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Velázquez es quizá, y para siempre, la imagen más perfecta del puro pintor, es decir, de quien dotado de una retina portentosa, posee además la mano infalible que detiene la realidad suspensa en un instante de vida fulgurante. El gran poeta Rafael Alberti, al glosar en un hermoso poema la personalidad del maestro sevillano, subraya agudamente:
«En tu mano un cincel
Luca Giordano llamó "Teología de la Pintura" al lienzo de Las meninas velazqueño. Palomino, que recoge la expresión, apostilla: "queriendo dar a entender que así como la Teología es la superior de las Ciencias, así aquel cuadro era lo superior de la Pintura". Elogios semejantes se han venido repitiendo a lo largo del tiempo y ante otras muchas obras del pintor, desde las perspectivas históricas más diversas y desde las actitudes artísticas más contradictorias. Velázquez ha sido siempre -hasta la aparición de Goya y de Picasso, con quienes la comparte ahorala cifra y compendio de la pintura española. y se ha subrayado siempre su condición solemne de puro pintor. En el siglo XVIII, Mengs, el "pintor filósofo" y teórico, padre del neoclasicismo más riguroso, hubo de decir del mismo lienzo de Las meninas "que parece no tuvo parte la mano en la ejecución, sino que la pintó con la sola voluntad". Esa prodigiosa y casi mágica facilidad, que hace fluir sobre el lienzo la pintura con precisión rigurosísima, pero con sorprendente libertad, constituye la fascinación mayor de un artista que no ofrece en modo alguno halagos efectistas al espectador ni imágenes cargadas de resonancias expresivas, fáciles de conectar con el mundo en que vivimos, como sucede con Goya. Retratista ante todo, conocedor del hombre y sus miserias, penetra hondamente en sus modelos y nos los detiene "salvados", como dijo bellamente Lafuente Ferrari, en lo que tienen de más profundamente personales. Su modo de enfrentarse a reyes y a plebeyos, infantes y bufones, con idéntica y serena actitud se hermana con su prodigiosa capacidad para captar la vida animal y la levísima palpitación del paisaje. Como se ha repetidamente señalado, Velázquez muestra en toda su actividad un excepcional amor al mundo y a los hombres, y una singular capacidad para hacer vivir sobre las dos dimensiones del lienzo, las realidades todas, traducidas no en términos de objetividad táctil, como la vieja tradición del perspectivismo renacentista se había esforzado en lograr, sino como puras entidades visuales, valiéndose de los recursos de la perspectiva aérea hasta extremos nunca hasta entonces logrados. El proceso de su evolución artística conduce, desde sus comienzos sevillanos, impregnados de la tradición del naturalismo tenebrista, hasta sus últimas obras donde la desmaterialización se hace extrema y donde, sin embargo, el ojo percibe lo representado como "verdad, no pintura" tal como acertó a decir Palomino. Paralelamente, Velázquez desarrolla un amplio "iter" biográfico, que lo lleva desde unos orígenes hidalgos, seguramente modestos, a ocupar puestos importantes en la administración palaciega y en el servicio del rey -la ocupación más honrosa a que podía aspirar un español de su tiempo- y a culminar en la obtención de un hábito de nobleza, al ser nombrado caballero de Santiago, la más importante orden caballeresca de España. Como se ha subrayado, esa doble actividad de artista y cortesano, marca por entero su biografía y se proyecta en su producción, afortunadamente libre de los condicionamientos, limitaciones e incluso imposiciones que habían de sufrir los artistas españoles de su misma época, dependientes casi siempre de la clientela eclesiástica y sometidos a la presión de una sociedad terriblemente limitativa. Velázquez, gracias a su posición en la corte, se nos presenta en la España cerrada del siglo XVII como un hombre culto, lector de los clásicos y viajero curioso, que se eterniza en sus estancias italianas, hasta forzar al rey a reclamar su regreso, entre disgustado y condescendiente con su "flema", al parecer proverbial. En una España en la que los pintores apenas habían rebasado el estadio artesanal y donde algunos artistas de evidente calidad técnica fueron analfabetos, Velázquez emerge con una independencia sorprendente. Baste subrayar, para señalar aún más lo peculiar de su situación y carácter, una singularidad extraña: la escasa importancia que el elemento religioso tiene en su producción, especialmente en su madurez. En el inventario de su rica biblioteca figuran poquísimos libros de devoción, frente a lo que era común en su tiempo entre gentes de su educación y de su significación social. Hay, sin embargo, abundantes libros de matemáticas, de arquitectura, de poesía española e italiana y de historia. En su producción -si se exceptúan los años de su juventud sevillana, en los que hubo de trabajar para la clientela conventual como uno más entre los jóvenes de su generación- los temas religiosos ocupan un puesto bien poco significativo y responden siempre (Cristo crucificado, Coronación de la Virgen, San Antonio Abad y San Pablo ermitaño) a muy concretos encargos reales. Por supuesto que no cabe pensar en que su actitud sea la de un escéptico en materia religiosa (cosa inconcebible y por supuesto inconfesable en la España de su tiempo), pero sí parece evidente en él, y en contraste con sus contemporáneos, un cierto distanciamiento de la religiosidad convencional, acompañado, sin embargo, de un tono digno y grave de conmiseración hacia las criaturas, de humanidad "moderna" y laica, que le singulariza. Velázquez es, sin embargo -y ello le distingue aún más en el panorama español-, pintor de mitologías, el género culto por excelencia. Es bien significativo el hecho de que una de sus más famosas creaciones, Las hilanderas, creída durante los siglos XVIII y XIX pintura "realista", que representaría simplemente un obrador de tapicería, sea