Milagro de la pierna de San Cosme y San Damián. León Picardo. Retablo de Bocos (hacia 1525-1530). Óleo sobre tabla. Fondos de la Catedral de Burgos.

 
 

 

 

Resumen

 

En este artículo el autor explora un asunto que cada vez convoca más la atención de los estudiosos: el complicado lugar del milagro entre los textos de carácter histórico en el siglo XVII, particularmente cuando se le usa como ejemplo en la predicación; dicha exploración incluye la probable utilidad añadida de ser hecha con base en relatos ejemplares novohispanos, sin duda insuficientemente conocidos. En el siglo XVII, a diferencia de los usos medievales, la inclusión de un milagro en la predicación implicaba ciertos compromisos con la demostración, gracias sobre todo a las fértiles polémicas sobre la verdad sostenidas por los humanistas el siglo anterior, de modo que el uso de milagros significó ahora una tensión entre dos concepciones de realidad en cierto sentido excluyentes: una concepción empírica que necesitaba justificar la presencia de lo sobrenatural, y otra metafísica que lo permitía, trasunto de nociones patrísticas.

 

Palabras clave: milagro, predicación, historia, ficción, humanismo, barroco.

 

 

Abstract

 

In this article the author explores a subject that is little by little getting the researchers' attention: the complex definition of the miracle between the historical texts in the XVII century, mainly about its use as exemplum in preaching. A probable added benefit is that this exploration was done on Mexican Colonial exemplary stories, a not enough known field of research. In the XVII century the inclusion of a miracle in preaching, as a historical exemplum, must be done including a rational explanation of the supernatural things, mainly because the fertile controversies on the historical truth maintained by the humanists in the previous century, so now the use of miracles meant a tension between two excluding conceptions of reality: an empirical conception that needed to justify the presence of the supernatural things, and another metaphysic (patristical) conception which allows it.

 

Keywords : miracle, preaching, history, fiction, humanism, baroco.

 

 

 

 

 

La aceptación de lo sobrenatural que compartiría un auditorio que escuchase milagros, en algún sermón del siglo XVII, no haría al predicador olvidar que la inclusión en su sermón de un ejemplo histórico como este implicaba ya de sí ciertos compromisos con la demostración, pues con probabilidad conocería y tendría en cuenta las polémicas sobre la verdad sostenidas durante el siglo XVI; o bien, en caso de que se tratase de un predicador poco ilustrado, con seguridad encontraría el recurso de lo milagroso sujeto a una preceptiva rigurosa que privilegiaba lo histórico. Porque después de Trento pareció aflorar una mayor conciencia de las ventajas y peligros del uso político o ideológico de lo sobrenatural, cuidado que puede advertirse en el hecho de que en 1625 Urbano VIII declarara la beatificación de los santos prerrogativa exclusiva de la Santa Sede, y prohibiera con ello la impresión de sus milagros o revelaciones.1

Durante el siglo XVII, tal vez en la misma medida que en la Edad Media, en el mundo hispánico los hechos sobrenaturales seguían gozando de un amplio margen de aceptación; pues la participación de los santos o del diablo en la vida cotidiana de las personas podría llegar a ser considerada un hecho corriente, como sucedía en la Nueva España, donde baste recordar el caso de mentalidad supersticiosa que cita Solange Alberro, ocurrido por esos años en los alrededores de Acapulco: un hombre es puesto preso por haber matado un caimán en el momento en que una anciana moría cerca de ahí; no es que fuese delito matar caimanes sino que la anciana gritó, en el momento de su muerte, que la mataba aquel que mataba el caimán, y esta mera afirmación —junto a la fama de hechicera que la anciana tenía— fue suficiente para considerar al señalado como sospechoso mayor.2 La acusación podía apoyarse tanto en la probabilidad de una manifestación del «nahual» de la hechicera, pues seguía viva la creencia indígena en la doble alma de ciertas personas poderosas (una alma humana y otra animal), tanto como de la antigua costumbre europea de atribuir a las brujas el poder de transformarse en animales; en cualquier caso ello muestra entre otras cosas el valor jurídico que podía tener una creencia popular, pues la propia autoridad la acepta como base de la prueba para procesar al inculpado.

No obstante esta tolerancia cultural a la presentación de hechos sobrenaturales, esta especie de indiferencia frente a la condición paranormal de los mismos, la presentación de los milagros solía hacerse justificando su carácter verdadero, como si tal tolerancia no existiera, como si se temiese despertar alguna curiosidad o recelo. Naturalmente, ello no significa ninguna novedad en el siglo XVII, pues el ofrecimiento de argumentos sobre el carácter histórico de los milagros ya parece propio de la Edad Media, como ha señalado Juan Manuel Cacho respecto de los Milagros de Nuestra Señora donde, entre otras cosas, el discurso «notarial» de Berceo podría tener ese propósito;3 sin embargo, en el siglo XVII tal justificación parecía ser una necesidad más apremiante que antaño, pues la demostración histórica se hacía ahora de un modo más acusado, más riguroso, empleando escrupulosamente los elementos de prueba de la historiografía humanística: presentación de testigos de vista, documentos inquisitoriales y de otras autoridades e incluso la experiencia personal, con lo que se generaba una tensión entre dos concepciones de realidad en cierto punto excluyentes: una concepción empírica que necesitaba explicar o justificar racionalmente la presencia de lo sobrenatural, y otra metafísica que lo permitía, es decir, una concepción humanista de la verdad histórica y otra de raíces medievales, en cuya fusión (y confusión) surgía una nueva verdad, que tal vez podamos llamar barroca.4

Las manifestaciones más antiguas de la tradición del milagro que se conocen en Europa son del siglo IX, cuando se multiplicaron las recopilaciones latinas, tres siglos después aparecerían los primeros milagros en lengua vulgar (siglo XII) y muy pronto se llegaría a la gran efervescencia de los milagros marianos. En España, los Milagros de Nuestra Señora de Berceo y las Cantigas de Santa María de Alfonso X son los referentes de esa tradición;5 obras que no significaban sólo el florecimiento de la difusión, sino también de la reflexión sobre este tipo de relatos edificantes, pues de ahí nos viene una definición canónica del milagro medieval, en la obra de Alfonso X: «Miraglo tanto quiere dezir como obra de dios maravillosa que es sobre la natura usada de cada día: e por ende acaesce pocas vezes».6

