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Introducción: la diversidad de modelos de ciudad en la España medieval
Sin que esto que voy a comenzar señalando pueda entenderse como una verdad absoluta, primero porque en historia no suele haberlas y segundo porque podrían aportarse cientos de excepciones, sí que en términos generales puede decirse que lo que entendemos o definimos como «red urbana» de la Europa occidental es una consecuencia del gigantesco proceso de urbanización que este amplio territorio experimentó a lo largo de los siglos que comprenden la plenitud y el bajo medievo, es decir, el período que se extiende convencionalmente entre los siglos XI y XV. Un proceso que abarca desde los territorios del este europeo hasta el sur de la Península Ibérica y en el que también queda incluida la ocupación y transformación de amplias zonas boscosas del interior europeo enmarcado en dichos límites. Un proceso también cuyo rasgo definitorio esencial es la transformación de un paisaje rural preexistente que dará lugar al surgimiento de formas de habitat concentrado que, en sentido amplio, podemos calificar como habitats urbanos, es decir, ciudades.
Como acabo de indicar, lo que conocemos como España medieval vivió plenamente esta experiencia transformadora, si bien es cierto que la variedad de formulaciones urbanas que tuvo lugar en el suelo peninsular fue extraordinariamente diversa. Ya en su día, en un loable afán sistematizador que todo el medievalismo hispano ha seguido de forma casi plagiaria -y yo no vaya ser menos- Torres Balbás, en la década de los sesenta, distinguió tres grandes grupos de ciudades en los reinos medievales hispánicos.
El primero de ellos lo constituye las grandes urbes de origen musulmán en Andalucía y el antiguo reino de Murcia. Ciudades que presentan dos características fundamentales: su considerable tamaño y la irregularidad de su planificación urbana.
El segundo grupo lo integran los núcleos urbanos que deben si no su origen en un buen número de casos, sí al menos su caracterización como ciudades, al proceso medieval hispano por excelencia, es decir, lo que conocemos como reconquista y repoblación del país, acudiendo a la terminología ya clásica, especialmente en los territorios de la Corona de Castilla entre el Duero y el Tajo. Ciudades con una principal característica definitoria: sus amplios perímetros amurallados, una muralla que no sólo es un elemento defensivo, sino también delimitador de un espacio jurídico y social específico.
El tercer grupo de núcleos urbanos aparece, en términos generales, en un momento algo posterior; su objeto fundamental es la reorganización del territorio donde se ubican; como consecuencia de ello las causas de su aparición son diversas: puertos marítimos, enclaves en rutas comerciales o pecuarias terrestres, surgidos por razones políticas derivadas de una necesidad de seguridad de la población del entorno, etc. Las encontramos diseminadas por todo el territorio, si bien las más características se localizan en el norte de la península: Galicia, País Vasco, Asturias; son ciudades normalmente pequeñas o medianas y, como digo, con una función definida específicamente.
1. El concepto de «patrimonio menor»
Estas son pues, definidas y clasificadas de una forma somera, las protagonistas de esta intervención. En un reciente trabajo la profesora Beatriz Arízaga ha señalado como el hecho de que, aún siendo una línea clásica de investigación en el medievalismo hispano los estudios en torno a la ciudad, la realidad es que esta tarea se ha centrado fundamentalmente en contemplar la vida ciudadana desde el punto de vista de las relaciones económicas, o en la estructura social, o en el análisis de las realidades institucionales, o en el devenir de los acontecimientos y conflictos políticos. Incluso cuando el objeto del análisis era el propio marco físico se ha atendido más a los aspectos descriptivos de la evolución en el tiempo del plano urbano, de manera que pocas veces se ha tenido en cuenta, como base del análisis o la aproximación al objeto de estudio, la valoración de la idea de que uno de los objetivos básicos de la sociedad medieval urbana fue el de diseñar, programar y construir la propia ciudad sobre la base de un considerable número de factores que irían desde las necesidades de los habitantes, la conservación de unas determinadas tradiciones a la hora de diseñar los edificios, el aprovechamiento de los materiales constructivos del entorno, etc.
Desde ese punto de vista, lo que desde no hace mucho tiempo se viene definiendo como patrimonio menor, es decir, todas aquellas construcciones características de una época determinada, en muchos casos propias de cada región, construidas con materiales sencillos, carentes de valor artístico pero que, sin embargo, son las que nos dan la clave de las formas de vida de la mayor parte de los habitantes de un ámbito urbano medieval, apenas han constituido un tema de interés para los investigadores. La atención se ha venido centrando en las iglesias, en las catedrales, en los palacios, en las grandes construcciones públicas, es decir, aquéllas que, en palabras de Arízaga, constituyen el reflejo de lo «extraordinario», en contraposición a las viviendas urbanas, los almacenes, las tiendas, los hornos, las propias calles y plazas de la ciudad que constituirían el reflejo o la manifestación de lo ordinario, de lo cotidiano para la mayoría de sus habitantes.
2. Algunos criterios para caracterizar el espacio urbano
Pero vayamos por partes y remitámonos al título de esta intervención. En tal sentido, creo que es importante por ilustrativo el intentar establecer o presentar algunos criterios que nos permitan sistematizar y clasificar el espacio urbano, especialmente aquel que lo es por antonomasia, es decir, el que se encuentra delimitado por un recinto amurallado.
Si tomamos como referencia criterios que, de un modo amplio, cabría considerar como de carácter jurídico, podemos decir que en el espacio urbano se puede distinguir un espacio público (bajo el control del poder municipal) y un espacio privado, el que se encuentra bajo el control particular de los propios habitantes. En casi todas las ciudades cabría hablar de un tercer espacio controlado por la Iglesia: el espacio eclesiástico. Más adelante me referiré a él.
