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Resumen En este artículo pretendemos mostrar la inconveniencia de aplicar las categorías de lo culto y lo popular como base para reducir toda la poesía castellana del siglo XIII a dos mesteres o escuelas poéticas (juglaría y clerecía). A través de la crítica de la engañosa noción de lo popular, tan cara al tradicionalismo, y partiendo de ejemplos extraídos de la Razón de amor y del Libro de Apolonio, pretendemos sugerir una lectura apegada a la radical historicidad de los textos dentro de sus problemáticas de base concretas, muy alejadas en realidad de esa supuesta lucha entre una norma culta y otra popular. Palabras clave : mester de clerecía, mester de juglaría, cuaderna vía, poesía castellana del siglo XIII, literatura culta, literatura popular.
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Popularismo y afectividad.- En una Historia de la literatura española básica para la formación de los escolares durante el meridiano del siglo XX en España, se explicaba José Manuel Blecua las semejanzas del mester de clerecía con el de juglaría “porque no era fácil romper con una tradición poética que, sobre ser tan nacional, era tan querida por el pueblo” (1943: 22). Traída aquí una observación así no deja de ser el recordatorio de un juicio anacrónicamente taxativo, y digamos que tampoco haríamos nada original ni novedoso con reprocharle a Blecua su caída en ese típico cliché neorromántico que tiende a remontar, no ya sólo los orígenes sino, incluso, una conciencia plena de nacionalidad a la Edad Media. Sin ese prurito de querer ver lo popular y lo nacional conjuntamente encarnados en un maremágnum de documentos poéticos insólitamente definidos en la crítica española como mester de juglaría, sin esa película de nacionalismo en la retina, no se entienden las historias de las literaturas nacionales como la que él está escribiendo en ese momento, siempre preocupadas por construir una épica del espíritu de la nación a través de su figuración literaria. Lo que nos proponemos abordar aquí es más bien la historia de un amor desdichado o, dicho de otro modo, tratar de explicar por qué el mester de juglaría fue durante tanto tiempo visto como la máxima expresión literaria nacional del Medievo frente a una más o menos extranjerizante clerecía. Puestos a entrar en esa contraposición un tanto falaz entre dos mesteres, ¿por qué el tan querido por el pueblo tenía que ser necesariamente el de los juglares?, ¿o cómo Blecua, o cualquiera de nosotros, puede dar por hecho algo así por las buenas? Claro que se puede argüir que el pueblo -signifique lo que signifique una palabra tan grande- habría gustado de narraciones épicas y bellas canciones frente a la monótona cadencia de la cuaderna vía, pero incluso algo que nos parece tan evidente como eso tal vez sea demasiado suponer. Lo que quiera que significase la percepción de una y otra cosa para el hombre del Medioevo (¿y para cuál de los posibles “hombres del Medioevo”, además?) es un don que definitivamente nos está vedado, y como mucho sólo podemos hacer algunas conjeturas a partir de los datos recopilados sobre la difusión de los textos. Pero nada de ello obsta, sin embargo, para que podamos saber algo acerca de los criterios que rigen en la percepción de Blecua, pues de esos sí que estamos relativamente cerca. Blecua aprendería a leer bajo el magisterio de Menéndez Pidal, y esto quiere decir algo tan simple como que incluso los maestros tienen sus maestros, y que sus enseñanzas son ecos que, no por resonar en la distancia, dejan de provenir de una voz concreta. En ese sentido, todo el armazón estético idealista en el que se venía legitimando y sistematizando el criticismo burgués desde los siglos XVIII y XIX estaba dispuesto para desembocar en aseveraciones como la de Blecua. A veces hay que volver sobre los propios pasos: al tratar de elaborar una filosofía de la estética, Hegel había convertido al arte en “este otro” (1985: 28) del espíritu, es decir, en la alienación de este último -frente a esa especie de estado puro que sería el pensamiento- bajo la forma del sentimiento y la sensibilidad, arrebatándole así de alguna manera al arte la propiedad de poder expresar en grado sumo pensamientos y conceptos (nada que ver, por cierto, con el ars escolástico de los medievales, hasta cierto punto mucho más cercano a la artesanía). Luego Hegel hablaría de arte “romántico” o “cristiano” como superación de lo ideal o momento en el que la idea es transformada en el espíritu, pasando a ser la forma simbólica sólo por eso, pero quedando ésta como algo al fin y al cabo irrelevante frente al dominio del sentimiento, de la idea o del alma, es decir, del espíritu. Quiere esto decir que la forma, convertida en elemento meramente accidental, no tendría otra propiedad más importante que la de de simbolizar todo ese contenido del espíritu que vendría a ser, por sí mismo, lo “esencial, grande, sublime, respetable y verdadero” (47), en palabras del propio Hegel. ¿Y acaso no están así ya todas las cartas dispuestas sobre la mesa? Se nos plantea un razonamiento prodigiosamente tautológico: si el contenido del espíritu, en sentido hegeliano, comprende todo aquello que es esencial, grande, sublime, respetable y verdadero, y eso para la escuela pidaliana sólo puede ser la tradición, supuestamente expresada en estado puro por los juglares, la cosa está clara, y es que el espíritu tradicional se habría mostrado en ese anisosilabismo de la juglaría (esto es, en esa liberación de la forma por la pujanza del contenido de un supuesto espíritu tradicional-popular). Dicho de otro modo: el anisosilabismo de la juglaría no sería sino el fruto directo del sentimiento y la sensibilidad populares hacia la tradición, mientras que el isosilabismo de la clerecía se caracterizaba por todo lo contrario, es decir, por la rigidez de la norma latina culta y por la mirada hacia Europa que había irradiado desde Cluny. Lo popular sería una manera alienada de ese espíritu que siente la tradición mientras que lo culto sería ese mismo espíritu en su faceta, digamos, más seria, más cercana al pensamiento y más distante de dicha tradición. Por eso quizá no resulte exagerado definir al tradicionalismo como la construcción de una gesta sobre las gestas pero, de este modo, el llamado mester de clerecía sólo habría podido, como mucho, contagiarse del esencial y -siempre supuestamente- verdadero espíritu tradicional del primero. Y nada más. Esta es la idea que creo que de fondo sostiene el tópico del préstamo de fórmulas y del contagio (siempre de la juglaría a la clerecía) entre los dos mesteres, tan presente aún hoy en la literatura de los manuales. La poesía del siglo XIII castellano quedó reducida así a la confrontación entre una escuela culta y una escuela popular, lo cual en cierta manera no es gratuito en tanto que en las más profundas raíces de esta terminología lo que ha quedado anclado es la suposición de que el espíritu tradicional castellano, es decir, el popular mester de juglaría, encarnando los valores esenciales de Castilla, matriz de España, habría vencido en virtud de su propia fuerza a esa “primera escuela de poesía erudita en el arte castellano”, como la definiese Menéndez Pelayo, llamada un tanto discutiblemente mester de clerecía [1]. Pero ahora bien: ¿es esa la problemática que de veras late en el corazón de las obras pretextadas? Vamos a detenernos un momento en esto. Muy conocidos son los siguientes versos de la Razón de amor:
Y no menos célebre es esta cuarteta 483 del Libro de Apolonio, en la que Antinágora informa a un rey Apolonio abatido por mil penalidades y recién llegado a la ciudad de Mitalena de que:
En el primer caso el estudiante extraviado de la Razón de amor contempla a la doncella esperando a su amado, ese clérigo que sabe mucho de trobar, de leer e de cantar. En el segundo el apesadumbrado rey Apolonio todavía no sabe que esa tal juglaresa que le ha de sacar la queja del corazón no es otra que su, antaño perdida, hija Tarsiana. Lo que nos importa ahora son los paralelismos entre ambos textos: en el primer ejemplo un clérigo es mencionado en un poema ajuglarado acerca del cual, para más señas, se nos dice ya en el quinto verso que “un escolar la rimó” (Razón de amor 1996: 225), y en el segundo una juglaresa es la que resulta mencionada en un poema clerical; el primero muestra una versificación irregular, y el segundo cumple a rajatabla con las leyes de la cuaderna vía; y en ambos la figura del juglar no parece quedar mal parada. Las especulaciones, por tanto, resultan evidentes: podríamos estar ante un texto, el primero, formalmente ajuglarado pero de autor clerical, mientras que en el segundo caso la autoría clerical, innegable desde la doble acepción de la palabra clérigo en el castellano del siglo XIII como ‘hombre de Iglesia’ y ‘letrado’, no es excluyente con la benevolencia de las formas y el mundo de los juglares hasta el punto de considerarlas dignas para el consuelo del corazón de un rey. La ecuación de manual que suele establecerse es del todo previsible: tenemos una forma popular y otra culta que no encubren su mutua simpatía, que a veces se tocan y se nutren la una a la otra. Tal parece haber sido la conclusión tradicional del -valga la redundancia- tradicionalismo. Ahora bien, sobre el cómo se llega a procesar la lectura de tales fragmentos a través de las categorías de lo culto y lo popular quizá tengamos algunas cosas que decir todavía.
Norma poética culta y norma poética popular.- La transformación de Berceo en norma poética ya la elabora el poeta Jorge Guillén [2], para quien la prosa en román paladino debe entenderse, por una parte, como lenguaje de todos dirigido a todos y, por otra, como la marca de una diferencia que no sólo distingue entre “un lenguaje recóndito y poético de otro popular y prosaico sino una lengua escrita -el latín- de otra oral y practicada, medio de comunicación entre los «vecinos», el romance” (1967: 29). Guillén aquí se muestra más perspicaz que algunos medievalistas que después habrían de escribir sobre el mismo tema, aunque carezca del matiz cientifista con el que Paul Zumthor reclamaba en su día volver a la distinción entre los litterati y los illiterati con el objetivo de liberar a esta escisión entre lo latino y lo romance de toda rémora de folklorismo decimonónico, el cual la había convertido en una mera oposición entre lo culto y lo popular para acabar reduciendo toda consideración de la “literatura” anterior al siglo XVIII a uno u otro conjunto (1985: 1-2). Los matices que pone Zumthor son interesantes, puesto que la dicotomía litterati / illitterati no sólo sirve para designar a quienes saben leer frente a los que no; entre uno y otro polo hay muchos niveles de relación con la escritura, y tampoco conviene confundir la susodicha distinción con la otra que se da entre clérigo y laico (2-3), pues letrado (que es precisamente lo que Berceo haciendo uso de la humilitas dice no ser tanto) nos indicará el maestro ginebrino que era el que sabía latín, lo cual fue durante mucho tiempo un impedimento para el surgimiento de las lenguas vulgares, abogando así Zumthor por partir de la mucho más funcional bifurcación entre latín (escritura) y lenguas vulgares (oralidad) frente a la tan traída y llevada entre lengua culta y lengua popular (3). Allá por los siglos XII y XIII, señalará Zumthor, se producirá un proceso de auto-colonización en los primeros textos de las lenguas vulgares que él define como “soumission aux valeurs qui semblent propres à l’écriture latine; absortion d’élements de savoir et de traits mentaux que celle-ci véhicule” (4). Lo que nos parece a nosotros que empezamos a detectar a partir de un determinado momento -y eso es Berceo a través de la humilitas y eso es el Alexandre a través de la tópica del largo seer que implica la posesión del saber- no es, por tanto, la lucha entre un lenguaje culto y otro popular [3], sino simplemente la lucha de la lengua romance por legitimarse como escritura a imagen y semejanza de la Escritura, algo que en realidad sólo le preocupará a la clerecía. Como escritura, eso sí, menor, y relativamente corrupta o manchada, pero también infatigable glosadora de la Escritura y, en tanto tal, dispuesta para ilustrar los signos que Dios ha depositado sobre el mundo. De ahí a aupar como representativos del espíritu de las naciones a una serie de, por qué no decirlo, toscos manuscritos a los que dudosamente se les hubiera podido aplicar en su momento la consideración misma de escritura -pues recordemos que el Cantar de Mio Cid no es nada más que una palabra suelta en el aire hasta que es recogido como escritura en las crónicas- media muy poco [4]. De manera que sucedió que el último eslabón de la cadena de la glosa, esto es, sus plasmaciones en lengua romance, de pronto fueron enaltecidas como orígenes de la Historia de la literatura nacional (id est, como origen del espíritu de la nación concretándose en “literatura”); ya fuera normativizándolos como parte de una variante popular o como parte de otra culta, convirtiéndolos en un mismo-castellano o en un otro-europeo, fueron despojados los textos de toda su historicidad concreta de partida [5], y así hasta ir derivando su estatus dentro del estudio de la literatura española en “una actividad talmúdica, una infatigable exégesis textual de obras canónicas reservada a los eruditos, o bien en una visita al panteón de los ancestros” (Domíguez 2001: 22-23). Seamos algo más concretos: esos ancestros en cuadernas monorrimas de catorce sílabas, en tantos aspectos todavía tan indescifrables para nosotros, se fueron convirtiendo inexorablemente en norma literaria culta frente la práctica popular de la juglaría. Ya es bastante raro, sin embargo, suponer que culto y popular son términos que se oponen; de hecho, ya es bastante raro tratar de explicarse qué es lo que queremos decir cuando usamos el segundo de ellos.