Se trata de una temprana definición que ya ofrece dos elementos para su caracterización: que es obra de Dios y que es maravillosa. De hecho, una misma es la etimología para milagro y maravilla, ambas voces devenidas de la raíz latina MIR que remite a lo asombroso, a lo admirable; pues así como el verbo «miror, mirari» significa maravillarse, admirar, el adjetivo «mirus, mira, mirum» significa admirable, asombroso, maravilloso; de donde tanto mirabilis como miraculum reciben el sentido de hechos admirables, maravillosos.7 En la Edad Media, el adjetivo miraculosus al parecer comenzaría a referirse exclusivamente a las maravillas de origen divino, por lo que los milagros se singularizaron frente a las otras maravillas de distinto signo que poblaban la imaginación y la realidad medievales; es decir, todo milagro era en este sentido una maravilla, aunque no toda maravilla era un milagro. En todo caso, para encontrar el lugar del milagro entre las maravillas se tiene ya el camino propuesto por Jacques Le Goff, pues su tipología establece las posibilidades de lo maravilloso en el contexto medieval, según la cual lo sobrenatural se dividiría en occidente, entre los siglos XII y XIII, en tres dominios: mirabilis, que nombra lo maravilloso con orígenes precristianos; magicus, lo sobrenatural maléfico, satánico y, finalmente, miraculosus, lo maravilloso cristiano.8 Hay que decir, sin embargo, que la recuperación latina del vocablo griego μαγιχυς (magicus) remite más a lo meramente misterioso que a lo satánico, lo que sin duda llevaría a Le Goff a sugerir que en esta categoría podía caber también la magia «blanca»; sea como fuere, esta tipología señala con precisión un lugar especial para el milagro, diferente al de las otras maravillas, lo que puede complementarse con el hecho de que no todo lo maravilloso o extraordinario era sobrenatural en la Edad Media, pues sin duda los prodigios, seres deformes o demás monstruosidades podrían no salir del ámbito de lo aceptado como natural aunque no fuesen hechos cotidianos, lo mismo podría decirse de algunas obras humanas sorprendentes, fruto del arte o del ingenio, de modo que en suma podría decirse que el milagro no era humano, ni natural, ni mucho menos satánico, sino fundamentalmente divino.9

El carácter divino de los milagros obligaba a la defensa de su carácter verdadero, pues resultaría necesario asentar la verdad de un acto devenido de la voluntad de Dios; además, de otro modo, su desacato de las leyes naturales o del sentido común no lograría el propósito impresionante del milagro ya que podría ser leído en el marco de alguna licencia dada a la ficción. En ello se distinguen justamente el miraculum de la mirabilia, en la tipología de Le Goff pues «lo sobrenatural y lo milagroso que son propio del cristianismo [...] parecen diferentes por su naturaleza y función de lo maravilloso, aun cuando haya marcado con su sello lo maravilloso cristiano»;10 de modo que las reminiscencias del mundo maravilloso precristiano en la mirabilia medieval estarían presentes sobre todo en relatos breves como el lai o el fabliau, el primero de los cuales, para Wolfram Krómer, se diferencia del milagro precisamente por su ausencia de carácter histórico, pues en el lai lo maravilloso «es algo extraordinario [...] [que] significa pasar el umbral de otro mundo», mientras que el milagro podría ser considerado ordinario aunque se tratase de un hecho sobrenatural.11

Aquí viene bien volver a la definición alfonsina de milagro, aunque expuesta ahora en toda su amplitud:

Miraglo tanto quiere dezir como obra de dios maravillosa que es sobre la natura usada de cada día: e por ende acaesce pocas vezes. Et para ser tenido por verdadero ha menester que aya en él quatro cosas: la primera, que venga del poder de Dios et non por arte: La segunda que el miraglo sea contra natura, ca de otra guisa non se maravillarien los homes dél. La tercera, que venga por merescimiento de santidat, et de bondat que aya en sí aquel por quien Dios lo face. La quarta, que aquel miraglo acaesca sobre cosa que sea á confirmamiento de la fe.12

Estos cuatro elementos presentan el abanico completo de características para reconocer una maravilla milagrosa en la Edad Media: que se trata de una obra divina, sobrenatural, merecida por el destinatario y que sirve para confirmar la fe;13 además, tal definición implica también la presentación de los requisitos suficientes para que el milagro sea considerado verdadero. Es necesario agregar que aun cuando entre tales requisitos no se incluye la necesidad de la prueba empírica o de la sanción institucional del hecho, que serían norma en el siglo XVII, se puede reconocer con Le Goff que ya esta consideración medieval reglamentaba y «racionalizaba» la mirabilia pues «el carácter imprevisible, esencial de lo maravilloso, es sustituido por una ortodoxia de lo sobrenatural».14

En la Edad Media el carácter histórico de los milagros podía darse por sentado, pues se partía de un concepto de realidad en el que cómodamente cabría lo maravilloso sin necesidad de acotación alguna; dicho concepto queda expuesto, mejor que en ninguna parte, en aquello que escribiera San Agustín en La Ciudad de Dios: que la ignorancia de la causa crea la admiración y construye el milagro, pues para San Agustín el mundo en sí, la vida, es ya un milagro, y por tanto los milagros no son en esencia contrarios a la naturaleza sino sólo a lo que podemos conocer de ella:

¿Por qué no podrá hacer Dios que resuciten los cuerpos de los muertos, y que padezcan con fuego eterno los cuerpos de los condenados, siendo así que es el que hizo el mundo lleno de tantas maravillas y prodigios en el cielo, en la tierra, en el aire y en las aguas, siendo la fábrica y la estructura prodigiosa del mismo mundo el mayor y más excelente milagro de cuantos milagros en él se contienen, y de que está tan lleno

dice en el libro 21, Capítulo 7; afirmación que se complementa con el título del capítulo siguiente: «No es contra la naturaleza, que en alguna cosa, cuya naturaleza se sabe, comience a haber algo diferente de lo que se sabía».15 De manera que la única diferencia entre un milagro y otro hecho cualquiera narrado como histórico es que el milagro, al ser extraordinario, debe ser asignado a causas diferentes que los hechos ordinarios y, por lo mismo, viene a ser más poderoso para la persuasión pues resulta inexpugnable a la razón.

