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RESUMEN Predomina aún en una parte importante de la historiografía sobre la Restauración alfonsina el retrato tópico y superficial de Sagasta como un político intrigante, marrullero e inclinado a la política “menuda” frente al carácter de hombre de Estado de Cánovas. Tratando de superar el insuficiente conocimiento que en general se posee de su figura, en este trabajo nos proponemos profundizar en la política del Partido Liberal Dinástico durante la época de su jefatura como medio de obtener una imagen mucho más compleja y real de este líder. Una imagen que debe incluir sus concepciones ideológicas, estrategias y prácticas políticas, pero también sus realizaciones de gobierno, captando las luces y sombras que dejó su legado a la Monarquía de Alfonso XIII. Palabras clave: Práxedes Mateo Sagasta, Partido Liberal, Restauración y Regencia, liderazgo político, reformas liberales.
A great part of our historiography about the ‘Alphonsist Restoration’ is still weighed by a commonplaced and superficial portrait of Sagasta as an scheming politician, wheedling and slanting to politics of plot, in front of Canovas’ statesman qualities. This essay tries to overcome the generally insufficient knowledge about his figure and deepen into the policy of the Liberal Dynastic Party during his leadership period. Then we might obtain a very complex and real image of this decision-maker, an image which must include his ideology, strategies and practices, but also his governmental actions, with all the lights and shadows left as legacy to Alfonso XIII Monarchy. Key words: Práxedes Mateo Sagasta, Liberal Party, ‘Restauracion’ and ‘Regencia’, political leadership, liberal reforms.
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1. 0. INTRODUCCIÓN Al socaire del auge que desde hace un par de décadas viene observándose en un género biográfico que ha logrado combinar al fin las peculiaridades de los individuos con los elementos más estructurales propios de los grupos sociales, así como en una historia política renovada por un intercambio fructífero con otras corrientes historiográficas y ciencias sociales, estamos asistiendo a una desigual pero a la vez insoslayable recuperación del interés por personajes capitales en la política española de la pasada centuria que hasta ahora carecían de estudios a la altura de su relevancia 2.Sagasta es sin duda una de las figuras más representativas, al par que de las peor estudiadas, de nuestra Monarquía liberal decimonónica, aunque en los últimos tiempos está siendo objeto de trabajos que comienzan a redimensionar su trayectoria y proyecto político superando tópicos añejos que los simplificaban en exceso3. No resulta exagerado afirmar, parafraseando a una conocida revista madrileña de poco antes de su muerte, que “la vida pública del Sr. Sagasta es también la historia de la política española de casi cincuenta años”4. El político de Torrecilla en Cameros desempeñó un papel protagonista en regímenes bien diversos (Reinado de Isabel II, Monarquía democrática de Amadeo de Saboya, Primera República y Restauración alfonsina) y fue el gobernante que dirigió los destinos del Estado en el triste trance del 98, arrostrando la impopularidad y el desgaste político que conllevó tan dura prueba. Frente a quienes le han caracterizado muy superficialmente como el arquetipo de los vicios del “turno pacífico”, Sagasta se presenta como uno de los más destacados miembros de esa saga de revolucionarios procedentes del progresismo liberal (Mendizábal, Joaquín María López, Prim...) que fueron capaces de aprender de sus errores e incluso excesos juveniles, de superar intransigencias políticas en aras de la necesaria compatibilización entre su ideología liberal y la institución monárquica, cuyo exclusivismo ultraconservador tanto habían combatido de jóvenes. Sagasta trabajó así con todas sus energías en pro del asentamiento de una monarquía constitucional “a la inglesa” en la que debían alternarse pacífica y solidariamente en el poder dos partidos dinásticos, uno de tinte más conservador y otro heredero de los principios del liberalismo progresista, y que pondría de este modo el cierre al largo período de inestabilidad y violencia política que había caracterizado la compleja implantación del parlamentarismo liberal en España. Eso sí, con unos elevados costes que poco a poco iremos viendo5. Con la brevedad que necesariamente impone este trabajo nos proponemos analizar la significación de Sagasta en cuanto líder que, sin renunciar a la aplicación de su programa a medio y largo plazo, supo pilotar el desembarco de la principal fuerza política superviviente del Sexenio en la Monarquía de la Restauración cuando se convenció de que la voluntad conciliadora del Rey y su Primer Ministro eran sinceras, para una vez en ella irse atrayendo hábilmente al resto de fracciones del liberalismo de izquierdas hasta formar el Partido Liberal Dinástico. Bajo su jefatura esta formación proporcionó las medidas más progresistas del régimen restaurador (juicio por jurado, ley de asociaciones, mayor libertad de imprenta, abolición definitiva de la esclavitud, sufragio universal masculino), pero contribuyó en no menor medida que el Partido Conservador canovista al creciente divorcio de la opinión del país respecto a aquel a causa del sistema de ficciones que caracterizó a sus gobiernos. Sistema que desvirtuaba en la práctica todas estas conquistas legales para mantener intacto el entramado caciquil que daba cobertura al turno. Oscurecida por la imponente -para lo bueno y lo malo- figura de Cánovas, la determinante labor de Sagasta ha tendido a quedar relegada a un injusto segundo plano cuando se analiza el proceso de formación, consolidación y funcionamiento del bipartidismo restaurador. El riojano a menudo ha sido despachado sin más como un gobernante habilidoso y marrullero, totalmente escéptico a partir de la experiencia de la Revolución de Septiembre y maestro consumado en el caciquismo y la falsificación electoral. Se ha pasado por alto con ello el sustancial continuum ideológico que, a partir de los rasgos más conservadores de su progresismo “puro” inicial, da sentido a su actuación en el Sexenio y la posterior Restauración 6. Su proyecto de establecer una monarquía constitucional aceptable para los diversos matices del liberalismo hispano fracasó durante el reinado de Amadeo de Saboya tanto por la intransigencia con que le combatieron los radicales de Ruiz Zorrilla, como porque él mismo se dejó llevar por la ambición de recoger y liderar la herencia política de Prim a costa de retrasar todo lo posible la formación del Partido Constitucional con los unionistas de Serrano. Su fracaso le aportó la experiencia suficiente para aceptar el proyecto canovista en lo que tenía de conciliable con su ideario y perseguir de forma lenta y transaccional la recuperación de las conquistas legales de Sexenio, aunque le faltó la suficiente voluntad y capacidad de riesgo para ir autentificando su aplicación real y saneando el sistema de corruptelas.Estudiaremos aquí en primer lugar su determinante labor al frente del Partido Constitucional en la aceptación sin violencia de la Restauración y a continuación, tras los lógicos titubeos iniciales, su conversión en un factor esencial del régimen al recoger el ofrecimiento de Cánovas de ser su alternativa de gobierno. Veremos después su pugna con otros notables de tanto o mayor prestigio y capacidad que él por liderar el proceso de convergencia de las fracciones del liberalismo monárquico de izquierda en un gran partido destinado a turnar con el Conservador (1880-1885). Asimismo nos centraremos en su primera experiencia de gobierno con Alfonso XII, marcada por una excesiva prudencia y conservadurismo, para analizar a continuación su definitiva conversión dinástica a partir del famoso pacto o “tregua del Pardo” que concertó con Cánovas para salvar la Regencia de María Cristina de las amenazas que se cernían en su horizonte. El “Gobierno largo” (1885-1890) nos servirá para medir sus realizaciones en el poder en relación con el programa prometido, y de paso nos permitirá acercarnos a su inconfundible estilo de jefatura. Finalmente, la actuación de Sagasta en sus últimos años será el marco perfecto para abordar la crisis y ruptura del Partido Liberal, y más en general de todo el sistema en el que se había asentado como fuerza de gobierno. Su etapa postrera al frente del liberalismo dinástico mostrará la incipiente esclerosis de un partido y un régimen incapaces de renovarse en profundidad y afrontar con decisión la resolución de los nuevos problemas sociales, pero también de representación política, que afectaban al país, aun reconociendo que en ocasiones se trataba más de aspiraciones todavía larvadas que de reivindicaciones masivamente expresadas.
1. SUPERANDO LOS “OBSTÁCULOS TRADICIONALES” (1875-1881) Por encima de las constantes alternativas que experimentó su larga y accidentada carrera política, Sagasta siempre consideró la Monarquía constitucional inglesa como el modelo en el que debía inspirarse nuestro Estado liberal. Al igual que la generalidad de políticos progresistas el riojano trabajó por la implantación de un régimen monárquico cuya legitimidad vendría dada por el principio de soberanía nacional, entendida ésta como la libre expresión de la voluntad popular a través del Parlamento, y que se articularía en torno a la alternancia pacífica de dos partidos en el poder que compartirían unas reglas de juego y un marco legal comunes. Sólo de este modo, pensaba Sagasta, podrían compatibilizarse la libertad y el orden, superando la dialéctica reacción-revolución que había caracterizado hasta entonces el proceso de implantación del Estado liberal hispano. Al par que se consagraría legalmente el ejercicio mesurado y responsable de los derechos y libertades fundamentales del individuo 7.Sagasta trató de poner ya en práctica estas ideas tras el triunfo de la Revolución de Septiembre, en un principio como fiel colaborador del general Prim en su proyecto de monarquía democrática (el conde de Reus, de hecho, le encargó los departamentos ministeriales más comprometidos -Gobernación y Estado-, y llegó a considerarle su mano derecha en el Gobierno), y tras el asesinato de éste, a la cabeza del ala más templada del progresismo. Desde allí planteó una política de consolidación lenta pero segura de las conquistas revolucionarias articulada en torno al mantenimiento del pacto que mantenían con los elementos de la antigua Unión Liberal presididos por Serrano, lo que le llevó a enfrentarse a la intransigencia filodemócrata de Ruiz Zorrilla en una pugna que partió irreversiblemente en dos al viejo Partido Progresista8. Sagasta no supo sacrificar entonces sus ambiciones personales a estos fines, por lo que contribuyó a frustrar el régimen de partidos ensayado bajo Amadeo I con su resistencia a abandonar el proyecto de encabezar un Partido Progresista depurado del radicalismo demócrata. Pero su actuación posterior en defensa del orden y la pacificación del país (inmerso en una insurrección cantonal, la segunda guerra carlista y un largo conflicto separatista en Cuba) durante la “República ducal” de Serrano le hizo a la postre idóneo a ojos de Cánovas para capitanear a las fuerzas procedentes del Sexenio que debían colaborar con los conservadores más pragmáticos en la Restauración alfonsina9. No obstante, su intrínseco oportunismo, siempre abierto a optar por la solución que más conviniese en cada momento a sus objetivos, se sumó a su lógica desconfianza inicial ante el hijo de Isabel II (pues nada garantizaba que no fuese a repetir los errores de su progenitora), impidiéndole sumarse ya en 1874 a la causa alfonsina, como hicieron algunos correligionarios suyos. A lo largo de aquel año Sagasta sopesó diversas y contrapuestas soluciones (prolongación por unos años de la dictadura provisional de Serrano, monarquía encabezada por el hijo de Amadeo o un príncipe alemán) para salir de la interinidad en que se hallaban sin decidirse claramente por ninguna, aunque la convocatoria de unas Cortes ordinarias que proclamarían rey a don Alfonso aparecía ante su vista como la vía más factible. De hecho así parecía dejarlo entrever al afirmar a principios de diciembre que no excluía a candidato alguno, ni siquiera a don Alfonso, para la monarquía que debería instaurarse cuando la situación del país lo permitiera10. El pronunciamiento pocos días más tarde de Martínez Campos sorprendió a su Gobierno dividido internamente y preocupado por asestar un golpe definitivo al carlismo para convocar elecciones lo antes posible. Si bien Sagasta hizo ademanes de estar dispuesto a resistir por la fuerza el movimiento militar, bastó una conversación telegráfica con Serrano, por entonces bloqueado con sus tropas en la Rioja, para que desistiera de abrir un nuevo conflicto y se rindiera a los generales alfonsinos11. Desde su omnipotente posición al frente de los primeros gabinetes del nuevo reinado, Cánovas pudo llevar a la práctica su modelo de monarquía doctrinaria heredera de los elementos más aprovechables del moderantismo y la Unión Liberal. Para ello levantó todo un edificio institucional ecléctico y conciliador con el que pretendía corregir los defectos que habían dado al traste con el régimen isabelino. Fueron sin embargo los constitucionales sagastinos, ayudados por el resto de fuerzas que gravitaron en el ámbito del liberalismo monárquico de izquierdas, quienes