El descubrimiento del pueblo.- Quizá no se pueda decir algo más incisivo para tratar de definir en qué consiste eso del pueblo que esto: “Algo que describían en términos de todo aquello que sus descubridores no eran (o pensaban ellos que no eran)” (Burke 1991: 43). Con esta sencillez asombrosa dejaba el truco al descubierto Peter Burke en un magnífico trabajo de 1978. Al abordar la cuestión de lo que él llama “el descubrimiento del pueblo” por parte de los estudiosos de la cultura popular, en realidad Burke ponía de relieve la posibilidad de que, más que “descubierto”, el pueblo hubiera sido “inventado”. Señalada la complejidad del problema, éste es mirado de manera frontal: el pueblo venía inventándose desde el siglo XVIII por una serie de intelectuales (Herder, luego los hermanos Grimm) los cuales, en su mayoría, “pertenecían a las clases dirigentes para quienes el pueblo era un misterio” (Ibid.). Y si ese misterio era todo lo que estas clases no eran o no creían ser, entonces “el pueblo era natural, sencillo, iletrado, instintivo, irracional, anclado en la tradición y en la propia tierra, y carente de cualquier sentido de individualidad (lo individual se había perdido en lo colectivo)” (Ibid.). Señala Burke cómo -y resumimos mucho- la oposición a Francia y a la Ilustración acabó por generar un movimiento neo-romántico de sesgo claramente tradicionalista que desembocaría en la reivindicación de la cultura popular, y de ahí el estudio del folklore por parte de los hermanos Grimm en Alemania, e incluso el costumbrismo de Mesonero Romanos en España. En esta misma línea podemos insertar también los pidalianos caracteres perdurables (Menéndez Pidal 1960), los cuales no dejarían de ser una consecuencia más -ni siquiera me atrevería a decir que de las últimas- de todo este proceso. Es posible que en literatura, y con especial fecundidad en el estudio de la Edad Media, apliquemos con una facilidad pasmosa la categoría de lo popular sin tener, quizá, una noción clara de lo que implica la idea misma de pueblo. Ya no es sólo que se haya dado por hecho, sin más, la existencia objetiva de éste, de acuerdo con los cánones modernos, en la Edad Media española, sino que incluso se ha puesto con insistencia el acento en su supuesto carácter motor e hiperactivo en la formación de la futura nacionalidad. ¿Cómo no se iba a escindir la poesía española del siglo XIII, entonces, en el esquematismo de los dos mesteres, el culto y el popular? Uno, el de juglaría, tendría forzosamente que representar el germen del genio nacional mientras que el otro, el de clerecía, habría de mirar hacia Europa y la Panromania. El círculo se ha repetido infinitamente, pese a que más allá de esta herencia dieciochesca y decimonónica podamos adivinar, por qué no, “un paisaje mucho más rico y variado” (Alvar 2007: 26). Pero un paisaje sobre el que la noción de lo popular serpentea como un fantasma.
