No es fácil, a tanta distancia y tras tanto mito y rumor legendario, aceptar una única imagen de Alejandro; múltiples son los retratos y divergentes las interpretaciones. Lo eran entre los autores antiguos, lo son aún más entre los modernos. Como destaca Cartledge, late tras los fulgores de su biografía un persistente enigma: "¿Qué clase de hombre era, en la medida en que era un hombre (y no un dios o un héroe)? ¿Era el sensato Alejandro de Ulrich Wilcken?, ¿el caballeresco y visionario Alejandro de William Woodthorpe Tarn?, ¿el titánico y hitleriano Alejandro de Fritz Schachermeyr?, ¿el homérico héroe de Robin Lane Fox? ¿o el amoral y pragmático sin escrúpulos Alejandro de Ernst Badian y Brian Bosworth? ¿O no era ninguno de ellos, o algo de todos, o de algunos de estos? Faites vos jeux, mesdames et messieurs".

Sería fácil, y superfluo, añadir nombres a la lista. Pero, simplificando mucho la cuestión, se pueden distinguir dos tendencias: la apologética de quienes magnifican la juvenil figura del conquistador macedonio como el inspirado y audaz creador de un nuevo mundo, un imperio universal de amplios horizontes, y otra, más rigurosa y escéptica, que destaca los terribles costes humanos de la conquista del imperio y la ambición tiránica y el talante a la postre despótico del monarca macedonio. En esa línea, estudiosos más críticos (Badian, Bosworth, A. R. Burn, Peter Green, Roger Caratini, etcétera) reconocen el genio militar de Alejandro, pero discuten su magnánimo carácter y su perspectiva política. (Y no falta algún extremista que lo trata de alcohólico belicoso o paranoico con fortuna). La biografía de Lane Fox, en cambio, se sitúa claramente en la de los admiradores sin reserva del gran conquistador como héroe romántico, impulsado por su pothos, su anhelo infinito, línea que viene del prusiano Johann G. Droysen (1833), y que se continúa con libros espléndidos como los de William Woodthorpe Tarn (1979) y Nicholas G. Hammond (1989).

El texto de Lane Fox (1973) presenta a Alejandro como el último héroe clásico, joven y homérico, émulo de Aquiles y de Heracles, un combatiente de increíble audacia siempre en primera línea y a la par un estratego genial, y un explorador ansioso por alcanzar los confines del mundo. Con vibrante estilo, la narración sigue su itinerario y describe sus gestas, comentando los textos con agudeza y describiendo con gran precisión tanto las grandes batallas como los paisajes del itinerario alejandrino. Como, por ejemplo, la marcha por el desierto libio hacia el oasis de Siwa o el paso del escarpado Hindu Kush. Tiene un cierto aire de Heródoto cuando nos habla de las nuevas plantas y los pueblos exóticos, o de los usos bélicos de los elefantes, la nueva arma de guerra en el camino a la India. Examina críticamente todos los testimonios históricos y evoca muy bien los datos geográficos, y recuerda a otros viajeros por tierras asiáticas. Por su vivaz narración y su riqueza de detalles esta biografía conserva aún, treinta años después, todo su juvenil encanto, y sugiere por qué Oliver Stone tuvo a Lane Fox como asesor en su filme de aire épico. Las precisas notas finales acreditan su sólida erudición.

Paul Cartledge se distancia del tono novelesco de Lane Fox e intenta lograr un equilibrio crítico entre las dos líneas mencionadas. Sin un perfil romántico y sin ningún gran ideal filantrópico, su Alejandro es un fogoso caudillo macedonio de desenfrenada ambición, atento a su gloria personal, amante del poder absoluto, desdeñoso de los griegos, arrogante y audaz con exceso, despiadado o generoso según sus conveniencias, y un genio indiscutible de la guerra (tanto en las grandes batallas como en los asedios más arduos), invicto por su buena fortuna. Con el pretexto de vengar a los griegos atacó a los persas, se libró pronto de quienes se oponían a sus planes y se convirtió en el heredero del trono persa con toda su pompa asiática, reclamando para sí honores divinos. Su muerte en Babilonia truncó su meteórica gloria. Luego lo envolvió la leyenda, que mitificaba su figura en un mundo que él conquistó para el helenismo a través de nuevas ciudades. Paul Cartledge, catedrático en Cambridge, ha escrito un texto perspicaz y ameno, y no sólo para lectores académicos, atento a los recientes datos arqueológicos y a los estudios últimos, con fina crítica y un estilo brillante. (Esos méritos tiene también su reciente Termópilas, Ariel, 2007).