lograron legitimar y socializar la Monarquía restaurada entre amplias capas de la población -lo que podríamos llamar las clases medias, y muy puntualmente los sectores populares- de forma imperfecta pero durante un tiempo efectiva, convirtiéndola en el régimen más estable de nuestro convulso siglo XIX. A través de la progresiva recuperación de las conquistas legales del Sexenio (en algunos casos, como el sufragio universal, más sobre el papel que en la realidad) Sagasta y sus correligionarios sellaron la simbiosis de la monarquía histórica, ahora remozada y abierta a todo el que estuviese dispuesto a aceptar sus reglas de juego, con los principios liberal-democráticos que había sancionado la Revolución del 68. Se podía decir por tanto que los célebres “obstáculos tradicionales” eran ya un asunto perteneciente al pasado. Ahora bien, éste no fue un proceso rápido ni carente de contradicciones y obstáculos, que de hecho llegaron a ponerlo en peligro en más de una ocasión. Las medidas represivas que tomó el primer Gobierno canovista acuciado por la presión de los sectores más reaccionarios del alfonsismo reafirmaron al Partido Constitucional, dirigido ya en la práctica por Sagasta, en su decisión de retirarse a un segundo plano y esperar a ver la dirección que tomaba el régimen, no obstante la benevolencia inicial hacia éste que había mostrado desde las páginas de La Iberia y otros órganos de prensa propios12. Las negociaciones confidenciales que entabló el Gobierno con los sagastinos para que acataran sin condiciones al Rey no produjeron por ello el resultado apetecido. Sagasta se resistía a dar este paso por miedo a que fueran engullidos en la especie de resucitada Unión Liberal que según diversos rumores planeaba Cánovas, y acariciaba por contra el proyecto de atraer a todos los sectores aprovechables del Sexenio para formar una gran agrupación liberal que ambicionaba encabezar. Con este fin no dudó en levantar la bandera de la Constitución del 69 y los derechos y libertades individuales como alternativa a la política conservadora del Gobierno. El coste de tal estrategia fue alto, pero le sirvió para manifestar su capacidad de liderazgo, al par que mostró el hambre de mando que siempre le caracterizó. La actitud en que Sagasta había colocado al Partido Constitucional provocó que en primavera de 1875 se escindiera de él un pequeño pero importante grupo encabezado por Alonso Martínez y el veterano Francisco Santa Cruz que reivindicaba el abandono de la posición expectante para reconocer sin ambages el trono de Alfonso XII y colaborar en el diseño de la nueva legalidad común. Los “disidentes” habían recibido el aliento de un Cánovas que esperaba atraer a su nuevo partido al mayor número de fuerzas procedentes del constitucionalismo, pero Sagasta logró que el grueso de la agrupación permaneciera bajo su órbita gracias a un reconocimiento calculadamente ambiguo de la Monarquía13 y a su capacidad persuasiva. Práxedes confiaba en que el Partido Liberal- Conservador que diseñaba Cánovas fracasaría y le dejaría franco el acceso al poder; los acontecimientos posteriores le dieron sólo a medias la razón. La fragilidad que hacía peligrar el edificio canovista y la sinceridad de los propósitos del prócer conservador de abrir el régimen a la izquierda le llevaron a hacer importantes concesiones a los constitucionales, entre las que destacó la celebración de las primeras elecciones a Cortes de la Monarquía bajo la ley electoral del Sexenio, que consignaba el sufragio universal masculino para los varones mayores de 25 años. Sagasta carecía con esto de razones para dilatar aún más el reconocimiento pleno de la dinastía, y lo que era más grave, corría el riesgo de ver cómo su partido quedaba excluido del reparto de escaños que empezaba a organizar Romero Robledo desde Gobernación. La suma de todos estos factores llevó al político riojano a efectuar uno de los rápidos cambios de orientación que caracterizaron su capacidad para adaptarse a las variaciones de la coyuntura política y que en más de una ocasión le granjearon la acusación de inconsecuente y carente de principios. De este modo, en noviembre de 1875 Sagasta introdujo definitivamente a su partido en la Monarquía alfonsina con ocasión de una asamblea general celebrada en Madrid en la que pronunció uno de los discursos más vibrantes de su carrera. Sagasta afirmó entonces que pretendían “ser hoy el partido de Gobierno más liberal dentro de la monarquía constitucional de don Alfonso XII”, lo que implícitamente equivalía a aceptar el régimen y su ordenamiento legal vigente, sin perjuicio de que pudieran modificar este último cuando subieran al poder. La recompensa no se hizo esperar. Las complejas negociaciones que entablaron los principales líderes constitucionales con el Gobierno de Cánovas les aseguraron convertirse en la principal fuerza de oposición en las nuevas Cortes con cerca de 40 actas, y a Sagasta personalmente le garantizaron un escaño “encasillado” por la capital zamorana, que desde entonces fue casi sin interrupción un feudo inexpugnable del político liberal14. La aceptación del texto constitucional aprobado en junio de 1876 en otro de sus típicos “giros” ideológico-estratégicos desactivó uno de los principales problemas que hasta entonces había impedido la implantación de un régimen liberal estable en España: la inexistencia de un marco legal comúnmente aceptado, al pugnar cada partido por imponer su propia Constitución. Bien es cierto que la nueva, que fue redactada por una comisión presidida por Alonso Martínez bajo inspiración de Cánovas, facilitó sobremanera esta solución al dejar inteligentemente abiertas importantes cuestiones políticas (comenzando por la extensión mayor o menor del sufragio), por remitir su regulación a ulteriores leyes orgánicas. Lo cual no impidió que la minoría constitucional encabezada por Sagasta defendiera con brío en una corta pero brillante campaña parlamentaria los principios de la Revolución de Septiembre. La figura de Alfonso XII, su talante abierto y contrario a vetar el acceso al poder de cualquier agrupación política que hubiese aceptado las instituciones establecidas, completó las condiciones que hicieron posible la estabilidad de su reinado al superar el exclusivismo regio que tan caro había resultado a su madre. El acomodamiento a las circunstancias y exigencias del nuevo sistema demostraba que los constitucionales habían aprendido de los errores que hasta entonces habían frustrado todas las situaciones de gobierno liberales. Sagasta coincidió con Cánovas en el diagnóstico de los males que sufría nuestro régimen constitucional y aceptó los remedios necesarios para su erradicación. Estos pasaban por consensuar un marco legislativo y unas normas de comportamiento aceptadas por todos y capaces de reducir al mínimo imprescindible la competencia política, al asegurarles el disfrute periódico del poder. Por de pronto el líder constitucional afirmó estar dispuesto a gobernar con el texto del 76 aplicándole el espíritu y los principios del 69, lo que le habilitaba como el candidato natural a turnar con Cánovas, pero ambos dirigentes hubieron de superar previamente sus respectivas tentaciones e impaciencias para hacer realidad los principios que proclamaban en sus discursos15. El camino que hubo de seguirse hasta completar el diseño de los complejos criterios y delicados juegos de equilibrios y contrapesos con que funcionó el sistema de alternancia bipartidista conocido como “turno pacífico” a menudo se vio surcado por amenazas y peligros que a punto estuvieron de frustrarlo. La consecuencia fue que su implantación precisó de un período considerable de tiempo, ya que hasta la formación del Gobierno liberal que asumió el poder tras la muerte de Alfonso XII no puede considerarse completado el proceso. Parte de la culpa en este retraso hay que achacarla a la impaciencia que no tardó en dominar a Sagasta y sus correligionarios en cuanto quedó claro que Cánovas no iba a cederles el poder en un plazo breve de tiempo. El político conservador desconfiaba de la sinceridad de la conversión alfonsina que había realizado una agrupación dirigida por un político al que más tarde censuraría por “la rapidez con que muda de ideas y de resolución en los asuntos de mayor importancia”16, y desde luego consideraba su reconciliación con los constitucionales disidentes como requisito imprescindible para hacerse merecedores del Gobierno. Cánovas era consciente de que el reinado de Alfonso XII distaba mucho de haber superado los peligros que amenazaron su existencia desde el inicio. El Trono descansaba sobre una base todavía precaria que sus enemigos no iban a dejar de utilizar en su contra, y esto reforzó en él la convicción de ser casi insustituible en el poder, permaneciendo a su frente todo el tiempo posible. El precio era cerrar el camino a sus rivales e incumplir así la promesa de no obstaculizar la subida al Gobierno de quienes consideraba una agrupación esencial para la estabilidad y supervivencia del régimen. Acostumbrados a la rápida sucesión de gabinetes que nunca agotaban su existencia legal, los constitucionales no resistieron con serenidad el paso de los años bajo una situación conservadora cuyo fin no parecía llegar nunca, lo que no tardó en provocar peligrosos roces y conflictos con el gabinete canovista que en algún caso hicieron temer el retorno de los odiados obstáculos tradicionales. El orgulloso e irascible carácter de Cánovas favorecía este tipo de choques, en los que era de temer la reacción de amplios sectores del constitucionalismo que mantenían los posos del viejo espíritu insurreccional progresista, y que por ello llegaron a plantearse seriamente aceptar los ofrecimientos que constantemente les lanzaban los conspiradores zorrillistas para sumarse a una acción armada en común. Complicaba aún más este panorama la posición que había adoptado el siempre ambicioso mariscal Serrano (retirado de la política activa desde el pronunciamiento de Sagunto), quien no dudó en permitir que su nombre sonara en buena parte de los rumores de planes de pronunciamientos republicanos que abundaron en los primeros años de la Restauración, aunque cuidó mucho de no implicarse personalmente en su preparación17. Sagasta tuvo que realizar por ello una difícil labor de contención con sus correligionarios más exaltados (sin desautorizar abiertamente su comportamiento) mientras ensayaba diversas estrategias para obtener el poder. Su objetivo no era otro que convencer al Rey de la necesidad de que el largo período conservador diese pronto paso a una situación liberal gobernada por su partido, pues la Corona poseía prerrogativas (libre nombramiento y separación de los ministros, veto o sanción de las leyes...) que la convertían en la práctica en el auténtico árbitro del que dependía el cambio político. El riojano optó primero por presionar al monarca con un retraimiento que recordaba a los que había sufrido su madre. Se protestaba de este modo contra lo que era visto como una maniobra desleal del Partido Conservador que perseguía anular sus opciones futuras de gobierno, pero cuando se agotaron sin éxito los efectos de esta táctica y se hizo necesario salir del peligroso impasse en que había colocado a su agrupación, Sagasta no dudó en retornar al Parlamento y adoptar una política de oposición mesurada, responsable y leal. Con ella pretendía hacer ver a Palacio que eran un partido al que se podía dar el poder sin que la estabilidad del sistema corriera peligro alguno18. El transcurrir de los meses sin que llegara el ansiado cambio de Gobierno no tardó en mostrar la insuficiencia de esta política por sí sola. Era evidente que mientras los constitucionales y el Centro Parlamentario (conjunto de antiguos disidentes que dirigidos por Alonso Martínez formaron en otoño de 1876 un grupo independiente) fueran incapaces de alcanzar un acuerdo que originara un gran partido liberal dinástico Cánovas podía continuar tranquilo al frente de los asuntos públicos, con la seguridad de que el Rey no iba a retirarle su confianza. El espíritu conservador que podía aportar este grupo al liberalismo de Sagasta y los suyos se antojaba necesario para disipar cualquier sombra de prevención o desconfianza que todavía pudiera albergarse en Palacio contra ellos, pero el problema era que ni los centralistas estaban dispuestos a someterse sin condiciones a Sagasta, como éste les exigía, ni el riojano terminaba de aceptar un pacto entre iguales que consideraba humillante y arriesgado para su jefatura. No en vano en los años siguientes sonó insistentemente el nombre de Posada Herrera -que se mantenía en una posición independiente, oscilante entre la mayoría gubernamental y el Centro- como candidato a un gabinete de conciliación liberal que en diciembre del 79 el monarca llegó a encargarle. La astucia del líder constitucional se encargó de frustrar este intento a pesar de la reconciliación firmada con el Centro un año antes19. Tuvo que ser la iniciativa del más ilustre de los numerosos adversarios que se creó Cánovas durante su largo mandato, el general Martínez Campos (que llamó en el Senado a la formación de un gran partido liberal), el argumento definitivo que convenció a los constitucionales para unirse con otras fracciones del liberalismo monárquico como única vía posible para desbancar al dirigente conservador. Sagasta supo adelantarse entonces a la corriente en favor del pacto que empezaba a dominar en su partido y tomó las