en realidad una compleja fábula con el mito de Palas y Aracne, bella historia procedente de Ovidio, en la que se esconde, sin duda, una severa admonición a quienes se atreven a desafiar la autoridad y el poder. Pero en ese hermosísimo lienzo, como en otros en los que Velázquez interpreta mitos clásicos, su amor a lo cotidiano, sensible y trascendido, le lleva a vestir de realidad inmediata a los dioses y a los héroes. De modo análogo a lo que el arte de la Contrarreforma católica había hecho al devolver su apariencia más humana a los personajes sagrados, reintegrándolos a una forma de intimidad cotidiana para hacerlos más próximos y accesibles a la veneración y a la identificación afectiva de los fieles, Velázquez humaniza a los dioses del Olimpo y los aproxima también a la compresión de todos, renunciando de modo expreso y consciente al sentimiento y las formas de lo heroico y de lo olímpico. Velázquez es, sin duda, un artista de lo inmediato. Puede resultar, en apariencia, fácil y directo. Pero su aparente realismo, es de estirpe bien distinta de los naturalismos decimonónicos, de los cuales se le ha querido, a veces, considerar precedente y con cuya óptica ha sido con frecuencia juzgado. Como hijo de su tiempo, el gran siglo barroco, el arte de Velázquez, en su aparente inmediatez y claridad, guarda un crecido número de enigmas. Las múltiples, complejas y a veces cabalísticas interpretaciones que en los últimos años se han dado a algunas de sus obras más famosas -Las meninas, Las hilanderas, e incluso algunos de sus bodegones juveniles- muestran la riqueza, complejidad y multiplicidad de lecturas que permite. Como los poetas del conceptismo, sus contemporáneos estrictos, nuestro pintor juega con su pensamiento y lo adelgaza en agudezas, de aparente transparencia. Ciertamente el pintor es, ante todo, un ojo que mira con prodigiosa profundidad y una mano que traza con seguridad y precisión asombrosas. Pero al servicio de una inteligencia, cuya silenciosa reserva y cuyo distanciamiento meditativo impone su misterio.
LOS AÑOS SEVILLANOS
Diego Rodríguez de Silva y Velázquez, nació en Sevilla en 1599. Aunque muchos años después se esforzase en demostrar la nobleza de su familia sin demasiado éxito, parece seguro que tanto por parte paterna (los Silva, de origen portugués), como materna (los Velázquez, sevillanos), sus antepasados fueron quizá hidalgos, pero sin especial significación ni económica ni social. Es posible incluso que, como se ha apuntado recientemente, pudiesen tener algún remoto vínculo hebreo, como tantos otros portugueses establecidos en Sevilla a fines del siglo XVI. Sevilla era, en 1599, la ciudad más rica y más poblada de España, y sin duda, la de carácter más abierto, complejo y cosmopolita de todo el imperio. Por decreto real gozaba del monopolio del comercio con América, y ello atraía sobre ella una rica colonia de mercaderes flamencos e italianos (genoveses ante todo) que prestaban a la ciudad un tono de animación, vitalidad y riqueza sin paralelo. Pero, igualmente, junto a la nobleza de abolengo y cultura, heredera del ambiente humanístico de la primera mitad del siglo, y de esa burguesía de negocios crecida en torno al oro de América, ofrecía también Sevilla un variado submundo de aventureros, pícaros y gentes de malvivir, al margen de la sociedad organizada, que frecuentaban los burdeles, llenaban los hospitales y acudían cada día a recibir la "sopa boba" que los conventos repartían a los pobres. La cárcel de Sevilla fue famosa, y el mundo de su picaresca aparece en algunas de las Novelas ejemplares de Cervantes, con admirable verdad, y la ciudad toda sirvió en ocasiones de animado marco de la acción en comedias de los dramaturgos del Siglo de Oro español, Lope de Vega y Tirso de Molina. En ese marco, vivísimo y vario, el joven Velázquez, bien dotado desde la infancia para la pintura, inicia su formación. Hacia 1609, apenas cumplidos los 10 años, pasa algunos meses en el taller de Herrera el Viejo, pintor prestigioso y de evidente novedad en el ambiente de la ciudad, pero bien conocido, además, por su mal carácter. El joven artista no pudo soportarlo, al parecer, y en 1610 formaliza contrato de aprendizaje con el pintor Francisco Pacheco, de carácter y personalidad bien distintos a los del viejo Herrera. Pacheco (1564-1644), ha pasado a la historia del arte español más como maestro de Velázquez y como escritor que como pintor. Nacido en 1564 y sobrino de un prestigioso canónigo de la catedral de Sevilla que le protegió y le costeó los estudios, resulta un ejemplo muy singular del artista letrado, erudito y conocedor de la literatura clásica, que -independientemente de su actividad artística, un tanto arcaica y mediatizada por su mediocre talento- representó un papel de gran significación en la vida artística sevillana, gozando de amplio prestigio en los medios eclesiásticos y participando, de modo muy influyente, en las "tertulias" literarias sevillanas, organizadas a veces al modo de las academias italianas, reuniendo a miembros de la nobleza local, a clérigos cultos y a artistas de la pluma o el pincel. Buen conocedor de la teología, pero amante también del brillante humanismo sevillano, Pacheco encarna con absoluta claridad un cierto tipo de la Contrarreforma española, servidor fiel de una Iglesia que se defiende de la Reforma protestante con actitudes de cerrado dogmatismo intransigente, pero que, a la vez, y al servicio de la alegoría moral, demuestra una evidente familiaridad con la tradición clásica y con los dioses y diosas del Olimpo pagano. Hombre de múltiples curiosidades, preocupado por la dignidad del arte de la pintura, considerado todavía en España como oficio bajo y servil, es autor de un importante tratado, publicado -póstumamente- en 1649, que es sin duda la fuente fundamental para conocer la vida artística sevillana y aun la española de su tiempo, tanto