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El 1 de abril de 1939, Franco redacta el último parte de guerra con el que empieza una larga paz. El Generalísimo se erige en su garante y el Nuevo Estado habría de imponerla a los españoles, incluso a su pesar si fuera preciso. El disentimiento y la individualidad quedan proscritos en aras de construir la Nueva España. Se trataba de forjar un consenso sin fisuras, mediante el respeto a las leyes y el encauzamiento de las masas. Los tres pilares del régimen serán el Ejército, la Falange y una Iglesia portadora de la tradición católica más conservadora e integrista, cuyo maridaje ideológico con el Estado dará a luz el nacionalcatolicismo. Analizar el franquismo desde el universo femenino supone volver la vista a un ayer demasiado próximo en la vida de las españolas. Mancha negra del feminismo, aquella etapa se antoja desierta, en lo que a la actividad reivindicativa de las mujeres se refiere. Esto bien puede ser cierto para la fase autárquica; sin embargo, los primeros síntomas de cambio se perciben antes de la década de los sesenta. El Estado, a remolque de los tiempos y en virtud de las nuevas necesidades económicas, promulga la Ley de Derechos Políticos, Profesionales y de Trabajo de la Mujer de 15 de julio de 1961. Nada más iniciarse el período, por decreto de 6 de noviembre de 1941 , nace el Patronato de Protección de la Mujer, encarnación del binomio mujer-poder. El poder de un Estado corporativo, católico y en grado sumo paternalista. Es en los regímenes totalitarios donde el elemento sexo aparece dotado de mayor instrumentalidad en lo que concierne a las relaciones de autoridad. El franquismo, desde el primer momento y con la aquiescencia de la jerarquía eclesiástica, articuló una red de dominio sobre la población femenina, encaminada a velar por las buenas costumbres para reconstruir la Patria. Como resultado, todas las posibilidades de encuentro entre los sexos quedan anatematizadas. El fracaso del feminismo igualitario y la irrupción de nuevos discursos de la diferencia en la Europa de los años treinta llevó a intelectuales como Ortega y Marañón a ligar el destino de las mujeres a su función biológica. Se produce la mixtificación de la maternidad y de la obediencia, entendida esta última como virtud y actitud inteligente. Una filosofía que, inspirada en las teorías de Shopenhauer. Simmel, Nietzsche, Freud, o los italianos Loffredo o D'Anunzio, tomó impulso en la España de Franco. El mundo de la mujer se reduce a una tarea reproductora; tarea, eso sí, sólo realizable en el sacrosanto seno de la institución familiar. Replegada en el hogar, su preparación se encaminará a ese fin. El Estado le proporcionará una educación timorata y articulará una legislación específica para excluirla del mundo del trabajo. Aquellas que dedicaran sus energías a actividades distintas de las que les eran encomendadas eran consideradas sexualmente anormales por los padres de la Patria. La situación económica no favorecfa el acceso de la mujer española al sistema productivo. Así se declaraba en el Fuero del Trabajo, el 9 de marzo de 1938: El Estado en especial prohibirá el trabajo nocturno de las mujeres. regulará el trabajo a domicilio y libertará a la mujer casada del taller y de la fábrica. En este sentido, la mano de obra femenina no tenía más oportunidades que la mano de obra roja en la España de posguerra. La familia y la maternidad habían de ser su única dedicación. Es así como el Estado, ya en la Ley de Bases de 18 de julio de 1938, establecía subsidios familiares para los matrimonios prolíficos. Había que poblar la Patria; había que alcanzar el techo demográfico de los 40 millones de españoles y nada era bastante para conseguirlo. La propaganda de estímulo a la procreación era santificada con las referencias a las encíclicas papales Casta Connubii y Quadragésimo anno, de Pío XI. La primera supone la consagración del matrimonio como fuente de procreación y única vía abierta a la concupiscencia. La segunda situaba a la mujer en su lugar: El hecho de que algunas madres lleguen, debido al escaso salario del jefe de familia, a buscar una remuneración fuera del hogar, es un abuso nefasto al que debe ponerse fin a cualquier precio. En esta línea, la Orden de 26 de marzo de 1946 privaba del plus familiar a aquellos hombres cuyas esposas trabajasen. La nueva legislación también liberó a la mujer con titulación universitaria de realizar un trabajo prestigioso y lucrativo. La carrera con mayores posibilidades era magisterio, junto con otras en las que se realizara una labor asistencial -enfermeras, matronas- o de discreta colaboradora -secretaria. El deseo de proteger a la familia llevó al Estado a penalizar severamente los delitos sexuales, a saber: el aborto y todo tipo de propaganda favorable a la contraconcepción (Ley de 24 de enero de 1941 ), y el amancebamiento y el adulterio femeninos (Ley de 11 de mayo de 1942). Todo ello se simultaneó con el control de la prostitución y la reconversión de la mujer caída o extraviada. Sin embargo, hasta 1956 no se ordenó el cierre de los burdeles ni se declaró ilegal la prostitución, ejercida en su mayor parte por muchachas de los barrios pobres anexos a las grandes capitales.