riendas del movimiento, sellando una rápida alianza con la fracción campista que pocos días más tarde se convirtió en una coalición en la que también entraron los centralistas, el pequeño grupo de fieles de Posada Herrera y una fracción disidente del antiguo Partido Moderado. Con su hábil maniobra el líder constitucional se aseguraba una posición privilegiada para asumir la jefatura del partido que había de resultar de aquel proceso, pues sus posibles rivales -Serrano y Posada Herrera- pronto demostraron que por diferentes motivos carecían de opciones reales a dicho puesto20 De hecho fue Práxedes el designado para pronunciar el discurso con el que quedó sellada la fusión, auténtica obra maestra del cálculo y la habilidad política donde se prescindía de cualquier exposición detallada de principios para centrarse en una demoledora crítica de la mala gestión conservadora. Pero resultó ser aún más determinante el bautismo parlamentario un mes más tarde del que se llamaría Partido Liberal Fusionista. Ante la inesperada hostilidad con que los conservadores recibieron la fusión, clara prueba de que no estaban dispuestos a ceder el poder mientras tuviesen recursos para conservarlo, los principales portavoces parlamentarios del nuevo partido presentaron una proposición en las Cortes que defendió Sagasta en un vigoroso discurso, en la cual se venía a realizar una apelación en toda la regla al monarca para que hiciese un uso libérrimo de su regia prerrogativa, propiciando el cambio de Gobierno. Esto suponía aceptar definitivamente al Rey como árbitro político, reconocer su función de “poder moderador” que resolvía en los litigios por el poder por encima incluso de la opinión del Parlamento, lo que equivalía a renunciar en la práctica a la interpretación tradicional que el progresismo había otorgado al principio de soberanía nacional para asumir la teoría doctrinaria sobre el papel de la Corona en el sistema político. Con ello se hacía posible la alternancia pacífica en el poder, al existir por fin unos principios y reglas de juego compartidos por los diferentes actores políticos, por lo que aquel acto trascendía su proyección inmediata para convertirse en el digno remate de la ingente labor de conciliación que puso las bases del régimen restaurador 21.Que aquel fue un proceso frágil, delicado y perfectamente reversible lo demuestra el hecho de que la tenaz resistencia de Cánovas a dejar el Gobierno propiciase desde el ecuador del verano persistentes rumores de conspiraciones en las que andaban mezclados militares y políticos fusionistas, y que llevaron a buena parte de sus correligionarios a creer inminente la muerte prematura del partido por escisión de sus partes. No hay que olvidar que, tal como afirmaba en privado a su amigo y correligionario Víctor Balaguer, los constitucionales habían aceptado la fusión “para quitar todo pretexto en ciertas esferas [léase Palacio]” que retrasara su subida al poder. Lo cual ayuda a comprender la fragilidad que amenazó desde su nacimiento la existencia del nuevo partido. Por otra parte el republicanismo zorrillista había pugnado desde los inicios de la Restauración por atraer a los constitucionales a sus planes conspirativos -Serrano y su cohorte de generales adictos fueron, como hemos visto, un grupo especialmente receptivo a tales llamadas-. Era lógico, por tanto, que no desaprovecharan unas circunstancias en las que el “despotismo ministerial” de Cánovas hacía recordar a muchos correligionarios de Sagasta el antiguo “desheredamiento” sufrido por el progresismo bajo Isabel II, para renovar los intentos de atracción de unos liberales que carecían entonces de apego personal hacia la dinastía22. El propio Sagasta llegó a mezclarse aquel otoño en intrigas que apuntaban a un posible golpe militar encabezado por generales descontentos de la talla de López Domínguez (sobrino y mano derecha de Serrano que gozaba de prestigio en ambientes liberales del ejército) que podía hacer caer la Monarquía alfonsina. Los informes de diplomáticos extranjeros destinados en Madrid recogieron el rumor de que ambos políticos habían organizado una auténtica trama golpista en el Ejército de acuerdo con zorrillistas y federales. Con motivo de las elecciones generales de marzo de 1879 Práxedes había concertado ya una coalición electoral con las oposiciones antidinásticas de izquierda como advertencia al soberano de que su partido empezaba a impacientarse en su espera para recibir el poder. Si a esto unimos su profunda antipatía hacia el radicalismo de Zorrilla y los federales, no parece excesivamente aventurado interpretar su nueva implicación planes insurreccionales como un segundo aviso, en esta ocasión más serio, de que la prolongación del mandato conservador abocaba al régimen alfonsino a un final idéntico al que había sufrido el Reinado de Isabel II. Factores como la ambigua actitud que adoptó Sagasta ante la violenta campaña de amenazas a la Corona llevada a cabo por Víctor Balaguer en aquellos meses, evolucionando de su aliento inicial a posteriores llamamientos al político catalán a una actitud más prudente, no hacen sino reforzar la verosimilitud de esta teoría aquí esbozada23. En cualquier caso Alfonso XII terminó por tomar en serio los avisos que por diferentes canales le llegaron de la tormenta que se estaba formando y pasó a alentar las esperanzas de los liberales, que redoblaron sus apelaciones al ejercicio de la regia prerrogativa con la certeza de que pronto iban a dar sus frutos. Temeroso de las consecuencias que podía acarrear para su trono mantener por más tiempo la confianza a los conservadores, al iniciarse el mes de febrero de 1881 el Rey creyó llegado el momento de dar una oportunidad a la oposición fusionista tras seis años de Gobierno conservador y aprovechó la cuestión de confianza encubierta que Cánovas lealmente le planteó al presentarle un decreto sobre conversión de la deuda amortizable que implicaba un largo período de tiempo de ejecución, para forzar la caída del Gobierno al negar su firma al decreto24. Apenas veinticuatro horas después Sagasta formaba un gabinete en el que estaban representadas las diferentes familias políticas fusionistas en medio de un ambiente de optimismo y benevolencia general hacia los nuevos gobernantes que venía a sancionar el cambio radical operado en las costumbres de nuestra Monarquía constitucional. Por primera vez en mucho tiempo un soberano de la dinastía Borbón llamaba pacíficamente al poder a un partido heredero del progresismo liberal. Lo cierto es que la presencia de centralistas y moderados disidentes en las filas de la fusión supuso un evidente contrapeso conservador a una mayoría constitucional que por otra parte se hallaba en pleno tránsito a puntos de vista en muchos casos similares al doctrinarismo que informaba a Cánovas, sin que por ello se deba afirmar que conservadores y liberales carecían de diferencias ideológicas entre sí, como a veces se ha sugerido. Esta convergencia real entre ambas fuerzas vino reforzada en el ámbito social por la entrada de numerosos aristócratas en el Partido Liberal a raíz de la fusión, y especialmente tras la subida al poder de Sagasta. Los intereses y comportamientos sociales del liberalismo dinástico se fueron aproximando gradualmente a sus homólogos conservadores, de forma que se hizo corriente -que no novedosa- su presencia simultánea en los consejos de administración de grandes empresas y su pertenencia a similares asociaciones y centros culturales. La sociabilidad y la economía favorecen así que se hable de la existencia de un “bloque de poder oligárquico” que englobaba a los miembros de ambos partidos, aunque el concepto se antoja problemático por la excesiva homogeneidad e identidad de fines que presupone, eliminando importantes diferencias que todavía subyacían entre los notables dinásticos. Sagasta tampoco escapó a esta tendencia a pesar de su proverbial modestia y trato democrático. El riojano participó de la problemática conexión entre la política y los grandes negocios tan frecuente entonces, como quedó de manifiesto en sus gestiones para la concesión de la línea del Noroeste a importantes capitalistas franceses, y se vio atraído por modelos de comportamiento propios de la alta burguesía con afanes de emular a la vieja aristocracia: la posesión de una gran finca en Ciudad Real, y sobre todo la construcción de un lujoso palacete en pleno “eje de poder” madrileño así lo delatan, aunque su pronta venta demuestra que no terminó de cuajar en él esta mentalidad muy típica en la sociedad de la Restauración25. 2. EL “VIEJO PASTOR” DEL LIBERALISMO (1881-1890) En la historia política española los años ochenta del siglo XIX pueden considerarse como la “década de Sagasta”. Fue entonces cuando el prócer liberal materializó su viejo deseo de unificar la práctica totalidad de las fuerzas procedentes del liberalismo monárquico de izquierdas en un gran partido de gobierno cuya jefatura logró retener de forma permanente, aunque no indiscutida. Con él al frente los liberales gobernaron durante más de dos tercios del período y lograron sacar adelante un conjunto de reformas políticas que, aun con las importantes adulteraciones que sufrieron en su aplicación práctica, proporcionaron al régimen de la Restauración una apariencia más moderna, aperturista y liberal que lo aproximó a las monarquías de Gobierno parlamentario más evolucionadas de la época26. Gracias a ello el ya veterano notable de la Rioja alcanzó sus mayores -aunque efímeras- cotas de popularidad entre la población, que sin embargo no tardó en decepcionarse al comprobar su nula voluntad de erradicar los vicios y la corrupción inherentes al sistema caciquil. Al propio tiempo Sagasta completó entonces la evolución que había seguido su partido hacia el pleno acatamiento e identificación con el marco institucional establecido, y la renuncia paralela a los procedimientos y principios característicos del progresismo “histórico” (soberanía nacional concebida como predominio de la representación popular sobre la Corona, retraimiento parlamentario y golpismo de partido como vías para alcanzar el poder, etc.). Principios que, no debemos olvidarlo, habían protagonizado sus violentos choques con el régimen isabelino. Monárquico desde sus orígenes, Sagasta terminó por convertirse durante la Regencia de María Cristina en un dinástico convencido, capaz de asumir sin titubeos el papel que el pensamiento doctrinario de Cánovas concedía a la Corona como poder constituyente y cosoberano con las Cortes, renunciando así a la teoría establecida por la Constitución del 69, que consideraba a aquella como un simple poder constituido. El prohombre liberal aceptó igualmente las prerrogativas y funciones de poder moderador que ejerció el monarca en el régimen restaurador, que por otra parte no diferían sustancialmente de las que había disfrutado Amadeo I en la Monarquía democrática del Sexenio27. No obstante, tanto sus realizaciones de gobierno como su entrada definitiva en el sistema, por no hablar de su labor casi equilibrista de transacción y arbitraje entre las numerosas y heterogéneas fracciones del Partido Liberal, enfrentadas en una pugna casi permanente por el predominio en él, distaron mucho de ser procesos cómodos, sencillos o previsibles. Sin duda la astucia y habilidad política de Sagasta fueron junto a su moderación y sentido de la oportunidad factores clave -que no exclusivos- para la consecución de tales logros, sin los cuales es más que probable que la Restauración no hubiera sido tan duradera y comparativamente estable en relación con el resto de una centuria dominada por incontables conflictos y cambios de régimen. La etapa de gobierno liberal iniciada en 1881 nos proporciona las líneas maestras que caracterizaron el modo sagastino de hacer política. Como gobernante el líder fusionista mostró ya entonces una clara propensión a subordinar el cumplimiento del programa político, e incluso la satisfacción de las necesidades y reivindicaciones de la población, al mantenimiento del equilibrio interno sobre el que reposaba la unidad de su propio partido. Lo cual se convertía por tanto en el factor más determinante a la hora de explicar la legitimidad de su reconocida jefatura. Sagasta no estaba dispuesto a seguir una política de reformas radicales que pusieran en peligro este delicado equilibrio. Era a su juicio la situación real del país, y sobre todo la dinámica interna del Partido Liberal que él comandaba, quienes debían determinar los límites de su gestión de gobierno, estableciendo qué medidas eran factibles (así como su grado de aplicación práctica) y cuáles era aconsejable posponer hasta que existiese un ambiente más propicio a su ejecución. No es de extrañar que esta manera de entender el gobierno le granjease desde el principio la crítica recurrente de ser un político inclinado a la inacción y a una indiferencia casi musulmana cuando subía al poder28. En caso de conflicto el riojano prefería por regla general dejar transcurrir el paso del tiempo sin afrontarlo de frente, con la idea de que a la larga el problema terminaría por resolverse por sí sólo. Tal estrategia de gobierno se traducía en una ralentización notable en el ritmo de ejecución de las reformas de cara a lograr que terminaran por resultar aceptables para todo el mundo. De este modo Sagasta esperaba evitar la recaída en el viejo error que tanto censuraba en los demócratas, y que hasta entonces había abocado al fracaso las sucesivas experiencias de