en los aspectos teóricos -donde se muestra fiel seguidor de la tradición idealista del siglo XVI, y resulta un tanto rezagado respeto a los avances en dirección naturalista de la pintura italiana o flamenca de su tiempo- como en los prácticos -donde proporciona una extraordinaria riqueza de información acerca de la realidad cotidiana de los talleres de pintura y de la incidencia diaria del medio religioso sobre la vida profesional de los artistas. Como pintor, era hombre modesto, fiel a la tradición flamenquizante de la pintura sevillana, a los modelos de Rafael y Miguel Ángel, interpretados con sequedad y dureza, observadas ya en su tiempo. Sin embargo, su amor a lo concreto resplandece en excelentes retratos a lápiz negro y rojo, preparados para constituir un libro de Verdaderos retratos de personalidades sevillanas, en parte conservados, y supo orientar a sus discípulos hacia las novedades del naturalismo creciente, sin coaccionar ni limitar sus capacidades. El taller de Pacheco era lugar abierto de reunión y tertulia de clérigos cultos, nobles aficionados, músicos, poetas y gentes de varia condición y preocupaciones intelectuales. En ese ambiente hubo de moverse el adolescente Velázquez, durante los seis años que según los términos de su riguroso contrato, había de permanecer ligado a su maestro, sirviéndole: "en todo lo que le dixeredes e mandaredes que le sea onesto e posible de hacer", mientras le enseñaba el arte "bien y cumplidamente, según e como vos lo sabeys, sin le encubrir de él cosa alguna". Cumplidos exactamente los plazos, en 1617, rinde examen ante el gremio de pintores de la ciudad de Sevilla, quedando inscrito como uno más entre ellos, pudiendo ejercer libremente su oficio y abrir tienda de pintura y recibir oficiales y aprendices como era uso en España. Un año después, antes de cumplir los veinte años, en abril de 1618, casa con la hija de su maestro Pacheco. Este había visto en el joven y así lo reconoce expresamente: "virtud, limpieza y buenas partes y esperanzas de su natural y grande ingenio" y quiso -como era también tradicional en los talleres sevillanos, ligados entre sí por vínculos de parentesco que creaban una estrecha red de intereses que garantizaban el trabajo y los encargos- vincularlo definitivamente a su casa y a su oficio. El panorama que se ofrecía al joven pintor era, pues, el de continuar la tradición del taller del suegro, dependiente por entero, como el de tantos otros pintores de su tiempo, de la demanda de una clientela casi exclusivamente eclesiástica. El horizonte profesional que se mostraba al Velázquez de apenas veinte años, las posibilidades de trabajo que le aguardaban, no eran diversas de las que su suegro había tenido o de las que se ofrecían a Zurbarán, su compañero de generación: pintura religiosa, lienzos de devoción, retratos y ciclos monásticos, más algún retrato de áspera intensidad y naturalezas muertas de severa disposición. El ambiente idealista del tardo-renacentismo en que se formó el viejo Pacheco va cediendo terreno hacia el estudio del natural y en esos años se va fraguando un tono naturalista que la Iglesia va a emplear muy sabiamente para aproximar a las conciencias el hecho religioso y combatir, con la imagen directa llena de emoción cotidiana, la abstracción intelectual de la Reforma protestante. El joven Velázquez va a interesarse de inmediato por los aspectos más inmediatos de la realidad y va a descubrir una capacidad excepcional para su reproducción. Su suegro y maestro nos cuenta cómo "siendo muchacho, tenía cohechado un aldeanillo aprendiz, que le servía de modelo en diversas actitudes y posturas, ya llorando, ya riendo, sin perdonar dificultad alguna". Ese aldeanillo podemos identificarlo sin dificultad en algunos de los lienzos juveniles del pintor, donde aparece con rostro infantil, rústico y tierno, que nos llega a resultar familiar. En esos años iniciales, dentro del taller o recién salido de él, Velázquez procura -y consigue con extraordinaria rapidez y maestría- dominar el natural, lograr la representación del "relieve" y de las "calidades", sirviéndose del artificio, novedoso, del tenebrismo, de la fuerte luz dirigida que acentúa los volúmenes y singulariza casi mágicamente las cosas más vulgares al atraerlas a un primer plano de luz y de significación. El cuadro de género, de "bodegón", de procedencia flamenca en cuanto a la invención, con sus tipos vulgares y sus objetos cotidianos, es un excelente banco de pruebas y probablemente algunos de los lienzos de este carácter que el joven pintor realiza en estos años no eran otra cosa que ejercicios de virtuosismo. El hecho de que algunas de las más importantes obras de ese primer período (El aguador de Sevilla, Dos jóvenes comiendo) los conservase Velázquez consigo y los llevase a Madrid, como prueba quizá de su maestría, parecen confirmarlo. Pero junto a esos lienzos de género, en los que quizá puedan verse, como se ha pretendido recientemente, algunas intenciones alegóricas o moralizantes, no demasiado explícitas, la producción del joven artista se vuelca, como es lógico, hacia lo religioso. En primer lugar, hay que evocar una serie de obras de carácter piadoso, concebidas, sorprendentemente como cuadros de género en los que el espectador percibe, ante todo, una escena de cocina o taberna, y sólo en el segundo término, distante o disimulado con algún ingenioso artificio compositivo, se puede identificar el episodio bíblico o evangélico, situado en otro espacio menor o secundario, y por supuesto con figurillas de muy pequeño tamaño. Tales lienzos (Cristo en casa de Marta; Cristo en Emaús o La mulata), se inspiran directamente en ciertas obras del manierismo flamenco, a lo Aertsen o Beuckelaert, complicadas aún más con una voluntaria ambigüedad, que hace que el espectador no sepa con claridad si aquello que aparece en el último término -y cuyo sentido es fundamental