Para la hermenéutica medieval existían dos posibilidades interpretativas del mundo: una literal o «histórica» y otra espiritual, que llevaba a entenderlo de manera alegórica, anagógica o moral.16 En principio dicho sentido espiritual se encontraba expresado sobre todo en la Biblia y no tanto en la vida cotidiana; sin embargo, al parecer la interpretación espiritual terminaría aplicándose también a los hechos consuetudinarios de modo que ello abriría la puerta a la aceptación y proliferación del milagro como forma cotidiana e histórica de intervención divina en los asuntos humanos. Es decir, aunque la posición ortodoxa sobre la irrupción de lo sobrenatural en la existencia temporal daba por sentada la participación de Dios sólo en momentos precisos (los portentos del Antiguo Testamento, la encarnación, muerte y resurrección de Jesús, y al final de los tiempos en la segunda y definitiva venida), la aceptación del milagro fue desde los primeros tiempos del Cristianismo al parecer cosa corriente pues ya entonces se insistía en el poder y la libertad de Dios respecto de las leyes naturales, insistencia que tenía como base la afirmación de Pablo de que Cristo nos había salvado de la naturaleza: que antes de la resurrección, por la idolatría, todos los hombres habían sido esclavos de los principios elementales del mundo.17

Después del Concilio de Trento, y sobre todo bajo la dirección de papas como Urbano VIII, la Iglesia tomaría el control sobre las representaciones de milagros y prodigios, no sólo aquellos asociados a los procesos de canonización sino en general la difusión de todo tipo de maravillas, pues para entonces eran ya más que claras las virtudes persuasivas de lo sobrenatural y más que preocupantes los posibles usos perniciosos de tales virtudes. Téngase en cuenta cómo, al calor de las graves disputas religiosas y políticas de la época, se había iniciado «la era de las interpretaciones polémicas [en la que] Lutero utilizará en abundancia idénticos procedimientos [la ridiculización monstruosa del adversario] con un tono más panfletario», como dice Claude Kappler refieriéndose a la supuesta aparición en Alemania de animales con rostro o figura de papas o frailes, como el Papa-asno (Papast-Esel) o el fraile-becerro (Mónchkalb).18 El control eclesiástico se extendía incluso a la censura de las creencias populares respecto de lo sobrenatural, al punto de declarar hereje a todo aquel que pretendiera adjudicar carácter verídico a, por ejemplo, las transformaciones y metamorfosis que no tuvieran como fin mostrar la gloria de Dios, como aparece en los tratados sobre lo anormal o monstruoso que se multiplicaron por esos años.19

A ello debe añadirse el cambio de mentalidad sobre lo histórico que había propiciado el Humanismo del siglo XVI, y que puede muy bien resumirse en la contundente afirmación de Vives de 1533: «la primera ley de la historia es que sea veraz».20 Este fue sin duda un siglo fecundo en historias y en tratados sobre su escritura, donde la idea de verdad empírica resultaba determinante pues en esta preceptiva, inspirada en la historia clásica, era el riguroso carácter verdadero de las obras históricas su rasgo distintivo frente a otros tipos de narración. No se trató, por supuesto, de una transición desprovista de conflictos, por el contrario, la pretensión humanista de verdad enfrentaba obligadamente a sus signatarios con los predicadores e historiadores religiosos cuyas obras dejaban ver una cierta languidez en cuanto a los criterios de verdad que seguían, pues parecían apoyarse en todo caso en una concepción muy amplia de lo verdadero. Las dimensiones de dicho enfrentamiento quedarían de manifiesto en el debate por escrito que protagonizaron el humanista Pedro de Rhua y el cronista Alonso de Guevara, obispo de Mondoñedo, a quien dice Rhua: «Escrevi a Vuestra Señoría que entre otras cosas que en sus obras culpan los lectores: es una la más fea y intolerable que puede caer en escriptos de autoridad: como Vuestra Señoría lo es: y es que da fábulas por historias y ficciones propias por narraciones agenas» a lo que el obispo de Mondoñedo respondería que no haga caso de ello pues al cabo todas las historias gentilicias son mentiras, que de ellas en definitiva no se podría mostrar con absoluta certeza su verdad, y que

los [preceptos] divinos son embiados de lo alto y enseñados por Dios y por sus medianeros y estriban en fee que sobrepuja toda sciencia: y los [preceptos] humanos en razon y en buena policia [...] [de manera que] El conocimiento que tenemos de lo divino y de la verdad de todo el universo [.] ni tiene necessidad de doctrina inventada por los hombres: sino de sola la persuasión de la autoridad de quien lo dixo: porque esta es sciencia de principios inmediatos: y por esso es indemostrable

A lo que Rhua respondería terminante que «el fin de la historia es solo el provecho que de sola la verdad se coge».21 Queda claro que desde ambas orillas se defiende la verdad, aunque se trata de dos conceptos de verdad muy diferentes.

Para observar cómo se resuelven estos conflictos en el tratamiento concreto de los milagros conviene traer a cuento uno muy famoso que tuvo lugar en Puebla de los Ángeles en el siglo XVII, consistente en la reintegración de un pan (previamente pulverizado) al ponerlo en agua, al parecer sólo por virtud del nombre que llevaba impreso: Jesús o Santa Teresa; milagro que vino repitiéndose por casi cuarenta años en la casa de la hermana del deÁn de la catedral, a partir del 17 de noviembre de 1648. Martha Lilia Tenorio, en su estudio sobre este curioso acontecimiento novohispano 22 cita el Teatro mexicano de Agustín de Betancourt (1698), donde puede verse cómo la noticia de un milagro era en principio recibida con cautela, sin la probable inocencia de la recepción medieval: «varios religiosos más fueron a casa del señor deán para dar fe del milagro (con escribanos y demás aparato). La averiguación se llevó a cabo con todo cuidado: una vez que doña María echó los polvos en el jarro de agua, los escribanos taparon y sellaron el recipiente, esperaron media hora y pudieron comprobar la reintegración».23 Ello iniciaría un arduo proceso de calificación del milagro que no estuvo exento de algunas denuncias sobre la falsedad del mismo, aunque, para fortuna de la causa del deÁn y de su hermana, el fiscal de la calificación fue Alberto de Velasco, si bien un vigilante celoso de la ortodoxia también un activo trabajador de las causas maravillosas.