Si utilizamos criterios llamémosles «físicos», que son quizás los que más enlazan con los planteamientos de los análisis urbanísticos, podríamos hablar de espacios abiertos (las calles y las plazas) y espacios cerrados (los edificios).
Interrelacionando ambos tipos de criterios, es claro que el espacio público es aquel que permanece bajo el directo control y supervisión del poder local que estará obligado a velar por su conservación y regular su utilización mediante la promulgación de ordenanzas. Cierto es que la parte fundamental de este espacio lo constituyen espacios abiertos (calles y plazas), pero también lo es que en él habría que incluir numerosos espacios cerrados: aquellos edificios destinados a funciones públicas, tanto administrativas (los ayuntamientos o casas de consistorio, desde mediados del siglo XV), como judiciales (audiencias, cárceles), o militares (puertas fortificadas, torres en puentes, alcázares: podría hablarse de un espacio propiamente militar). Incluso podríamos incluir otros edificios que, aun siendo de titularidad privada, cabe considerar como establecimientos públicos dedicados a actividades comerciales (tiendas, mesones), artesanales (talleres, tintes), de ocio (tabernas, baños), de carácter asistencial (hospitales), etc; edificaciones todas ellas que, por otro lado, son espacios cerrados.
En cualquier caso, en donde sí se produce una identificación absoluta entre espacio cerrado y espacio privado es en el conjunto de edificios urbanos que constituyen las viviendas de los habitantes de la ciudad. La casa constituye el ámbito privado y familiar que se rige sobre la base de los comportamientos o convenciones sociales y en el que el poder público no puede intervenir de modo directo. Solamente lo puede hacer en lo referente al aspecto externo del edificio, es decir, la fachada, la barrera y a la vez el punto de interconexión entre un espacio y otro, allí donde acaba la libertad individual y comienza la colectiva, el lugar y el momento en el que el poder público impedirá abusos e invasiones del espacio público que pudieran perjudicar a vecinos y transeúntes y al normal desenvolvimiento de la vida ciudadana.
Señalaba antes que dentro del espacio controlado por el poder público, también se engloba otro espacio que, al menos desde algunas perspectivas, presenta una esfera jurisdiccional propia, me refiero al espacio eclesiástico. Un espacio que, desde el punto de vista administrativo, quedaba dividido en espacios menores -las collaciones o parroquias- a los que quedaban adscritos todos los habitantes del núcleo urbano; circunscripciones que también eran aprovechadas por el poder civil para organizar la vida de la colectividad (sobre todo desde el punto de vista de la fiscalidad y la participación ciudadana en las instituciones municipales). Dentro de este espacio eclesiástico también habrá espacios cerrados, edificios propiamente dichos (iglesias, monasterios) y espacios abiertos (cementerios, claustros).
Existen todavía algunos criterios más a la hora de compartimentar el espacio urbano. Uno de ellos se sustenta en la propia estructura económica de la ciudad; así, atendiendo a los diferentes sectores económicos, podríamos hablar de un espacio mercantil o comercial, bastante diseminado por el conjunto del entramado urbano y que es esencialmente espacio público y, en ocasiones, cerrado (mercados, redes de pescado, carnicerías, recintos feriales, lonjas). Habría otro espacio artesanal o industrial constituido fundamentalmente por aquellas calles donde se concentra la actividad manufacturera de la ciudad, también disperso pero en menor grado que el anterior, y también público en el sentido de la proyección pública de las actividades en él desarrolladas, pero privado desde el punto de vista de la propiedad y, por la misma razón, también normalmente espacio cerrado.
El último parámetro de clasificación que quisiera mencionar, es aquel que atiende a la estructura de la sociedad urbana. Cierto es que en la mayoría de las ciudades medievales no se producía una diferenciación tajante a la hora de establecer zonas precisas de ubicación según la condición o categoría social; sin embargo, en algunos casos y sólo como tendencia y nunca con carácter absoluto, podríamos hablar de espacios residenciales, en cada uno de los cuales tendiesen a concentrarse diferentes grupos sociales; sería el caso de algunas calles, barrios o collaciones donde se produce un alto grado de concentración de determinados oficios artesanales.
Donde sí que podemos hablar con más propiedad de espacios residenciales diferenciados, es en el caso de aquellos ocupados por minorías étnico-religiosas, o sea, mudéjares y judíos (en algunas localidades incluso con recintos amurallados propios). En el caso de los primeros, en algunos lugares existieron las denominadas «morerías», aunque normalmente estos espacios no se nos aparecen muy definidos puesto que los mudéjares, además de residir mayoritariamente en zonas rurales, solían vivir dispersos sobre todo en aquellas ciudades -la mayoría- donde no eran un contingente numéricamente relevante.
Más importancia tienen las «juderías» como espacio específico de habitación de esta minoría; la presencia de este espacio residencial en numerosas ciudades peninsulares es una realidad. No es este el momento para entrar a comentar sus características y los vaivenes de de su existencia a lo largo del medievo hispano, pero sí conviene recordar que la judería es un espacio muy característico, en el que los criterios que hemos venido señalando no son siempre aplicables de manera automática, de manera que el enclave de la ciudad donde se ubica presenta a veces unas especiales características urbanísticas, características especiales que también en ocasiones alcanzan al propio espacio privado de la vivienda judía.
3. El espacio público: calles y plazas
Dediquemos ahora unas breves reflexiones a los dos elementos articuladores por excelencia del espacio público: las calles y las plazas. Puede parecer una puntualización un tanto simplista pero creo que conviene recordar que, en cualquier período histórico, uno de los elementos vitales de la textura urbana son los ejes viarios; sin calles no podemos hablar con propiedad de espacio urbano, de ciudad. Ya sean amplias o angostas, rectilíneas o zigzagueantes, tengan o no tengan salida, las calles, junto con plazas y edificios son el «soporte óseo» del cuerpo ciudadano.