Gobiernos de izquierda liberal: el deseo de llevar a cabo lo más rápidamente posible un ambicioso programa reformista para el que no veía preparado al país, como se había puesto de manifiesto durante el Sexenio29. El norte principal al que el prohombre fusionista orientó su actuación no era otro que la exigencia de contentar a todas las fracciones de su partido de forma que ninguna se sintiese agraviada y se viese abocada por este motivo a efectuar una disidencia política, pues era consciente de que la fragmentación y pérdida de la unidad suponían la casi segura salida del poder en aquel sistema. Esto le llevó a una preocupación casi obsesiva por repartir generosa y proporcionalmente los incentivos selectivos que proporcionaba el Gobierno (credenciales y cargos públicos, favores administrativos de todo tipo...), de manera que todas las familias políticas liberales agrupadas bajo su jefatura quedasen satisfechas y se mantuviese la ponderación de fuerzas en el interior de la agrupación. El precio que el país hubo de pagar por ello fue excesivamente elevado en relación a los beneficios que dicha política le proporcionó. Bajo la jefatura de Sagasta el liberalismo monárquico de izquierdas abandonó al fin su radicalismo ideológico, su propensión al exclusivismo y sus tácticas insurreccionales para convertirse en una fuerza más templada, posibilista y con sentido de gobierno30. Pero fue a costa de renunciar a cualquier intento serio de purificar el sistema de sus vicios y corruptelas (ya que la estrategia de contentar a todas las fracciones liberales producía inevitablemente una elevada corrupción e ineficacia administrativa), y de mantener la falsificación constante del régimen representativo. Ésta se basaba en la perpetuación y perfeccionamiento de las tradicionales prácticas clientelares y caciquiles, que fomentaban una política basada en la dependencia y el favor personal, compartida por otra parte con sus adversarios conservadores. Unos y otros terminaron por sufrir un creciente descrédito entre la población a causa de la radical contraposición de su discurso regenerador y reformista con una práctica totalmente alejada de dichos valores, fenómeno que a la larga generó una profunda deslegitimación del parlamentarismo restaurador. Éste no supo abrirse a las nuevas capas sociales (proletariado, crecientes clases medias) que demandaban el reconocimiento real de sus derechos políticos de cara a participar en la toma de decisiones colectivas. El progresivo divorcio entre el mundo oficial y la España “real” se convirtió en el cáncer que corroyó la estabilidad de la Monarquía de la Restauración, llevándola en vida de Sagasta a un callejón sin salida del que pugnó por sacarla sin éxito el regeneracionismo finisecular. Para entonces el estilo de hacer política del líder liberal había comenzado a agotar sus posibilidades, incapaz de adaptarse a los cambios sociales y nuevos problemas que debía afrontar el sistema. Desde su primera experiencia de gobierno bajo la Monarquía restaurada Práxedes prosiguió la tarea ya iniciada por Cánovas de consolidar un sistema bipartidista en el que las diferentes tendencias conservadoras y liberales tuvieran cabida dentro de dos grandes formaciones dinásticas que deberían aceptar un conjunto de leyes y unas convenciones y normas de conducta bajo las cuales se organizaría su alternancia pacífica en el poder cada cierto tiempo. No obstante, al igual que el dirigente conservador, una vez instalado en la Presidencia del Consejo Sagasta se dejó llevar por la tentación de diferir lo más posible su relevo con el argumento de que debía concluir la realización de su programa, y sobre todo de que contaba con el apoyo de la opinión pública y la confianza de la Corona. El riojano aprovechó para ello su calculada parsimonia en la ejecución de las reformas. De hecho, cuando formó Gobierno en febrero de 1881 su mayor preocupación fue demostrar a Palacio por una parte, y al Partido Conservador por otra, que el liberalismo procedente del Sexenio había aprendido de sus errores y era capaz de gobernar de manera leal y responsable. Esto es, sin poner en peligro el Trono, y sobre todo reconociendo el marco legislativo existente y respetando en lo posible la gestión gubernativa de sus predecesores canovistas31. La presencia de Martínez Campos y los principales prohombres de la fracción centralista(ala derecha, y por tanto más conservadora, de la fusión) en el gabinete fue en este sentido toda una garantía contra cualquier tipo de excesos en la aplicación de las reformas. Sagasta tendió en un principio a apoyarse excesivamente en esta fracción por considerar que su alianza había resultado esencial a la hora de convencer al Rey de que el liberalismo monárquico había formado por fin un partido de gobierno que ofrecía las suficientes garantías para confiar en él la dirección de los negocios públicos. Ello le llevó a descartar por el momento medidas como el sufragio universal (que los constitucionales habían defendido en 1876 con ciertos recortes a través de una proposición parlamentaria presentada por Augusto Ulloa), y especialmente la reforma constitucional, muy reclamada por la izquierda liberal porque a su juicio debía servir para recuperar las conquistas políticas del Sexenio y eliminar el destacado componente doctrinario del texto vigente. Todo ello era previsible desde el instante en que el líder liberal había afirmado al presentar la fusión en las Cortes que el nuevo partido se proponía “ajustar sus principios políticos y amoldar sus procedimientos de gobierno á la interpretación más lata, más expansiva y más liberal de la Constitución del Estado”32. Pero incluso reformas en apariencia menos comprometidas, como el restablecimiento del jurado o una nueva ley provincial que otorgase una mayor autonomía a las autoridades locales, sufrieron serios recortes en su alcance que terminaron de exasperar a las fracciones más avanzadas del liberalismo. Durante su primer año y medio de existencia aquel gabinete tan sólo podía presentar como logros reseñables, aparte de la gestión económica de Camacho, una mayor tolerancia y amplitud en el ejercicio de derechos fundamentales como las libertades de expresión, conciencia, reunión o asociación sin que por ello se hubiese modificado la restrictiva legislación conservadora, pues Sagasta pretendía demostrar que era posible gobernar en sentido liberal sin demoler la obra legislativa anterior. Se completaba esto con una serie de medidas puntuales -reposición en sus cátedras de los profesores afectados por la célebre “cuestión universitaria” de 1875, abolición definitiva de la esclavitud, desestanco del tabaco en Filipinas...- que en un principio generaron una amplia corriente de simpatía hacia el Gobierno traducida en la entrada en el campo monárquico de fuerzas procedentes del republicanismo zorrillista y la benevolencia de Castelar. El tribuno republicano llegó incluso a afirmar con su característica grandilocuencia que el país “ha[bía] entrado en un período tal de libertades prácticas y tangibles que no pod[ía]mos envidiar cosa alguna á los pueblos más liberales de la tierra”33. El problema radicó en que este prometedor inicio pronto dio paso al estancamiento legislativo desde el momento en que el reparto de destinos, credenciales y prebendas pasó a ser la preocupación fundamental para el Ministerio y el conjunto de sus “amigos políticos”. La totalidad de fracciones liberales se volcaron desde la primavera de 1881 sobre el presupuesto con una voracidad inaudita tratando de obtener la mayor porción posible de beneficios, lo que era explicable si tenemos en cuenta que habían pasado más de seis años en la oposición, período excesivo para unos partidos clientelares en los que la fidelidad descansaba en un alto porcentaje sobre el intercambio de favores políticos y administrativos, que exigía como requisito previo el control de los resortes del poder. En aquel momento quedó de manifiesto con singular claridad la excesiva heterogeneidad interna que siempre caracterizó al liberalismo dinástico, los diferentes orígenes e intereses de las fracciones y familias liberales, que supusieron una fuente constante de conflictos en buena parte solventados por la capacidad conciliadora y la habilidad para la negociación de Sagasta, que le permitieron permanecer como jefe del liberalismo dinástico hasta su muerte. El líder liberal se encontró entonces con el problema de la excesiva ambición de unos constitucionales que en muchos casos habían considerado la fusión de 1880 meramente como un pacto para alcanzar el poder. Un pacto, por tanto, en el que los centralistas y el resto de grupos que se les habían añadido debían subordinarse sin rechistar bajo su predominio. Cuando la composición equilibrada del nuevo gabinete, y sobre todo el reparto de los destinos más apetecibles y la formación de las candidaturas a los inminentes comicios a Cortes dejó en evidencia que el líder riojano no estaba dispuesto a poner en riesgo la fusión por favorecer a sus correligionarios, comenzando por el madrileño muchos comités constitucionales se rebelaron contra lo que consideraban un acto de ingratitud y trataron sin éxito de imponerse a la dirección del partido. Sagasta atajó este conato de un modo autoritario a costa de comenzar a enajenarse a importantes notables como Víctor Balaguer, que no tardarían en protagonizar una disidencia más rotunda34. Fue característica en el político riojano una concepción dual de la jefatura que le sirvió para liderar ininterrumpidamente el Partido Liberal y presidir el Gobierno por más tiempo que ningún otro notable de la Restauración. El viejo progresista se convertía en el líder más complaciente en tanto no fuera cuestionada su autoridad. Como presidente Sagasta se mostró siempre generoso en el reparto de cargos y prebendas (aunque procuraba guardar en él un mínimo de equidad entre todas las fracciones fusionistas, necesario para evitar descontentos y disidencias), y consintió toda clase de abusos administrativos por parte de sus subordinados mientras no afectaran a la popularidad y solidez del gabinete. A diferencia de Cánovas, que tendía a constreñir la actuación de sus ministros dentro de los estrechos límites marcados por el programa de gobierno, Práxedes dejó habitualmente un amplio margen de discrecionalidad a la gestión ministerial al limitarse a establecer unas pautas generales y unos contenidos mínimos, fuera de los cuales existía libertad para desarrollar un programa propio. Esto ocasionó a menudo sorprendentes contradicciones en la trayectoria de un mismo Ministerio, y provocó que se hablase de “independencia ministerial” en sus gabinetes. El Presidente tan sólo intervenía si alguno de sus subordinados se empeñaba en sacar adelante una medida polémica que chocaba con la resistencia de sus compañeros o malquistaba al Gobierno con el soberano y la opinión pública. Sagasta buscaba entonces una transacción o la simple retirada del proyecto, y si el ministro no cedía forzaba su dimisión con la mayor sutileza posible35. Era en los casos en que alguna disidencia amenazaba la unidad del partido o su propia jefatura cuando aparecía el Sagasta más autoritario e inflexible, capaz de recurrir a una oratoria violenta e implacable y a su magistral capacidad de intriga con tal de derrotar a quien le desafiase. Como supo captar con algo de exageración Antonio Maura, el riojano pertenencía a la clase de políticos para quienes “toda la vida pública se cifra y compendia en la perenne porfía por alcanzar la dominación o retenerla”36. Más aún, si analizamos en profundidad la vida y organización interna del Partido Constitucional primero, y del liberalismo fusionista más tarde, llegamos a una conclusión significativa. Si bien desde el principio su grado de democratización interna fue bastante escaso (como era de esperar en un “partido de cuadros” como los de la época, en los que los comités apenas tenían capacidad decisoria frente a los grandes notables nacionales), a medida que se fue asentando la jefatura de Sagasta y el liberalismo dinástico se convirtió en un partido de gobierno el poder se concentró cada vez más en su elite dirigente, y sobre todo en el propio político riojano. Sagasta tendió progresivamente a decidir por sí mismo en las cuestiones más importantes para el futuro de su partido (la fusión de primavera de 1880, el acuerdo en octubre de 1883 con Posada Herrera y la Izquierda Dinástica para dar paso a un Ministerio de conciliación encabezado por aquel...), discutiéndolas si acaso con sus lugartenientes más influyentes, aunque en más de ocasión se remitiese a una posterior ratificación por los comités que no pasó de ser un trámite resuelto por unanimidad y sin un debate interno real. Esta especie de despotismo -así lo calificaron ya los constitucionales disidentes al iniciarse la Restauración- terminó por crearle serios conflictos a partir del verano de 1882. Los numerosos descontentos que había generado su política en exceso templada se unieron entonces a los grupos procedentes del radicalismo que estaban ingresando en la Monarquía esperanzados por las muestras de apertura que había dado el joven Alfonso XII, y encabezados todos ellos por el duque de la Torre formaron la Izquierda Dinástica. La nueva agrupación no tardó en mostrar su vocación de convertirse en el partido que debía aglutinar al liberalismo monárquico, y apuntó a la jefatura de Sagasta como el principal obstáculo para convertir en leyes las conquistas políticas