Esta pintura junto a una serie sobre el tema de la creación se hallan colgadas en un habitáculo del recinto de la Ermita de San Saturio junto al río Duero en Soria.(Desconocemos el autor)

 

 

 

 

«Hablar de la muerte es referirse a un misterio; es también tener que abordar el lenguaje del catecismo clásico, a saber: las representaciones por medio de las cuales se ha intentado expresarlo» 1.

Para un tema tan universal, sean cuales sean las civilizaciones que lo han abordado, existe siempre, según E. Morin, una triple constante: una conciencia realista que conduce a un sentimiento de pérdida de la individualidad; una conciencia traumática de vacío donde se había dado antes una plenitud individual; y, por último, la afirmación de un más allá de la muerte2.

Para el Occidente europeo y, de forma más concreta, para la etapa medieval, han sido numerosos los estudios realizados desde un tiempo a esta parte 3. A través de ellos se ha intentado forjar una metodología que afronte el problema. Ello conlleva la fijación de los tipos de muerte —o de actitudes ante la muerte— que el historiador del siglo xx puede reconocer a través de los más variados testimonios: históricos, literarios en el sentido más amplio de la expresión, jurídico-canónicos, arqueológicos, epigráficos, etc.. Ello ha de suponer, de entrada, una verdadera recopilación y codificación de términos bajo los cuales el hombre del Medievo definía el hecho crucial de la muerte o, si se prefiere, la relación vida/muerte.

Una de las visiones ideológicas del problema, periódicamente adaptada a las diversas épocas y situaciones, abundó en el sentimiento de provisionalidad de la vida terrena en función del propio destino sobrenatural del hombre que la Redención había hecho posible. La vida terrena, prólogo a otra vida eterna de la que se veía separada por la muerte biológica, adquiría las características de un status viae, una especie de situación intermedia del hombre, de acuerdo con los esquemas fijados por algunos autores.

La Europa del período comprendido entre 1200 y 1348 —momento del «clasicismo medieval», salvando aquellas reservas que pueden hacerse a toda acotación cronológica— abundó en este tipo de figuras. Se podría decir, incluso, que se llegó a una verdadera institucionalización canónica y literaria. Se tomaba, para ello, una rica herencia del pasado, y, a su vez, se legaba un mensaje a los siglos futuros4.

 

 

I.  Trasfondo y precedentes bíblicos y patrísticos

 

La idea del hombre como peregrino en la tierra, exiliado, desterrado, prisionero, etc.. es consustancial a la tradición judeocristiana5.

El propio Adán —cuyo pecado es el directo causante de la muerte para el y todo el linaje humano— será, en este caso, el primer exiliado 6 Abraham a su vez se presentará como el exiliado peregrino por antonomasia desde el momento en que, por orden del Señor, parta desde Harán a Canaan. La figura del Éxodo del pueblo de Israel es, sin duda, la mejor expresión colectiva de la figura del exilio. En la forma del nomadismo —época tomada como dorada para algunas tradiciones— o en la de ios desplazamientos forzados por motivos políticos, el sentido grupal de la peregrinatio va a ser un importante tema escriturario. Habrá también, sin embargo, otras expresiones referidas a un exilio en sentido individual: el de los profetas y el de los justos.

En cualquier caso, la idea de provisionalidad y de pertenencia a otra comunidad «natural» en el más allá, se mantiene de forma continuada.

Así, al llegarle la muerte, Jacob dirá que va a reunirse con los suyos 8. Algo similar se dice para David 9,Salomón 10 o Ezequías 11. En este mismo personaje se utiliza el símil de la provisionalidad del nómada cuando, al sentirse enfermo, habla de cómo su vida terrenal se escapa en la misma forma que la tienda del pastor es enrollada para llevarla a otra parte 12.

De hecho, toda la vida de Cristo se ajusta al esquema de una salida del Padre hacia el mundo para luego, dejando éste, retornar al Padre, tal y como se recoge en un pasaje del cuarto Evangelio canónico 13. Cristo aprovecha esta explicación de su experiencia personal para transmitírsela a sus discípulos, a fin de prepararles para una futura etapa de dispersión en el mundo, en la que habrían de sufrir graves tribulaciones 14.

San Pablo, en quien la riqueza de testimonios sobre la muerte es realmente extraordinaria, retoma la idea de la tierra como albergue transitorio o tienda de campaña provisional, a diferencia de la casa estable y del albergue eterno en la otra vida 15. La vida terrenal sirve, fundamentalmente, para «aguardar la feliz esperanza» 16.

El autor de la Epístola a los Hebreos se dirige, a su vez, a un grupo de expulsados de Jerusalén —judeocristianos posiblemente— a quienes desea animar frente a las vejaciones de sus antiguos correligionarios. Se les recuerdan las afrentas sufridas por anteriores héroes de la fe que fueron desplazados, maltratados y que se vieron obligados a vagar de un lugar a otro sin que «el mundo fuera digno de ellos» 17.

Tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento la muerte era fin de la vida 18 y consecuencia del pecado 19. En el Nuevo Testamento, sin embargo, se abundará en la idea de una resurrección con Cristo, especialmente apreciada en San Pablo 20. La vida terrena —el status viae— adquiere, así, toda su dimensión gracias al status finalis, a la unión del hombre con Dios, que es lo que le da verdadero sentido 21.

 

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En el Occidente de los inicios de la Gran Iglesia, Cipriano de Cartago redactó, en torno al 252 un pequeño tratado bajo el significativo título de De mortalitate. Mezclando reminiscencias estoicas a los sentimientos cristianos, se aspiraba a fortalecer el ánimo de la población de un África del Norte asolada por una terrible epidemia de peste. Sobre la base de que en este mundo no hay paz, es preferible siempre la perspectiva de un gozo eterno, razón por la cual la muerte física no tiene que asustar a los cristianos. De momento —sostenía el metropolitano— todas las incomodidades del cuerpo serían comunes a paganos y cristianos «hasta que el cuerpo corruptible se vista de la incorrupción, y esta carne mortal reciba el goce de la inmortalidad» 22. Incitando a una renuncia al mundo, Cipriano insiste en el viejo esquema: «vivimos aquí durante la vida corno huéspedes y viajeros... ¿Quién estando lejos no se apresura a volver a su patria?»23.