para la compresión de las obras- es acción real, que transcurre en otra habitación vista a través de un hueco o puerta, escena pintada en un cuadro colgado de la pared, o -como se ha sugerido también en los últimos tiempos, quizá con razón-la imagen reflejada en un espejo de algo que sucede no detrás de los personajes secundarios, sino delante de ellos y por lo tanto en el lugar donde idealmente se halla el espectador. Son estos lienzos -como luego serán Las meninas-,alarde de un cierto conceptismo, agudezas de tradición manierista a las que el virtuosismo del pintor presta una verdad atmosférica y una complejidad ya barrocas, muy adecuadas para figurar en la galería privada de algún devoto humanista o de algún aristócrata sevillano amigo de lo singular. Pero hay otras obras de carácter más sencillamente devocional, como la Inmaculada Concepción o el San Juan en Patmos, ambos hoy en la Nacional Gallery de Londres, procedentes del convento de los carmelitas calzados de Sevilla. Desde el punto de vista compositivo, ambos lienzos son enteramente conservadores y se relacionan con lo que muestran dibujos y pinturas de Pacheco, pero la rotundidez volumétrica, la iluminación intensa y contrastada, la gama de color, de tonos cálidos muy personales, con las notas superpuestas y destacadas de ciertos blancos grisáceos, y el vivo individualismo de los rostros, los sitúan en la absoluta vanguardia del estilo naturalista. Aún más avanzada, a pesar del esquema tradicional, es La adoración de los Reyes del Prado, de 1619, y con los apóstoles que restan de un apostolado disperso (San Pablo,Museo de Barcelona; Santo Tomás, Museo de Orleans), subrayan todavía con más energía su excepcional capacidad para captar la realidad, fuerte y expresiva, al servicio de una intensidad religiosa no muy distante de lo que Zurbarán realiza en esos y en los años sucesivos. Como es lógico, esa fascinante capacidad de aprehender el natural, de captar hasta el fondo lo más individual y característico de los seres, hacen de él un predestinado para el género de retrato donde, además, va a mostrar muy pronto una idéntica capacidad para transmitir la vida interior, el secreto impulso o razón de vivir del retratado. El soberbio retrato de Sor Jerónima de la Fuente de 1620, conocido al menos en dos ejemplares de idéntica intensidad, es ejemplo espléndido de esas excepcionales condiciones para transmitirnos la fiera energía, casi sobrehumana, de esa monja que a los 70 años emprende desde Sevilla la aventura de fundar un convento en Filipinas, empuñando el Crucifijo casi como un arma. En todos estos lienzos juveniles, Velázquez emplea una técnica de pasta densa, espesa y modeladora, que evoca, como ya señaló Palomino a comienzos del siglo XVII, los modos de Luis Tristán. Su dibujo es preciso, detallado y concluye cuidadosamente las formas y atiende al pormenor con exactitud. El color, de dominantes terrosos, tierras y ocres densos, también al modo de Tristán, presenta a veces intensas manchas de verdes profundos, amarillos oscuros, rojos cálidos y las sombras son espesas, con abundancia de betunes que han ennegrecido aún más sus efectos tenebristas. Algo hay en esas obras primeras que hace recordar efectos de la escultura policromada, en la rotundidez y precisión de los volúmenes y en la fuerza y relieve que les otorga la intensa luz dirigida.
EL DESCUBRIMIENTO DE LA CORTE
En 1621 muere en Madrid el rey Felipe III, y el nuevo monarca, el jovencísimo Felipe IV, favorece a un noble de familia sevillana, aunque nacido en Roma, don Gaspar de Guzmán, conde Olivares -pronto conde duque- que se convertirá de inmediato en el todopoderoso valido del rey. La presencia de Olivares en tal alto puesto movilizó esperanzas e inquietudes en la Sevilla intelectual y artística y fueron muchos los que vieron en ella una posibilidad de medro en el medio cortesano. Pacheco lo debió entender así de inmediato y procuró que su discípulo y yerno, tentase fortuna en Madrid, donde seguramente sus extraordinarias condiciones no habrían de pasar inadvertidas. Un primer viaje, en 1622, no parece que produjese los deseados efectos de inmediato, pero sí permitió a Velázquez conocer directamente a gentes de influencia en el medio palaciego y retratar a Góngora por encargo de su suegro, y quizás ver por vez primera las colecciones reales de pintura, que tanto habrían de contribuir, después, a su formación definitiva y a la transformación de su arte. Pero en el verano de 1623, los buenos oficios de los amigos de Pacheco, y muy especialmente de don Juan de Fonseca, capellán real y antes canónigo de Sevilla, logran que el conde duque le llame a Madrid para retratar al joven rey. El retrato, ecuestre, es celebrado como un prodigio por todos, y se inicia así el proceso de transformación, humana y artística, del pintor sevillano. Como hombre, Velázquez, en el medio cortesano, en contacto con la alta nobleza que rodea al monarca, se procura liberar de todas las ataduras sociales y económicas, que le habían limitado y constreñido en Sevilla, e inicia un proceso de afirmación personal que le llevará, con lentitud pero de modo casi inexorable -gracias a la confianza y al indudable afecto del rey que sabe granjearse pronto- a la obtención de altos puestos en la vida palatina y al ennoblecimiento que supone la obtención del título de Caballero de Santiago, reservado sólo a los más altos grados de la nobleza de sangre. Como artista, su situación palaciega resulta también excepcionalmente favorable para su evolución. Ante todo le libera de toda otra clientela que no sea la del soberano. Los trabajos para privados se hacen raros y llegan casi a desaparecer. Recién llegado a Madrid, realiza algunos retratos pagados por particulares al modo normal de cualquier transacción comercial. Pero en lo sucesivo será sólo pintor del rey, procurando olvidar esas actividades de carácter comercial, "bajas