Las crónicas cercanas y los relatos de quienes lo conocieron y siguieron se nos han perdido. Las más antiguas biografías de Alejandro llegan desde tres o cuatro siglos después de su muerte. Y ya entonces se mezclaba la historia y la leyenda. De modo que muchos autores actuales prefieren hablar también del mito de Alejandro cuando enfocan su biografía. Valgan como ejemplos el libro de Claude Mossé, Alejandro Magno. El destino de un mito (Espasa Calpe, 1994), o el de Antonio Guzmán Guerra y Francisco Javier Gómez Espelosín, Alejandro Magno, de la historia al mito (Alianza, 1997). No sorprende que una figura tan extraordinaria, un héroe que a los veinte años era rey de Macedonia y a los treinta llegó invencible hasta el Indo tras conquistar un inmenso imperio, y apenas tres años después murió de pronto en Babilonia, y tuvo tumba y templo como un dios en Alejandría, diera lugar no sólo a diversos relatos históricos, sino a un montón de fantásticas leyendas. A su ansia de gloria le faltó un Homero, pero chispas de su esplendor prendieron en el mito popular. De todo ese largo conjunto de relatos en torno a Alejandro y su saga legendaria se ocupa el reciente libro de Gómez Espelosín, que analiza la imagen y las gestas del gran macedonio desde los textos antiguos a los ecos modernos en las novelas y en el cine. Lo hace con su habitual rigor crítico y amena prosa, en diez sugerentes capítulos, seguidos de notas de bibliografía claras y actualizadas. Los libros sobre Alejandro suelen concluir con un capítulo sobre sus leyendas y su legado. Éste es, en mi opinión, el más completo en su panorámica y el que mejor recoge los últimos estudios.

El libro de Nicholas J. Saunders se titula en inglés Alexander's tomb y trata sólo de ese tema: la tumba de Alejandro. Pero lo hace con una magnífica y completa perspectiva, desde su comienzo, que evoca la muerte del gran monarca en Babilonia, las disputas por su féretro y el traslado de su cadáver a Menfis y luego a Alejandría por un audaz golpe de mano de Tolomeo, y la erección allí de su fastuosa tumba hasta la misteriosa desaparición de cuerpo y tumba seis siglos después. Nada queda del fastuoso mausoleo (Sema) que albergaba su cuerpo momificado, envuelto en purpúreo manto y ataúd de oro, que fue meta de peregrinación para sus admiradores durante siglos -allí lo visitaron César, Augusto, Adriano y Caracalla-. Muchos lo han buscado en el subsuelo y las ruinas de la ciudad en vano. Ninguno de los que lo visitaron lo describe, pero acaso dejó sus reflejos en los redondos mausoleos romanos de Augusto y de Adriano. Fue emblema de Alejandría y su más oscuro misterio. Desapareció por los mismos años en que, a sugerencias de Constantino, los cristianos encontraban el sepulcro de Cristo en Jerusalén. Extraña coincidencia. "Decidme, ¿dónde está la tumba de Alejandro?", clamaba, con júbilo, el pío Juan Crisóstomo a fines del siglo IV. ¿Quién se llevó su momia? ¿La albergó algún tiempo el sepulcro de Nectanebo II? La historia que cuenta Saunders, y cuenta muy bien, es interesantísima, y se deja leer como un estupendo texto novelesco. Relata con detalle periodístico los más recientes intentos arqueológicos de hallar el famoso sepulcro -en el oasis de Siwa o en Macedonia-, todos ellos fracasados. Un afán quimérico sigue flotando en esa búsqueda peregrina. Aún persiste el empeño, tal vez porque, escribe Saunders, "tanto muerto como vivo, Alejandro representa la inquietud del espíritu humano". En su aspecto más heroico, como lo supo el mito.

Abundan las ficciones novelescas modernas sobre Alejandro. (Las más notables pueden verse bien comentadas por Gómez Espelosín). Novelas como las de Klaus Mann, Mary Renault, Valerio Manfredi, Gisbert Haefs han recreado con sus luces y sombras, y con notable éxito, su fascinante y heroica figura. Ahora vuelve a novelarla con ágil prosa José Ángel Mañas en El secreto del oráculo (Destino, 2007).

En fin, las novelas históricas prolongan una tradición de muchos siglos. Recontar las hazañas y el destino trágico del héroe que quiso ser un último dios es una tentación de lejanos precursores. Recordemos no sólo al pintoresco Pseudo Calístenes, que cinco siglos después de su muerte escribió la primera Novela de Alejandro, de inigualable éxito, sino, como más próximo, al estupendo poeta castellano de nuestro Libro de Alexandre, redactado a comienzos del siglo XIII, por las mismas fechas en que en Persia el gran poeta Nizami componía el más extenso libro de igual título: el Iskandarname. El rastro histórico y mítico de Alejandro, probado está, aún nos fascina.

 

 
 

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16/02/2008 Babelia, El Pais

 

CARLOS GARCÍA GUAL