Las persecuciones desatadas por los poderes públicos reforzaron, siguiendo visiones propias de la literatura apocalíptica, la creencia en un triunfo del Reino de Dios por encima de cualquier otro poder temporal. La libertad de cultos primero y la posterior oficialización del Cristianismo no anularon, sin embargo, el recuerdo de pasadas tradiciones en lo referente a las relaciones vida/muerte, sino que lo reforzaron. La idea de la peregrinatio se vio, con ello, considerablemente favorecida.

Así, San Ambrosio abundó en la figura de la verdadera patria, como algo superior a lo que había que huir, como Jacob, o el ciervo que busca las aguas de las fuentes que, a la postre, están representadas por Dios 24.

San Agustín, el principal popularizador de la imagen de la muerte como pena por el pecado de Adán, dará en La Ciudad de Dios una idea de la humanidad y de su trayectoria histórica, como la de un largo exilio cuajado de pruebas y calamidades. Sin embargo, la presencia ya moral, la institucional (la Iglesia) de la Ciudad de Dios permite vislumbrar un status finalis prometedor para los justos, como «sábado y descanso perpetuos»25.

Incidiendo en criterios como los de San Juan, Gregorio Magno dará también una visión de Cristo como peregrino26.

La expatriación/exilio/peregrinación será, desde el siglo iv en que se redactó la Vida de San Antonio Abad, una de las características del primitivo monacato. San Jerónimo escribiría que «no es posible para un monje alcanzar la perfección en su patria»27. Serán los monjes celtas quienes lleven a su grado máximo de institucionalización el principio de peregrinatio pro Christo. Costumbre que, en el caso de alguno de los productos del monacato insular —San Bonifacio— puede conducir hasta el martirio.

Dentro de la tradición que se iba forjando y proyectándose hacia el corazón del Medievo, el peregrinus presenta un cristiano insatisfecho que aspira a otra patria. La peregrinatio, en un principio forma de ascesis, acabará constituyendo una expresión capaz de permeabilizar los sentimientos de amplias                                    sociales del mundo medieval28.

La relación vida/muerte fue enriqueciendo su vocabulario a lo largo de los siglos. Expresiones como transitus o peregrinatio cobrarán fortuna. Una popularización que se debía en buena medida a la primera producción hagiográfica del Occidente .

 

 

 

II.   Tránsito por el mundo y «contemptus mundi»

 

El menosprecio del mundo dada la caducidad de las cosas aparentemente valiosas, acompañó a las distintas generaciones de cristianos como imagen complementaria de la del hombre como viador.

San Agustín sostuvo que «desde que el hombre comienza a existir y residir en este cuerpo mortal, no puede evitar que venga sobre él la muerte, pues lo que hace su mutabilidad en todo el tiempo de la vida mortal (si es que debe llamarse vida) es que se acabe por llegar a la muerte» 30.

En los años finales del siglo xii, el cardenal Lotario de Segni (papa Inocencio III desde 1198) redactó, siguiendo principios similares, una obra que habría de hacerse famosa en el terreno de la espiritualidad: De contemptu mundi. Se ha sostenido que supone la máxima expresión del principio del homo viator. Algunos de sus pasajes dan una visión escarnecedora de la vida carnal rayana en lo estremecedor. Así: «la mujer concibe con suciedad y fetidez, pare con tristeza y dolor, amamanta con dificultad y trabajo, vigila con ansiedad y temor»31.

En una línea similar a la del Hiponense, Inocencio III dirá en un capítulo, significativamente titulado. De vicinitati mortis, que «mejor es morir la vida que vivir la muerte; porque nada es vida mortal sino muerte viviente... la vida pasa rápidamente y no es posible retenerla: la muerte tiene lugar de forma instantánea, no es posible impedirla. Esto es también admirable porque cuanto más se crece más se decrece; porque cuanto más se ha avanzado en la vida tanto más se está cerca del fin» 32.

En los años siguientes, este tipo de consideraciones fueron objeto de una abundante literatura.

Vicente de Beauvais, uno de los autores más populares del Bajo Medievo, recogió en su obra enciclopédica gran cantidad de consideraciones en este sentido, inspirándose tanto en autores paganos como cristianos. Las miserias y el tedio de esta vida y la infelicidad del alma en el cuerpo mortal conducen, de forma incuestionable, a una necesidad de la muerte33. El momento supremo va acompañado de doce signos que, en todo caso, son una agudización de las debilidades propias del cuerpo humano: Desarreglo del gusto, mala digestión, mutación del rostro, pulso desigual, sueño inquieto, sudor desordenado, aliento hediondo, pérdida de la palabra, fallos en la memoria, pérdida del movimiento, pérdida del aliento y pérdida del tacto 34. La vida es breve —escapa como una sombra— y nunca se permanece en el mismo estado 35. El hombre, nacido de mujer, está sometido a múltiples miserias36, El hombre, en definitiva, ha sido «prestado a la vida, no donado a ella», de donde se infiere la ley universal del nacimiento y la muerte37.

Desprecio del mundo que, a lo largo del período que tratamos, puede adquirir otros matices. Tres podemos destacar.

Ramón Llull (uno de los grandes popularizadores de la dualidad muerte corporal/muerte espiritual) llega a concebir también una suerte de simbiosis vida/muerte en este mundo, al estilo de la marcada por Inocencio III, al escribir que «Ninguna cosa de este mundo es tan propia al otro siglo como la muerte», por tratarse del necesario expediente para contemplar el semblante de Dios 38.