y serviles", que suponían de hecho un obstáculo en su ascenso social. Es muy revelador que desde su llegada a Madrid desapareciese de su producción casi por entero la pintura religiosa, que hubiese sido fatalmente -de continuar en Sevilla- su actividad principal. Pero lo más significativo es, sin duda, su contacto diario y atento con las colecciones reales de España, de riqueza excepcional, especialmente en maestros venecianos. Esa familiaridad va a proyectarse de modo directísimo en la evolución de su estilo personal que va pasando del naturalismo prieto de su época sevillana, a la luminosa sugerencia de sus años maduros, y de las severas gamas terrosas, a los grises platas y los azules transparentes. Además, su privilegiada posición va a permitirle cultivar, a veces, la temática profana (historia, mitología) a la que en raras ocasiones tienen acceso los artistas que trabajan para la clientela monástica y clerical como única posibilidad profesional; y por supuesto, su servicio a la corona va a permitirle algo que también era difícil o al menos nada frecuente a los pintores españoles: el viaje a Italia que le franqueaba el conocimiento directo de cuanto de vivo y fértil se creaba en el país que seguía siendo, sin duda, el crisol de las novedades artísticas europeas. Evidentemente, todas esas posibilidades encierran una contrapartida. Inmerso en las ocupaciones palaciegas, preocupado sin duda en su ascenso social y en demostrar, prácticamente, que el gran arte que él practicaba era perfectamente compatible con la dignidad y nobleza de la actividad intelectual, su aceptación de cargos palaciegos le obligó a dedicar mucho tiempo a gestiones administrativas, burocráticas o de etiqueta, que limitan su actividad artística y de lo que se lamentaron sus biógrafos desde muy pronto. Establecido definitivamente en Madrid en 1623, en octubre es ya pintor del rey en la vacante de Rodrigo de Villandrando, fallecido el año anterior. Sabemos de sus sucesivos retratos del rey y del conde duque, en los que se advierte su progresiva asimilación de cuanto ve y estudia. Su extraordinaria capacidad de captar y fijar la individualidad de sus modelos, va matizando sus recursos. En contacto con los retratos de Sánchez Coello, que fundió la objetividad precisa y casi implacable de Antonio Moro con la ligereza luminosa de Tiziano, Velázquez va tanteando su propia fórmula en el género que le será más grato y en el que dejará obras maestras absolutas. Sus enemigos -y debió de tenerlos en abundancia, según se deduce de las fuentes contemporáneas- hicieron de esta maestría causa de hostilidad y menosprecio, diciendo "que toda su habilidad se reducía a saber pintar una cabeza". Por ello, se ve forzado en estos años a realizar algunas obras de empeño, para demostrar sus capacidades en la invención. Desgraciadamente, no han llegado a nosotros, perdidas en el incendio del Alcázar en 1734, las obras más importantes realizadas por Velázquez en esos primeros años madrileños. Especialmente lamentable es la pérdida de La expulsión de los moriscos, pintado en 1627, en competencia con los restantes pintores del rey (los italianos Carducho y Nardi, y el español, hijo de italiano, Cajés) y unánimente considerado superior. Conocemos una descripción literaria que permite asegurar que, en él, Velázquez logró desde luego demostrar que sabía hacer algo más que "una cabeza", pues era lienzo ciertamente complejo, fundiendo el relato histórico con la alegoría, al modo de ciertas composiciones complejas flamencas de tradición aún tardomanierista. De las obras de estos años conservadas, la más significativa es sin duda Los borrachos, cuadro mitológico donde se nos presenta una versión muy personal del tema clásico de La bacanal, o Los adoradores de Baco. Nada más distinto del modo habitual -heroico y sensual- en que sus contemporáneos flamencos (Rubens) o franceses (Poussin) representan este tema, que la manera directa, elemental y casi ruda, con que Velázquez afronta el asunto. De modo análogo a lo que la Contrarreforma había hecho en los asuntos religiosos, el pintor interpreta el mito desde la más rigurosa cotidianidad, y lo que nos ofrece es una reunión de pobres gentes, campesinos rudos y soldados de los Tercios, que en la adoración de Baco-Dionisos (un joven vulgar y apicarado) encuentran remedio simple a sus preocupaciones y angustias. La alegría del vino, tal como de hecho es vivida por tantos desdichados devotos de Baco, se expresa con inmediata fuerza comunicativa. El lienzo expresa también la transformación que su técnica va sufriendo. Aún perduran modos y gamas de color que se ligan a su etapa sevillana, pero ya el aire libre impone sus luces, y en muchos pormenores la técnica se muestra libre y ligera, cargada de la experiencia de la pintura veneciana. En 1628 Velázquez conoce a Rubens, que pasa en Madrid casi un año, llegado para gestiones diplomáticas, pero que emplea su tiempo en el estudio y copia de las colecciones del rey de España. El gran maestro flamenco se hallaba en la cumbre de su vigor creativo y en la cima de su prestigio universal. Consta que Velázquez lo acompañó a El Escorial, y es muy probable que los muchos cuadros que Rubens pintó en ese tiempo se hiciesen en el obrador de los pintores de cámara, es decir, ante los ojos deslumbrados del pintor español, que hubo de quedar fuertemente impresionado tanto de la maestría del flamenco -cuya devoción por Tiziano evidentemente compartían- como de su condición de gran señor, aceptada por todos. Probablemente, y aun con plena conciencia de cuanto separaba sus respectivas sensibilidades, la visita de Rubens fue para Velázquez una de las más ricas experiencias biográficas de esos años madrileños y desde luego la que más le ayudó a ver con claridad lo que necesitaba para completar su formación y redondear su condición de pintor-caballero, a la que tan claramente apuntaba.