Nebulosa popular y nebulosa tradicional.- Y hablamos de un fantasma que inquietaba al mismísimo Menéndez Pidal, quien en su lucha abierta con la reacción individualista acusaba al Romanticismo de haber provocado esta última, precisamente, “porque su concepto de la poesía popular anónima, poesía de todo un pueblo, fue confuso y nebuloso” (1957: VII). No es tan sorprendente entonces que don Ramón animase a “rehuir ese término popular, porque es tan ambiguo y despectivo, y porque es tan inoportuno que en él sobrevive hoy tenazmente un romanticismo larvado” (Ibid.). Pero tampoco hay que concluir de ahí que Menéndez Pidal fuese precisamente un anti-romántico furibundo, ni que se opusiese abiertamente al concepto mismo de lo popular, sino tan sólo al concepto confuso y nebuloso de cierto romanticismo, “como si lo popular fuese poesía de la naturaleza sin arte, extraña a la espiritualidad del individuo” (Ibid.). Desde el camino que él emprende sólo hay una salida: “Es necesario desterrar el adjetivo popular y sustituirlo por el más exacto, poesía tradicional” (Ibid.). Y eso, al final, no iba a ser sino reivindicar “una especie de neorromanticismo, que nos lleve a penetrar la esencia y la vida de esa poesía popular-tradicional” (VIII). De alguna manera el círculo se cierra para volver al mismo punto del principio, presentado esta vez ese supuesto influjo de un espíritu colectivo bajo la forma de un tradicionalismo en estado latente en el que la nebulosa noción de poesía popular cede ante la no menos vaporosa de poesía tradicional o de -término aún más significativo de este retorno al principio- poesía popular-tradicional. Ya es bastante discutible que decir tradición no sea en realidad sino reclamar inconscientemente un acto de filiación a unos parámetros ideológicos concretos que son así vueltos invisibles, esto es, que son eternizados al presentarse como los exponentes de una supuesta universalidad tradicional. Es éste un tema para la reflexión sobre el cual no vamos a insistir, puesto que es el concepto de lo popular (llámese popular-tradicional o popular a secas) lo que creemos persiste obcecadamente en el fondo de toda esta cuestión. Y no es un problema libre del influjo de la ideología dominante. Sabemos que la ideología burguesa clásica se ha legitimado no pocas veces al amparo de una “visión unitaria y deformadora de la realidad social que se esconde bajo el término pueblo” (Rodríguez y Salvador 1994: 138), y de ahí el carácter distorsionador que le atribuimos en este trabajo a un término tan recurrido. El problema no puede pasarse por alto: si ni siquiera podemos estar seguros de qué queremos decir cuando decimos pueblo, es más, si somos menos conscientes aún de lo que con él ocultamos, id est, la existencia de las clases sociales (o los estados y la servidumbre feudal que los articula en el Medioevo), cegados como nos deja el relumbrón de un término que ofrece una falsa imagen de unidad social… ¿cómo podemos siquiera ser conscientes de lo que queremos decir cuando hablamos de una literatura popular o de un mester popular?, ¿cómo podemos convertir en categoría estética algo derivado de un concepto tan escurridizo? El problema no es menor, insistimos, pero ahí están las historias de la literatura española, la literatura de los manuales, construyendo una y otra vez la ficción de esa nebulosa como si fuéramos nosotros mismos hablándonos a nosotros mismos desde la Edad Media gracias a la actuación transversal de ese supuesto espíritu humano triturador de formas y transmisor de contenidos anímicos inmutables por encima de toda mancha material. Ahí está, sin más, la illusio de una posibilidad de lectura directa para los textos del Medioevo [6]. Y ahí están los dos mesteres, el carácter culto y el carácter popular, como si con todo eso definiéramos sólidas realidades en lugar de fugaces fantasmas.
Volviendo a la radical historicidad.- Y ahí están también, y por suerte, los textos. Volvamos ahora a retomar a nuestro clérigo que sabe mucho de trobar, de leer y de cantar de la Razón de amor y a la una tal juglaresa en la que se acaba convirtiendo Tarsiana en el Libro de Apolonio. ¿Es realmente lo popular atravesando ambos textos con su fuerza incontenible lo que los define? De momento limitémonos a destacar el más obvio de los hechos: ambos están escritos en lengua romance, o ninguno de los dos está escrito en latín; esta lógica es completamente reversible. Pero, entonces, ¿es el uso del registro popular en uno y del registro culto en otro lo que los distingue? Por ahora hagamos el esfuerzo de imaginar lo que, indudablemente, sí tenemos: un poema asonantado y anisosilábico, de metros cortos, que hace referencia a un clérigo, y que seguramente era recitado por un juglar, en el caso de la Razón de amor; y una cuaderna con rima consonante, de metros largos, con referencia a una juglaresa, aunque es posible que fuese recitado por los propios clérigos, en el caso del Libro de Apolonio. La tentación primera es, insistimos, explicar que tal cosa se produce porque uno es popular y el otro culto, dando por hecho que la asonancia responde al carácter instintivo, espontáneo, no tan elaborado, etc., del gusto popular, mientras que la monotonía rítmica de la cuaderna vía sería justificable por estar concebida ésta para deleite de oídos cultos. En términos generales, la métrica de la Razón de amor, si es que no se concibió para que ésta fuera cantada, sí que parece claro que responde al menos a la necesidad de procurar cierta facilidad en la recitación oral, es decir, que está concebida para ser dicha. La complejidad rítmica de la cuaderna del Libro de Apolonio nos sitúa ante una problemática bien diferente, pues es la escritura lo que en ella misma se está produciendo, como es propio del engranaje del saber de clerecía partir de, y producir un, mester sin pecado (es decir, una escritura desde la Escritura), al margen de la forma en que fueran recitadas sus obras. Tratemos de afilar un poco más esto último recordando que la cuaderna vía, a través de sus hemistiquios de siete versos escindidos por una pausa, se basa en la continua reduplicación del siete, número alegórico por excelencia del Medioevo, entre otros motivos, por ser la suma del cuatro y del tres en la que, si el cuatro representa los cuatro puntos cardinales y los cuatro elementos, lo terrenal en definitiva, el tres representa lo espiritual como número correspondiente a las personas de la Trinidad (Pérez-Rioja 2000: 386-387). En la suma de ambos viene a cifrarse la escatología alegórica cristiana. Ahora bien, en la escritura de clerecía lo primordial es la glosa de la Escritura divina, de manera que la cuaderna vía pasa a ser el reverso material, mundano, del Libro escrito por la mano misma de Dios. En cuanto tal reverso muestra la cuaderna vía una doble faceta: por un lado constituye una obra elevada en la medida en que, como ese Libro al que modestamente se asemeja, tiene ritmo, medida y resonancia alegórica; y por otro lado conforma también una imagen degrada de ese