Conseguir la armonía entre la realidad social y el concepto de mujer inherente a la ley, correspondió a la Iglesia y a la Sección Femenina. La educación que las españolas merecían se estableció en base a quienes serían sus receptores: los hijos, el marido, la familia. La abnegación y el sacrificio, la sonrisa en los peores lances, serían las virtudes cardinales que la niña, futura madre, había de aprender en la escuela. Para que la Sección Femenina (S F) pudiera realizar su tarea de crear la mujer nueva fue reorganizada después de la guerra. A la cabeza, Pilar Primo de Rivera, la hermana del Ausente, encarnación del modelo de mujer a imponer y predicadora del más firme antifeminismo, consecuente con el ideario de Falange y José Antonio. El Decreto de 28 de diciembre de 1939 encargaba a la SF la formación poIítico-social de las mujeres españolas, labor que realizará, con mayor o menor éxito, hasta los años sesenta, cuando las circunstancias históricas imponen modelos culturales y de vida menos rígidos. El período en que nace -1934-1939- contribuye a su caracterización como organización asistencial, que se perpetúa en el Servicio Social (SS). Creado éste durante la guerra, fue reorganizado en virtud del Decreto de 31 de mayo de 1940.
Durante seis meses las mujeres debían cumplir con la Patria; período dividido en dos fases y en el que las jóvenes recibían instrucción teórica y prestaban un servicio activo en algún centro oficial. Quedaban exentas de esta obligación las casadas, las viudas con hijos, las monjas y las huérfanas de los caídos en la Cruzada. Para todas las demás era imprescindible pasar por aquella prueba para obtener desde un título académico hasta un simple carnet de conducir. Con el SS se conseguía un doble objetivo: mantener un cierto control ideológico sobre la población femenina, y cubrir de forma gratuita las deficiencias estructurales de tipo económico con las que el Estado se encontraba después de la guerra. Sin embargo, la ineficacia de dicho servicio ya fue señalada incluso por Pilar Primo de Rivera en 1948. El SS que (...) debía ser para las mujeres una alegre ocasión para servir a la Patria, es para la mayoría de ellas una horrible obligación que tienen que cumplir (1). La Iglesia, como formadora de las conciencias, también contribuyó a crear una tipología femenina dúctil al régimen franquista. El nacionalcatolicismo había transformado las razones de la religión, que ya no eran sólo religiosas, sino también patrióticas. Ser católico y buen patriota era una misma cosa. La jerarquía eclesiástica, con su propaganda sexofóbica, instauró una moral dentro del más genuino puritanismo. El sexo sólo era tolerable con vistas a la procreación; fuera de este marco constituía una aberración para el cuerpo y el alma. La moral femenina se medía en centímetros de ropa, en el modo de pasear, hablar o divertirse. En los años cuarenta y cincuenta, editoriales católicas publican manuales de formación para la juventud, proponiendo un modelo femenino, a menudo acorde con el que presentaban los antiguos manuales de Vives o fray Luis de León. La alternativa a la maternidad para la mujer cristiana era la supresión de la realidad sexual, mediante la consagración de su virginidad. El culto a la Virgen María nacía de que en Ella coincidían dos virtudes esenciales, ser Virgen y Madre. La no asunción de este modelo suponía el descrédito social y la condenación. La mujer es sublimada -virginidad- o degradada -prostitución- por la Iglesia y la sociedad. La idealización de lo femenino se acentuó en grado sumo, mediante un discurso antifeminista. Sin embargo, el deseo del Estado de crear un consenso, orientado hacia la estabilización y consolidación, propició la recuperación de figuras femeninas significativas del pasado glorioso del lmperio. Agustina de Aragón, Isabel la Católica y, sobre todo, Teresa de Avila, representan la materialización de una especie de feminismo católico. Fue así como la SF proclamó a Teresa como patrona y le dedicó el título de una de sus revistas.