Mientras que la plaza, luego lo veremos, constituye el lugar de reunión, de intercambio, las calles constituyen el espacio para la comunicación, para el tránsito de un lugar a otro. Pero además de esta función esencial, las calles cumplen otros cometidos en virtud de que su principal característica es que estamos hablando de suelo público, es pues un espacio de uso comunitario que la autoridad procura salvaguardar de la privatización para que puedan cumplir su papel de escaparate en el que los ciudadanos miran y son vistos.
A diferencia de lo que ocurre en la ciudad hispanomusulmana, en la que prima el sentido práctico de la calle como medio para llegar a alguna parte o para ser sede de la actividad comercial, en las ciudades cristianas -sobre todo a medida que nos acercamos al final de los siglos medievales- la calle se concibe cada vez más como un escaparate de la riqueza y el poder de sus habitantes. De ahí el cuidado por las fachadas y la ornamentación externa, la preocupación cada vez más inequívoca por la higiene (prohibición de tránsito de animales, alejamiento de las actividades insalubres al extrarradio), por la seguridad (vigilancia nocturna, iluminación), por el control de las irregularidades urbanísticas, la progresiva pavimentación (por cierto, gasto sufragado normalmente de forma mancomunada entre la autoridad y los propios vecinos), etc.
Uno de los síntomas inequívocos de «la afirmación de la personalidad» de la calle como espacio público individualizado será la adquisición de su nombre propio y distintivo. Esto era algo habitual en la ciudad islámica y, como es lógico, se transmitió a las que tuvieron dicho origen y pasaron a control cristiano (Zaragoza, Toledo, Sevilla); pero no lo va a ser en los inicialmente poco evolucionados núcleos cristianos. Será una práctica que no tomará carta de naturaleza hasta los siglos bajomedievales, momento en que comenzará a superarse la vieja costumbre de sólo mencionar nominalmente algunas vías principales con denominaciones muy genéricas: carral mayor, calle real ... Algo muy habitual en los documentos que reseñan deslindes de propiedades urbanas es encontrarse con frases parecidas a ésta: «Linda con calle del concejo» como única referencia identificativa de la vía pública.
Progresivamente irán apareciendo nombres de calles asociadas a la ubicación en ella de individuos dedicados a un determinado oficio artesanal (olleros, herreros), o profesión (notarios), o a una particularidad de la orografía de la ciudad (Zamora: peñedo de Santa Eulalia), o a la presencia de un edificio singular normalmente religioso (Zamora: calle de san Andrés, la Magdalena); en otras ocasiones, los documentos ofrecen no el nombre sino la descripción de la calle al fijar su lugar de arranque y su lugar de destino (Zamora: la calle que va de santa Ana para la puerta de las Ollas).
Todavía no son demasiado abundantes las páginas dedicadas a onomástica viaria de nuestras ciudades medievales, aunque ya se han hecho para algunas ciudades como Salamanca -donde García González ha documentado 56 calles en las postrimerías del siglo XV-, Barcelona -cuyo precoz desarrollo medieval hizo frecuente desde época temprana el nombre individualizado de las calles, son más de 70 las conocidas a finales del siglo XV -, en la misma época Montero señala 26 para Madrid. Datos similares aunque más fragmentarios, sobre todo desde el punto de vista de la evolución y la pervivencia en el tiempo de las denominaciones, poseemos para otras ciudades de la cuenca del Duero como Valladolid, Burgos o Zamora.
Otro factor que incide sobre la importancia de la calle en el conjunto de la morfología urbana es algo que para muchos núcleos no nos es posible conocer mediante cálculos fiables, me estoy refiriendo a la anchura de las calles. Y ello como consecuencia de las profundas transformaciones que ha sufrido el trazado viario, especial y precisamente por lo que se refiere a su amplitud.
De lo poco que ofrece la documentación y, como consecuencia de ello, las pocas investigaciones que se han llevado a efecto -destacando la magnífica labor recopilatoria de Torres Balbás sobre todo para la España islámica-, yo señalaría provisionalmente las siguientes conclusiones sobre la cuestión: al la mayor anchura de las calles en las ciudades cristianas (4 metros), en comparación con las musulmanas (3 metros), b/ la similitud de estos datos con los que se barajan en otros ámbitos europeos como Francia, e/ la lenta pero progresiva tendencia no sólo a preservar sino también a ampliar el ancho de las calles y ello por variadas razones, desde la higiene y la comodidad a los deseos de embellecer el entorno de los edificios propiedad de los sectores privilegiados. A modo de ejemplo, no está de más recordar lo que en 1403 Enrique III señalaba respecto a las inmediaciones de la casa de la moneda de la ciudad de Burgos:
«cuando yo vengo aquí los mis pendones no pueden pasar enfiestos et eso mesmo las lanças de armas e los que las trahen an las de abaxar e quiebranse algunas veses»,
o respecto a otro lugar de dicha ciudad:
«unas casas baxas que estan a la puerta del canto estan puestas sobre las calles que los que pasan asy de noche como de dia han de topar con los rostros e con las cabeças en las vigas e bruçeras de las casas e que algunas veses se fieren de mala manera» (Torres Balbás, ob. cit. p. 142).
Por supuesto Enrique III ordenó el derribo de todo ello, pero el aspecto de la ciudad presentaba aún en 1527 un aspecto que el viajero Andrés Navajero describía de este modo:
«lo demas de la población tampoco es alegre, habiendo pocos sitios que no sean melancólicos».
Entrando ya en el segundo elemento de lo que venimos denominando espacio público, no cabe duda de que en la tradición occidental, desde la antigüedad, estos espacios que denominamos plazas son una constante y una pieza fundamental del entramado urbano; como decía antes son los lugares destinados a la reunión, al intercambio.