En el largo proceso de calificación, para el que se citaban testigos y se volvía a corroborar notarialmente la repetición del hecho, puede advertirse cómo el necesario escepticismo iba siendo poco a poco vencido, hasta que finalmente el arzobispo de México, fray Payo de Rivera, proclamó el milagro el 9 de octubre de 1677. Sin embargo, la muerte del deán en 1680 y el cambio de titular en el arzobispado dieron pie al fortalecimiento de las objeciones contra la calificación (que nunca desaparecieron por completo aunque permanecieran a la sombra después de su promulgación); de modo que cuando ascendió el nuevo arzobispo, Francisco Aguiar y Seixas, se iniciaron en toda forma procesos en contra del milagro calificado denunciándolo de inútil y gratuito, señalando la poca calidad moral del instrumento (es decir, la hermana del deán que era quien pulverizaba el pan y lo ponía en agua, y quien al parecer no se distinguía por su conducta virtuosa), señalando también la impiedad en los modos de preparación del milagro, la ausencia de consecuencias o efectos benéficos del mismo (que lo panes no tenían poderes curativos y que, por añadidura, salían feos después de la reintegración) y, sobre todo, que había habido falsos testimonios en el proceso de calificación.

El proceso inquisitorial, por fraude, se alargó de 1681 a 1685, año en que muere la hermana del deán quien al parecer siguió reintegrando panes hasta el final. El proceso quedaría inconcluso entre un estira y afloja de inquisidores y fiscales, estos últimos temerosos de la «mucha jerarquía» de los testigos que se veían obligados a convocar; lo que ilustra, entre otras cosas, que la aceptación del milagro en el siglo XVII novohispano era cuestión conflictiva, al menos para las autoridades eclesiásticas, hecho que sin duda tendría muy en cuenta un predicador que se valiera de milagros para ilustrar su sermón.

En el contexto de la predicación el milagro podía compartir funciones ilustrativas con otros tipos de relato ejemplar: algunos históricos como aquellos relatos que se tomarían de las gestas, y otros ficcionales como las fábulas o las parábolas; allí cumpliría ciertos fines persuasivos adjudicados a la prueba inductiva de carácter maravilloso: en primer lugar la búsqueda de la admiración, tan cara a la oratoria de estilo humilde, el suspender la imaginación para propiciar la inspiración divina y, por supuesto, representaba una valiosa ayuda para fijar la enseñanza. Al funcionar como ejemplo dentro de un sermón, podría asumirse que el milagro ofrecía también elementos para la imitación, sin embargo en este aspecto habría que tener cuidado pues sin duda hay mucho en el milagro que escapa a toda posibilidad humana de emulación; a lo sumo se podría decir que el milagro puede enseñar un camino para llegar a ser merecedor o beneficiario de un favor divino mínimamente comparable aunque, en la mayoría de los casos, el milagro sólo se proponía para suscitar la alabanza a Dios.

Ya José Aragüés se detenía en la diferencia que se debe marcar entre los propósitos de admiración e imitación atribuibles a los milagros y ejemplos, pues «el carácter excepcional del milagro desvirtuaba, en efecto, la mencionada identificación entre el protagonista del ejemplo y el oyente, cuando no favorecía la desesperación de este último ante la imposibilidad de observar una conducta acorde con la expuesta desde el púlpito», por lo que el carácter maravilloso del milagro no debía ser presentado sólo para procurar la admiración por sí misma, sino que debía ser conducido a la edificación del auditorio con base en la identificación con el beneficiario del milagro (pues con el autor resultaba imposible).24 Precisamente desde la perspectiva del beneficiario podrían ser clasificados los milagros, como lo ha hecho Jesús Montoya siguiendo a Uda Ebel, al distinguir el milagro hagiográfico (sin beneficiario y sólo con el fin de suscitar la alabanza) del milagro románico o «literario» (con beneficiario).25 María Jesús Lacarra se ocuparía del segundo tipo al proponer a su vez para él una tipología cuatripartita: el milagro de auxilio, en el que el santo se ocupa de sus devotos y que viene a ser más próximo al ejemplo homilético, al implicar de modo claro una enseñanza moral; el milagro de castigo; el milagro de conversión y, finalmente, el milagro de glorificación.26

El beneficiario era también, sin duda, aspecto fundamental en la validación del hecho milagroso y no sólo principal punto de imitación por parte del auditorio, como puede verse en un milagro muy célebre ocurrido a mediados del siglo XVII, predicado por el jesuita Juan Martínez de la Parra en sus pláticas doctrinales dichas entre 1690 y 1694 en la Casa Profesa de la Ciudad de México. Se trataba de unas cédulas o papeletas que habían comenzado a circular en Roma hacia 1652, cuyas virtudes milagrosas se atribuían a la Inmaculada Concepción de María, devoción mariana que por entonces se promovía, pues con sólo escribir en una cédula «conceptio inmaculata» ésta era capaz de curar cualquier mal si era ingerida en agua. Voló la fama del milagro, dice Martínez de la Parra, «mas no faltaron otros, que quisieron obscurecer su verdad. Pero con testigos de toda excepción autenticado el milagro, corrió luego en escritos por toda Italia». No obstante, el religioso que inició esta piadosa costumbre (cuyo nombre no se menciona) padeció persecución por ese motivo «como si en aver dado vn tan saludable remedio huviera cometido algun delito, privandolo de oficio lo desterraron sus Prelados de Roma, con pena, que le impusieron de perpetua carcel»;27 no fue sino hasta que el milagro tuvo un beneficiario mayor (un cardenal es curado por este medio el 12 de febrero de 1657) cuando puede iniciarse un proceso de aceptación tanto del milagro como de la devoción en cuestión.

El complicado y azaroso camino que debían seguir los milagros para encontrar su sanción institucional en el siglo XVII permite observar, entre otras cosas, una situación paradójica, originada en el hecho de que el predicador que los trae al sermón se ve obligado a intentar probar los hechos de fe, lo que en principio resulta contradictorio pues pretender autorizar la veracidad de los hechos sobrenaturales mediante recursos probatorios propios de la historiografía humanística crea una tensión entre una concepción religiosa de la historia cuya base es la fe y, por tanto, no precisaría de la demostración de los hechos originados en la voluntad divina, y una concepción todavía humanista que buscaría dar más peso a la razón en la lectura de los acontecimientos.