mismo Libro que glosa en tanto que no deja de ser esta escritura un traslado terrenal, obra del hombre ejercida desde esa humilitas inherente a su condición de siervo del Señor, que se inscribe en los márgenes de la Escritura. Lo que importa es justamente eso: que el ritmo de la cuaderna vía lleva inscrito, en su propia disposición, la voluntad de ser la glosa del ritmo de la Escritura. Cuanto menos, todo esto es posible. Decir o cantar unos versos a partir de la voz y producir una escritura muy concreta parece ser, entonces, un elemento de separación entre ambas composiciones, sin que eso nos lleve necesariamente a concluir que es popular una y culta la otra. No se trata de que esta distinción tan habitual tenga por qué carecer de utilidad, sino más bien de adquirir conciencia de que insistir en ella como elemento motriz definitorio de la poesía del siglo XIII nos aparta muchísimo del problema que, de lleno, se plantea una y otra vez en los poemas de clerecía, id est el de la legitimación a través del ejercicio de la escritura (es decir, de la ostentación de la verdad que hay en la Escritura) por parte de los scholares clerici frente al lenguaje flotante, vagabundo como el dicho que una vez formulado se pierde, y no sujeto a la autoridad del Libro, de los juglares [7]. Por el contrario, la reiteración de que estamos ante una norma culta y otra popular, confrontadas en lo que serían los orígenes de una institución sólo muy posteriormente llamada literatura española, acaba por desviar una y otra vez esta problemática epistemológica recién mencionada hacia la lucha de un supuesto origen popular o tradicional de la nación castellana, matriz de la española, frente a los bárbaros -en sentido etimológico- cultos que escribían movidos por la energía de Cluny. Un problema que la clerecía sabe hábilmente enfocar desde el lado que mejor domina -el de la posesión de la escritura frente a quienes se valen de ella sólo para sustentar las falibles variaciones de la voz- es así reducido a una encubierta (o no tan encubierta) exaltación nacionalista de los juglares frente al europeísmo de los clérigos. Y todo ello tomando como excusa la forma de los textos. Por lo que respecta a la temática volvemos a ceñirnos a lo que sí tenemos: y lo cierto es que ninguno de los textos que hemos puesto como ejemplo produce en ningún momento la distinción culto / popular como sí ponen en juego entre ambos, de una u otra manera, los términos clérigo / juglar(esa). Como todos los términos, estos últimos también deben ser históricamente entendidos. En la Primera Partida, Título VI, Ley XXI, se deja claro que no debe elegirse para obispo ni para cargo eclesiástico mayor “homme que no sea letrado”, es decir -y como se explica dentro del mismo titulillo- que no sea de “grand clerizía” (Alfonso X 1984: 125). Implica esta clerizía “que sepa fablar latin e entienda lo que leyere porque pueda preigar al pueblo e darles consejo de sus almas o yudgar los pleytos de Sancta Eglesia según manda el derecho” (Ibid.). Y eso es, efectivamente, ser clérigo: saber latín y poder leerlo para instruir a un pueblo que, lejos de tener norma escrita propia, debe adoptar la que tienen aquellos que trabajan en el ejercicio de la escritura, los mismos que por eso mismo laboran en los menesteres de la Ley, siempre en última instancia derivada de la Escritura [8]. Eso también implica la superioridad que la muchacha de la Razón de amor ve en el hecho de ser clérigo y no cavalero, puesto que el primero es el instructor y el segundo el instruido. De Tarsiana, por lo demás, se nos dice que es juglaresa. A la hora de tratar de establecer la relación que conecta a ambos polos, el más alto de los clérigos y reyes y quizá el más ínfimo de los juglares, no carecemos de testimonios significativos en la Edad Media castellana. El Capítulo XIII del Libro de los doze sabios, cuyo significativo título, “Quel rey o prínçipe debe ser escaso en aquellas personas e logares de que se non espera alguna virtud”, nos ofrece un ejemplo impagable. Lejos el rey de andarse “en aquellas personas e logares de que non se espera alguna virtud nin bien”, puede sin embargo “a los truhanes e juglares e alvardanes en sus tienpos e logares convenientes fazer alguna graçia e merced”, ya que estos -siempre, no lo olvidemos en sus tienpos e logares convenientes- le han de procurar al príncipe “de entremeter a sus cordiales pensamientos algund entremetimiento de plazer” (1975: 88-89). He ahí la función relativamente ornamental de los juglares que, si saben permanecer en su sitio, procuran entretenimiento de plazer al propio rey sin que eso signifique en ningún caso que le propongan el saber que la clerecía va a poner en práctica a través de una maña de la escritura mucho más apegada al conocimiento de la Escritura. Por su parte, en la Ley XXI del Título V de la Partida Segunda (“De que alegrias deve el Rey usar a las vegadas para tomar conorte en los pesares”), leemos que junto a la práctica de los juegos de ajedrez dados y tablas conviene al rey “oyr cantares e sones de estrumentos”, tanto como gustar “de las estorias e de los rromançes, e de los otros libros que fablan de aquellas cosas de que los omnes reciben alegría e placer” (Alfonso X 1991: 70). Todo ello, por supuesto, siempre teniendo en cuenta que “non debe omne dellos usar sinon en el tiempo que conviene, de manera que aya ende pro e non danno. E mas conviene esto a los Reyes que a los otros omnes” (70-71), ya que “los cantares non fueron fechos sinon por alegria, de manera que reçiban dellos plazer, e pierdan los cuidados” (71), e ir más allá de esto simplemente “sacarie el alegria de su lugar, e tomarla ye en manera de locura” (Ibid.), de lo cual sobrevendrían “muchos dannos e muchos males e pesa mucho a Dios e a los omnes, porque es contra toda bondat” (Ibid.). ¿Y qué concluimos? Pues que el rey debe “bien usar” de estas estorias y rromançes [9], es decir, disfrutarlas “syn el pecado e la malestançia quel ende vernie” por el abuso de ellas, y nunca “dexando las cosas mayores por las viles” (1991: 70-71). ¿Nos habla esto de una norma culta y otra popular? Más bien, pensamos, nos puede servir para arrojar algo de luz a esa problemática entre la juglaría y la clerecía a las que los textos se refieren, señalando que tales términos no están en realidad marcando una distancia entre lo culto y lo popular sino, apropiándonos los vocablos utilizados en esta última cita, la que va de las cosas mayores hasta las viles. En el caso del rey una distancia así está perfectamente regulada: si gustar del canto para escuchar los romances e historias puede procurar placer, no es menos cierto que abusar de ellos podría llevar al abandono de los deberes fundamentales, y si el mismísimo rey debe evitar el pecado de la malestançia que se derivaría del abuso, los clérigos de la cuaderna vía lo van a tener mucho más claro. Por eso la escritura clerical en romance se presenta en todo momento como glosa del Libro, como suma de libros que no por estar escritos en romance dejan