EL PRIMER VIAJE A ITALIA
Apenas partió Rubens de Madrid y probablemente como consecuencia de sus conversaciones con el maestro flamenco, y de sus meditaciones sobre lo visto y escuchado, Velázquez solicita en junio de 1629 licencia al rey para pasar a Italia. El rey y el conde duque autorizaron y favorecieron el viaje suministrando al pintor cartas de recomendación para los diversos príncipes italianos -que no dejaron de despertar algunos recelos, pues se conocían las misiones "secretas" que algunos artistas realizaban- y abundantes recursos económicos. El viaje lo conocemos muy bien gracias al pormenorizado relato que de él dejó Pacheco y recogió luego Palomino. Se trataba en realidad de lo que hoy llamaríamos un viaje de estudios. Embarcado en Barcelona con el séquito del marqués de los Balbases, Ambrosio Spinola, llega a Génova y de allí, por Milán, a Venecia, que será para él -como lo había sido para Rubens y para tantos otros maestros del seicento- el horizonte estético ideal y el modelo siempre presente en su sensibilidad. El momento político veneciano no era especialmente adecuado, pues la guerra de sucesión de Mantua, mantenía hostiles a los venecianos contra los españoles, pero con la protección del embajador, que le provee de escolta casi militar, recorre galerías, palacios y colecciones y completa su conocimiento de la obra de los grandes maestros de la laguna a los que permanecerá fiel para siempre. Sabemos por Pacheco y Palomino que dibujó mucho cuanto veía y que realizó incluso copias de algunas obras de Tintoretto, entre ellas una Comunión de los apóstoles que seguramente será el lienzo que se conserva en la Academia de San Fernando, de Madrid. De allí fue a Ferrara, Cento (donde sin duda hubo que conocer a Guercino), Bolonia, Loreto (concesión a la devoción mariana tradicional) y a Roma. Sorprende que no visitase Florencia, y que su paso por Bolonia fuese tan apresurado que ni siquiera llegó a presentar las cartas de introducción que le habían sido facilitadas en Madrid. Sin duda, tras Venecia, era Roma su verdadero objetivo. La Roma de 1630 era sin duda un centro de interés artístico notable. Se vivía en ella la polémica del naturalismo -ya casi vencido en las formulaciones extremas del caravaggismo radical, pero vivo y actuante en círculos menores, como el de los "bambociantes" que no podían menos que interesar a Velázquez- y el clasicismo que representaba la línea romano-boloñesa de Reni y Guercino, enriquecida por la presencia de Poussin. Son los años en que se advierte, en los más dotados artistas vivos en Roma, un interés renacido por Venecia, y un resurgir del estudio de las obras de Tiziano y Veronés que concluirá muy pocos años más tarde por subsumirse en el barroquismo triunfante de un Pietro de Cortona, pero que ahora permite caminar casi al mismo paso, en la común devoción neovéneta, a artistas tan dispares como el propio Cortona, Poussin o Andrea Sacchi. Es ése el ambiente que Velázquez recibe y en el que había de hallarse absolutamente a gusto, pues también él acababa de descubrir Venecia tras su inicial fervor naturalista. La elegante fusión de rigor, equilibrio y razón del mundo boloñés, con la sensualidad colorista veneciana, es lo que puede descubrirse en las otras obras que pinta en Roma durante su estancia: La fragua de Vulcano, hoy en el Prado, y La túnica de José de El Escorial. Estas dos obras son quizás -y se le ha reprochado a veces- las de carácter más "académico" de cuanto pintó Velázquez. Parece como si el pintor, tras ver y estudiar los relieves clásicos, las composiciones de los maestros del renacimiento y las obras de sus contemporáneos más famosos, especialmente Guercino, hubiese querido demostrar su dominio del desnudo, sereno y escultórico, y a la vez, como exigían las enseñanzas romano-boloñesas, expresar los "afectos", es decir, los movimientos del alma (dolor, sorpresa, hipocresía) con la intensidad y la verdad más cuidadosa. Son, además, estos lienzos singulares, magníficos ejercicios de coherencia espacial, verdaderos alardes de perspectiva geométrica, y de ordenación renacentista, que sin duda debieron ir precedidos de cuidadosos estudios por desgracia no conservados. En estos lienzos, especialmente en La fragua, los accesorios y algo de la atmósfera toda nos evocan todavía el naturalismo, casi de bodegonista, de sus primeras obras, pero la pincelada se ha hecho más ligera, más alada, y el color -donde brillan ciertos amarillos anaranjados que no volveremos a encontrar en su obra, pero que serán habituales en Poussin- advertimos grises sutiles y ciertos verdes y malvas fríos, que serán ya característicos de su paleta. Sabemos que durante su viaje italiano, Velázquez copió atentamente las obras de Rafael y Miguel Ángel, obteniendo incluso permiso especial para entrar en el Vaticano a su placer, y sabemos, también, que residió por especial autorización del duque de Toscana, en la Villa Medicis, donde se conservaba una importante colección de mármoles clásicos, y donde su espíritu flemático y solitario -tal como lo retratan los textos contemporáneos- pudo recrearse en la contemplación de los bellísimos panoramas de la ciudad más cargada de evocación de toda Europa. Consta también que, a fines del año 1630, viaja a Nápoles para retratar a la hermana de Felipe IV, doña María, que se hallaba allí de paso hacia Alemania, donde habría de casar con el rey de Hungría, futuro emperador de Alemania. Es lógico que en ese viaje conociese a Ribera, establecido en Nápoles desde hacía quince años, y pintor favorecido por los virreyes. El viaje a Italia va a representar para Velázquez la última etapa de su periodo formativo. En 1631, a su regreso, tiene treinta y dos años. Inicia, pues, su madurez y su arte está, sin duda, muy por encima del de cualquiera de sus posibles rivales en la corte. Su educación ha sido la más completa que ningún artista español ha podido nunca recibir. Su sensibilidad, recatada y secreta, está nutrida de ricas experiencias y su técnica ha alcanzado ya un punto de severa perfección.