del Sexenio. El líder fusionista no estaba dispuesto a asumir las reformas políticas que le exigían los antiguos demócratas enrolados en la Izquierda, toda vez que con ellas quebraba su estrategia de converger con el liberalismo conservador de Cánovas en un espacio político común que le aseguraría la confianza de la Corona y la lealtad de sus adversarios, evitando la recaída en el exclusivismo cainita que hasta entonces había frustrado todas las experiencias de gobierno liberales. Por otra parte el riojano era consciente de que, a pesar de su reconocida voluntad de conciliar a los demócratas con la Corona, Alfonso XII no estaba dispuesto a sancionar unas reformas que de ser aplicadas supondrían sensibles recortes a sus poderes y el peligro de quedar a merced del Parlamento37. Y menos aún iba a consentirlas una derecha fusionista -el antiguo Centro de Alonso Martínez y el grupo de ex-moderados y militares campistas- que amagaba con aliarse a los conservadores si Sagasta se echaba en brazos de la Izquierda. El veterano político de Torrecilla tenía bien presente que su jefatura se sustentaba en la posición integradora y central que había sabido adoptar dentro del campo liberal, en la capacidad para conciliar a sus heterogéneas y enfrentadas fracciones. Lo último que deseaba era perderla por abandonar la línea de prudencia y moderación que tan buenos réditos le estaba proporcionando, a cambio de asegurarse el apoyo de unas demócratas cuya fiabilidad y sentido de gobierno habían quedado en entredicho durante el Sexenio y que por añadidura estaban sirviendo a Cánovas de ariete para derribar la situación liberal. El problema residía en que tras el desgaste inevitable de dos años de gobierno, acentuado por recientes y graves errores como la imprevisión mostrada en los pronunciamientos republicanos de agosto de 1883 o el conflictivo viaje del monarca por Centroeuropa y Francia38, una porción importante de los antiguos constitucionales había ingresado en la Izquierda o amenazaba con sumarse a ella si Práxedes no era capaz de deshacerse de la tutela de los centralistas y acometer de una vez por todas las reformas que había prometido en la oposición. Sagasta supo dar en aquellas difíciles circunstancias toda una lección de oportunismo y flexibilidad política, pero a la vez mostró su cara más oscura de político intrigante y maniobrero para imponerse a sus rivales. El líder liberal aprovechó las divisiones internas y la insuficiente fuerza que mostró la Izquierda para alcanzar el poder por sí sola, de modo que cuando la situación de su gabinete se hizo insostenible dimitió airosamente y se avino a aceptar un Ministerio de conciliación con ella encabezado por alguien tan poco amigo de radicalismos como Posada Herrera. Se evitaba así la subida a la Presidencia de alguno de los líderes izquierdistas de más peso -Serrano o Martos-, pues esto implicaba el probable cuestionamiento de su jefatura de las fuerzas liberales, y de paso se creaba un Gobierno forzosamente dependiente del apoyo de la mayoría parlamentaria, que Sagasta podría controlar desde la estratégica Presidencia del Congreso que se le ofreció. Con todo el riojano sólo dio vagas seguridades de que aceptaría una versión recortada de los conflictivos proyectos que deseaba sacar adelante el nuevo Ministerio (básicamente la reposición del sufragio universal masculino en las elecciones generales y la reforma de la Constitución para consignar en ella los principios del Sexenio), aunque a nadie escapaba que comprometerse a apoyar un gabinete de este cariz debía implicar transigir en la aplicación de tales medidas39. Ni el grueso de la Izquierda se allanó a la política gradual que exigía Sagasta, ni éste consintió con su benevolencia lo que interpretaba como un desafío a su jefatura al par que una política peligrosa para la frágil estabilidad del sistema. Por ello Práxedes no dudó en derribar el gabinete Posada lanzando a la mayoría parlamentaria al combate en la discusión del proyecto de contestación al mensaje de la Corona, en cuyo texto los ministros izquierdistas habían terminado por imponer sus opiniones sobre la urgencia y el alcance de las reformas. La caída del Ministerio en enero de 1884 supuso un golpe definitivo a las aspiraciones de esta fuerza política de formar el verdadero partido liberal de la Restauración. Ni Cánovas ni Sagasta estuvieron en el fondo dispuestos a consentir un tercer partido que hacía inviable el sistema de alternancia periódica diseñado para estabilizar la Monarquía y contentar a todos los políticos dinásticos. Todo lo más el líder fusionista reservaba para las fracciones liberales más avanzadas el papel de vanguardia de sus Gobiernos, a los que, como sucedía con sus homólogos en Italia o Inglaterra, debían ayudar a liberalizar el sistema sin radicalismos ni estridencias40. Teniendo esto en cuenta, y conocido su pragmatismo y capacidad de adaptación a las circunstancias, no debe extrañar que Sagasta pasase a propiciar la fusión que todos ansiaban en cuanto comprobó que la amenaza de la Izquierda a su jefatura se había esfumado. A tal fin concertó una coalición electoral -en este caso para las elecciones municipales de primavera de 1885- que al igual que ocurrió en 1879 fue el preludio de la unión de diferentes agrupaciones liberales en el definitivo Partido Liberal Dinástico. En él Sagasta se aseguraba desde el principio una posición hegemónica que nunca abandonaría. Aunque no le faltaron tentaciones de recaer en actitudes maximalistas (y el comportamiento del nuevo partido ante el conflicto de las Carolinas, o su amenaza de conspirar contra el Gobierno canovista que sucedió al de Posada son buenas muestras de ello), la prematura muerte del soberano y la necesidad de apuntalar una Monarquía que quedaba en manos de una viuda extranjera e inexperta y de un heredero aún non nato llevaron a Sagasta y al grueso del liberalismo dinástico a pactar con Cánovas una tregua política y un cambio de Gobierno con el firme compromiso de permanecer leales al sistema. Si bien el mal llamado Pacto del Pardo (Varela Ortega, de hecho, prefiere definirlo con mayor propiedad como la “tregua del Pardo”) no fue un simple reparto del poder que implicaba la alternancia periódica de ambos partidos, como a menudo se ha dicho, es indudable que propició que el “turno pacífico” funcionase sin mayores percances hasta la mayoría de edad de Alfonso XIII41. Sagasta supo explotar en aquel momento la benevolencia general y la buena relación personal que pronto entabló con la Regente para llevar a cabo el período de gobierno más largo y fructífero de toda la Restauración. El “Parlamento largo” afianzó definitivamente su liderazgo a pesar de los sucesivos desafíos que los numerosos disidentes de su política le plantearon, y recuperó, al menos sobre el papel, todo el programa clásico de reformas políticas que habían sustentado los partidos herederos del progresismo histórico (juicio por jurado, ley de asociaciones, código civil y de comercio, mayores facilidades para el matrimonio civil...), coronadas por un sufragio universal masculino que tanto conservadores como liberales se encargaron de desvirtuar en la práctica. Ligado por la lealtad y el afecto más sincero a la Regente, Sagasta se convirtió en aquel período en un político dinástico en el pleno sentido de la palabra. De hecho el prócer fusionista interiorizó de tal modo el respeto a los principios fundamentales del régimen que nunca más volvió a recurrir a la amenaza de insurrección ni a pactar con los republicanos para expulsar a los conservadores del poder, y no persiguió su fragmentación interna para inutilizarles como alternativa de gobierno. Antes bien lamentó esta última posibilidad por ser “un mal para la Monarquía y aun para el Partido Liberal, que no gana[ba] nada con no tener enfrente un adversario poderoso y siempre en aptitud de reempazarle en el poder”42. Nada de esto impedía que el riojano considerase a su partido la columna vertebral del régimen, el verdadero representante de las reivindicaciones populares, y por ello el más apto para ocupar el Gobierno. Sagasta prolongó todo lo posible siempre que pudo su estancia en el poder -lo que despertó en los conservadores el temor a verse excluidos sine die de él-, y con este fin empleó la táctica muy criticada de presentar las inevitables crisis de Gobierno ocasionadas por disidencias de fracciones adictas como simples cuestiones internas del partido que no entrañaban un problema político serio. El resultado era escamotear su propia dimisión e impedir a la Corona el ejercicio sin cortapisas de sus prerrogativas. Únicamente cuando sobrevenía un conflicto institucional o si la exasperación de los conservadores en la oposición hacía peligrar su existencia como partido y les inclinaba a procedimientos expeditivos, como ocurrió en verano de 1890 en la llamada “crisis del hambre”, la Regente se decidía a intervenir y relevar al riojano del poder, sin que por ello disminuyera el monarquismo de éste43. Sagasta demostró por otra parte ser un maestro en la negociación entre las heterogéneas y ambiciosas fracciones liberales, a las que a menudo logró neutralizar enfrentando entre sí sus respectivas aspiraciones. El problema residió en que el desgaste constante que esto suponía y su intrínseca propensión a suprimir los puntos más polémicos de sus reformas terminaron por convertirle en un gobernante inclinado a la dilación de los conflictos y el mantenimiento del statu quo a cualquier precio, incapaz de acometer como ya ha dicho una transformación en profundidad de las estructuras del sistema cuando los cambios sociales empezaron a exigirlo a fines de siglo. El “viejo pastor” terminó por personificar el pragmatismo e incluso la hipocresía de una Restauración que proclamaba su voluntad de modernizar España haciendo partícipes de su desarrollo a todos los sectores sociales, cuando el principal objetivo que en la práctica guiaba su actuación no era otro que garantizar el funcionamiento de un sistema beneficioso para la clase política dinástica y asegurarse el disfrute periódico del poder y sus prebendas44. Por otra parte tal fue la postura de la generalidad de notables coetáneos, incluyendo a un Cánovas que en más de una ocasión se dejó llevar por sus ambiciones antes que por las necesidades del país. 3. LA IMPOSIBLE HERENCIA DE UN POLÍTICO “DE RAZA” (1890-1903) Sagasta puede ser calificado con plena justicia como el hombre de la Regencia, pues no en vano fue el político que más tiempo permaneció al frente del Gobierno (incluyendo sus complejas etapas inicial y final, así como la coyuntura crítica del 98), quien mantuvo una relación más estrecha y cordial con la Reina M.ª Cristina, y sobre todo el dirigente que llegó a alcanzar un grado mayor de popularidad en este período. Paradógicamente el político de Torrecilla se mostró incapaz de dar remate a su obra de gobierno en dos aspectos de suficiente envergadura como para ensombrecer su legado. Por una parte el líder liberal no quiso o no pudo conseguir que muchas de las reformas que había legislado pasaran de la letra impresa de la Gaceta a la realidad. Durante sus etapas de gobierno la Administración municipal y provincial continuó siendo terreno abonado para la dominación caciquil y el tráfico de favores personales, la justicia careció de un grado aceptable de independencia respecto al Ejecutivo, y la Ley electoral que reintrodujo el sufragio universal masculino no conllevó una mayor limpieza y sinceridad en el sistema representativo, que en la práctica siguió dependiendo de la voluntad del Gobierno de turno. Todo ello no impidió que tras la aprobación de esta ley Sagasta considerase completo el programa de reformas políticas que había constituido el credo del liberalismo de herencia progresista y tornase su atención a los problemas económicos y sociales. Estos se convirtieron en los auténticos protagonistas de una década que además del desastre colonial estuvo marcada por la crisis económica y el agravamiento de la llamada “cuestión social”, que trajo consigo una progresiva toma de conciencia de sus derechos por las cada vez más numerosas capas de proletarios y jornaleros en el seno del incipiente movimiento socialista, así como el despertar de la “acción directa” anarquista. Excesivamente apegado a su liberalismo manchesteriano, Sagasta nunca se caracterizó por una excesiva sensibilidad hacia la intervención estatal en este campo, que dejaba al arbitrio de la caridad, y en general a una beneficencia en manos de organizaciones católicas e iniciativas personales. El riojano siempre tendió a confiar la mejora de las condiciones de vida de los sectores más humildes al propio desarrollo y bienestar general de la nación, pero al menos en este período final de su vida asumió un tímido programa de legislación social que luego apenas materializó en realizaciones prácticas45. Algo similar puede decirse de sus constantes promesas de economías presupuestarias, primer paso para poder llevar a cabo la política de fomento de los intereses materiales del país que ya antes del 98 impregnó su discurso. Las dificultades e impopularidad intrínsecas a muchas de estas reformas, pero sobre todo los sacrificios en términos de eficacia legislativa que imponía su táctica de mantener a cualquier coste la conciliación entre las fracciones liberales, se conjugaron con su propia tendencia innata a rehuir la ejecución de medidas conflictivas e impidieron que la situación de la Hacienda Pública mejorase durante