Algunos años después, el agustino Bernat Oliver, insistirá en las miserias de este mundo —ardores, sudores, peligros, trabajos, daños y afanes de esta vida material— pero siempre como paso necesario para alcanzar «el refrigerio y reposo de la vida perdurablemente gloriosa»39. A lo largo de su vida, el hombre es acechado por múltiples peligros hasta el punto que la muerte puede parecer más vida y consolación que pena y dolor. Cuando se habla de lo terrible del momento de la muerte —«ojos que giran, venas que se rompen, el corazón que muere y el espíritu que se separa del cuerpo, no voluntariamente sino a la fuerza»— se hace hincapié que ésta es la muerte del pecador, atormentado por la idea del juicio y las penas del infierno40.

En definitiva, hacia 1347, Petrarca redactaba su Secreto, en donde en diálogo con San Agustín, el autor llegará a decir que «has amontonado miserias y defectos tan sin número que casi me arrepiento de haber nacido hombre» 41.

 

 

III.   Entre la ideología y las realidades: peregrinación, cruzada y muerte

 

Los ideólogos del período que estamos tratando, opusieron con frecuencia las imágenes de dos mundos separados por el momento de la muerte biológica. Lo que, en palabras de Ramón Llull, eran «aquest mon» y «el autre segle»42.

Para el primero, verdadera peregrinación, se establecieron una serie de etapas, tanto para el hombre en particular como para la historia en general. Etapas, que según San Agustín, culminarían en el momentó en que «como séptimo día, descansará Dios, cuando el mismo séptimo día, que seremos nosotros, lo hará Dios descansar en sí mismo» .

A comienzos del siglo xiii, Diego García, utilizando las viejas pautas, estableció una similitud entre las seis edades del mundo, las de la Iglesia y las del hombre. La quinta edad del hombre era la senectus, que se iniciaría en torno a los ochenta y cuatro años (se ha pensado que la edad del autor en aquellos momentos). La sexta correspondería a la senium, de la que se dice no se conoce el fin a ciencia cierta y que culmina con la decrepitud de la vida44.

Casi un siglo más tarde, Dante Alighieri fijaría cuatro etapas en la vida del hombre, correspondientes a la adolescencia, juventud, senectud y senilidad. A esta última le otorgaba, aproximadamente diez años de duración45. La nobleza, convertida en una especie de motor de la vida humana, es analizada a lo largo de estos cuatro momentos. Y, al llegar al final «éstas son las dos razones que mueven al alma noble: desea partir de esta vida como esposa de Dios y quiere mostrar que su creación fue un puro don de Dios»46.

Con menos proclividad a una sistematización, Petrarca pondrá en boca del Hiponense que «no te engañe la pluralidad de los días ni la compleja división del tiempo: la vida toda de los hombres, por mucho que se dilate, no es más larga que un solo día y aún apenas entero» 47.

 

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En este contexto, la figura de la vida humana como peregrinación adquiere una serie de matices cuando descendemos de los esquemas generales y muy doctrinales47 bis a situaciones —personales o institucionales— más concretas.

La peregrinación, destierro o exilio del colectivo de la humanidad en marcha hacia un fin que supone el de este mundo visible, se recoge en diversas ocasiones.

Diego García, dentro de unas pautas que nos recuerdan el Evangelio joánico, presentará la victoria de Cristo como un proceso identificable con los tres estados de la vida del hombre: Cristo vence a la naturaleza produciendo al hombre por medio de su bondad, desde el no ser al ser. Cristo reina humillando al hombre por su culpa, mediante su justicia, arrastrándole del paraíso al sepulcro. Y, por último, Cristo impera por su misericordia, llevando al hombre desde el sepulcro al cielo 48. Haciendo un trueque del papel de Cristo por el de María, Alfonso el Sabio crearía algunas imágenes semejantes en sus Cantigas, contraponiendo la culpa de Eva al papel de la Virgen como liberadora de la prisión49.

La tradición artúrica, por su parte, crearía una de las más bellas imágenes literarias: la de la búsqueda del Grial. Larga peregrinación caballeresca cuyo término marcará también el fin del drama humano, completará la gloria de Dios sobre la tierra y hará posible la salvación del mundo como final glorioso de la historia50.

En términos de exilio, Vicente de Beauvais planteó la relación vida/muerte, al dar de esta última entre otras definiciones, las de finís exilii, reditus ad patriam o peregrinationis terminus 51.

Y Jacobo de Vorágine, en los inicios de su obra más popular, expondrá a modo de «filosofía de la historia» el convencimiento del «tiempo de la peregrinación que es éste de la vida presente en la que viajamos y combatimos siempre»52 .

 

 

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Estas figuras adquieren su verdadera naturaleza cuando se aplican a casos y experiencias concretas.

En el campo de la hagiografía, Gonzalo de Berceo difundió un rico vocabulario en el que resultan moneda corriente aquellas expresiones que hacen referencia a la provisionalidad de este mundo, del que son sacados sus héroes 53.

Conectada con figuras descritas anteriormente, el siglo xiii mantuvo la llamada por Vicaire «circulación perpetua del Apóstol» que, en el caso del Languedoc da las figuras señeras de un Diego de Osma o un Domingo de Guzmán itinerantes, dedicados a la debelación de la herejía54.

La piedad mendicante, surgida en buena medida de este tipo de experiencias a menudo traumáticas, utilizó, para hablar de la vida de sus más conspicuos representantes, las imágenes de la peregrinación y el exilio.

Así, Francisco de Asís será el «feliz viador que anhelaba salir de este mundo como lugar de destierro y peregrinación» 55.

Para los predicadores se dirá algo similar. De Santo Domingo se dice que «trocó el lúgubre destierro por el consuelo de la celeste morada» en el momento de morir56. Y de Jordán de Sajonia se dirán cosas parecidas 57. Más aún, del propio fundador de la orden se dirá, en alguna de sus biografías, que murió justamente en el momento en que se disponía a emprender una peregrinación 58.