EL AFIANZAMIENTO CORTESANO
Al regresar Velázquez a Madrid, en enero de 1631, retoma de inmediato sus actividades palaciegas y recibe una vez más el testimonio de la confianza y el afecto de Felipe IV, que ha sabido ver las excepcionales condiciones de quien va siendo, ya para siempre, su pintor. Durante su ausencia ha nacido un infante, Baltasar Carlos, el deseado heredero de la corona, y el rey no ha autorizado a ningún pintor a retratarlo, para que fuese Velázquez quien lo hiciese. El retrato primero quizás no se haya conservado, pero sí conocemos el del Museo de Boston, en que aparece acompañado de un enano, en composición de admirable intensidad. Su actividad para palacio va a ser intensa en esta década de 1630. Por iniciativa del Conde duque, se está construyendo en Madrid un nuevo palacio, el del Buen Retiro, que va a tener considerable importancia en la vida artística española. Para su decoración se encargan a Italia importantes cantidades de pintura de calidad y todos los pintores de Madrid -tanto los de cámara (Carducho, Cajés) como algunos de los discípulos de éstos (Castelo y Leonardo) y otros como Maíno, Pereda e incluso el sevillano Zurbarán, hecho venir expresamente, quizás por indicación de Velázquez-, colaboran en la gran empresa. Concebido el palacio como una gran exaltación de la monarquía y del soberano, Velázquez va a realizar una serie de soberbios retratos ecuestres de los reyes Felipe III, Felipe IV, de sus respectivas esposas y del príncipe heredero, para decorar los testeros del gran Salón de Reinos, para cuyos muros se pinta una amplia serie de lienzos de batallas, mostrando los triunfos de la monarquía, a los que contribuye nuestro artista con La rendición de Breda, el famoso cuadro de Las lanzas. Son sus lienzos obras magistrales, en las que tiene ocasión de mostrar todo lo aprendido en Italia. Alguno de los retratos ecuestres (especialmente Felipe III y su esposa doña Margarita) parecen haber sido comenzados por otra mano, o quizás por el propio Velázquez antes de viajar a Italia, pero los restantes -y aun aquellos en lo que muestran rehecho o animado por sus pinceles- resultan dignos sucesores de la serie ideal iniciada por Tiziano con su Carlos V en Mühlberg y proseguida por Rubens en su Felipe II; pintado en su viaje de 1628, seguramente ante los ojos de Velázquez. En todos ellos, el paisaje, en el que se adivinan las montañas de la sierra de Guadarrama, tan próxima a Madrid, resulta de una extraordinaria vivacidad, directa y "plenairista". Especialmente el retrato del joven príncipe Baltasar Carlos sobre su jaca favorita, se inserta en una atmósfera de diafanidad y transparencia inigualables. Pintado para sobrepuerta, es decir, para ser visto a cierta distancia y de abajo a arriba, sorprende hoy el audaz escorzo del caballo que, en corveta, parece precipitarse sobre el espectador, y el tratamiento del rostro, en el que se advierte un tratamiento de leves frotados del pincel, casi sin densidad que sin embargo corporeizan visualmente el rostro vivaz del niño, dotándolo, casi sin materia, de una presencia inolvidable. En La rendición de Breda, obra de una absoluta madurez técnica y conceptual, logra Velázquez un equilibrio prodigioso entre la narración -en la que se insiste en el momento de la entrega de las llaves de la plaza con serenidad y elegancia severas, enfrentando a vencedor y vencido en un mismo plano de dignidad caballeresca- y la realización, en la que palpita un espíritu nuevo de captación de la luz y una sutil contraposición de planos luminosos y coloreados. Ha desaparecido todo recuerdo de la manera caravaggiesca de tratar el volumen iluminado; la materia se ha hecho impalpable. Parece empaparse de luz y a la vez irradiarIa, obteniendo una sensación de vibración, de vida verdadera, servida no por recursos táctiles, pues se ha suprimido cualquier precisión de contorno, sino con medios exclusivamente visuales. La técnica, además, se hace fluída en extremo y comienza a advertirse que, en ocasiones, los pigmentos no cubren la trama de la tela, dejando zonas de preparación bien visibles al modo de una acuarela. Junto a las obras para el Buen Retiro, trabaja también Velázquez para la Torre de la Parada, palacete de caza próximo al Pardo, donde Felipe IV reunió una gran colección de obras flamencas, de Rubens y de su taller, ilustrando motivos de las Metamorfosis de Ovidio, y unas series excepcionales de lienzos de caza y bodegones. Con ese destino, pinta nuestro artista unos retratos de miembros de la familia real vestidos en traje de caza, en un tono más directo y sencillo que los retratos cortesanos, en un escenario abierto de montañas y bosque que evocan la actividad cinegética, y acompañados de sus mastines favoritos, interpretados con una maravillosa individualidad. En estos retratos Velázquez ha evitado toda superficial cortesanía. Se advierte incluso en ellos, a través de los "arrepentimientos" que el tiempo ha puesto de manifiesto, un proceso de simplificación del traje y del gesto, buscando una mayor inmediatez, que contrasta profundamente con lo que en esos mismos años realiza Van Dyck en la corte británica. A la posse artificiosa y rebuscadamente elegante del maestro flamenco, cuando retrata al soberano inglés en traje de caza, ante un paisaje elaborado como un grandioso