Mucho es lo que se ha escrito sobre las plazas mayores españolas a cargo de prestigiosos especialistas como Cervera Vera o Bonet Correa, con todo no conviene perder de vista que las plazas mayores «ordenadas o programadas» a las que estos autores se refieren -multifuncionales, añadiría yo, como característica esencial- son una creación, tanto física como intelectual del urbanismo de la época de los Austrias y se ubican sobre todo en las ciudades de la meseta castellana (Salamanca, Valladolid).
Es obvio, evidentemente, que los precedentes inmediatos de este tipo de plazas características de la época moderna hay que buscarlos y les encontramos en los siglos bajomedievales (actualmente no es muy admitido el punto de vista de Torres Balbás, el cual invocaba precedentes muy anteriores de «plaza mayor» en ciudades norteñas como Lérida o Ainsa inspiradas en modelos franceses), pero debemos de tener muy claro que la nómina de plazas que encontramos en la ciudad bajomedieval es mucho más extensa que la que agrupa a las que cabe considerar como precedentes inmediatos de estas plazas mayores.
Por cuestión de tiempo no cabe ahora la posibilidad de iniciar un recorrido descriptivo por un número amplio de ciudades analizando la evolución de sus plazas, de modo que me limitaré a mencionar como ejemplo dos casos concretos. Uno en el que la plaza principal de la ciudad en el siglo XV se nos presenta como claro precedente de la posterior y moderna plaza mayor y otro en el que la multiplicidad de estos centros cívicos es la característica fundamental del plano urbano.
En relación con el primero de los casos que quiero comentar, Sánchez Benito, en un recientísimo trabajo, señala cómo en Cuenca la posterior plaza mayor era conocida por varios nombres a lo largo del siglo XV, concretamente como Plaza de la Picota, Plaza de Santa María y Plaza del Mercado, es decir, tres claras alusiones a las tres grandes funciones que desempeñaba: centro político-judicial, centro eclesiástico y centro mercantil, que eran las que simultáneamente le prestaban su denominación.
Constituye pues el centro neurálgico de la ciudad donde se concentran las principales actividades públicas, la residencia de los poderes urbanos tanto laicos como eclesiásticos (en este sentido y en términos generales, el mandato dado por las Cortes de Toledo de 1480 para que se construyeran edificios permanentes para el desarrollo de las actividades administrativas, es decir Ayuntamientos, fue factor esencial para la delimitación de este espacio central en un buen número de ciudades) y el mayor tráfico de personas y mercancías.
Pero, además, este espacio ejercía de telón de fondo de todos aquellos acontecimientos de la vida ciudadana que implicaban publicidad y asistencia colectiva y, por supuesto, de todos aquellos rituales que rodean el ejercicio del poder. De forma que la plaza no sólo engloba las principales funciones urbanas, sino que además desarrolla el papel de escenario esencial de la vida colectiva, algo que todos los estudiosos han significado como consustancial a las plazas mayores tanto castellanas como de otros ámbitos europeos.
El segundo ejemplo, no opuesto al anterior, ya que en Cuenca también aparecen otras plazas menores además de la citada, pero sí sensiblemente diferenciado, es el de la ciudad de León. En el final de la Edad Media no encontramos en esta ciudad lo que entendemos por plaza mayor, un «punto caliente» central en palabras de Le Goff; a la inversa, encontramos espacios diferenciados para las diferentes funciones urbanas.
En primer lugar, la denominada plaza de Santa María de la Regla, en las inmediaciones de la catedral que, además de algunas funciones comerciales o lúdicas (corridas de toros) asociadas, es claramente el centro eclesiástico de la ciudad puesto que todo lo que en ella se ubica es, de un modo u otro, controlado por el cabildo c¡ttedralicio. Un segundo espacio cívico perfectamente delimitado será la Plaza de San Marcelo, documentada ya a mediados del siglo XIV, que se constituye como el escenario fundamental del poder laico municipal desde que a finales de dicha centuria las reuniones del regimiento comienzan a celebrarse con regularidad en el Palacio de la Paridad situado en esta plaza. En último término, cabe señalar un tercer espacio situado todo el en las inmediaciones de la iglesia de San Martín, en la que se ubican varias plazas: la propia de San Martín, la del pan, la de la fruta, la de la Picota, la de la Pinganilla y la de Tiendas, todas ellas muy próximas entre sí y que constituyen el eje central de la vida comercial y artesanal de la ciudad, a lo que añadirán, ya bien entrado el siglo XV, algunas funciones administrativas (pregones de rentas, edificio de la cárcel). Parte del espacio ocupado por esta multiplicidad de plazas será el que, en un momento posterior, dé orígen a la plaza mayor de León.
4. El ámbito privado: la casa
Si de algo no cabe la menor duda es sobre el hecho de que la casa particular, el recinto privado del individuo y su familia, lo que constituye por antonomasia lo que antes considerábamos como patrimonio menor, es de manera inevitable el reflejo de las preocupaciones sociales, económicas y de toda índole de los habitantes de la ciudad medieval. De alguna forma, la fachada de la vivienda es, en cierto sentido, la fachada de la ciudad, la que imprime carácter al conjunto del paisaje urbano.
Conviene pues hacer un esfuerzo de aproximación a su realidad y su diversidad en el conjunto del territorio cristiano medieval de la Península Ibérica, aunque sea de forma incompleta e, incluso, un tanto inconexa.
4. 1. Apuntes para una geografía de la casa medieval hispánica
En contraste con la relativa abundancia de información que poseemos sobre las casas de las ciudades hispanomusulmanas, merced tanto a los trabajos pioneros de Torres Balbás entre otros y sobre todo gracias a las investigaciones arqueológicas más recientes, lo que sabemos sobre las ciudades del ámbito cristiano es, en términos comparativos, sensiblemente menor.