No obstante, la que había sido pregonada como santa de la raza, encarnación de la España hidalga, era en realidad de familia conversa de origen judío; la que había sido presentada como la mujer que escribe por obediencia, cada vez más se va revelando como una escritora consciente de los riesgos que suponía tomar la palabra para una mujer de su época; la que había sido definida como baluarte antiluterano de una Iglesia española monolítica, estuvo intimamente ligada a personalidades y figuras de la disidencia religiosa y cultural de España (2). La española se tenía que alejar de aquel feminismo símbolo de decadencia para muchos pueblos y de fatales ruinas para muchas almas (3). Pero la alternativa cristiana ofrecida no podría sostenerse por mucho tiempo. La Iglesia y la SF sirvieron al régimen fielmente en el encuadramiento de las mujeres hasta iniciada la década de los cincuenta (4). El modelo de mujer reproductora-productora precapitalista de la autarquía dio paso a la mujer consumidora de tipo occidental capitalista, que la nueva coyuntura económica engendró en los cincuenta y dio a luz en las dos últimas décadas del franquismo. El año 1953 es cuando se concreta la rehabilitación internacional del régimen, con la firma del concordato con la Santa Sede, y los pactos económico-militares con EE. UU. Por fin, en 1955, España ingresa en la ONU; al socaire de los problemas que la guerra fría plantea en el concierto internacional, se presenta ante el mundo como baluarte indiscutible del anticomunismo. En el interior, 1957 trae consigo la remodelación ministerial que lleva a los tecnócratas al poder, con la consiguiente pérdida de protagonismo de Falange. Al Plan de Estabilización de 1959 suceden los planes de desarrollo, elaborados cada cuatro años entre 1963 y 1975. En este contexto, la postura del Fuero del Trabajo contrariaba de forma evidente los intereses de la nueva política económica. El reconocimiento de las prerrogativas femeninas en esta materia desde instancias oficiales ha lugar en la ley de 15 de julio de 1961, sobre derechos políticos, profesionales y laborales de la mujer. Sin embargo, la ley seguía vetando el ejercicio de las carreras de armas, judicatura, magistratura o fiscalía. En definitiva, se trataba de un reajuste ideológico, para conjugar la imagen de mujer tradicional incuestionable, con la necesidad del aporte femenino al mundo del trabajo. Era necesario acabar con la mala conciencia que una actividad extradoméstica producía en las españolas. Mala conciencia fomentada por una educación dirigida que perpetuaba un estilo de vida sumiso e introvertido. En el período que va de 1960 a 1975 surgieron los primeros indicadores de un cambio de mentalidad de las españolas. El feminismo resurge en España desde dos posicionamientos distintos: dentro de movimientos de lucha antifranquista, liderados por los partidos políticos desde la clandestinidad, y en el seno de los diferentes grupos católicos de apostolado que, desde su confesionalidad, lucharon por la mujer. En los años sesenta nacieron dos grupos feministas: el Seminario de Estudios Sociológicos de la Mujer (SESM) y el Movimiento Democrático de Mujeres (MDM). Se publicaron libros escritos por mujeres y se tradujeron dos obras fundamentales del feminismo internacional, El segundo sexo, de Simone de Beauvoir, y La mística de la feminidad, de Betty Friedan. Los partidos políticos de izquierdas incluyeron en sus programas reivindicaciones feministas, pero la división de las tareas en la lucha clandestina en función del sexo hizo, en más de un caso, reflexionar a las mujeres sobre la conveniencia de dividirse en sus demandas. En torno a la abogada María Telo, surgió en noviembre de 1971 la Asociación de mujeres juristas, vinculada a la Federación Internacional de Mujeres de carreras jurídicas, a la que ella misma pertenecía desde 1956. Las mujeres juristas influyeron de forma decisiva en las reformas que se hicieron en el Código Civil, algunos aspectos del Código Penal y en la legislación laboral. En 1973 se legalizó la Asociación de mujeres separadas legalmente y a mediados de los setenta empezó a funcionar un colectivo de jóvenes universitarias, la Asociación Universitaria para el estudio y promoción de la mujer (AUPEPM), que reunía a mujeres de distintas tendencias feministas y cuyos objetivos eran la liberación y el fomento de las inquietudes emancipadoras entre las universitarias. Los grupos católicos de apostolado desempeñaron un papel decisivo en la promoción de la mujer. En toda España tuvo importancia la Unión Mundial de Organizaciones Femeninas