Le Goff, en su lectura diferenciada de milagro y maravilla, ve en la atribución divina del milagro una «reducción» de lo maravilloso, al remitirlo a un solo autor, lo cual podría sugerir otros problemas implicados, pues si se acepta con Tomás de Aquino que Dios es el único ser que puede obrar milagros en virtud de que es el único ser increado, quedaría por demostrar que Dios efectivamente existe para poder ser el autor de los tales, lo que lleva a un razonamiento circular pues en este contexto la única prueba de su existencia viene a ser el milagro mismo. Es decir, el desacuerdo con la naturaleza es una prueba del origen divino de los milagros pues, como Gregorio de Nisa acepta, «[if] the Christian preaching is not in harmony with natural laws, he [Gregorio de Nisa] should accept this fact as a proof of the divinity of Christ», en palabras de Robert Grant.28

Si un milagro es en esencia un hecho contrario a la naturaleza y a la razón, y su verdad es distinta en definitiva a la verdad empírica, como argumentaba el obispo de Mondoñedo, difícilmente se justifica el consecutivo esfuerzo del predicador encaminado precisamente a explicar dichos hechos o, al menos, a hacerlos coherentes con el sentido empírico de realidad, pues si se acepta que el punto de partida de la verdad de los milagros es la omnipotencia de Dios, su conocimiento supondría la superioridad de la fe sobre la razón y haría el uso de esta última innecesario.29 Esto resulta sin duda en una contradicción ya que estando la verdad de los milagros fuera de la razón humana, no podría en definitiva ser explicada por medios racionales; Sin embargo, la forma de autorizar los milagros en la predicación del siglo XVII novohispano parece dar cuenta de un esfuerzo por explicar lo inexplicable dada la contundencia de las pruebas a que se acude, como sucede en los ejemplos milagrosos del jesuita Martínez de la Parra: «Ya, pues, este fanal lucimiento de nuestra Fe, pienso, que nos lo quiso dar a estimar con vn prodigio tan estupendo, que antes de contarlo assiento que ha estado a la publica vista de todo el numeroso Reyno de Flandes, y fuera de referirlo muy graves Autores que cita nuestro Engelgrave afirma que lo aprobaron dos Sumos pontifices, Sixto IV y Clemente VIII».30 El prodigio era tan estupendo, dice el predicador, que era necesario probar su veracidad.

Curiosamente, tanto énfasis en la necesidad de justificación histórica de los milagros pudo haberlos llevado al terreno de la ficción literaria por caminos insospechados, pues si un milagro había ser presentado como un acontecimiento histórico, ello tendría que ser sobre la base de un concepto de realidad distinta al que surge de la posibilidad de comprobación empírica enarbolado por los defensores del historicismo humanista, ya que se trataba de hechos de carácter no natural que debían ser interpretados a la luz de las posibilidades hermenéuticas adjudicadas al universo de lo espiritual. Dicho concepto, de claro carácter medieval, tal vez podría formularse volviendo a las afirmaciones Aristotélicas sobre la verdad contenidas en la Metafísica, de acuerdo con las cuales ésta consistiría en la conformidad de un juicio con la realidad a que este juicio se refiere,31 es decir, la verdad no es una cualidad intrínseca a las cosas sino un discurso o juicio sobre ellas hecho con base en una comparación con la realidad: un discurso es verdadero si se ajusta a la realidad, pero ¿qué viene a ser exactamente la realidad? Aristóteles mismo da dos posibilidades, ahora en su Poética: la realidad empírica, accesible a nuestros sentidos, y la realidad metafísica o general, accesible sólo a las potencias superiores; allí mismo concede Aristóteles a la historia la función de dar cuenta de la primera de estas dos clases de realidades, es decir, la realidad empírica, y a la poesía la capacidad de expresar las verdades trascendentes.32 Por ello es que, paradójicamente, a pesar del mayor rigor puesto en la justificación del milagro ejemplar en el siglo XVII, es necesario también contemplar su estructura narrativa en función de una posible identidad con el relato literario, no ya en cuanto al referente real de los contenidos, sino sobre todo en cuanto al modo narrativo en que se dispone justamente para lograr su cometido impresionante.

El modo en que un acontecimiento, por su carácter sobrenatural, deba remitir a la existencia de una realidad metafísica o, como bien podría decirse, a una estructura narrativa superior que inicia en el Paraíso y terminará en el Juicio Final, supone el uso de modos de narrar que se han reconocido como propios de la ficción literaria. El predicador, como el historiador religioso, usa un tipo de discurso autoritario muy similar a los que Wayne C. Booth atribuye a la ficción desde sus épocas más primitivas, pues lo que Booth llama la «autoridad artificial» de los narradores de ficción se basa en el hecho de que éstos ofrecen información no comprobable que debe, por el artificio del autor y la suprema legitimidad de la forma de realidad a que alude, ser considerada verdadera.33 Cuando el narrador del libro de Job emite juicios sobre el personaje Job, estos resultan imposibles de ser sustentados en un plano de realidad empírica: «How do we know that Job sinned not? Who is to pronounce on such a question? Only God himself could know with certainty whether Job charged God foolishly. Yet the author pronounces judgment, and we accept his judgment without question», dice Booth; y a ello agrega que: «This form of artificial authority has been present in most narrative until recent times».34 Por ello mismo la narración de los milagros ejemplares en el siglo XVII puede ser tal vez considerada más poética que histórica, no por su amplificado ornato sino por su referencia a una realidad trascendente, en virtud de que está sustentada en una noción de realidad que permite la incursión de lo sobrenatural sin prueba definitiva, pues se trata de cosas en última instancia no comprobables.

En un ejemplo histórico que Juan Martínez de la Parra dice recoger de Alexandro Faya,35 incluye la certeza de un hecho cuyo conocimiento no justifica en modo alguno (y no podría hacerlo): se trata de un suceso «bien moderno» —aclara— en que un joven, maldecido de su madre por haberla golpeado («plegue a Dios, que vivas deshonrado y mueras sin confesión», le había dicho), padece un rosario de infortunios durante su corta vida, no sale del vicio y sus calamidades, para terminar sus días siendo tragado por un lagarto cuando pasaba un río; el animal «lo metio en el profundo del agua, y en el profundo del infierno», dice el predicador.36 Sin duda que no es posible asegurar que el lagarto metió al joven en lo profundo del río en el mismo plano en que el predicador asegura que lo llevó al fondo del infierno, pues de lo primero el testigo de vista podría dar fe pero de lo segundo no; así mismo, el narrador del libro de Job cuenta los hechos de un modo en que el receptor sólo puede aceptar el relato, sin la posibilidad de formularse un juicio sobre la verdad factual de los acontecimientos.