de narrar sus historias como diz la escriptura, y nunca como meros cantares de dudoso amparo en la Escritura. Por eso, también, la cuaderna vía va a ser siempre un mester sin pecado frente a otras prácticas poéticas. Y por eso, por último, el rey Apolonio no hace sino cumplir con esa parte del solaz que le corresponde cuando presta atención a la juglaresa Tarsiana, quien se lo puede procurar ante los muchos pesares que en cumplimiento de su tarea le han sucedido. De alguna manera restablece su corazón, que será andando el tiempo el corazón del reino mismo. En el Título XXI, Ley XX (“Commo ante los cavalleros deven leer los grandes fechos de armas quando comieren”), también de la Primera Partida, el tema vuelve a enunciarse con meridiana claridad, aunque esta vez referido a los caballeros. De estos se dice que “asy commo en tienpo de guerra aprendiesen fecho darmas por vista e por prueva, que otrosy en tiempo de paz lo apresiesen por oyda e por entendimiento” (1991: 188). Entre los más antiguos de ellos se indica también que acostumbraban “quando comien que les leyesen las estorias de los grandes fechos de armas que los otros fezieran” (189), hasta el punto de que “donde non avien tales escripturas fazienselo retraer los cavalleros buenos e ançianos que se en ello açertavan” (Ibid.). Sólo si esta opción fallaba entraban en escena los juglares, aunque siempre para -he ahí una evidente desconfianza hacia estos- “que non dixiesen antellos otros cantares synon de gesta” (1991: 188-189), lo cual no indica necesariamente que los juglares asumiesen la portavocía de ningún sentimiento nacional. Muy al contrario parece mostrarnos esta Ley XX que su función debía consistir en ensalzar la ideología de la casta caballeresca concreta o, de lo contrario, permanecer alejados con sus siempre condenables ganancias. He aquí, por tanto, la función mucho más modesta que concluimos del quehacer de la llamada poesía juglaresca o tradicional según se regula desde una prosa, la de la decimotercera centuria castellana, que a diferencia de lo que ocurre con la cuaderna vía de los clérigos casi siempre parece estar patrocinada por el poder regio: se trataba, como mucho, de integrar la música y el canto dentro del necesario esparcimiento del rey, siempre en su debido momento y sin excesos; y se trataba también -y aquí sí encuentran su espacio los juglares- de recordar el ascendente del linaje del caballero en los momentos en que no se encuentra guerreando. Dentro de estas regulaciones a los juglares sólo les habría quedado una salida, muy alejada de la quasi profética labor nacional que el tradicionalismo les ha atribuido y que nos ha legado: les quedaba saber ser siervos de sus señores terrenales como, por su parte, los poetas de clerecía sabrían presentarse bajo la condición de ser ioculatores Dei, es decir, siervos del Señor de todos los señores. Así que, volviendo a nuestro texto, no es de extrañar que el rey Apolonio sea encomendado a las habilidades que Tarsiana posee como juglaresa justo en un momento en el que la pesadumbre hace mella en él. Aunque hasta entonces lo desconozca, no olvidemos que Tarsiana es de origen real, y por lo tanto su juglaría nunca podrá ser tal; quiero decir que la juglaría de Tarsiana es en realidad una clerecía encubierta, como corresponde a su alto linaje, y por eso a la edad simbólica de doce años, tal y como se alude en la cuaderna 352b, “sabìa todas las artes, era maestra complida” (1999: 192-193). En el encuentro con el rey Apolonio le dejará claro a éste que, no por encontrarse ante una juglaresa (id est, ante lo más ínfimo de lo más ínfimo con respecto a un rey) va a transgredirse ninguna de las reglas establecidas:
Esta advertencia de Tarsiana es grandiosa. Verso a verso la lógica feudal se desarrolla de manera impecable: a) Por mi solaz non tengas que eres aontado: Apolonio no debe sentir vergüenza por estar delante de una juglaresa, en primer lugar porque es un rey lazrado que ha pasado mil penalidades y, en segundo, porque precisamente por eso a su condición corresponde también procurar alegría y descanso para su corazón; b) sy bien me conocieses, tenerte yes pagado: Apolonio no lo sabe aún pero está ante una maestra complida a la que, además, se le suma la beltad conpanyera (c. 352c, 192) que habrán de confirmarse en todo momento porque, como hija (oculta, pero hija) del rey de Tiro, Tarsiana no podrá evitar mostrar los signos sustanciales del alto linaje del que proviene, es decir, no podrá, ni aún lejos todavía de ser restituida a su lugar natural, ocultar poseer la maestría ni la beldad que, en el lógico proceso -tan propio de las narraciones caballerescas- de desconocimiento/revelación/restitución de su linaje, se van a ir remachando a cada paso; c) qua non só juglaresa de las de buen mercado: obviamente, a diferencia de estas mismas estructuras caballerescas en su variante masculina, Tarsiana no puede “revelarse” como caballero, pero puede dominar las artes de la música con maestría, es decir, sin pecado y lejos del buen mercado, del ejercicio de la ganancia mercantil que buscan los juglares al uso, porque Tarsiana, insistamos, no puede sino señalar sin saberlo su alto linaje; y d) nin lo é por natura, mas fágolo sin grado: ¿cómo iba a ser, en el fondo, la hija del mejor de los reyes una mera juglaresa? Eso es algo que, como muy bien indica este certero alejandrino, no puede darse por natura, y en consecuencia Tarsiana no podrá evitar ser una maestra conplida que sin grado deba dedicarse a un oficio alejado de su condición. Así se dan los primeros pasos para la restitución del orden roto al principio de la desdichada historia de Apolonio, es decir, se propicia que un cabo ate otro cabo hasta que el lugar natural de ambos quede de nuevo restituido, lo cual significará que Tarsiana será restituida al fin al orden familiar roto al principio de la historia y que Apolonio obtendrá la confirmación del trono con la reunión de la familia abruptamente separada en el comienzo. Eso es el Libro de Apolonio en última instancia, la fábula de un viaje hacia el lugar natural perdido, como la historia del hombre es la historia de la recuperación del mundo previo a la Caída con el retorno de Cristo a su trono. Y eso es lo que queda maravillosamente anticipado en las palabras de Tarsiana, quien no puede sino distinguirse del grupo de aquellos, como ya antes había escrito Chrétien de Troyes en Erec et Enide:
La historia de Tarsiana no desprecia ni corrompe esa maestría que ella posee y que es la única que merece ser traída delante de un rey. Y ni mucho menos ella pretende vivir de contarla. Antes al contrario, Tarsiana confirma y revive ese mismo saber desde la forma más humilde que se pueda imaginar: como la hija de un rey convertida en juglaresa. Nada más humilde, decimos, y nada más grandioso al mismo tiempo. Y a propósito: dicho todo esto, ¿dónde nos queda la contraposición entre lo popular y lo culto? Parece claro que todo ese armazón crítico neo-romántico de pronto se nos vuelve un tanto ajeno al texto.