Con una amarga experiencia en cuestiones de exilio, Dante establecerá símiles de la muerte natural como resultado de la fatalidad, a través de metáforas como la del exiliado que retorna a su patria o el barco que entra en buen puerto 59. Imágenes que tomará también Petrarca en alguno de sus sonetos al hablar de la «larga prisión sufrí en el ciego leño» hasta que «las señas yo vi de la otra vida / y suspiré previendo ya mi fin»60.

Pero también Dante aportará otras imágenes de la relación vida/ muerte, en las que la experiencia del homo viator y de la peregrinación más o menos mística tienen un papel primordial. Así, recordando la muerte de Beatriz, el autor habla de un grupo de peregrinos con los que se encuentra en su camino que iban a «ver la bendita imagen de Cristo dejada como ejemplo de su hermosísimo rostro [en el sudario de la pasión] el cual [directamente] contempla mi dama gloriosamente» 61. La peregrinación física tiene, así, su equivalencia en otra de signo metafísico... Idea que el poeta reitera en un soneto —Sobre la esfera— en cuya tercera parte dice haber visto «una dama allá arriba glorificada, y lo llamo entonces espíritu peregrino, puesto que espiritualmente va a lo alto y, como peregrino que está fuera de su patria, allí permanece»62.

No en balde, Dante ha sido tomado comúnmente como el gran divulgador de los tipos de peregrinación mayor en el Medievo. Y no en balde tampoco, su Vida Nueva pasa por ser una especie de prólogo a la Divina Comedia... o, al menos se ideó pensando en su proyecto, ya que se dice que sólo se volverá a hablar de la bienaventurada Beatriz en el momento en que pueda hacerlo más dignamente 63.

Y, por último, sin entrar en los temas de fondo de la suprema obra de Dante —utilizada a conciencia por Allard en el antes mencionado artículo— la Divina Comedia, es, a fin de cuentas, la descripción de una magna peregrinación a través de los distintos estados del alma humana 64.

 

 

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Para el período posterior al asesinato de Tomas Becket, las muertes por la vía martirial disminuyen drásticamente en el Occidente, según ha destacado recientemente M. Vovelle 65.

Algunos ejemplos, son, sin embargo, ilustrativos. Así, la muerte de Pedro de Castelnau en 1208 adquirió todas las características del martirio, como la de Pedro Pascual, obispo de Jaén, casi un siglo más tarde. Sin llegar a la canonización, se asimilaron también al martirio por parte de algunos autores ciertas muertes como la de Simón de Montfort. El fin de éste —impacto de una piedra lanzada por los tolosanos— y el del protomártir Esteban pasaron a ser equiparados 66.

No faltan tampoco las frustradas búsquedas del martirio: San Francisco, cuyo sustitutivo estaría en los estigmas de la Pasión67 o Ramón Llull. Y no falta tampoco la exaltación profusa del martirio

en una de las obras clave de la hagiografía medieval: la Leyenda Áurea, en donde dos terceras partes de los biografiados mueren violentamente confesando su fe, aunque casi siempre se trate de personajes de los primeros siglos del Cristianismo.

La muerte martirial en el siglo xiii (al igual que en la anterior centuria) sufre la ventajosa competencia de la cruzada, peculiar forma de sublimación de la idea del homo viator, en la que las imágenes de la Jerusalén terrestre y la Jerusalén celestial entraron en una curiosa simbiosis 68. Si el hombre en general es un expatriado, el cruzado lo es por antonomasia.

La expresión cruzada es de tardía aparición, como se ha destacado por algunos autores. Son otros vocablos los que se suelen emplear: passagium, transitum, iter hierosolymitanum, etc...69 que recuerdan mucho las expresiones que los ideólogos del Medievo utilizaban para designar el paso del hombre por esta vida terrenal. En Berceo se encuentra la palabra cruçada, pero para designar la muerte en la cruz70.

Si bien la idea cruzadista experimenta en el siglo xiii un sensible enfriamiento en relación con las pasadas emociones, los ejemplos de utilización de este expediente no sólo a título militar (muy frecuente) sino también a título de sublimación del paso del hombre por el mundo, no faltan ni mucho menos.

Los concilios ecuménicos de la época, a nivel institucional, abundaron en este símil.

Así, en el IV Concilio de Letrán, Inocencio III hablará de una triple pascua que deseaba celebrar: corporal, espiritual y eterna. La primera correspondería al tránsito a Tierra Santa para la liberación de Jerusalén. La segunda equivaldría al paso de un estado a otro, que propiciaría la reforma de la Iglesia universal. La tercera sería la pascua eterna, que supondría el tránsito de una vida a otra, a fin de obtener la gloria celestial71. Aún dándose gran importancia a las dos primeras, es la tercera pascua la más singular, ya que supone —dice el papa— el paso del dolor al gozo, de la pena a la gloria y de la muerte a la vida por la gracia de Jesucristo. No podía expresarse de otra forma quien era autor del De contemptu mundi.

En el II Concilio de Lyon el esquema se reiterará, al insistirse en el tema cruzadista con más enjundia que en el I Concilio Lugdunense. En el discurso de apertura, el general de los dominicos Humberto de Romains se remite al precedente de los que murieron recibiendo el martirio y establece un destino similar para quienes se arriesguen a perecer en una nueva operación en Tierra Santa 72.

El reflejo histórico y literario de este tema es patente. El «Vers de la mort», de R. Le Clerc y otros similares así lo expresan 73.

En el campo de la lírica trovadoresca se llegará también a una importante osmosis entre muerte por causa del pecado/muerte por amor/toma de la cruz. Será el caso de Albrecht von Johannsdorf, muerto hacia 120974. Más clásico es el caso de Conon de Bethune: alcanzar la vida gloriosa y conquistar el apreciado Reino para los que cojan la cruz 75.