La imposición del juicio del narrador sobre el relato, tanto en ficciones literarias como en ejemplos milagrosos o sobrenaturales, se logra mediante la aplicación de un criterio de selección de los elementos del mismo: lo que Booth llama «mostrar» (showing) y que reconoce como un procedimiento genuinamente artístico, resulta sin duda más complejo que el mero contar (telling), que puede no ser artístico en absoluto.

Efectivamente, los ejemplos sobrenaturales de la predicación podrían en este sentido ser considerados artísticos pues participan de una selección en cuanto a sus partes constitutivas, ya que no se cuenta sino lo que sirve para lograr el mayor efecto patético a fin de que la enseñanza moral sea aceptada de un modo más efectivo, pues se busca aquí más el movere que el docere, de modo que se suele prescindir de contar exhaustivamente lo que la rigurosa cronología exigiría. Se trata de un control narrativo con propósitos morales: control de los elementos del discurso y control de la recepción pues el narrador de ejemplos en todo momento «is controlling rigorously our belief, our interests, and our sympathies», como dice Booth refiriéndose a Homero.37

Los ejemplos milagrosos de Martínez de la Parra ejercen sin duda una autoridad artística sobre el relato y sobre la recepción con el fin de proponer una dirección a los actos de los receptores, consecuente a la enseñanza derivada del sermón; así sucede cuando relata un hecho sucedido en México, consignado en las Cartas anuas de la Compañía y de allí traídas por Alejandro Faya: un preso no cesaba de blasfemar, tanto que «aun a sus compañeros, con no ser muy santos, los tenia horrorizados su lengua», de modo que el confesor jesuita de la cárcel intentó reducirlo, no logrando sino que aquél incrementase el tono y la cantidad de sus malas palabras. Sin embargo, por la noche, para su castigo y para escarmiento de los demás presos (que serían usados posteriormente en el relato como testigos de vista) «de vn rincón de el calabozo salieron dos demonios, el vno con vna hacha encendida en la mano, no para ver ellos, sino para que vieran los hombres», con el propósito de golpear y torturar al preso blasfemo: a puñetazos en la boca lo levantaban hasta el techo, luego le cosieron la lengua al paladar de modo que «quedo como vn Buey bramando, sin poder pronunciar, ni vna palabra»; como no hubo cirujano capaz de deshacer el trabajo de los demonios, que se fueron en cuanto terminaron su obra, así murió al amanecer sin confesión aquel preso deslenguado.38

La exposición detallada del horroroso castigo del preso, expuesto dramáticamente a la luz de una hacha: «para que vieran los hombres», llevaba sin duda la intención de impresionar afectivamente al auditorio para persuadirlo de evitar, por temor, la tentación de la blasfemia; recurso patético también logrado en otro ejemplo en el que cuenta la infernal justicia divina aplicada sobre una «señora bailadora» que escandalizaba a toda la villa de Bravancia, aun en domingos y fiestas de guardar, con sus «juntas, y academias en su casa de mocuelos casquilucios, y de mugercillas bayladoras, truhanes, y coplistas». Una tarde, mientras ella bailaba con sus amigos, quiso salir al balcón a ver el juego de pelota que algunos muchachos hacían en la calle pero, para su desgracia, la pelota «governada de soberano impulso, se coló por el balcon, y dandole a la señora dama santificadora de tales fiestas en la frente, la estrelló en la pared los sessos, rotos, y en menudos pedazos los cascos». El castigo no quedó ahí, pues mientras la mujer era velada en el mismo lugar donde antes se bailaba, «rompiendo por la gente, y llenando de horrores, y bramidos el ayre vn feissimo negro Toro, echando fuego, y humo por los ojos, y narizes corriendo azia las andas, á testeradas, á manotadas, á bocados destrozando en menudas piezas el cuerpo, lo hizo el demonio que baylara al son de sus bramidos; y dexandolo assi se desaparecio».39 La descripción de esta espantosa muerte y el desmembramiento posterior del cuerpo, con profusión de detalles, logra un efecto terrorífico similar al que buscarían posteriormente los cuentos góticos, a decir de Booth, para quien «For Poe's special kind of morbid horror, a psychological detail, as conveyed by an emotionally charged adjective, is more effective than mere sensual description in any form».40

Estos relatos ejemplares de horror, milagros en un sentido amplio («milagros de castigo» en la tipología de María Jesús Lacarra y exempla ex contrariis en la nomenclatura de Quintiliano)41 contados a los asistentes a un sermón predicado en el siglo XVII, justo cuando se comenzó a pensar de nuevo en que las cosas del mundo eran gobernadas por leyes naturales,42 implica un concepto de lo real que se montaba sobre el empirismo antiguo y humanista moralizando la idea de ley natural, no entendiéndola ahora como un estado de cosas verificable empíricamente sino asumiendo su «naturalidad» a partir de lo que debería suceder de acuerdo con el plan divino. En este sentido, estos ejemplos históricos podrían resultar más bien poéticos (en términos aristotélicos) en virtud precisamente de su carácter sobrenatural y del artificio que justifica su pretensión de historicidad; no obstante, justamente por esa pretensión habrá que seguir considerándolos históricos, dado el uso que se les da, la intención histórica con que el predicador los cuenta y la probable aceptación de lo sobrenatural como hecho cotidiano en la época.

En suma, a fines del siglo XVII el uso del milagro como ejemplo en la predicación era tal vez tan pujante como lo había sido en la Edad Media, aunque sin duda había cambiado el modo en que lo maravilloso debía ser presentado; el control eclesiástico sobre las manifestaciones sobrenaturales, junto a la presión que sobre la idea de lo histórico venía ejerciendo la naciente historiografía humanística, sin duda afectaron las convicciones preceptivas sobre la predicación y la práctica misma de la oratoria, en el sentido de la inserción más rigurosa de los milagros en el ámbito de lo histórico. Paradójicamente, el rigor historiográfico en la presentación de los milagros sería acompañado de un incipiente desarrollo literario, producto sin duda de la mayor reflexión estética propia de la época aunque también puede ser relacionado precisamente con la idea de verdad histórica a la que podía ajustarse el hecho milagroso, como se ha visto. Se trata en última instancia de una tensión, tanto entre dos conceptos de realidad (una empírica y otra metafísica) como entre dos modos de escritura (la histórica y la ficcional), que podría ayudar a definir la estructura y presentación de los milagros en la predicación del siglo XVII.

