62 Las hilanderas o La fábula de Aracne Lienzo. 167 x 252 cm; con los añadidos, 220 x 289 cm Madrid. Museo del Prado, 1173 PROCEDENCIA Figura inventariado entre los bienes de don Pedro de Arce, montero del rey, en 1664 I Figura después en la colección del duque de Medinaceli y pasó a las colecciones reales a comienzos del siglo XVIII I Aparece registrado en los inventarios del Palacio del Buen Retiro entre 1734 y 1772 y en el Palacio Nuevo en 1772 y 1794 I Se encuentra en el Prado desde su fundación, en 1819. BIBLIOGRAFÍA Curtís 23, Mayer 130, Pantorba 120, López Rey 56, Bardi 119, Gudiol 133.
Los catálogos del Museo del Prado lo describen, hasta 1945, como "Obrador de hilado y devanado y pieza para ventas en la fábrica de tapices de Santa Isabel, de Madrid. Cinco mujeres trabajando. En la habitación alta, tres damas contemplan un tapiz de tema mitológico, en el que se ve a Minerva y ]uno". Sin embargo, esa explicación no parecía satisfactoria, dada la entidad de esta obra maestra. Ortega y Gasset supuso que encubría un tema mitológico, acaso las Bodas de Tetis y Peleo, acaso las Parcas; Angulo Íñiguez afinó más la interpretación, al recordar la "Fábula de Aracne", que Ovidio recoge en sus Metamorfosis (Libro VI) y que cuenta que Palas-Atenea (es decir, Minerva), hábil en todas las artes, se molestó al saber que Aracne, una doncella lidia, presumía de ser la mejor tejedora de tapices y se había permitido representar a Júpiter, padre de Minerva (por generación casi espontánea), sin mediar amoríos, en algunos de éstos, en especial el de adoptar la apariencia de un toro para raptar y gozar a la doncella Europa. Minerva castigó a la indiscreta artesana convirtiéndola en araña. María Luisa Caturla halló, algo después, un inventario de las pinturas que poseía el montero del rey, don Pedro de Arce, en su casa de Madrid, en 1664, y en el que figuraba una "Fábula de Aracne, de Velázquez", y se ha dado por probado que éste es el tema del cuadro, en el que el pintor, bajo apariencias cotidianas, nos conduce a ideas neo-platónicas que no hubiera desaprobado los contertulios de la "academia" sevillana de su suegro, Pacheco, (Sobre este tema del simbolismo escondido bajo apariencias de realidad figurativa puede verse, entre otros, mi libro Visión y Símbolos en la Pintura Española del Siglo de Oro, 1.ª edición francesa de 1968, a la que han seguido tres españolas; sobre el cuadro en cuestión hay una copiosísima bibliografía, entre la que destacaré los nombres de Angulo, Azcárate, Enriqueta Harris, Trapier, Emmens y Tolnay). Diego Angulo Íñiguez descubrió en 1947 (Velázquez, cómo compuso sus principales cuadros), que las dos mujeres sentadas en primer término son una imitación literal de los dos efebos ignudi colocados, en la bóveda de la Capilla Sixtina, a los lados de la Sibila Pérsica, convertidos en una suerte de "travestis" madrileños, sin que nadie, hasta esa fecha, los descubriera; lo que había de ser, para Velázquez, la demostración de que los miguelangelistas que le reprochaban no saber dibujar no habían nunca visto a Miguel Angel. No cabe, en este comentario forzosamente breve, detenerse en esas discusiones, que a veces demuestran que tampoco nuestros contemporáneos han visto el cuadro, realmente; e incluso mirando el cuadro muy de cerca, apenas podemos distinguir, en la pieza del fondo, los personajes reales de los pintados: hay tres damas, que parecen reales (una de ellas mira hacia nosotros en ese cuidado de los barrocos de poner sus escenas en comunicación directa con el público), pero tras ellas hay dos personajes (Minerva armada y Aracne) y un tercero (un fragmento del Toro-Júpiter llevándose a Europa, según Tiziano) que Tolnay, Trapier, Azcárate, Harris y Angulo ven en campos distintos, los dos primeros en la realidad y los últimos, tejidos, mientras Harris cree que todos forman parte del tapiz que contemplan las damas modernas. Para colmo de confusiones, el lienzo sufrió un añadido en la parte alta y a los lados, tan acomodada a su ambiente que hay quienes la creen original y que, en todo caso, ha sido la imagen que los visitantes del Museo han tenido durante cerca de dos siglos; en la actualidad, y sin recortar el lienzo, para evitar protestas, se expone alternativamente entero (o sea con los añadidos) y reducido a su origen (ocultando los bordes bajo el tapizado de la pared). Hay autores que prefieren dejarse de interpretaciones simbólicas y reducen el cuadro a la visita de tres damas (una de ellas posiblemente de la real familia) a la manufactura de Santa Isabel. Aun así, Velázquez sería genial, al pasar al fondo (suerte de "cuadro dentro del cuadro") lo principal (convenientemente subrayado por Le Brun en la Visita de Luis XIV a la manufactura de los Gobelinos, en París), que sería esa visita y enfatizando el trabajo de Las hilanderas. En la imposibilidad de alargar el tema, señalemos, como posible, la interpretación de Charles de Tolnay (1949): Minerva y Aracne son los personajes "travestis" del primer plano, pero también los del tercero, primeramente como símbolos de las artes manuales, pero al fondo referidos al arte de la Pintura, tan defendido en su nobleza por pintores y tratadistas, Pacheco entre ellos (Gállego, 1976). La luz del Arte (el fondo) ilumina el oficio servil del primer término. Sería, como Las meninas, un alegato a favor de la nobleza e ingenuidad (exención de impuestos) de la Pintura frente a los oficios manuales. En la primera domina la Idea sobre la ejecución. El cuadro se considera de la última época del pintor, de hacia 1657, "hecho de modo que parece no tuvo parte la mano en la execución, sino que le pintó sola la voluntad" como escribe, oportunamente para nosotros, Mengs a Ponz en una carta que éste incluye en su Viaje de España (VI, 1776). Sería, pues, posterior a Las meninas (1656) y una de las últimas obras de Velázquez. Es curioso que este cuadro no fuera pintado para el rey, sino para su montero, lo que explica que no entrase en las reales colecciones hasta el siglo XVIII en que, al parecer, se agrandó, tras el incendio del palacio viejo en 1734, en que sufrió algunos desperfectos. La composición varía según incluyamos o no el arco ("muy goyesco", según J. Rogelio Buendía en El Prado Básico, pág. 226). Muy concreta y cerrada si el cuadro se reduce a su origen, se diluye aunque gana en aire con la añadidura, con la que algunos elementos (como la escala de madera, que no se sabe donde se apoya) quedan mal explicados. Se ha elogiado mucho el garbo y la belleza de la obrera que devana, a la derecha (Aracne), y sobre cuya nuca y espalda cae la luz; pero no es menos asombrosa la vieja de la izquierda (Minerva) cuya rueca va tan aprisa que sus radios desaparecen al impulso de una mano que ya no es más que una mancha: increíble representación dinámica, dos siglos y medio antes de que la pintura europea se propusiera (con los futuristas en particular) la expresión visual del movimiento.
JULIÁN GÁLLEGO
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Del Catálogo de la exposición sobre el Diego Velázquez,
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