sus últimos mandatos. Si los años ochenta suelen ser presentados por la historiografía como la edad dorada de Sagasta, en el sentido de que tuvieron lugar entonces sus etapas más fructíferas de gobierno y se renovó el edificio jurídico-institucional canovista con toda una batería de leyes y decretos liberalizadores que recuperaban en buena parte las conquistas del Sexenio, a nuestro juicio el momento cumbre -por crucial- de su trayectoria sobrevino al iniciarse la década de los noventa. Llegaba entonces la hora de demostrar que su proclamada voluntad de liberalizar el régimen y purificarlo de sus vicios era algo más que huera retórica. Así como el instante de afrontar la solución de nuevos y graves problemas (las ya mencionadas crisis económica y social) para los que no valía la política de componendas y las estrategias dilatorias que a menudo habían caracterizado su gestión anterior. Sagasta no supo aprovechar en estos años la popularidad y simpatía que le habían proporcionado en amplias capas de la población tanto la legislación del “Gobierno largo” como su posterior e inesperada caída, suficientes para afrontar con un importante plus de legitimidad el saneamiento de un sistema cuyos artificios comenzaban a mostrar signos de agotamiento. Su excesivo apego a lo que Ortega llamó “vieja política”, y quizá el inicio de su propia decrepitud personal, le impidieron renovar su arsenal teórico e instrumental en un grado suficiente para adecuarse a las nuevas necesidades de los tiempos. Como buen pragmático Sagasta había sido perfectamente consciente del país en que vivía, de mayoría rural y analfabeta, apegada al terruño y poco inclinada a ir más allá de los intereses personales y locales más inmediatos para enzarzarse en discusiones ideológicas46. Vacunado de utopías por los excesos del Sexenio Sagasta optó por mantener el statu quo que hábilmente había propiciado Cánovas para ir introduciendo con prudencia en él pequeñas dosis de liberalismo en forma de leyes que recuperaban viejas reivindicaciones progresistas y demócratas, pero que recortó o desvirtuó en su práctica. Sería injusto, no obstante, responsabilizarle en exclusiva de la inexistente voluntad de formar ciudadanos que mostró el sistema restaurador, de su despreocupación o incapacidad por educar a los españoles y prepararles para ejercer sus derechos, pues la generalidad de la clase política dinástica no fue mucho más allá que él en este sentido, y por otra parte no era muy diferente la situación del resto de Estados europeos, a excepción de contados casos47. Hay que contar además con la excesiva heterogeneidad interna del Partido Liberal Dinástico, en el que convivían una cantidad de fracciones y grandes notables muy superior a la del Conservador, y sobre todo con diferencias ideológicas sensiblemente mayores (desde la derecha centralista y los antiguos moderados del conde de Xiquena a los viejos radicales de Martos, sin olvidar a los republicanos posibilistas que en 1893 se sumaron al partido). Todo ello dificultaba sobremanera la adopción de cualquier medida reformista al ser usual que provocara divergencias de criterio entre sus integrantes, más aún si ponía en peligro el acceso a los incentivos selectivos que hasta entonces se habían revelado básicos para mantener la fidelidad de las clientelas que componían a escala local el partido. Sagasta nunca abandonó por tanto la política de transacciones y aplazamientos que consideraba imprescindible para mantener unido el puzzle de la fusión liberal, ni prescindió por otro lado de los artificios políticos y electorales sobre los que descansaba la mecánica del turno bipartidista, a costa, eso sí, de alimentar una cultura política basada en la dependencia y la desmovilización que resultaría a la postre un lastre muy pesado para cualquier intento serio de modernizar el país. Su larga experiencia de gobernante le había convertido para entonces en un político calculador y realista, enemigo de las utopías y aferrado a unas estrategias cuyos resultados habían sido razonablemente buenos para sus ambiciones personales, y en algunos aspectos para las necesidades del país, lo que acentuaba la tentación de por sí atractiva de identificar ambas esferas. Cuesta imaginar que al aprobar sus principales reformas Sagasta pretendiese realmente transformar de arriba abajo la estructura de un régimen en el que se encontraba tan cómodo para adaptarlo a unas supuestas exigencias de representación popular que desde su interesada óptica de gobernante consideraba insuficientes y prematuras, y por ende peligrosas para la estabilidad el sistema. Sus conflictos con el Gobierno de Cánovas en la Junta Central del Censo (donde los liberales disfrutaron en un principio de mayoría numérica) y sus posteriores alegatos en pro de la limpieza electoral cuando se discutieron las actas de los comicios generales de 1891 no pasaron de ser así una pose retórica que no tardó en caer en el olvido cuando el péndulo del poder retornó a sus manos a fines de 1892. Hasta entonces Sagasta se había refugiado durante una larga temporada en una reserva y abstención políticas que terminaron por ser usuales en las situaciones de gobierno conservador de esta década final de su vida, y que tan sólo abandonó cuando las ambiciones e impaciencias de los suyos llegaban a tal punto que exigían de él el retorno al combate de oposición. Entre tanto el prócer liberal analizaba desde la distancia la evolución de los acontecimientos en espera de que llegara su ocasión, y se dedicaba a efectuar viajes estivales por diversas provincias que le servían para darse baños de multitudes y captar nuevos prosélitos. Para ello exponía en sus discursos un programa pretendidamente renovador centrado en el saneamiento económico y administrativo, que sometido a un análisis en profundidad queda reducido a unas cuantas declaraciones voluntaristas sin plasmación posterior en la práctica48. En efecto, en sus Gobiernos postreros Sagasta desaprovechó el potencial reformista de sus ministros más capaces (la meditada descentralización administrativa en Ultramar que planteó Maura, los proyectos hacendísticos de Gamazo o las medidas sociales de Canalejas) y terminó por lanzarles a la disidencia, dejándoles desgastarse en solitario contra la viva oposición que despertaron tales medidas incluso en sus propios gabinetes, para propiciar su caída cuando estos conflictos amenazaron el siempre precario equilibrio de fuerzas del partido. En plena decadencia personal y política el notable de Torrecilla acentuó en aquellos años sus peores defectos: la propensión al aplazamiento e inactividad legislativa, la independencia ministerial que derivaba en ocasiones en la anarquía, y su obsesión por mantener el poder a toda costa, al precio de caer en contradicciones evidentes. De este modo Sagasta buscó la alianza con Romero Robledo (arquetipo de la política caciquil y oligárquica) mientras adoptaba un lenguaje regeneracionista con el que pretendía retornar al poder, y levantó la bandera de un anticlericalismo renovado al par que negociaba en privado con la Santa Sede unas condiciones calculadas para no molestarla49. El coste fue una impopularidad creciente, que no obstante ni siquiera su papel en el desastre del 98 hizo definitiva. Pero lo más grave fue que el propio Sagasta no supo ver que había llegado la hora del relevo, el momento de dar paso a una promoción de dirigentes más jóvenes y mejor preparados para la política que exigían los nuevos tiempos y que hasta entonces se habían visto bloqueados en su carrera por la primera generación restauradora. El apego de Práxedes a la jefatura, tan propio de un político de vocación que no sabía vivir sin las refriegas oratorias en el Parlamento50, y las maniobras “de salón” que prodigó con el resto de prohombres del régimen, impidieron no sólo que dejara el bastón de mando del liberalismo mientras le quedó aliento para portarlo, sino que preparara siquiera su herencia designando sucesor en vida. La incertidumbre que esto produjo fue decisiva para avivar las luchas que estallaron ya en aquellos años entre los candidatos a sucederle al frente del partido (Moret, Montero Ríos, Canalejas y Vega de Armijo), que a su muerte se desangró en un rosario de conflictos, disidencias y crisis que terminaron de desprestigiarlo ante la opinión del país. Tan sólo cuando la amarga crisis económica y la gravedad de la nueva guerra colonial que estalló en Cuba ensombrecieron con negros tintes el horizonte del final de la Regencia, Sagasta se resistió a aceptar un poder que hasta entonces nunca había desdeñado51. Pero el asesinato de Cánovas y la consecuente crisis sucesoria abierta en el Partido Conservador le obligaron a asumir la responsabilidad de gobernar con la amenaza de un conflicto con los Estados Unidos que ya se presentía inminente. Reapareció entonces el político “de las horas difíciles”. A partir de octubre de 1897 Sagasta trató de recuperar el largo tiempo perdido en Cuba aplicando con diligencia las reformas coloniales que en su día él mismo había ayudado a aplazar. El rápido fracaso de esta política de paz por la intransigencia de unos Estados Unidos lanzados ya a la guerra le obligó a tener que afrontar el “terrible” dilema de “enfrentarse con el ejército norteamericano para defender lo indefendible, o hacerlo con el propio, arriesgando lo intocable”52. Los temores a un golpe militar decantaron la solución del lado de la guerra. El “viejo pastor” debió por tanto asumir casi en solitario las consecuencias de llevar a la nación a una derrota segura, cediendo ante una opinión pública en la que la prensa había alimentado vanas fantasías quijotescas de recuperar la grandeza perdida. Sagasta se convirtió en definitiva, y con la interesada aquiescencia de los conservadores, en el gobernante del desastre, el “chivo expiatorio” al que se volvieron todas las miradas exigiendo responsabilidades cuando sobrevino la derrota53. Su habilidad para salir de los trances más difíciles le salvó de ser alcanzado por éstas, aunque bien es cierto que casi nadie tuvo autoridad moral para exigirlas entre la generalidad de la clase política dinástica y los altos mandos del ejército. Las angustias sufridas durante los largos meses de la guerra y las posteriores negociaciones de paz quebrantaron definitivamente las energías del gobernante liberal, aunque no le impidieron conservar la suficiente astucia para sumarse a la retórica regeneracionista y los aires de cambio que dominaron la política española tras el desastre. Eso sí, en su caso se trató más bien de un regeneracionismo “de ocasión”, que tomó prestado del programa que elaboraron los movimientos de comerciantes y productores pronto agrupados en la Unión Nacional de Basilio Paraíso, como bien se demostró cuando las vacilaciones y yerros de Silvela le dejaron de nuevo el paso franco al poder. De este modo, tanto la legislación anticlerical como las reformas sociales que pactó con Canalejas en marzo de 1902 no pasaron de ser otras de las muchas promesas incumplidas por su política de componendas y aplazamientos. Sagasta había logrado convertirse finalmente en una especie de ruina venerable que ni la Regente ni el joven Rey se decidían a jubilar por falta de recambios54; el gobernante insustituible que iba a presidir el inicio del nuevo reinado sin variar un ápice los usos políticos que había puesto en práctica durante más de un cuarto de siglo. El precio fue dilapidar las escasas esperanzas que aún se cifraban en el potencial reformista del Partido Liberal, que terminó por ser identificado con los peores ingredientes de la política oligárquica y caciquil. Tan sólo Canalejas logró recuperar años más tarde parte de la autoridad y el prestigio que había disfrutado Sagasta en sus mejores tiempos, pero su trágica y prematura muerte frustró el intento más plausible de modernizar el liberalismo monárquico convirtiéndolo en una ideología abierta a las masas que habían irrumpido definitivamente en el panorama político, y que no tardarían en erigirse como sus nuevos protagonistas.
(Este artículo se ha realizado en el marco del proyecto DGICYT-PB96-0890 sobre la “Articulación y crisis del Estado Liberal Español entre 1874 y 1898”.)