Contra la historicidad distorsionadora.- Acabamos de enunciar, por tanto, una serie de temáticas concretas: la distancia social que los juglares ocupan respecto al poder regio y al estamento de la caballería, la integración de su labor, una vez ha sido perfectamente regulada, dentro de las prácticas vitales de ambas instituciones, o la derivación del lugar común que otorga superioridad al saber sobre el haber que reclama la clerecía -caso ejemplificado en Tarsiana- frente a esa juglaría de buen mercado que comercia con el uso de su propia voz. Para erguirse en práctica autónoma sin pecado frente al mercadeo de los juglares, la clerecía produjo su propia ideología en torno a la escritura presentando a ésta como un mester sin pecado; ahora bien, esta misma ideología escrituraria queda oculta una vez que las referencias explícitas a esta determinada manera de escribir se interpretan como la consecuencia directa del enfrentamiento entre dos mesteres. Lo que internamente construyen los textos (el yo escribo sin pecado porque conozco la Escritura) se desvirtúa hasta quedar diluido en una dialéctica entre lo popular y lo culto que al final sólo sirve para establecer una tajante distinción entre dos escuelas literarias [11]. Así la naturaleza de esta dialéctica quedaría en parte definida por la supuesta supremacía, al menos hablando en términos de un indemostrable afecto por parte del pueblo castellano medieval, de la juglaría; las características de esta juglaría -en virtud precisamente de su fuerza hegemónica- acabarían por contagiar al erudito mester de clerecía de ese sentido tradicional que se le supone intrínseco a la misma; y ese sentido tradicional habría triunfado gracias a la querencia espontánea del pueblo por el mester que, supuestamente, mejor lo habría definido de los dos. El círculo crítico, perpetuado hasta la saciedad en la literatura de los manuales, se cierra sobre sí mismo dando una imagen de aparente coherencia que, sin embargo, dista un mundo de la ideología de base de los propios textos. Porque la oposición básica entre lo culto y lo popular nos sitúa en realidad ante una problemática eminentemente burguesa muy alejada de la radical historicidad del texto medieval, puesto que de alguna manera viene a hablarnos de una clase media del lenguaje y la literatura cuyo germen habría que buscar en cierta democratización popular del mismo, supuestamente ya ensayada en la Edad Media; y viene a basarse también esta oposición en la falsa imagen de un todo homogéneo llamado pueblo cuya existencia objetiva se habría neutralmente evidenciado en una sociedad paradójicamente tan jerarquizada como la medieval. No habría, digámoslo así, un lenguaje de la servidumbre (hacia el caballero, el rey, o el mismo Dios) articulado desde esferas particulares y a menudo llenas de contradicciones, sino simplemente una norma culta, la de la Iglesia, y otra popular, la de quienes, siendo tan cultos en el fondo como los anteriores, habrían sin embargo “desnudado” su lenguaje para no mancharlo, es decir, para volverlo neutro, universal y representativo al mismo tiempo tanto de lo humano como de una nación particular. Habría un golpe de aburrimiento a un lado de la balanza, el culto, y un golpe de genio al otro, el popular. Y así toda la poesía del siglo XIII habría quedado categorizada según unos patrones decimonónicos que nada tienen que ver con la Edad Media. A partir de que en el siglo XIX se empezase a forjar la imagen de un supuesto mester de clerecía como todo homogéneo, como estructura organizada en forma de escuela, el paso estaba dado para que el tradicionalismo sucesivo no pudiese admitir que una cosa tan bien diferenciada del resto viniese precisamente de la parte culta de las letras medievales, de aquella que supuestamente no se habría identificado con el pueblo. El galimatías crítico es tremendo: partiendo del supuesto de que cualquier cosa relacionada con la literatura siempre pone en juego las categorías eternas de lo popular y lo culto… ¿cómo iba a surgir una conciencia culta basada, para más señas, en elementos venidos de Francia en un terruño, Castilla, que desde sus orígenes no habría hecho otra cosa que dar muestras de su carácter tradicional?, ¿cómo iba a ser la conciencia culta la que se formulase de manera tan acabada por primera vez en las letras castellanas y no la popular? Tal cosa no podía quedar impune, y de ahí la obsesión de Menéndez Pidal por demostrar que el juglar habría precedido al clérigo. Todos los retazos que don Ramón supo magistralmente rastrear con su poderosa erudición se convirtieron de pronto en la otra cara de las letras castellanas, la cara popular, la que se concibe como más apegada a la tradición y que en función de su propia fuerza habría de sobrevivir mucho más tiempo, y la que a pesar de su evidente heterogeneidad pasó a llamarse sin más mester de juglaría. De esta forma, lo que nunca había existido en la Edad Media se nos ha transmitido -se nos sigue transmitiendo, de hecho- bajo la imagen de un bloque coherente, incluso consciente de sí mismo, en cuyos versos se escondería la dimensión estética del germen de ese espíritu colectivo que, supuestamente ya formado en el Medioevo, nos habría caracterizado siempre. Una vez establecida la distinción entre dos mesteres, el de juglaría habría dado supuestamente origen a la literatura castellana, y su propia fuerza, su propia voluntad de transformarse en lo que luego sería la literatura española, habrían quedado patentes en su persistencia y en su marcado contraste frente al extraño venido del el otro lado de los Pirineos, es decir, frente al mester de clerecía. Porque los ríos de tinta que luego han corrido a propósito de la cuaderna segunda del Libro de Alexandre no han hecho sino incidir en la invención de ese extraño llamado así, mester de clerecía; pero esa historia no es la que veníamos a contar hoy.