 

 

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NOTAS

1.  En la bula ln Eminente, fechada el 30 de octubre de 1625, Urbano VIII también prohibió la representación con el halo de santidad de personas no beatificadas o canonizadas, la colocación de velas o retablos ante sus sepulcros y otras prácticas de culto popular; después, en la constitución Sanctissimus expondría el procedimiento para nombrar santos (puede verse el estudio de Tulio Aristizabal y Ana María Splendiani, Proceso de beatificación y canonización de San Pedro Claver, Bogotá, Centro Editorial Javeriano, 2002, pp. 19-20)

2.  Del gachupín al criollo. O cómo los españoles de México dejaron de serlo, México, El Colegio de México, 1997,p. 105.

3. Véase su edición de los Milagros de Nuestra Señora (Madrid, Espasa-Calpe, 1990).

4.  Víctor Frankl supone que el Manierismo tiene como base precisamente lo que llama una perturbación del sentido de realidad, que se origina al combinar lo que ha descrito como cuatro esferas de lo real: la esfera de los hechos empíricos, la de las leyes generales, la de los valores normativos y la de los hechos sobrenaturales. Sin entrar a la probable distinción entre Manierismo y Barroco, que para este caso vendría a ser lo mismo, es un hecho que el sentido de realidad está en conflicto en estos años, aunque me parece también que llamar perturbación a la tensión entre diferentes sentidos de lo real puede implicar un prejuicio que no abona a su comprensión (El «Antijovio» de Gonzalo Jiménez de Quesada y las concepciones de realidad y verdad en la época de la Contrarreforma y del Manierismo, Madrid, Cultura Hispánica, 1963).

5.  Para un informe completo o puntual del milagro medieval remito a Las colecciones de milagros de la Virgen en la Edad Media (El milagro literario) de Jesús Montoya (Granada, Universidad de Granada, 1981), a la introducción de la edición ya citada de Cacho Blecua de los Milagros de Nuestra Señora o, igualmente, al artículo de Carmen Mora: «Vidas, milagros y casos en la Corónica moralizada de Fray Antonio de la Calancha» (Iberoromania, 58, 2003, 62-82).

6.  Alfonso X, Las siete Partidas, Partida I, Ley CXXIV: «Quantas cosas ha me[n]ester el miraglo para ser verdadero» (cito por la ed. de la Real Academia de la Historia, Madrid, en la Imprenta Real, 1807, p. 190).

7.  Es sin duda una etimología que se mantiene en el siglo XVII, pues Covarrubias todavía trae una definición en ese sentido: «Maravilla es cosa que causa admiración, del verbo latino miror-aris, por admirarse» (Tesoro, s.v. «Maravilla»). Por lo demás, miraculum parece haber estado en un principio más cercano al prodigio o al portento, pues podría pensarse en el mundo romano era asociado a cuestiones corporales ya que miracula es, para Plauto, una mujer feísima, un «portento de fealdad» (apud Varron: en Raimundo de Miguel, Nuevo diccionario Latino-Español etimológico, Madrid, Visor, 2000 [facs. De la ed. de Madrid, Sáenz de Jubera, 1897]).

8. Lo maravilloso y lo cotidiano en el occidente medieval, tr. A. L. Bixio, Barcelona, Gedisa, 1985.

9. No obstante, hay que decir que para el siglo XVII la diferencia entre lo milagroso y lo diabólico no parece tan acusada, pues en más de un milagro aparece el diablo ayudando a la salvación de las almas, como adelante se verá. Con todo, se trata de un problema mayúsculo cuya consideración resultaría imposible en este breve espacio; quede sólo el registro del carácter maniqueo que se puede adjudicar a la causa eficiente de la maravilla medieval, como hace Martha Haro al oponer «la maldad del diablo al poder absoluto del Criador», y al hacerlo incluso al centro de un juego de oposiciones mayor: Dios vs demonio, premio vs. castigo, vida eterna vs. vida mortal, alma vs. cuerpo (véase su artículo «La ejemplaridad de lo maravilloso en la cuentística homilética castellana medieval», en Nicasio Salvador et al., eds., Fantasía y literatura en la Edad Media y los Siglos de Oro, Madrid-Franfurt, Universidad de Navarra-Iberoamericana-Vervuert, 2004, Biblioteca Áurea Hispánica; 28, p. 201).

10.  Op. cit., p. 11.

11.  Fromas de la narración breve en las literaturas románicas hasta 1700, tr. J. Conde, Madrid, Gredos, 1979, p. 45.

12.  Alfonso X, Las siete Partidas (loc. cit.)

13. Richard Swiburne incluye, tal vez excesivamente, las dos últimas características en una sola de modo que el milagro queda definido como un hecho extraordinario, causado por «un dios» y con significado religioso: «is an event of an extraordinary kind, brought about by a god, and of religious significance» (The concept of miracle, New York, Macmillan, 1970, p. 1).

14. op. cit., p. 19.

15. La Ciudad de Dios, XXI, VII, I y VII (cito por la tr. de J. Morán, Obras de San Agustín, t. XVII, Madrid, BAC, 1965).

16. Suma Teológica, I, q. 1, art. 10, 1-3.

17. Véase: Rom. 1, 25-26. Este es, como dice Robert Grant, el primer elemento para la aceptación de los milagros: «early Christians thus insisted upon the power and the freedom of God [respecto a las leyes naturales]. This is the primary factor in all the miracles stories» (Miracle and natural law in Graeco-Roman and early Christian thought, Amsterdam, North-Holland Publishing Company, 1952, p. 265).

18.  Véase Monstruos, demonios y maravillas a fines de la Edad Media, tr. J. Rodríguez Puértolas, Madrid, Akal, 1986, p. 273.

19.  Como el Canon Episcopi citado en el Malleus Maleficarum [Heinrich Kramer y Jacobus Sprenger, Malleus Maleficarum (el martillo de los brujos), tr. E. D'Elio, Barcelona, Círculo Latino, 2005]. Ciertamente el Martillo de los brujos podría tener muy poca representatividad respecto de la ortodoxia religiosa, al ser como se sabe un texto más o menos fraudulento; sin embargo, sin duda sí la podría tener respecto de la probable visión de mundo
de la época.