Sin embargo, es en la muerte de San Luis de Francia, según descripción que nos legó el señor de Joinville, donde mejor se ve esta equivalencia de cruzada/muerte/imitación de la muerte de Cristo. Las tres veces que el monarca pone «son cors en aventura de mort», coinciden con pasajes de su vida en Ultramar, hasta culminar dramáticamente en 1270 delante de los muros de Túnez. Son las «grans peines que il souffri au pelerinaige de la croiz par l'espace de six anz que je fu en sa compaignie, et por ce meismement que il ensui Nostre. Seigneur ou fait de la croiz. Car se Dieu morut en la croiz, aussi fist-il, car croisiez estoit-il quand mourut a Thunes» 76. El memorialista alcanza la más alta cota en el sistema de equivalencias mencionado cuando afirma que el monarca rindió su alma al Señor a la misma hora en que lo hizo Jesús en la cruz para la salvación del mundo 77.

Todavía, unos años más tarde, un hombre de la compleja personalidad de Petrarca seguirá haciendo un canto a la cruzada pero entonces no se tratara de abundar en las metáforas del pasado, sino de exaltar la figura y las posibles empresas de un personaje determinado 78

 

 

Conclusiones para un juego de imágenes

 

De todo lo que acabamos de exponer, una idea permanece clara. El exilio del hombre aparece en estos momentos, siguiendo una de las imágenes más caras del Medievo, como una especie de microcosmos del exilio colectivo de la humanidad tras el primer pecado79.

Ahora bien, de un análisis detenido de los textos manejados, puede pensarse que las imágenes que se van deslizando en los distintos discursos distan mucho de tener una clara homogeneidad. Más bien se podría decir que estamos en presencia de un conjunto de imágenes duales. Unas veces sus esferas de acción parecen bien delimitadas. Otras veces, por el contrario, se prestan a la confusión.

a)         En primer lugar, siguiendo los más añejos principios escriturarios, los intelectuales del Medievo insistieron en la existencia de dos muertes: la del cuerpo y la del alma, más terrible la segunda que la primera80

b)         La idea de «estados intermedios» cobra una mayor riqueza a lo largo de estos años. No lo es solamente esta vida temporal (algunos autores hablarán de status mediocris) sino también el Purgatorio o lugares afines previos a la conquista de la Vida Eterna 81.

c)         La imagen de la vida terrenal como destierro puede adquirir también muy especiales matices. El destierro en este mundo puede doblarse con otro destierro liberador que prepare para el Más Allá. Las prácticas del eremitismo, de las que la literatura hagiográfica se hizo amplio eco serían el más claro paradigma. Así, la leyenda de Santa María Egipcíaca, de amplia difusión en toda la Cristiandad, y otras de proyección más restringida, como la de San Millán82 establecen las diferencias (o ¿el complemento?) entre los dos exilios: el obligado de todo

De manera pareja, la peregrinatio en la tierra puede articularse con otras peregrinaciones purificadoras (in poenam) entre las que destacará la propiciada por Bonifacio VIII al declarar el 1300 como año jubilar para todos los peregrinos que acudieran a Roma 83.

d)   San Agustín habló de dos resurrecciones: la de los muertos en el fin del mundo, y la de las almas en el momento en que se hacen receptivas a la voz del Hijo de Dios 84. Tradicionalmente también se había hablado de un Juicio Universal, pero, a lo largo del Pleno Medievo, se fue poniendo énfasis en otro: el juicio individual que requiere una especial preparación del hombre ante la muerte. Las Artes moriendi del Bajo Medievo tendrán, así, su precedente en la codificación de ceremonias y gestos previos al momento decisivo: confesión, viático, extremaunción... básicas para conocer la tanatología de fines de la Edad Media y comienzos de la Modernidad 85.

e)    Junto al tránsito por esta vida —la peregrinatio metafórica— hay otro tránsito que se produce desde el momento de la muerte física. Los términos bajo los que los autores medievales designan este instante crucial —salida, tránsito, etc..— son suficientemente ilustrativos.

f)  El vocablo morada tiene, por último, dos significados perfectamente convergentes: uno el de morada terrestre que camina a la destrucción y otro el de la morada que viene de Dios. Las diversas representaciones lanzadas no llegaron a dar de ésta una imagen suficientemente clara. Desde San Pablo se venía sosteniendo que esa morada sería Cristo en persona. O, al menos, se trataría de una donación parcial de esa morada en espera de la parusía86. Una forma, en definitiva, de neutralización por la Iglesia de las corrientes de signo escatológico87.

 

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De acuerdo con los testimonios manejados, la idea del status viae en el período 1200-1348 responde a una visión de las relaciones vida-muerte muy propias de las élites. Efectivamente, los personajes presentados son, en su inmensa mayoría, pertenecientes a las categorías social o moralmente privilegiadas.

Sin embargo, hay que tener en cuenta también que obras como la Leyenda áurea desempeñó un singular papel cara a la cultura de masas. La Iglesia Romana y sus agentes institucionales podían presentar, así, una visión de la muerte que pareciese lo más interclasista posible. La duplicidad de imágenes creaba, sin duda alguna, equívocos. Pero los equívocos jugaban también a favor de la traslación de esperanzas desde un mundo cargado de limitaciones a otro que se prometía pleno de venturas para los justos. De ahí los repetidos intentos de desdramatización del instante decisivo de la muerte biológica.

Que el éxito de la Iglesia institucional en este empeño fuera limitado, es otra cuestión. Pero también parece fuera de duda que los argumentos del contemptus mundi como pieza fundamental de un pensamiento cristiano infiltrado de principios estoicos, traspasan todo tipo de barreras cronológicas. La brillante hipótesis de Huizinga, para quien la popularidad de la obra de Inocencio III no llegaría más que a fines del Medievo, no parece hoy defendible. Y no sólo sólo porque buena parte de sus manuscritos se redactan a lo largo del siglo XllI88, sino también porque muchas de sus figuras se reiteran en otras obras de esta centuria.

¿1348 deja de ser la fecha recodo en lo que se refiere a la evolución de los sentimientos sobre la muerte?