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NOTAS 1. PÉREZ GALDÓS, B., Episodios Nacionales: Cánovas, Ed. Hª 16/Caja Madrid, Madrid, 1996, p. 144. 2. Para un estado de la cuestión sobre las novedades y los cambios operados desde los años setenta en el seno de la historia política, remitimos al número monográfico de la revista Historia Contemporánea (Univ. del País Vasco), “La nueva historia política”, 9, 1993, así como al artículo de Teresa CARNERO ARBAT, “La renovación de la historia política”, en MORALES MOYA, A. y ESTEBAN DE VEGA, M. (eds.), La historia contemporánea en España, Salamanca, 1996, pp. 173-181. En lo tocante a las nuevas corrientes biográficas resulta útil el trabajo de MORALES MOYA, A., “Biografía y narración en la historiografía actual”, en VV. AA., Problemas actuales de la historia, Salamanca, 1993, pp. 229-57. En el terreno de la historia política de la segunda mitad del XIX español han aparecido en los últimos años estudios que desde ópticas diversas proporcionan sugerentes reinterpretaciones de personajes, partidos, corrientes, e instituciones. Véase p. e. MORENO LUZÓN, J., Romanones. Caciquismo y política de clientelas, Alianza, Madrid, 1999; LARIO, A., El Rey, piloto sin brújula. La Corona y el sistema político de la Restauración (1875-1902), Biblioteca Nueva, Madrid, 1999, y GONZÁLEZ, Mª. J., El universo conservador de Antonio Maura. Biografía y proyecto de Estado, Bib. Nueva, Madrid, 1997. 95 3. El difunto Cepeda Adán comenzó esta recuperación desde posiciones más tradicionales, pero han sido los trabajos recientes de jóvenes historiadores como José Luis Ollero los que están replanteando a fondo las claves del ideario y el modo “sagastino” de hacer política. OLLERO VALLÉS, J. L., El progresismo como proyecto político. Práxedes Mateo Sagasta, 1854-1868, I.E.R., Logroño, 1999. MILÁN GARCÍA, J. R., Sagasta o el arte de hacer política, Biblioteca Nueva, Madrid, 2001, e Idem, “Sagasta. Teoría y práctica del posibilismo liberal”, Cuadernos de Historia Contemporánea (Universidad Complutense), no 21,1999, pp. 183-212. 4. “Don Práxedes Mateo Sagasta”, Por esos mundos, enero 1902, p. 66. 5. La evolución de Sagasta y una parte del liberalismo progresista hacia posiciones más templadas durante el Sexenio Revolucionario ha sido estudiada con detenimiento por VÍLCHES GARCÍA, J., Cortes y sistema de partidos en el Sexenio Revolucionario, 1868-1874. El modelo progresista de revolución, Tesis doctoral inédita, Univ. Complutense de Madrid, Facultad de CC. Políticas, 1999. En los comienzos de su vida política Sagasta pedía ya un sistema bipartidista en el que los relevos en el poder no implicasen la destrucción de la obra legislativa del adversario. DSC, Cortes Constituyentes de 1854, 17-I-1856, p. 9941. 96 6. Continuidad que ya ha sido apuntada por OLLERO VALLÉS, J. L., ob. cit. p. 84. Los ejemplos de su imagen tópica abundan en muy diferentes tendencias historiográficas: JUTGLAR, A., “La Revolución de Septiembre, el gobierno provisional y el reinado de Amadeo I”, en JOVER ZAMORA, J. M. (dir.), Historia de España fundada por R. Menéndez Pidal, t. XXXIV, Espasa-Calpe, Madrid, 1981, pp. 645-49, 651, y COMELLAS, J. L., Cánovas del Castillo, Ariel, Barcelona, 1997, p. 257. 97 7. Desde el Ministerio de la Gobernación el político progresista sostenía en el Sexenio frente a demócratas y republicanos la necesidad de contrapesar los derechos individuales con los deberes que limitaban su ejercicio: “no hay derecho natural que no esté en su ejercicio limitado” [...], “la limitación en el ejercicio de los derechos de cada uno por la garantía del ejercicio de los derechos de los demás, es la libertad, es el progreso, es la civilización, es la sociedad”. DSC, Cortes Constituyentes de 1869, 11-XII-1869, p. 4675, y 29-I-1870, p. 5311. Fueron constantes en sus discursos las apelaciones a una política “que armonizando el ejercicio de los derechos individuales con el respeto a la autoridad” hiciera posible “que lleguen a ser una misma cosa la libertad y el orden”. DSC, leg. de 1871, 6-X-1871, p. 2893. 8. Sobre esta pugna véase la tesis doctoral ya mencionada de VÍLCHES GARCÍA, J., ob. cit. pp. 193-492. 9. La interinidad republicana de 1874, despachada a menudo con desdén por la historiografía, es analizada en profundidad en TORO MÉRIDA, J., Poder político y conflictos sociales en la España de la Primera República: la dictadura del general Serrano, Tesis doctoral inédita, Univ. Complutense, Madrid, 1997. 98 10. La Iberia, 8-XII-1874. Años antes Sagasta expuso todo un elogio del oportunismo como estrategia política al afirmar a Romero Robledo que “los actos políticos son buenos o malos no tanto por su esencia cuando por la oportunidad con que se lleven a cabo”. Sagasta a R. Robledo, 3-IX-1872. Citada por CEPEDA ADÁN, J., Sagasta. El político de las horas difíciles, FUE, Madrid, 1995, p. 44. 11. Sobre las divisiones entre los ministros montpensieristas encabezados por Augusto Ulloa y el ala sagastina del Gobierno, vid. MILÁN GARCÍA, J. R., Conspiración, conciliación y turno: Sagasta y la formación del liberalismo dinástico (1875-1881), Memoria de licenciatura inédita, Univ. Complutense, Madrid, 1998, pp. 58-59. Una crónica bastante fiable de la conversación mantenida por Serrano y el Gobierno durante el pronunciamiento de Sagunto, en Gaceta Internacional de Bruselas, nº 14, 7-II-1875. 99 12. La “constitucional” Revista de España afirmó pocos días después del golpe que una monarquía “sosteniéndose a la altura de una institución nacional, [...] demostrando templanza y tolerancia, [...] puede ser una solución beneficiosa”, mientras el sagastino La Iberia fue más lejos al propugnar un régimen bipartidista en el que “los dos partidos, dentro de una legalidad sólidamente establecida y por todos sin reservas mentales patrióticamente aceptada, [...] lejos de excluirse [...] se auxilian, se apoyan y armonizan”. Revista de España, enero 1875, nº 175, pp. 118-121; La Iberia, 6-I-1875. 13. En un editorial sin firma de mediados de abril La Iberia declaraba que “el partido que representamos es monárquico, y en tal concepto encuentra resuelta por el hecho de 30 de diciembre la primera cuestión fundamental de su credo político, [...] creemos tener marcado nuestro puesto dentro de la monarquía constitucional, bajo cuyo sistema no concebimos ya, para la buena gobernación del estado, más que la existencia legal de dos partidos, defensor el uno de las conquistas de la revolución de septiembre, [...] y moderador el otro de estos mismos principios”. “Lo exige la patria”, La Iberia, 13-IV-1875. 100 14. La cita, en suplemento al nº 5846 de La Iberia, 7-XI-1875. Las arduas negociaciones que una comisión del Partido Constitucional encabezada por el propio Sagasta sostuvo con Romero Robledo para asegurarse un número razonable de escaños, en Layard a Derby, 15 y 22-XII-1875, Public Record Office. Foreign Office (en adelante PRO.FO) 72/1413, Kew, Londres. 101 15. Ya el diputado constitucional León y Castillo ante la inminente aprobación de la Constitución de 1876 había afirmado que, puesto que no lograban mantener la del 69, “hemos de hacer cuanto de nuestra parte esté para sacar á salvo por lo menos su espíritu”. DSC, leg. 1876-77, 22-IV-1876, p. 874. Poco después de producirse la reunificación con los disidentes del llamado Centro Parlamentario en el seno del nuevo Partido Liberal Fusionista, Sagasta reafirmó esto declarando que gobernarían “ajusta[ndo] sus principios políticos y amolda[ ndo] sus procedimientos de Gobierno á la interpretación más lata, más expansiva y más liberal de la Constitución del Estado”. DSC, leg. 1880-81, 14-VI-1880, p. 4783, y 19-I-1881, p. 240. 16. Cánovas a Antonio Mª Fabié, Ragaz (St. Gall), 23-VIII-1887, citado en FABIÉ, A. Mª., Cánovas del Castillo (Su juventud -Su edad madura -Su vejez), Madrid, 1928, p. 203. 102 17. En los años comprendidos entre 1875 y 1881 llegaron a producirse dos retraimientos del Partido Constitucional de las Cortes, el primero provocado por la abusiva designación de conservadores para las senadurías vitalicias efectuada por Cánovas a principios de 1877, que parecía impedir por muchos años el acceso al poder de las oposiciones, y el segundo con el famoso incidente del “sombrerazo” en diciembre de 1879. Vid. MILÁN, J. R., Conciliación..., pp. 93-97 y 112-3. Sobre la ambigua implicación de Serrano y otros constitucionales en las conspiraciones republicanas, “El capellán” a marqués de Molins, 19-IX-(1876), y Molins a Cánovas, 12 y 17-VIII-1875, Archivo General de la Administración, Asuntos Exteriores, Embajada de París, caja 5679. Sagasta nunca llegó a pactar nada en firme, aunque en otoño de 1880 parece ser que puso junto a López Domínguez las bases de una organización militar clandestina dispuesta a tomar el poder por la fuerza si el Rey no les llamaba pronto. PI Y MARGALL, F, y PI Y ARSUAGA, F., Historia de España en el siglo XIX, VI, Madrid, 1902, p. 180. 18. Tras abandonar el retraimiento que mantuvieron toda la legislatura de 1877, los constitucionales declaraban por boca de Sagasta que su partido “no dejar[í]a de luchar nunca, si se le ofrece legalidad, si se le ofrece respetar su derecho en las urnas”, y meses después aseguraban al monarca que cumplirían sus compromisos de oposición “con calma, respetando y haciendo respetar las leyes existentes mientras no sean derogadas”. DSC, leg. 1878 (2ª), 11-XI-78, p. 3438, y leg. 1879-80, 14-VII-79, p. 597 respectivamente. 103 19. MILÁN GARCÍA, J. R., Conspiración..., pp. 110-112, y LARIO, A., ob. cit., pp. 139-148. El propio Sagasta confesaba que hasta casi el momento de la fusión pensó que “el partido constitucional [...] se bastaba y se sobraba para gobernar el país”. DSC, leg. 1879-80, 14-VI-1880, p. 4782. 20. El discurso de Martínez Campos, en Diario de Sesiones del Senado (DSS), leg. 1879-80, 9-III-80, p. 1187. Alguien próximo a Sagasta ofreció a Cánovas a primeros de mayo la carta en la que el general comunicaba al líder constitucional que aceptaba su propuesta de fusión y su exigencia de ser acatado como jefe en ella, a cambio de tener manos libres para nombrar importantes cargos militares y del planteamiento inmediato de su programa de reformas en Cuba. J. B. a Cánovas, y Martínez Campos a Sagasta, 1 y 2-V-1880, Archivo Cánovas del Castillo, leg. 38, carpeta 1/111-112. Fundación Lázaro Galdeano, Madrid. 104 21. El Imparcial, 24-V-1880. El discurso de Sagasta, en “Un acto decisivo”, La Iberia, 24-V-1880. La reacción hostil de los conservadores, en DSC, leg. 1879-80, 25-V-1880, p. 4018. La proposición presentada por los prohombres liberales solicitaba al Congreso que declarase el uso de la regia prerrogativa como “una garantía para la defensa de las instituciones”. Los conservadores presentaron una contraproposición de “no ha lugar a deliberar” que finalmente salió adelante gracias a su mayoría. El discurso de Sagasta en apoyo de la primera, en DSC, leg. 1879-80, 14-VI-1880, pp. 4782-90. 22. Sagasta a V. Balaguer, s. f. (pero verano 1880), AVB, 357/108. En otoño de aquel año el embajador en París insistía en sus informes en las tentativas infructuosas que realizaba Ruiz Zorrilla para asociar a Serrano, Balaguer y el resto de constitucionales a sus planes revolucionarios. Molins a Ministro de Estado, 4, 8 y 26- XI-1880, AGA, Asuntos Exteriores, Embajada de París, caja 5725. 105 23. Años más tarde el diplomático inglés Morier recordaba a su ministro que López Domínguez y Sagasta habían preparado una organización militar clandestina “con el propósito de derribar al Sr. Cánovas”. Morier a Granville, 12-XII-1883, PRO. FO. 72/1646, nº 183. Sagasta escribió a Balaguer aconsejándole posponer el banquete con el que iba a ser homenajeado en Zaragoza o al menos reducirlo a una simple comida en familia con los miembros del comite local, y le expresaba su temor de que “se haga algo ó innecesario ó temerario”. Sagasta a Balaguer, 23-XI-1880 y s. f. (pero XI-1880), AVB 360/84 y 357/107. 24. En el transcurso del debate parlamentario sobre el proyecto de contestación al nuevo mensaje de la Corona, Sagasta, Alonso Martínez y León y Castillo pronunciaron sendos discursos en los que pidieron abiertamente el poder para hacer desaparecer la duda “de siempre [...] de que los partidos liberales continuasen eternamente proscritos del poder”. En una recepción dada en Palacio por su cumpleaños el Rey les felicitó días más tarde por haber defendido en sus intervenciones la prerrogativa de la Corona de nombrar libremente a sus ministros. DSC, leg. 1880-81, 19-I-1881, pp. 221-8, 17-I-1881, pp. 178-191 y 10-I-1881, pp. 47-57 respect. VARELA ORTEGA, J., Los amigos políticos. Partidos, elecciones y caciquismo en la Restauración, 1875- 1900, Alianza, Madrid, 1977, p. 148. Parece comprobado que la iniciativa del cambio de Gobierno partió del Rey y no de Cánovas (que le facilitó, eso sí, los medios de llevarlo a cabo presentándole a la firma el decreto ya mencionado). West a Granville, 9-II-1881, PRO. FO. 72/1595. LARIO, ob. cit., p. 156. 106 25. Sobre la presencia conjunta de liberales y conservadores en consejos de administración y sociedades de todo tipo, véase MILÁN, Conspiración..., pp. 121-26 y 222-27. Sagasta fue acusado en las Cortes de utilizar su influencia a favor de la concesión de la línea del Noroeste a un consorcio de compañías fundamentalmente francesas en cuyo primer consejo de administración ocuparía la vicepresidencia. DSC, leg. 1879-80, 10 y 11-III-1880, pp. 2304-10 y 2328-30. Su rentable compra-venta de un palacete en el nº 30 del Paseo de la Castellana, en notarios J. García Lastra, l. 34388, 25-XI-80, f. 7108-25 y Román Gil Masegosa, 17-III-81, l. 34452, f. 457-469. Archivo Histórico de Protocolos Notariales de Madrid. 26. Utilizamos la expresión acuñada por Ángeles Lario para las monarquías decimonónicas del estilo de la española, que respetaban en sus textos legales los principios clásicos de la Monarquía constitucional mientras en la práctica los gabinetes iban asumiendo paulatinamente el poder ejecutivo, que comenzaba a confluir con el legislativo en el Parlamento. LARIO, A., ob. cit., pp. 39 y ss. 107 27. En plena Regencia Sagasta llegaba en su defensa del orden público y el principio de autoridad a abjurar de su pasado revolucionario reconociendo que los Gobiernos moderados de época isabelina “procedían bien” condenándole a muerte por sedición, mientras él “procedía mal [...] apelando á medios violentos y fuera de la ley”. DSC, leg. 1893, 10-V-1893, pp. 661-2. Un ejemplo del dinastismo de Sagasta, en Sagasta a M.ª Cristina, 21-VIII-1897, Archivo General de Palacio (AGP), cajón 9/10-C, Palacio Real,Madrid. Unos años antes el riojano había defendido la Constitución del 76 frente al texto de 1869, por dejar este último “la base de la Monarquía [...] inseguramente establecida”. DSC, leg. 1882-3, 23-XII-1882, p. 369. 