20.  Del arte de hablar, ed y tr. de J.M. Rodríguez Peregrina, Universidad de Granada, Granada, 2000: III, 13.

21.  Rhua incluye en sus cartas los argumentos de su oponente, como era corriente según las normas de la disputatio medieval todavía en uso en el siglo XVI (Cartas de Rhua lector en Soria sobre las obras del Reverendísimo señor Obispo de Mondoñedo dirigidas al mesmo, Burgos, por Juan de Junta, 1549, fols. 37v, 41r y 45v).

22.   De panes y sermones: El milagro de los «panecitos» de Santa Teresa, México, México, El Colegio de México, 2001 (Jornada; 136).

23.  Ibid., p. 22.

24.  Con el propósito de distinguir sin diferenciar el milagro del ejemplo, Aragüés retoma una terminología áurea que podía cruzar ambos géneros de relato y ambos propósitos persuasivos: «Ejemplos para admirar» vs. «Milagros para imitar» (véase su Deus concionator. Mundo predicado y retórica del exemplum en los Siglos de Oro, Amsterdam, Rodopi, 1999, pp. 90-94).

25.  De Jesús Montoya véase tanto el estudio ya citado (Las colecciones de milagros de la Virgen en la Edad Media) como su edición crítica de la obra de Berceo: El libro de los milagros de Nuestra Señora, Granada, Universidad de Granada, 1986. En ambos libros se apoya en el clásico estudio de Uda Ebel (Das altromanische Mirakel, Heidelberg, Ursprung und Geschichte cines literarischen Gattung, 1965).

26.  «Algunos miraglos que nuestro Señor fizo por nuestro padre sancto Antonio: presentación del texto y aproximación tipológica», Crisol, 4 (2000), 215-241.

27.  Luz de verdades catholicas y explicacion de la doctrina christiana [...], México, por Diego Fernández de León-Sevilla, por Juan Francisco de Blas, Sevilla, 1690-1699 (Tratado II, Plática VII).

28.  Op. cit., p 211.

29. «Christ can not be known as the revelation of God except by faith and repetance; but a faith not quite sure of itself always hopes to suppress its scepticism by establishing the revelatory depth of a fact through its miraculous character. This type of miracle is in opposition to the true faith», dice Reinhold Niebuhr (Faith and History, New York, Charles Scribner's Sons, 1949, p. 148).

30.  Op. cit., Tratado I, Plática XIV.

31. «La verdad y la falsedad no se dan, pues, en las cosas (como si lo bueno fuera verdadero y lo malo, inmediatamente falso) sino en el pensamiento» (Metafísica, tr. T. Calvo Martínez, Gredos, Madrid, 1994, p. 276). El pensamiento aristotélico, por lo demás, resulta un elemento indispensable para la comprensión de los hechos estéticos a partir del siglo XVI, en que se fortalece la influencia de la Poética gracias sobre todo a la traducción que de ella haría Giorgio Valla en 1498.

32. «Por esto también la poesía es más filosófica y elevada que la historia; pues la poesía dice más bien lo general, y la historia, lo particular» (Poética, tr. V. García Yebra, Gredos, Madrid, 1974, 1451a 38-47).

33. «whenever the autor tells us what no one in so-called real life could possibly know» dice Booth (The rhetoric of fiction [1961], Chicago, The University of Chicago Press, 1983, p. 3).

34.  Ibid, p. 4.

35.  Jesuita que había impreso Suma de exemplos de virtudes y vicios (Sevilla, 1632).

36.  Op. cit., Tratado II, Plática XXXI.

37.  Es decir, en definitiva cualquier relato literario representaría una manipulación ya en los modos en que el receptor debe relacionarse con los hechos narrados, como dice Booth: «The authors have simply tried to make clear to us the nature of the dramatic object itself, by giving us the hard facts, by establishing a world of norms, by relating particulars to those norms, or by relating the story to general truths» (op. cit., pp. 5 y 200).

38.  Op. cit., Tratado II, Plática XV. Respecto a la señalada participación de lo demoníaco en los hechos milagrosos, conviene recordar que esta labor «divina» del diablo no sería nueva en el siglo XVII, pues desde el Antiguo Testamento Dios le había permitido, por ejemplo, varias terribles tentaciones y pruebas sobre Job, a fin de lograr tanto una mayor gloria para sí como la salvación del hombre atribulado; de donde podría deducirse que, si bien Dios usa a Job para derrotar al diablo, también usa al diablo para la salvación de Job.

39.   Op. cit., Tratado II, Plática XXVII.

40.   Op. cit., p. 203.

41.   «Así pues, todas las pruebas, que de este género [la inducción] tomamos, son necesariamente o semejantes, o desemejantes o contrarias» (Inst., V, 11, 5. Cito por la traducción de Alfonso Ortega Carmona, Publicaciones Universidad Pontificia, Salamanca, 1996: Quintiliano de Calahorra- Obra completa, t. II).

42.   Paradigma de estas leyes fueron en estos años, por ejemplo, nada menos que las tres leyes de Newton y su ley de la gravitación universal.

 

 
 

 

 

Sobre el carácter histórico de los milagros
en la predicación del siglo XVII novohispano

 

 

Ramón Manuel Pérez
Universidad de Zaragoza

Memorabilia 11 (2008), pp. 49-63 - ISSN 1579-7341

 

 

 
 
 

MILAGRO DE LA PIERNA DE SAN COSME Y SAN DAMIÁN

 Según el martirologio romano, en Egea, ciudad de Arabia, Cosme y Damián sufrieron diversos tormentos durante la persecución cristiana de Diocleciano ( 245–311 d. C), . Fueron cargados de cadenas, arrojados a la cárcel, pasados por el agua y el fuego, crucificados y azotados. Finalmente fueron decapitados junto con sus otros tres hermanos y enterrados en Ciro, ciudad siria cercana a Alepo.

El milagro que nos ocupa dió fama inmortal a los gemelos bizantinos. La mayoría de los cuadros del siglo XV (o XVI como el detalle del que reproducimos) representan uno de los milagros más conocidos de estos dos hermanos médicos, mártires y patronos de los cirujanos, que ejercieron siempre su profesión sin cobrar a los enfermos (anargiros o enemigos del dinero). Trasplantaron a un enfermo la pierna de un criado negro (etíope), o de un "moro" según las versiones, que acababa de fallecer. Las versiones son variopintas, pues localizan el milagro en Egea en vida de los santos (el donante era un etíope y el receptor un mercader), en Paris (el donante un moro y el receptor un presbítero en el siglo XIII), en Roma (el donante un negro, sin especificar y el receptor un sacerdote en el siglo XII).