Notas [1] Así lo encontramos en la primera definición realmente canónica de un mester de clerecía que conocemos (Menéndez Pelayo 1891: XXXI); no vamos a resumir ahora una vez más la larga polémica sobre la naturaleza de lo que realmente se enuncia en la famosa cuaderna segunda del Libro de Alexandre, algo por lo demás ya magníficamente hecho por Isabel Uría Maqua (2000), quien por cierto se ha destacado en las últimas décadas como principal valedora de la tesis tradicionalista aplicada, esta vez, al mester de clerecía (2000: 17-18). [2] O, mejor dicho, la sistematiza Jorge Guillén, porque con ello no hace sino culminar un largo proceso que ya encontramos antes, entre otros autores, en los significativos casos de los hermanos Machado y Rubén Darío: si Manuel Machado se refirió al poeta riojano como aquél que “sonríe a los de ahora que andamos el camino”, el Antonio Machado de Campos de Castilla (1907-1917), lo definió como “Gonzalo de Berceo, poeta y peregrino” (1996: 264), ambos dentro de “una veta medieval que está a un tiempo dentro del movimiento europeo de la reivindicación poéticamente cultural -y culturalmente poética- de la Edad Media, y de la afirmación de España desde su origen histórico, afincado en Castilla” (López Estrada 1975: 211); Rubén Darío, por su parte, inserta en la edición de 1901 de Prosas profanas el soneto “A maestre Gonzalo de Berceo” para escribir: “Amo tu delicioso alejandrino / como el de Hugo, espíritu de España” (1999: 174), declarando en otra parte su pasión juvenil compartida con Ricardo Jaimes Freyre por los “ancestrales Hitas y Berceos, y demás castizos autores” (Darío 1966: 111). De esto último yo mismo me he ocupado en otra parte (García Única 2007). [3] Con sus múltiples variantes: así Berceo fue ya un candoroso ingenuo de pocas letras dejándose llevar por su popularismo religioso, unas veces, y otras un poeta tan hábil que bajo cierto lenguaje popular y sencillo habría sabido ir desplegando una cultura teológica considerable; el autor del Alexandre no haría sino un alarde de lenguaje culto y de erudición frente al popularismo laico de los juglares, etc. Como si el terreno en el que se mueven estos textos realmente fuera -como bien ha sabido ver Zumthor- el del estudio del folklore del siglo XIX, como si en realidad fuera la imagen que estos poetas (cuyo nombre en la mayoría de los casos ni siquiera conocemos) tienen de sí mismos lo que estuviera en juego, o como si lo que tuviéramos ahí delante de nuestros ojos fuese la conjura de los pedantes y no la cuestión decisiva que late, no ya en el fondo, sino en la más visible superficie: la posesión del saber y la escritura. [4] Otra cosa es que, como muy sagazmente ha sabido ver Leonardo Funes, no podamos negar que “una de las primeras operaciones de la historia literaria decimonónica fue colocar los monumentos de la textualidad medieval en el panteón de los orígenes de la alta literatura” (2003: 24), de manera que si el Poema de mio Cid, el Libro de buen amor o La Celestina son hoy parte central del canon no se debe a la supremacía de un espíritu tradicionalista triunfando sobre todo lo demás, sino -mucho más concretamente- “a una operación institucional cumplida en el siglo XIX y conservada como tradición en el siglo XX” (Ibid.). [5] Historicidad que entendemos sólo como fruto de una producción ideológica apegada siempre a unas condiciones materiales determinadas, lo cual no es lo mismo que esa suerte de historicismo de las esencias perdurables que viene a ser la escuela pidaliana, dicho sea de paso. [6] Aunque bien es cierto que tal illusio ha sido demolida casi inapelablemente por Alain Guerreau en su más que valioso libro El futuro de un pasado. La Edad Media en el siglo XXI (2002: 219). [7] Para saber más acerca de quiénes eran estos scholares clerici la referencia inexcusable sigue siendo Rico (1985). [8] Un pueblo, además, cuyas acepciones pueden deducirse fácilmente dentro del texto en el que aparece mencionado: el pueblo lo constituyen los súbitos del rey en el reino de Castilla, por una parte, y el pueblo lo constituyen los siervos del Señor Celestial en la Tierra (o el pueblo de Cristo mismo como Rey de reyes). Ni en un caso ni en otro entra este pueblo en su totalidad dentro de la esfera de quienes adoptan por labor servir a través de la escritura. Y, por supuesto, nada que ver este pueblo con ese todo social supuestamente alumbrando de manera instintiva los valores de la nación. [9] Que sean cuales sean no sirven para que se mencione en ningún momento a los juglares, por cierto. [10] Es decir, “aquellos que quieren vivir de contarlo suelen destrozarlo y corromperlo delante de reyes y condes”, en la traducción de Victoria Cirlot, Antoni Rossell y Carlos Alvar (1987: 3). [11] Y eso dejando a un lado que lo que hoy llamamos “literatura” surge en realidad de las postrimerías de la Ilustración, y que por tanto es una institución muy posterior al Medievo.
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