y con un orbe de vidrio transparente en la otra mano. Ello me ha permitido (1988, pág. 266 y ss.) aventurar, como hipótesis posible, la relación de este gran corazón con el de la Virgen, quien señala delicadamente su posición en el pecho con la punta de los dedos (y no con la mano abierta de las ofrendas místicas), todo ello acaso inspirado por la temprana devoción al Sagrado Corazón de María, ya recomendada desde 1611, en unión de la del de Jesús, por San Francisco de Sales. En 1676, fray Antonio de Fuente Lapeña, provincial de los Capuchinos en Castilla, recogía, en su curioso libro El Ente dilucidado, la teoría, aseverada por "muchos autores", de que Jesús fue concebido en el corazón de su Madre, lo que años después sería condenado por el Santo Oficio. Eso no impide que hubiese podido gozar de la veneración de la reina Isabel, para cuyo oratorio fue encargado el cuadro.

Sea lo que fuere, este cuadro, a primera vista no muy atractivo, se revela, en una contemplación más pausada, como uno de los más admirables del artista, por una técnica adecuada a cada fragmento de la composición, espesa y acartonada en las gruesas vestiduras, suelta y penetrante en las cabezas y manos (se ha recordado ante la de la Virgen -como ante su lnmaculada de Londres- la concentración de La cieguecita del escultor Martínez Montañés en la catedral de Sevilla). Los dos angelotes que juegan con las caídas del manto de la Virgen, al que se imprime una curvatura en pico que todavía recuerda más la tradicional imagen de un corazón humano, así como las dos parejas de querubines que están a sus pies (como escapados de una peana de Alonso Cano) acentúan con su revoloteo la sensación de pesantez del grupo principal, ante ese celaje que puede recordar, como también la Paloma radiante, a El Greco. El cuadro, tras el incendio del Alcázar, del que se salvó afortunadamente, en 1734, se depositó en el convento de San Gil, donde estuvo atribuído a Alonso Cano. Ponz lo vio en el Palacio Nuevo, ya devuelto a Velázquez, a fines del siglo XVIII.

 

JULIÁN GÁLLEGO

 

 

Del Catálogo de la exposición sobre el Diego Velázquez,
que se presentó en el MUSEO DEL PRADO a principios del año 1990,
bajo las auspicios del Ministerio de Cultura de España y 
el patrocinio de la Fundación BANCO HISPANO AMERICANO

 

     

Indice del monográfico
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