28. Morier aseguraba a su ministro que para Sagasta gobernar era sinónimo de “encontrar puestos para el mayor número posible de personas y mantener dóciles al resto, en espera de ser favorecidos algún día”, pues su objetivo primordial era permanecer al frente de la Presidencia. Morier a Graville, 20-I-1883, PRO. FO. 72/1644, nº 10. El republicano González Serrano acusaba a Sagasta de indiferencia y pasividad musulmanas a principios de 1883 al hablar de su “pereza semi-árabe” en el Gobierno, término que se hizo corriente entre sus adversarios. DSC, leg. 1882-3, 3-II-1883, p. 756. Vid. p. ej. El Imparcial, 17-X-1882. 108 29. En un discurso revelador Sagasta sostenía que los partidos liberales pasaban fugazmente por el poder “porque quieren ir demasiado deprisa y [...] producen alarmas, [...] la diferencia entre vosotros y nosotros no consiste más que en esto: en que vosotros [demócratas] queréis en un día hacer todas las reformas y nosotros queremos hacer una tras otra, de manera que la una ayude a la otra”. DSC, 7-VI-1882, p. 4099. 30. Sagasta pronto fue consciente de que en el régimen edificado por Cánovas los partidos caían del poder por ser incapaces de resolver problemas externos, así como “cuando por vicios en su seno, cuando por indisciplina, cuando por rebeldía [...] se debilita[ban], [...] descuidando los males del país”. DSC, leg. 1881-2, 16-XI-1881, p. 1036. El diputado sagastino Ferreras ejemplificaba su conversión en una fuerza ajena a las utopías y radicalismos pasados al reconocer en las primeras Cortes de la Restauración que los partidos liberales “ha[bía]n llegado por fin á comprender [...], que nada hay sólido ni viable fuera de un Gobierno fuerte”. DSC, leg. 1876-77, 10-XI-1876, p. 3372. 109 31. “Lo que yo quiero es hacer todas las reformas -afirmaba a mediados de 1882-, pero hacerlas con aquella calma y reflexión que es indispensable para que no alarmen ni asusten á nadie, [...] esta ha sido siempre mi doctrina y mi conducta, por la cual he sido constantemente combatido por los radicales”. DSC, leg. 82-3, 7-VI-1882, p. 4100. Ya en el discurso de la Corona de septiembre del 81 había dejado claro su deseo de tranquilizar a los que desconfiaban de sus intenciones. DSC, leg. 81-82, 20-IX-1881, pp. 2-4. 110 32. Los diputados constitucionales Ulloa y Rico presentaron en 1878 un voto particular al dictamen de nueva ley electoral en el que solicitaban el sufragio para todo varón mayor de edad que supiera leer y escribir, se hubiese licenciado militarmente sin faltas o pagase al menos 25 pts. el año previo por contribución de inmuebles, cultivo y ganadería (dos años si era por contribución industrial). DSC, leg. 1878 (2ª), 11-XI-1878, apéndice 4. La cita, en DSC, leg. 1880-1, 14-VI-1880, p. 4783. 33. Para un estudio más exhaustivo de las realizaciones de este primer Gobierno liberal de Sagasta, remitimos a CEPEDA ADÁN, J., “Sagasta y la incorporación de la izquierda a la Restauración”, en VV. AA., Historia social de España. El siglo XIX, Ed. Guadiana, Madrid, 1972, pp. 309-336. Los liberales no aprobaron una nueva ley de imprenta más expansiva hasta 1883, mientras que la ley de asociación se retrasó hasta el siguiente período de gobierno liberal, en 1887. Tras abrirse las Cortes un grupo de demócratas encabezados por Moret entró en el sistema formando el Partido Demócrata Monárquico. DSC, leg. 1881-2, 10-XI-1881, pp. 907-919. La cita, en Castelar a E. Girardin, vid. El Correo, 2-IV-1881. 111 34. En el gabinete de febrero de 1881 había dos centralistas (Alonso Martínez y Vega de Armijo), dos campistas (Francisco de Paula Pavía y el propio Martínez Campos) y cuatro constitucionales (Camacho, Venancio González, León y Castillo y Albareda). La polémica entre el Gobierno y los comités constitucionales se centró en la designación de los candidatos a las elecciones municipales -y por derivación de los futuros candidatos a Cortes-, que ambas partes reclamaron como competencia propia. Véase la exposición de las diferentes posturas en El Imparcial, La Iberia y El Correo, 8 a 12-IV-1881. 35. Ejemplos paradigmáticos de este estilo de gobierno fueron los de los ministros Camacho (Hacienda) y Cassola (Guerra). Sus respectivos programas de reformas hacendísticas y militares chocaron con intereses privados y corporativos tan fuertes, y sobre todo con una oposición política tan general, que sin desautorizar su gestión ni renunciar abiertamente a sus proyectos Sagasta forzó su salida del Ministerio a costa de sufrir en adelante su disidencia. La consecuencia principal de esta manera de entender la gestión de los asuntos públicos fue la incapacidad de los gabinetes sagastinos para ejecutar reformas de gran calado (saneamiento hacendístico y presupuestario, purificación y democratización real del sistema representativo...), que eran imprescindibles para modernizar el país, lo que no impide reconocer que ni las limitaciones del parlamentarismo restaurador ni la modestia de los recursos con que contaba el Estado facilitaban una labor de tal envergadura, que tampoco los conservadores fueron capaces de llevar a cabo. 36. A. Maura, “Apartamiento de Sagasta” (notas manuscritas), s. f., Archivo Maura, leg. 341 (2)/2, Madrid. 37. Como ocurría con la reposición de la Constitución de 1869 (especialmente sus artículos 110 a 112, que abrían la puerta a un cambio institucional al margen del consentimiento regio), que solicitaban sectores destacados de la Izquierda. Véanse a este respecto los debates que sostuvieron Sagasta y otros diputados fusionistas con los principales notables izquierdistas en julio de 1883. DSC, leg. 1882-3, 9 a 12-VII-1883. 38. Sobre el uso de la Izquierda por Cánovas para debilitar al Gobierno, véase LARIO, ob. cit., pp. 166- 9. Los pronunciamientos republicanos de Badajoz, Santo Domingo de la Calzada y la Seo de Urgel sorprendieron a los ministros en plenas vacaciones (Sagasta se hallaba tomando las aguas en el extranjero). A pesar de su nula efectividad terminaron de quebrantar a un Gobierno muy desgastado. Tras visitar Austria-Hugría y Alemania, donde el kayser le nombró coronel de un regimiento de hulanos, Alfonso XII fue abucheado al llegar a París. Su desacuerdo con Vega de Armijo, que quiso amagar una ruptura con la nación vecina de relaciones de imprevisibles consecuencias, no tardó en provocar la dimisión de éste y la crisis total del gabinete. 39. El embajador francés revelaba en sus informes que Sagasta desde el primer momento había prometido apoyo a Posada, pero con “ciertas reservas sobre el programa del nuevo Ministerio”. Des Michels a Challemel-Lacour, 14-X-1883, Archive du Ministère des Affaires Étrangères, Correspondance Politique, Espagne, vol. 903/55. Morier reducía poco después el pacto a “un simulacro de acuerdo” en el que cada partido se esforzaba por comprometer al otro con su propia interpretación de lo que el otro había prometido hacer. Morier a Granville, 15-XI-1883, PRO. FO. 72/1646, nº 172. 40. Sagasta había declarado que cuando la democracia creyera “que la Monarquía es un poder que tiene por sí vida propia [...] podr[í]a sola formar Gobierno”, pero mientras debía limitarse “como sucede en otros países, á ser auxiliares de los partidos liberales [...], a gobernar con ellos”. DSC, leg. 1882-3, 23-XII-1882, p. 371. Al insistir el dictamen de la comisión en la urgencia de aprobar la universalización del sufragio y revisar el texto constitucional, sus miembros sagastinos presentaron un voto particular que eliminaba ambas reformas (tan sólo consignaba una difusa reforma electoral que aplazaba para más adelante, y proponía leyes orgánicas como alternativa a la revisión de la Constitución). Se suscitó de inmediato un agrio debate entre los fusionistas y la Izquierda que decantaron hacia los primeros los votos de la mayoría sagastina tras dos semanas de discusiones. DSC, leg. 1883-4, 2 y 3-I-1884, Apéndices 3 y 1 respectivamente, y 4-I-1884 y ss. 41. DARDÉ MORALES, C. y VARELA ORTEGA, J., “El Gobierno de los liberales”, en JOVER, J. Mª. (dir.), Historia de España fundada por R. Menéndez Pidal, XXXVI, vol. I, Espasa, Madrid, 2000, p. 368. 42. Sagasta a Fernando León y Castillo, s. f. Archivo León y Castillo, 15/1719. Archivo Histórico Provincial de Las Palmas (Gran Canaria). 43. Parece ser que ya en la crisis de octubre del 83 Sagasta inició la práctica de presentar la dimisión de sus ministros sin añadir la suya propia, pero el Rey le puso entonces como condición formar un gabinete de conciliación con la Izquierda que de antemano sabía que era imposible, por la negativa de ésta a prestarle ministros. LARIO, ob. cit., p. 173. DSC, leg. 1882-3, 10-I-1883, p. 387. Por mediación del conde de Xiquena Sagasta se apresuró a agradecer a M.ª Cristina sus explicaciones por la sorprendente crisis de julio de 1890, reiterándole “su lealtad e inquebrantable adhesión” junto al propósito de “calmar la agitación” que había creado en muchos correligionarios. Xiquena a M.ª Cristina, 8-VII-1890, AGP, cajón 5/41, II. 116 44. VARELA ORTEGA, J., “De los orígenes de la democracia en España, 1845-1923”, en FORNER, S. (coord.), Democracia, elecciones y modernización en Europa, Cátedra, Madrid, 1997, pp., 129-201, 156. 45. Ya en el discurso pronunciado en Santander en septiembre de 1891 Sagasta había prometido reproducir cuando subiera al Gobierno todas las reformas formuladas por la Comisión de Reformas Sociales, aunque a continuación revelaba su verdadera visión del problema al señalar que con una activa política de obras públicas “habremos resuelto la cuestión obrera, en lo relativo al trabajo, por lo menos para quince años”. El Atlántico de Santander, 22-IX-1891. Nada más firmarse la Paz de París, que certificó el fin de nuestro Imperio ultramarino, Sagasta trató de prolongar su estancia en el poder apoyando los proyectos de su ministro Romero Girón encaminados a regular el trabajo de mujeres y niños, mejorar las condiciones higiénicas y laborales de fábricas, industrias y talleres, y crear jurados mixtos para los conflictos entre patronos y obreros. DSC, leg. 1898-99, 21-II-1899, Aps. 1-2. La dimisión del gabinete en marzo provocó que fuera el Ministerio conservador de Silvela el primero en aprobar algunas de estas medidas. 46. Lo que le llevó a declarar cuando así le convino que lo que demandaba el país era “que atendamos á la administración, [...] á la Hacienda, [...] á la enseñanza, á la agricultura, al comercio, á las obras públicas, y dejemos los cambios políticos en segundo lugar”. DSC, leg. 1882-3, 9-VII-1883, p. 3860. 47. A fines de siglo Giner se preguntaba ácidamente sobre el criterio de los liberales acerca del lamentable estado de “la educación nacional, la real y verdadera, no la que sirve de pretexto para los concursos de retórica en la comedia parlamentaria”. “La crisis de los partidos liberales” (1898), en GINER DE LOS RÍOS, F., Ensayos, Alianza, Madrid, 1969. Sobre la relativa normalidad española en el contexto finisecular, sin negar por ello su atraso comparativo respecto a la Europa más desarrollada, véase FUSI, J. P. y PALAFOX, J., España 1808-1996: El desafío de la modernidad, Espasa, Madrid, 1997, p. 164-8. 48. Véase por ejemplo su discurso ya citado de Santander, reproducido en El Atlántico, 22-IX-1891. Nada más dimitir en julio de 1890 Sagasta inició una serie de exitosos viajes por provincias norteñas (Bilbao, Zaragoza, Barcelona) que repitió en veranos sucesivos (Santander en 1891, Asturias en 1892). 49. Sobre las limitaciones del anticlericalismo de Sagasta debe consultarse la obra del conde de ROMANONES, Notas de una vida (1868-1901), Madrid, 1928, p. 262. Los mejores análisis de la agitación anticlerical de fines de siglo siguen siendo los trabajos de FORNER, S., Canalejas y el Partido Liberal- Democrático,(1901-1910), Madrid, Cátedra, 1987, pp. 79 y ss. y ROMERO MAURA, J. La “Rosa de fuego. La política de los obreros barceloneses entre el desastre colonial y la Semana Trágica, 1899-1909, Barcelona, 1975. 50. “Puede decirse que la Cámara es para Sagasta lo que el teatro es para el actor. Sagasta no puede vivir sin las Cortes y sin la actividad parlamentaria”. Manuscrito de un artículo de la Gaceta de Colonia (1898), obra quizá de Vega de Armijo. Archivo del marqués de la Vega de Armijo, (AMVA) 1-15, Pontevedra. 51. Sagasta se resistía en 1897 a asumir el poder por creer que se imponía una paz cuyo coste político sería muy grave: “el Gobierno que la pacte caerá desacreditado y hecho pedazos, y [...] sería un mal gravísimo que esto le aconteciera á nuestro partido”. Romanones a Vega de Armijo, 4-I-1897, AMVA Solla 168-12. 52. La acertada expresión fue acuñada por el fallecido CEPEDA ADÁN, J., ob. cit. La cita, en VARELA ORTEGA, J., “La España política de fin de siglo”, Revista de Occidente, 202-3, marzo 1998, pp. 67-68. 53. OLLERO, J. L., “De ‘viejo pastor’ a ‘chivo expiatorio’: Sagasta y el 98”, Berceo, 135, 1998, pp. 25-37. 54. Por boca de su fiel Alfonso de Aguilar, M.ª Cristina respondía al obispo Cascajares: “habla V. E. de nuevo partido, de gente nueva, poniendo de lado a Sagasta y a Silvela como fracasado el uno e imposibilitado el otro por sus muchos y antiguos compromisos. Ésta es una verdad innegable, pero ¿dónde está ese nuevo partido, esa gente nueva?”. Alfonso de Aguilar a Cascajares, 25-XI-1898, AGP, cajón 9/10.
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LA REVOLUCIÓN ENTRA EN PALACIO.
José ramón Milán García
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