Con todo, cabría en primer lugar acotar el concepto o lo que entendemos como casa-tipo medieval. Nos estamos refiriendo a la vivienda de la mayoría de la población y no a los palacios de la alta nobleza, ni tampoco -aunque luego les dedicaré un breve espacio- a lo que conocemos como «casas principales» de la pequeña nobleza urbana y sectores asimilados, como el clero catedralicio.
En este sentido, algunos autores han establecido las diferencias entre la casa normal y la correspondiente a individuos de sectores sociales más elevados, en función de los diferentes materiales utilizados para su construcción. Sin embargo, éste no es siempre un criterio válido para todos los ámbitos geográficos; así, en los territorios del sur peninsular sí es un indicio para identificar una vivienda de superior categoría el hecho de la sustitución de la madera y el adobe por la piedra y el ladrillo; por contra, la utilización de estos materiales en las tierras del norte responde simplemente al hecho de su mayor abundancia.
La piedra será el material habitual en Asturias y Cantabria, mientras que la madera lo es en los núcleos urbanos y semiurbanos de la Guipúzcoa de los siglos XIII y XIV, cuyo estudio realizó Beatriz Arízaga la cual destacó el ambiente mesocrático de estas poblaciones en las que se detecta la presencia de casas humildes, siendo la vivienda-tipo similar a la europea con fachadas relativamente estrechas y sin patio.
Merced a los trabajos que en su día realizaron Manuel Ríu y Carmen Batlle, estamos en condiciones de describir los rasgos esenciales de la casa tipo barcelonesa de los siglos XIII y XlV. Un piso bajo, otro principal y otro superior normalmente abuhardillado, distribución probablemente muy análoga a la de otras ciudades pero en este caso con la particularidad de que debía encontrarse muy extendida como consecuencia de la escasez de solares en el centro de la ciudad. Un modelo de vivienda que se asemeja considerablemente al modelo de vivienda burguesa europea si exceptuamos el hecho de que era habitual que contase con uno o dos patios o, incluso, con un huerto en su interior. Otro rasgo distintivo y derivado de esa escasez de espacio es que las casas solían dividirse en pisos al objeto de alquilarlos. Ríu ha señalado las dimensiones aproximadas de estas viviendas: entre 60 y 120 metros cuadrados.
En las ciudades castellanas del interior predomina el tipo de construcción humilde de un sólo piso, en las que el tapial, el adobe y la madera fueron los elementos constructivos más frecuentes. González García señala cómo en Salamanca predominan las casas bajas con cámaras y sobrados, construidas en tierra y adobe y sin una clara diferencia de funciones entre unas estancias y otras. En Madrid, Valladolid y otros núcleos conservamos algunas descripciones de casas similares, en las que aparece otro elemento esencial: el corral.
En estas mismas ciudades encontramos numerosas viviendas de dos pisos, en algunos casos con claras reminiscencias rurales. Los ejemplos más antiguos se remontan a las postrimerías del siglo XIII y constan de dos plantas, armadas con vigas de madera y tablones perceptibles al exterior, dispuestos en vertical y diagonal; con frecuencia el piso superior es volado y se apea sobre pilares de piedra o postes. En algunas construcciones de categoría algo superior se incorpora la piedra en esquinazos y ventanas que, en ocasiones, se abren en ojivas o arcos de medio punto. Esta será la casa que encontremos con frecuencia en Ávila, Segovia o Burgos y en núcleos menores como Covarrubias, Lerma, Medina de Rioseco o los pueblos de la comarca de La Vera, zonas en las que incluso se han perpetuado como modelo constructivo casi hasta nuestros días incorporando, ya en la Edad Moderna, balcones corridos y galerías.
Yo mismo, cuando hace algunos años intentaba describir la vivienda tipo en Zamora, lo hacía en los siguientes términos: «si hacemos un esfuerzo por enumerar los rasgos de una vivienda urbana de tipo medio, ésta sería aquella que contase con dos plantas, construida en piedra al menos la primera altura, con no muchos huecos al exterior, con estructura de madera en vigas y tejado, rematado éste con tejas de barro cocido, en muchos casos con sobrado y bodega y, casi siempre, con un pequeño corral o huerto anejo al edificio. Un buen número de ellas contarían con saledizos, poyos y otras irregularidades urbanísticas gravadas fiscalmente por el concejo y que, poco a poco, irían desapareciendo».
Pero sin duda el estudio más documentado, al menos de los que yo conozco, es el realizado por el profesor César Álvarez para la ciudad de León. Me van a permitir pues una glosa algo más pormenorizada de las páginas que dicho autor dedica a la casa leonesa bajomedieval.
Se refiere en primer lugar a los materiales y sistemas de construcción; en tal sentido, el material más utilizado -como consecuencia de su abundancia- será el barro, bien convertido en ladrillos o en teja o, incluso, en baldosas y siempre cocido, o bien en crudo como tapial o adobe.
El sistema más usado sería el de tapial con un entramado de madera, sobre todo de olmo, que servía tanto para aligerar la obra como para la fábrica de los muros, tanto los maestros como para los que separaban los espacios interiores como tabiques. Para el cerramiento de los espacios exteriores a la propia casa, tales como corrales, huertos o vergeles, lo más frecuente era la utilización de tapias de entramado vegetal, a base de ramas de sauce, mezcladas con barro, paja y cantos rodados y coronadas con las llamadas «bardas», cuya función era impermeabilizar todo el conjunto.
Así pues, tapial, madera -utilizadas en las techumbres y como elemento de sostén- y, en menor medida, piedra, conforman la trilogía de los materiales constructivos en el León bajomedieval. La piedra era la menos usada pues sólo se utilizaba en las cimentaciones y, como mucho, en el primer nivel de la casa, aquello que los documentos de la época denominan el «licaz», que en ocasiones sustituía la piedra por los cantos rodados procedentes de los ríos Bernesga y Torio. Para la trabazón de las maderas se utilizaban todo tipo de herrajes, clavazones, bisagras y cuñas fabricadas por los numerosos herreros y carpinteros que se documentan en la ciudad para esta época. Como elemento mezclador el más utilizado era la cal.