Católicas (UMOFC), junto a la que hemos de citar otras: Hermandad Obrera de Acción Católica Femenina (HOACF); Juventud Obrera Católica Femenina (JOCF) y Movimiento Apotólico Social (MAS). Estos grupos de signo religioso representaron un papel subsidiario por la falta de libertad política, que los lleva a comprometerse demasiado en lo temporal. Compromiso en lo temporal que se inscribe dentro del espíritu renovador del Concilio Vaticano II y las encíclicas Mater et Magistra y Pacem in terris, de Juan XXIII. Ello supone la consagración de una Iglesia de bautizados y no de categorías, en la que todos tienen cabida y un papel que desempeñar. Es así como las mujeres ejercieron una participación activa en la acción catequética y empezaron a acceder a las facultades de teología así como a los diversos departamentos y órganos episcopales. A los cambios de carácter económico y religioso vino a sumarse la apertura a Europa, de la mano de la emigración y el turismo. Una oleada de liberalidad socava los usos de una moral fosilizada. Europeidad y españolismo eran conceptos mutuamente excluyentes que hubieron de empezar a ser conjugados en la España de los años sesenta. El proceso de europeización provoca tensiones y choques en el terreno de las costumbres cotidianas. El microcosmos familiar, reproductor de una moral convencional católica, se resiente para dar paso a una familia más permisiva y con mayor independencia, acorde con los nuevos tiempos. El consumismo, que la nueva política económica potenciaba, insta a las parejas a elegir el número de hijos que quieran y, sobre todo, que puedan educar y mantener con holgura. Atrás empiezan a quedar las grandezas de los matrimonios prolíficos para la Patria. Del mismo modo el anatema que pesaba en las relaciones sexuales antes o fuera del matrimonio empieza a romperse, al socaire del movimiento laicizante de la sociedad, que aleja cada vez más a la mujer de la influencia eclesiástica. La sexualidad empieza a ser asumida socialmente, no sin tensiones y según de qué clase social se trate. Esa europeización de las costumbres es más rapidamente asimilada en las capas altas y medias de la sociedad. La austeridad dignificada, norma de oro en la autarquía, desaparece con el consumismo. Sin embargo, podemos ver una actitud ambivalente en estos estratos. De un lado intentan preservar los convencionalismos sociales garantes de sus características esenciales de clase; de otro lado asumen abiertamente, según las circunstancias, liberalidades de las sociedades desarrolladas. Sin embargo, entre las clases trabajadoras la asimilación de estos comportamientos nuevos varió en función de su localización y espectro ocupacional. La coyuntural mejora económica de muchos trabajadores no acortó la distancia entre ricos y pobres, máxime si tenemos en cuenta que en muchos casos ese desahogo es fruto de la realización de horas extras, trabajos a destajo o pluriempleo. Miembro de la clase a que pertenece, la mujer reflejará su pertenencia a cada uno de los grupos arriba señalados. Es así como encontramos situaciones diferentes y diametralmente opuestas en cada caso. La idea de la honra femenina como indicador de castidad y pudor se encuentra en franco retroceso, en general; pero sigue siendo un bien patrimonial en la muchacha de clase trabajadora. En este sentido cabría decir que la diferencia entre las mujeres de distinta extracción social radica en la capacidad de manejar su propia sexualidad. Y, ciertamente, este no es un privilegio de la trabajadora, que, sin embargo, goza de la prerrogativa de experimentar, más que las demás, lo que prohíbe esa sexualidad. El franquismo contribuyó a tarar las conciencias disidentes y las mujeres hubieron de ir asumiendo, a lo largo de esos años, el papel que en cada momento se les exigía representar. La recuperación del modelo decimonónico tradicional de mujer fue presentado como ejemplo a seguir en la Nueva España, destrozada por la guerra civil. Para ello el Estado tejió una maraña en torno a la población femenina que quedó desmantelada en las postrimerías del régimen y hubo de abrirse camino hacia una tímida liberación a remolque de los tiempos. Es la instrumentalización del sexo desde el poder, y es que la sexualidad aparece como punto de paso para las relaciones de poder particularmente denso: entre hombres y mujeres, jóvenes y viejos, padres y progenitura, educadores y alumnos, gobierno y población (5).
NOTAS (1) Pilar Primo de Rivera. discurso en el Consejo Nacional de 1946, pág. 7.
Por Aurora Morcillo
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