Todo es relativo.

Es evidente que cierto tipo de reflexiones sobre la muerte propias del ocaso del Medievo y de la Modernidad —particularmente la idea del desprecio del mundo— tienen sus raíces en corrientes de pensamiento como las antes analizadas 89.

Pero otras visiones que se van abriendo paso en torno a esta fecha 90 tienden a despegarse de valoraciones anteriores. La muerte, se piensa, libera una serie de energías que no sólo facilitan el fin sobrenatural del hombre91. También —compensación del triunfo universal de la muerte— contribuyen a exaltar la fama del difunto, «aquella que a los hombres salir hace / del sepulcro de nuevo hacia la vida» 92.

 

 

 

NOTAS

 

1 X. León-Dufour: Jesús y Pablo ante la muerte, p. 19, Madrid, 1982.

2 El hombre ante la muerte, pp. 32 a 37, Barcelona, 1974.

3  A los aportes ya clásicos de Huizinga o de Tenenti se han sumado obras como las de Ph. Aries, entre las que cabe destacar por su volumen L'homme devant la mort, París, 1977, y M. Vovelle: La mort et Occident de 1300 a nos jours, París, 1983. Entre otras obras colectivas sobre el tema destacan en los últimos años: un número especial de la revista Anuales ESC, 1976, y algunas de las comunicaciones presentadas en distintos encuentros de medievalistas: La mort au Moyen Age, Strasbourg, 1977, Le sentiment de la mort au Moyen Age, Montreal, 1979, y Death in the Middle Ages, Mediaevalia Lovaniensia, 1983.

4 El 1200 tiene su significado no como inicio de una centuria, sino como el momento inmediato al ascenso al pontificado (1198) de Inocencio III, quien, veremos más adelante, es uno de los más importantes «filósofos de la muerte» del Medievo. El 1348, fecha ya de obligada referencia, no es sólo la de la Peste Negra que invade Europa. En este año muere Laura, la amada de Petrarca, y tal acontecimiento inspirará al poeta una serie de consideraciones sobre la muerte que desbordan con mucho los propósitos de este trabajo. Pero también por estas fechas, Juan Ruiz redacta su Libro del Buen Amor, en donde se nacen algunas consideraciones importantes sobre la muerte que han sido motivo de especulación para los especialistas. Pensamos, con Lapesa, que la visión del arcipreste en torno a este tema dista bastante de ser la clásica que se había tenido en el período anterior. «La muerte en el Libro del Buen Amor», en De la Edad Media a nuestros días, Madrid, 1967.

5 Sobre este punto hay algunas atinadas precisiones en J. Leclerq: Espiritualidad occidental. Fuentes, pp. 43 y ss. Salamanca, 1967; P. A. Sigal: Les marcheurs de Dieu, p. 5, París, 1974; M.-H. Vicaire: «Les trois itinerances du pelerinas aux xiii at xiv siecles», en Le pelerinage. Cahiers de Fanjeaux, núm. 15, pp. 16 y ss., Toulouse, 1980.

6  Gen 3. 23-24.

7  Gen, 12, 4-5.

8  Gen, 49, 29.

9 1 Reyes, 2, 10.

10 1 Reyes, 1143.

11 2 Par. 32, 33.

12 Is. 38, 9-3.

13 Jn 16,25.

14 Jn. 16, 32-34.

15 2 Cor 5 1-4 Cit por X. León-Dufour' Op cit p 259 recogiendo opiniones de A. Feuillet: «Éxegese de 2 Cor. 5, 1-10 et contribution a l'etude des fondements de l'eschatologie paulinienne», en Recherches de Science reügieuse,1956.

16 Tit. 2 13.

17 Heb. 1 1 a 38

18 Núm. 6, 6.

19 Gen 38 7 en donde se dice que Her, primogénito de Judá, «fue malvado a los ojos del Señor que, por eso, le quitó la vida». También Rm. 5, 24, en donde se afirma que «así como por un solo hombre entró el pecado en este mundo, y por el pecado la muerte, así la muerte pasa a todos los hombres por cuanto todos pecaron».

20 P, Grelot: Peché originel et redemption a partir de l'epitre aux romains, París, 1973.

21 D. von Hildebrand: Sobre la muerte, pp. 79-80, Madrid, 1980.

22 Cipriano: «Sobre la peste», versión castellana de «De mortalitate», en Obras de San Cipriano, ed. J. Campos, p. 258, Madrid, 1964.

23 lbid., p. 271.

24 San Ambrosio' De fuga, saeculi líber unus en P.L. tomo 14 col. 593.

25 La Ciudad de Dios, Lib. 22, cap. 30, ed. F. Montes de Oca, México, 1978.

26 Homiliarium in Evangelio, lib. I, en P.L., tomo 76, col. 1106.

27 Vicaire: Op. cit., p. 25.

28 J. Leclerq: Op. cit., pp. 46 y ss.

29 P. Boglioni: «La mort dans les premiers hagiographies latines» en Le sentiment..., pp. 185 a 210.

30 La Ciudad..., lib. XIII, cap. X. Salida lógica dada la miserabilización de todas las tentaciones libidinosas que hace el Hiponense en Confesiones, lib. X, cap. XXX y ss., ed. E. Ceballos, Madrid, 1962.

31 P.L. tomo 217, col. 705, pasaje en el que, por otro motivos, incide J, Huízinga: Et otoño en la Edad Media, p- 194, Madrid, 1961.

32 Ibid. cols. 713-714. Sobre la fugacidad del tiempo que conduce irremisiblemente a la muerte se insiste en estos años desde las más diversas ópticas.Guillermo de Lorris, en el Román de la Rose, dirá que «El tiempo que marcha noche y día / sin reposo ni detenimiento que se aleja de nosotros tan furtivamente / que siempre parece inmóvil / mientras que no se detiene jamás». Cfr. G. París y E. Langlois: Chrestomathie du Moyen Age, p. 259, París, 1919.