Un segundo apartado lo dedica Álvarez a la tipología de las viviendas leonesas. Señala que el modelo predominante es el que él denomina como casa-habitación, sin que esto excluya la existencia de otros tipos, fundamentalmente los edificios dedicados en exclusiva a actividades artesanales y comerciales: talleres, tiendas y almacenes y los dedicados preferentemente a la atención de los transeúntes: posadas, mesones y tabernas, caracterizados sobre todo por la presencia en la planta baja de patios, establos y corrales destinados a las caballerías de los viajeros, además de una sala de usos múltiples dedicada a las comidas y el descanso. En la planta superior se ubicarían los dormitorios, en muchos casos protagonistas de un excelente negocio de prostitución clandestina, especialmente en las posadas situadas en una calle cuyo nombre es suficientemente explícito -la documentación medieval a veces adquiere tintes un tanto indecorosos-: «calle de apalpacoños».
Pero, como decía, el modelo más frecuente será el de la casa-habitación. Dividida en dos partes: lo edificado para vivienda y el espacio abierto situado tras o aliado de la casa y destinado a corral y huerto y a ubicar un elemento esencial: el pozo, y en el que también podremos encontrar otros componentes tales como un horno o dependencias destinadas al almacenamiento de leña, gallinero, panera, etc. y también lo que en algunos documentos se denomina «la necesaria», es decir, la letrina.
Por lo que se refiere a la organización interna de la casa, ésta se estructuraba del siguiente modo. Una vez atravesadas las puertas principales o «portonas» de entrada, se ubica el portal o zaguán desde el que se accede a un número variable de dependencias (dos o cuatro) que reciben diversas denominaciones aunque la más frecuente sea la de cámara, bodega, panera y cocina baja (con chimenea). Desde el fondo del zaguán ya través de un vano normalmente en marcado con un arco de piedra se accedería al patio o corral ya descrito, que estaría rodeado a su vez de soportales, al menos en la parte que da al muro interior de la casa. Desde el portal, mediante escalera, se accedería al primer piso.
Es frecuente también que en el mismo portal se ubique un acceso que permita la bajada a un sótano dedicado a bodega o leñera y que contaría con una pequeña ventana abierta a ras del suelo para permitir el trasiego de los cueros, tinajas y cubas de vino.
Si ascendemos a la planta primera, nos encontramos con el núcleo central de la vivienda familiar: un corredor situado sobre los soportales del corral daría acceso a la cocina alta, a dos o tres dormitorios y a la estancia principal de la casa, más espaciosa, que la documentación suele denominar «palacio» y que normalmente cuenta con un balcón con vistas a la calle.
En numerosas viviendas todavía se documenta un segundo piso o altura ocupado por un gran sobrado, buhardilla o desván, destinado a almacén de granos o trastero y que no sólo sirve para ampliar el tamaño de la vivienda sino que también cumple una importante función como cámara aislante del frío y el calor externo.
Una variante de esta casa-habitación tipo es la que Álvarez denomina «vivienda con soportales o sombrados» que dan a la fachada un aspecto peculiar y que se documenta sobre todo en los arrabales de la ciudad. Son edificaciones que normalmente cuentan con menos dependencias y en las que la planta superior, sostenida por los soportales, avanza hacia la calle dejando un espacio inferior que protege al viandante de las inclemencias meteorológicas. Tal y como señalaba anteriormente es una construcción muy habitual en numerosas ciudades castellanas que, con frecuencia, da lugar a calles o plazas porticadas cuya fisonomía aun podemos admirar en lugares como Medina de Rioseco.
Otra modalidad de vivienda, menos frecuente pero también documentada, son los denominados «corrales», en los que, en torno a un patio central de uso común, se concentran varias viviendas. El acceso al conjunto se realiza a través de un gran portón que comunica el corral con la calle. Este tipo de edificios se encuentran normalmente dentro del recinto amurallado y confieren a algunas zonas de la ciudad una fisonomía peculiar. Lo normal es que estén habitados por personas dedicadas a actividades artesanales o por la servidumbre de la nobleza urbana o por oficiales concejiles de rango menor, es decir en general, gentes de condición modesta pero no pertenecientes a grupos marginales como en algunos casos ocurre en siglos posteriores.
Continuando con nuestro recorrido descriptivo por otras zonas peninsulares, las casas bajas de una sola planta, con una habitación de entrada, otra de uso común y una «cámara» o dormitorio, a veces con una cocina independiente, son habituales en la zona del litoral valenciano. Con la peculiaridad de que no sólo son la morada de gente humilde, sino también de otras de relativa buena posición, lo que constituye un argumento importante a la hora de diferenciar entre la casa-tipo de la mayoría de las viviendas de los sectores acomodados y los palacios de la clase privilegiada.
La descripción que Falcón hace de las viviendas zaragozanas incide sobre una cierta influencia de época musulmana, especialmente por la utilización de materiales como la arcilla y el yeso. Lo más significativo es el excelente aprovechamiento del espacio: en los bajos se ubicaban el patio o zaguán, el corral y las cuadras; muchas de ellas disponían de un sótano que incluso se prolongaba por debajo del nivel de la calle. En el piso superior, dispuesto en torno a un patio columnado, se encontraba la cocina y los dormitorios o cámaras principales.
Como no podía ser de otro modo, la herencia musulmana es notable en ciudades como Sevilla; quizás el rasgo más llamativo sea la similar disposición interna de la mayoría de las casas, sean éstas humildes o principales. La diferencia se establece pues en función de su tamaño, el número de sus dependencias y su ornamentación. Collantes de Terán, el autor que más ha profundizado en el estudio de la casa sevillana, señala las considerables variaciones en la superficie: desde los veinte metros cuadrados a los trescientos. El patio o corral trasero será muy habitual de manera que, según señala dicho autor, la media de las casas que disponían de él era tres veces superior a la de aquellas que no lo tenían. En cualquier caso, en casi todas ellas la denominada «casapuerta» o estancia de entrada que, en muchas ocasiones servía de tienda o taller, es, junto con el patio cuando lo hay, el elemento central y articulador de la vivienda sevillana.
Similares son las descripciones que para el caso de la vivienda cordobesa nos ofrecen autores como Córdoba de la Llave o Escobar. Sobre la base de los elementos constructivos habituales: ladrillo, tapial, adobe y, en menor medida, madera, aportan una clasificación que diferencia tres tipos de edificaciones: las casas, los mesones y las casas-tienda. Las primeras de ellas, en general de dos alturas, son muy similares a las sevillanas, con su casapuerta y su patio. Los mesones se compondrían de uno o varios patios con cuadras y habitaciones de servicio en la planta baja y dormitorios en la planta superior en torno a galerías corridas sobre los patios. Por lo que se refiere a las tiendas, las había únicamente destinadas a este fin, pero también era frecuente el modelo ya descrito de tienda en la parte baja y un piso superior o dos destinado a vivienda de los propietarios.
En resumen, y asumiendo siempre que generalizar implica simplificar, podríamos indicar, al hilo de la clasificación establecida por Montero, un primer tipo, propias de la zona septentrional típicamente cristiana, de viviendas cerradas casi siempre de dos pisos -en ocasiones con un tercero a modo de granero o desván- y un corral trasero, que en ocasiones, sobre todo en aquellas ciudades con escasez de suelo, se transforman en casas de pisos de alquiler. Un segundo tipo de raigambre islámica articulado en torno a un patio y con un característico corral. Y un tercer tipo híbrido, que sería la casa tipo de las personas de condición más humilde; en las zonas suburbiales, una vivienda de una sola planta con corral y, en los lugares más céntricos, de dos o más pisos con fachada estrecha y pocos huecos y con un taller o tienda en el piso inferior.
4. 2. El ajuar y el menaje en una casa medieval
Una última cuestión, una vez descrita la casa como espacio privado, es preguntarse de qué enseres disponía, o sea, ¿cuál es la base material de la vida cotidiana en el interior de la casa? De nuevo es un asunto que no ha sido objeto de una especial atención en los estudios de historia urbana y ello se debe, sin duda, a que los inventarios que sobre este tipo de enseres nos han llegado no son demasiado abundantes y los datos que se pueden entresacar de otros tipos documentales, como los testamentos, aun siendo útiles no suelen ofrecer una visión completa.
Es, de nuevo, el profesor Álvarez, en su trabajo sobre León antes mencionado, el que nos aporta una visión más completa, si bien también son de interés las noticias que ofrece Collantes sobre Sevilla, Bonachía sobre Burgos y Beatriz Arízaga sobre las villas guipuzcoanas.
Normalmente en las casas medievales el ajuar era escaso. Las piezas esenciales del mobiliario serían las arcas y arcones destinados a guardar los enseres de la casa: ropas, vajillas, cristal, etc; las camas, las mesas y, como elemento de asiento, los escaños de madera. Las camas están documentadas con su equipo completo: la denominada «muérfaga» o «almadraque» que corresponde a nuestro colchón actual, relleno de paja o borra -también se documentan «almadraquetas», es decir, colchones más pequeños forrados con una tela gruesa de estopa-; encima del colchón se colocarían sábanas de lino -denominadas «cobiertas»- y mantas de lana delgada o las denominadas «cocedras», es decir, colchonetas muy finas normalmente rellenas de pluma; por último la almohada o cabezal también forrado de tela de lino. De un inventario de mediados del siglo XV, Álvarez transcribe la siguiente frase: «de un paramento de lienzo teñido de verde e colorado todo en derredor de la cama donde yo e el dicho mi marido dormiamos», lo que nos sugiere que nos encontramos ante el caso, no muy frecuente, de una cama con dosel.
Mucho más completo y abundante es el menaje de las cocinas y hornos. La documentación útil para la cuestión hace referencia a tazas de plata, escudillas, aguamaniles y platos de estaño y cobre, cucharas y sartenes de hierro, almireces, asadores, morteros, barriles, aceiteras, etc. En las cocinas que disponían de horno son frecuentes las mesas para amasar, las artesas de madera, todo tipo de recipientes de barro, cuchillos de diferentes dimensiones y usos, además del ajuar típico de cocina, es decir, manteles y paños y otros elementos como las piedras de afilar, planchas, etc. En definitiva, si exceptuamos los electrodomésticos, elementos que en una forma u otra todavía están presentes en las cocinas de hoy.
4. 3. La pequeña nobleza urbana y sus «casas principales»
Aunque quizás supere los límites o, por lo menos, el eje central de esta intervención, sí que me gustaría referirme, y colateralmente ofrecer una visión más amplia sobre la vivienda urbana, a las casas de mayor categoría, aquellas que prácticamente alcanzan el rango palaciego y que la documentación nos suele presentar como las «casas principales» de los linajes y familias de los patriciados urbanos.
Su eclosión como elemento significativo de la red urbana se produce en los siglos XIV Y XV, fundamentalmente en esta última centuria, y, al menos a mi entender, dos son los factores principales que la provocan; por un lado, la traslación de la nobleza a los ámbitos urbanos como lugar fundamental de residencia. En segundo término, los nuevos gustos, la incipiente preocupación renacentista por el ennoblecimiento y el cuidado de la ciudad, un espacio cuyo aspecto ha de ser reflejo de la calidad de vida de sus habitantes. Una preocupación que, en su vertiente pública, dará lugar a un intenso proceso de transformación del espacio urbano: nuevos edificios públicos, pavimentación y ensanche de calles, derribos de casas para ampliación de plazas, preocupación de las autoridades por la higiene y la salubridad, etc.