33 Speculum doctrínale, cois. 463470, Douai, 1624.

34  Speculum morale, cois. 730-734, Douai, 1624.
35 Speculum naturale, col. 2373, Douai, 1624.

36  Ibid., cols. 2375 y 2376.

37  Ibid., col. 2377.

38 «Doctrina pueril» tomo 1 de Obres de Ramón Lull pp 168 170 Mallorca, 1906.

39 Excitatori de la pensa a Deu, ed. P. Bohigas, p. 241 Barcelona 1929.

40 « Ibid., pp. 91 a 107.

41 «Secreto mío», en Obras. I. Prosa, ed. F. Rico, p. 78, Madrid, 1978. Las consideraciones a primera vista moralizantes —idea hoy puesta en tela de juicio— permitieron hace años a algunos autores subtitular esta obra como De contemptu mundi también; vid. K. Vossler: Historia de la literatura italiana, p. 46, Madrid, 1925. Los síntomas corporales del momento de la muerte que Petrarca recoge son muy similares a los dados por Vicente de Beauvais.

42 «Libre de contemplado en Deu», vol. II, de Obres..., p. 288, Mallorca, 1906.

43 La Ciudad..., lib. XX, cap. 30. Esta proclividad a la división del proceso histórico y su equivalencia en los diversos estados de la vida del hombre se encuentra en la mayor parte de los autores inmediatamente posteriores a San Agustín. En el mundo hispánico, por ejemplo, San Isidoro abundará en las
seis edades de los tiempos
{Etimologías, lib. V, cap. 39, ed. J. Oroz, M. Díaz y A. Marcos, tomo 1, Madrid, 1982) y las seis edades del hombre {Etimologías, lib. XI, cap. 2, en la misma edición, tomo II, Madrid, 1983). Y Tajón: «Sementiarum», lib. III, cap. IV, en España Sagrada, ed. Risco, tomo 31, hablará de cinco etapas en la vida del hombre: infancia, puericia, adolescencia, juventud y senectud, desde la que se pasa a la muerte.

44 Planeta, ed. M. Alonso, pp. 337-338, Madrid, 1943.

45 Dante Alighieri: «El convite», en Obras completas,ed. N. González Rúiz,p. 679, Madrid 1965.

46 Ibid., p. 688.

47 Petrarca: Op. cit., p. 140.

47 bis Asi un R.Jiménez de Rada podrá decir del género humano que «in terra miseriae aberravit» En Opera p. 5 Valencia 1968 (reproducción facsímil de la ed. de 1793).

48 Diego García: Op. cit., p. 451.

49 «Eva nos foi deitar / do dem'ën su prijon / e Ave en sacar / e por esta razón / Entre Av'e Eva / gran departiment'a», Alfonso X: Cantigas de amor, de escaño e de louvor, ed. R. Carballo y C. García Rodríguez, p. 84, La Coruña,
1983. Y también «Sen calor / nen tardar / deve todavía / om'onrrar / e loar /
a Santa Maria / Ca ela non tardou / quando nos acorreu / e de prijon sacou / du Eva nos meteu / u pesar / e cuidar / sempre ñus creçia / mais guiar / e levar / foi u Deus siia», en
ibid., p. 142.

50 C. García Gual: «Merlin, profeta y mago. Sobre los orígenes de un personaje novelesco», prologo a Vida de Merlin de g. de MonmoutH pp. XXXII-XXXIII, Madrid, 1984. Esta idea queda bien sintetizada en las explicaciones del monje a las visiones de Boores, en Demanda del santo Grial, ed. C. Alvar, p. 227, Madrid, 1982.

51 En Speculum doctrínale, pp. 714-715, Douai, 1624.

52 Legende dorée ed J B M Roze y H Savon tomo I p. 25 París 1967

53 J. Saugnieux: «Le vocabulaire de la mort dans Espagne du xiii siécle, d'aprés l'oeuvre de Berceo», en Death..., En el caso, por ejemplo, de San Millán se dice que «Amava d'esti mundo seer desembargado / de la temporal vida era fuert enojado / bien amarie que fuesse so corso acabado / e exir d'est exilio de malveztat poblado». Vida de San Millán, ed. B. Dutton, p. 90, Londres, 1967.

54 Vicaire: Op cit., pp. 33 a 35.

55 Tomás de Celano: «Vida segunda», en San Francisco de Asís. Escritos. Biograías. Documentos de la época, ed. J. A. Guerra, p. 325, Madrid, 1980.

56 Jordán de Sajonia: «Orígenes de la Orden de Predicadores», en Santo Domingo de Guzmán. Su vida. Su Orden. Sus escritos, ed. M. Gelabert, J. M. Milagro y J. M. de Garganta, p. 176, Madrid, 1966.

57 Gerardo de Frachet: «Vidas de los frailes predicadores», en ibid., página 533.

58 Jordán de Sajonia: Op. cit., p. 176; Constantino de Orvieto: «Leyenda de Santo Domingo», en ibid., pp. 373-374, y Gerardo de Frachet: Op. cit., p. 533.

59 G. H. Allard: «Dante et la mort», en Le sentiment..., pp. 217-221.

60 F. Petrarca: Cancionero ed A Crespo pp 115-116 Barcelona 1983 Esta metáfora la reitera Petrarca en «Secreto mío», p. 62.

61 En «Vida nueva», en Obras completas, p. 563.

62 Ibid., p. 664

63  ibid.,  p. 564.

64  Citado por mí en Historiografía y mentalidades históricas en la Europa
Medieval,
p. 112, Madrid, 1982.

65  M. Vovelle: Op. cit., p. 30.

66 P. de Vaux-de-Cernay: Histoire albigeoise, ed. H. Maisonneuve y P. Guebin, p. 234, París, 1951.

67 San Buenaventura: «Leyenda mayor» en San Francisco    p 442

68  «De hecho, la disociación no se hará, al menos, hasta que surja la Cruzada. Y las razones que ligan a una Jerusalén con otra en una unidad más compleja, y también más singular, parecen estar suministradas por las tradiciones escatológicas tan vivas en el siglo xi, en vísperas de la Cruzada», P. Alphandery y A. Dupront: La Cristiandad y el concepto de Cruzada, p. 16, Mexico, 1959.