En la vertiente privada de este proceso, quizás se pueda considerar a la propia monarquía como animadora o precursora del mismo; véanse si no los palacios góticos de los reyes aragoneses, sobre todo en Barcelona, o los gustos más «mudéjares» de los reyes castellanos en los alcázares de Córdoba, Sevilla o Tordesillas y las remodelaciones de los de Segovia, Madrid y Toledo. A escala más modesta, las noblezas urbanas remodelarán o edificarán de nueva planta sus moradas como reflejo físico de su hegemonía social. Se tratará en general de construcciones que a menudo presentarán una fisonomía que recordará a las antiguas fortalezas rurales, es decir, edificios sólidos en piedra, con al menos dos alturas, sobresaliendo sobre las edificaciones del entorno y con un aspecto externo que, por otro lado, casi nunca carecerá de cierto valor artístico merced a sus ventanales, rejerías, arcos y adornos de todo tipo y, por supuesto, al igual que en las casas del regidor zamorano Pedro Gómez de Sevilla con sus «corrales e huerta e barrera e otras cosas a ellas anexas e confines». Todo ello en busca de un mayor confort, de una mayor respetabilidad que les asimile, al menos en lo externo, a los altos escalones de la nobleza, y que ponga de manifiesto ante el conjunto de la sociedad urbana su potencial económico y su éxito social. Un nuevo elemento arquitectónico que comienza a aparecer en las postrimerías del siglo XV -la galería- da pie al profesor Montero para preguntarse si estamos sólo ante un mimetismo con el recurso islámico de aquel que se solaza mirando sin ser visto, o si se trata de un recurso arquitectónico que permite a la casa empezar a mirar al exterior. Parece más bien esto último: la vivienda de las postrimerías del medievo, al menos de las de rango medio en adelante, siguen siendo la manifestación del espacio privado pero han dejado de ser recogidas y anónimas.
4. 4. La casa como elemento simbólico
Y esto que acabo de señalar me lleva ya a una última reflexión que cabría encuadrar en el terreno de la simbología. Uno de los elementos indispensables e identificativos de la condición nobiliaria o hidalga es el cumplimiento de una condición sine qua non: la de ser persona de «solar conocido». Pero más allá de este precepto legal, la casa es uno de los elementos claves que conforman la mentalidad aristocrática; tal y como señala Heers, «el símbolo definitivo de la unión de los clanes familiares lo constituye, además del apellido y de las armas, la casa». El palacio de la ciudad, en mayor o menor medida fortificado, y rodeado por otros palacios de los linajes aliados y de las casas de la clientela, conserva en los siglos bajomedievales todo el prestigio de un castillo feudal de los siglos anteriores.
La casa es pues el símbolo más elocuente del poder del linaje familiar y el marco de sus relaciones sociales. Barrantes Maldonado, cronista de la casa de Niebla, nos ilustra sobre el hecho de que la causa fundamental de la enemistad entre el conde don Enrique y su hermano Alonso Pérez, señor de Lepe y Ayamonte, era «el gran desconocimiento que este su hermano le hazia de no venir a su casa ni se tratar con el». El olvido de la casa solar constituye así la prueba manifiesta del cuestionamiento del pariente mayor del linaje que en ella residía y un grave peligro para la estabilidad del clan familiar. Cuando, por el contrario, se frecuentaba la casa del pariente mayor se estaba manifestando el deseo de mantener la unidad familiar, porque el solar de la familia no es sólo una residencia, es también el punto de encuentro de parientes y allegados, el lugar donde se discuten todos los temas que atañen a la familia, desde los más graves a los más lúdicos, donde se definen sus estrategias en todos los terrenos. De este modo, la casa se convierte en un factor esencial en la estabilidad del linaje y en la prueba de su continuidad; todos los mayorazgos coincidirán en vincular «las casas principales», morada de los fundadores, y en prohibir cualquier clase de enajenación de las mismas
Esta especie de concepción un tanto metafísica de la casa para los linajes nobles queda patente en un hábito bastante frecuente en las postrimerías del medievo; se trata de la costumbre existente en numerosas ciudades de cerrar la entrada de estas casas con unas cadenas que simbolizan el carácter inviolable de la mansión para la justicia. Con el paso del tiempo este hábito era reconocido como un privilegio prestigioso de las casas de caballeros y los reyes concedían su utilización como merced muy especial todavía en el siglo XVII
La construcción de un nuevo solar y el traslado consiguiente marca un hito en la historia de cada linaje, y se convierte en un símbolo de extraordinaria elocuencia de su nueva posición social, de su capacidad económica y del reforzamiento de su papel en el sistema urbano. Por mencionar un ejemplo concreto y significativo podemos referirnos al caso de Esteban de Villacreces quien, en 1460, comienza a edificar su casa principal en Jerez para dar fe de la nueva situación de su familia, recientemente emparentada con el valido regio don Beltrán de la Cueva; la ciudad trató de impedirlo pero los Villacreces concluyeron las obras en virtud de una cédula real por la que se les concedía tal merced.
Desde el punto de vista inverso, la importancia de la casa es tal que su confiscación o demolición por la justicia es uno de los máximos castigos que un linaje puede sufrir; del mismo modo, el asalto por los enemigos o la venta forzosa es la más clara muestra del declive de una determinada familia.
SELECCIÓN BIBLIOGRÁFICA
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LA VIVIENDA:
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PRIVADO
EN EL PAISAJE URBANO MEDIEVAL
Manuel-Fernando Ladero Quesada
(UNED, Madrid)
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