69  F. Cardini: II movimiento crociato, p. 69, Florencia, 1972.

70  Gonzalo de Berceo: «Duelo de la Virgen el día de la Pasión de su Hijo»,en Signos que aparecerán antes del Juicio Final. Duelo de la Virgen. Martirio de San Lorenzo, ed. A. M. Ramoneda, p. 190, Madrid, 1980.

71  Mansi: Sacrorum Conciliorum nova el amplissima collectio, vol. 22, col, 969.

72  Mansi. Op. cit., vol 24, col. 114, también C. Carozzi. «Humbert de Romans et l´Histoire en 172,4 Annee Charniere. Mutations et continuiles pp. 851-854. Parts, 1977. Las imágenes en las que abunda el general de los dominicos reiteran la idea de vaciar el mundo para colmar el cielo.

73  A. Ch. Payen: «L'homo viator et le croisé. La mort et la salut dans la Tradition du Duzain» en Death..., pp. 205 a 216. También la cruzada aparecerá como expresión del día del Juicio que na llegado. J. Bodel: «Le jeu de saint Nicolás», en Chrestomathie..., pp. 317.

74  Recogido por C. Alvar: Poesía de trovadores, trouveurs y minnesinger, p. 313, Madrid, 1981.

75 Ibid., p. 251.

76 «Histoire de Sant Louis» en Historiens et chroniqueurs du Moyen Age, pp, 201-203, París, 1952.

77  Ibid.. p. 364.

78 Cancionero, pp. 39 a 43, estancias dirigidas a Giacomo Colonna con motivo de la cruzada que se preparaba en 1333. Muchos de los recursos que se usan, son además —invocación a Rómulo, remembranza de la expedición de Jerjes contra Grecia...— demasiado «humanísticos».

79  San Agustín: La Ciudad..,, lib. XXII, cap. 22.

80  Extremo éste que merecería la pena un trabajo más específico.

81  Tema éste recientemente tratado por J. Le Goff: La naissance du Purgatoire, París, 1981. El estudio de este problema cara al Medievo, no se agota,
lógicamente, en los abundantes materiales utilizados por este autor. Las imágenes legadas por la literatura más o menos popular son también de enorme
interés. En el mundo artúrico, el «tercer lugar», se expresa como el Castillo de las Doncellas que representan las almas buenas en espera de la Pasión redentora de Cristo. En
Demanda del Santo Graal, pp. 84-85. También en las visiones de Boores: el pájaro es el Señor y los polluelos son el linaje humano que permanece en el Infierno hasta ser rescatado por la Pasión; ibid., p. 224.

82  «Entendido que el mundo era pleno de enganno / querie partirse d'elli e ferse ermitanno», en Vida de San Millán, p. 87. Y también, «querría esta vida en otra demudar / e vevir solitario por la alma salvar», ibid., p. 88.

83  Le Goff: Op. cit., pp. 442-443.

84  La Ciudad..., lib. XX, cap. 6.

85  Resulta difícil admitir la afirmación de X León-Dufour para quien hasta después ¿el siglo xv no se forjó la noción de juicio particular, sin fundamento suficiente en la Biblia ni en la patrística ni en los concilios; op. cit., nota 101 de la p. 54. Ello, sin embargo, no fue obstáculo para que algunos autores del Medievo abundaran en esta idea, como es el caso de Vicente de Beauvais, quien de forma expresa afirma que es justo un juicio general para todos, pero que también es lícito pensar que cada cual tenga su juicio particular en el momento inmediatamente posterior a la muerte, aunque en él las ánimas de los justos no reciban aún toda la gloria ni las de los reprobos toda la pena; Speculum morale, col. 777.

86  X. León-Dufour: Op. cit., p. 259.

87  Sobre esta cuestión, vid. R. Bultmann: Historia y escatologia, p. 62, Madrid, 1974.

88  Idea recogida por R. Bultot y reproducida por B. Roy: «La danse des trois aveugles», en Le sentiment..., pp. 121-137.

89  Pueden recordarse, en este sentido algunos pasajes de la obra del maestro Alejo Vemegas: Agonía del tránsito de la muerte, p. 23, Madrid, 1969, especialmente en donde se dice —inspirándose en Séneca— que la vida es un largo tormento de muerte, ya que cada día morimos un poco, porque nos quitamos una parte de nuestra vida.

90  Recordemos Lo dicho anteriormente, en nota 4; Lapesa: Op. cit., p. 74, ha dicho atinadamente que en el Arcipreste se encuentra una alteración del sistema tradicional de valores: el bien y el mal no corresponden ya al espíritu y la carne respectivamente, sino a la vida y la muerte. Una posición ya esencialmente vitalista.

91  «Triunfo de la Muerte», en F. Petrarca: Triunfos, ed. J. Cortinas y M. Carrera, p. 123, Madrid, 1983. La muerte aparece como «fin de una prisión sombría / para las almas nobles, y amargura / para aquellas que viven en el fango».

92  Ibid., p. 137 de forma especial («Triunfo de la fama») y en cierta medida también p. 197 («Triunfo de la eternidad»). Para el caso hispánico es de consulta obligada la obra de M. R. Lida de Malkiel: La idea de la fama en la Edad Media castellana, Madrid, 1983, aunque la incidencia de Petrarca en este terreno se analice sólo a través de su Cancionero; cfr. pp. 243 y 277.

 

 

 

 

UNA VISIÓN MEDIEVAL DE LA FRONTERA DE LA MUERTE:
status viae y status finalis (1200-1348)

 

 

 

 

EMILIO MITRE FERNÁNDEZ
Universidad de Alcalá de Hernares