decorado, contrapone Velázquez una severa naturalidad desprovista de énfasis, y la misma naturaleza que rodea a los cazadores madrileños es una vez más la sierra de Guadarrama, con sus encinares de verde polvoriento y sus cimas cubiertas de nieve. Para la Torre de la Parada se pintan también, quizás, algunos años más tarde, ciertas figuras de carácter mitológico o literario, como el Marte y los Menipo y Esopo. Sorprende en ellas el tono de absoluta vulgaridad. Marte es un soldado desnudo y cansado, con gesto de derrotada fatiga. Nada hay en él de la solemne arrogancia con que suele representarse al dios de la guerra y más bien parece, con su carga de melancólico abandono, procedente quizá de la actitud del Ares Ludovisi, no una burla de la vida militar, como se ha dicho, sino una dramática meditación sobre los destinos de una España en evidente declive militar. Los dos personajes griegos, filósofo y fabulista, evocan los vagabundos astrosos que Ribera suele utilizar para encarnar a los filósofos clásicos. Hay en ellos, probablemente, una grave enseñanza moral de signo entre estoico y cínico, que hace ver como depositarios de la verdadera sabiduría a los que han sabido renunciar a las ataduras, los compromisos y las engañosas apariencias del mundo. También en estos mismos años de la década de los treinta, pinta Velázquez algunos otros lienzos de composición más compleja, que en cierto modo prolongan lo que significaba su participación en las empresas del Buen Retiro y la Torre de la Parada. El lienzo con la Educación del príncipe Baltasar Carlos (colección del duque de Westminster) está concebido para exaltar al conde duque de Olivares, instructor y maestro del príncipe, bajo la atenta mirada de los reyes. La naturalidad de una escena cotidiana en los jardines del Retiro se puebla sin duda de intenciones simbólicas que cargan el acento en la gracia y seguridad del joven heredero y la sabiduría, fiel y aleccionadora, del político. Análogo carácter tiene el gran retrato ecuestre del propio conde duque, concebido con un énfasis triunfal y una cierta grandilocuencia que, como ha observado agudamente Brown, contrasta con la serenidad y la sencillez de los retratos reales. Quizá sea éste el único caso en que Velázquez traiciona un tanto su serenidad y su equilibrio, cediendo ante la adulación. La vanidad del retratado queda así, sin embargo, puesta de manifiesto de modo muy sutil y la maestría del pintor tiene ocasión de manifestarse en toda la riquísima técnica del vestido y en el fulgurante paisaje de batalla, en el que se alude a la defensa de Fuenterrabía, única empresa militar victoriosa directamente conducida -desde Madrid- por el conde duque, y de la que obtuvo beneficios y prestigio extraordinarios. De muy otro carácter son unas singulares obras religiosas pintadas en estos años, ambas por empeño real. El Cristo crucificado destinado al convento de San Plácido, -a modo de exvoto, si se da fe a una tradición madrileña-, es un soberbio testimonio de hasta qué punto asimiló el clasicismo italiano. La severa dignidad del bello cuerpo varonil, con el rostro velado por la sombra de los cabellos, responde enteramente a la lección romana. Aunque compositivamente deriva del de su maestro Pacheco, también con cuatro clavos y la cabeza inclinada, la concepción misma y la técnica con que lo traduce son absolutamente diversos. La plenitud del cuerpo, la morbidez del desnudo, sereno como una estatua clásica, pero a la vez palpitante al modo aprendido en Venecia, hace de este lienzo -como el público español intuitivamente ha consagrado y como el gran filósofo-poeta Unanumo acertó a expresar en el libro a él dedicado-, la representación de Cristo por excelencia. También de eco clásico, con un soberbio tono de distinción y equilibrio, es La coronación de la Virgen pintada para el oratorio de la reina, en una gama de violetas y azules de rara perfección. Pintado para una de las ermitas u oratorios del jardín del Buen Retiro, el gran lienzo de San Antonio Abad y San Pablo ermitaño, es un ejemplo maravilloso de cómo, incluso cuando ha de ceñir su pintura a los imperativos de una iconología de tradición medieval, Velázquez transforma el relato en algo inmediato, vivísimo y transido de una verdad ambiental de cosa real. El amplio paisaje, donde se insertan los episodios de la leyenda casi al modo de los primitivos, resulta de la misma autenticidad luminosa que los escenarios de los retratos ecuestres o de los cazadores. A esos años de la década de los treinta y a la inmediata de los cuarenta -marcada ésta por circunstancias a que hemos de referirnos- corresponde también una serie de retratos de ciertos personajes, que constituyen, por su simplicidad, uno de los sectores más famosos y estimados de toda la producción del pintor: los retratos de enanos y bufones de la corte, personajes singulares, herencia de otros tiempos, que pulularon en tomo al rey, al que divertían, y al que advertían de la realidad circundante en un tono de familiaridad notable, con una libertad que puede incluso resultar sorprendente. Desde tiempos remotos estos "hombres de placer" habían sido retratados, tanto en España como en Italia o Flandes, por los mismos artistas que se ocupaban en retratar a los soberanos. Velázquez recoge, pues, una tradición que contaba con nombres tan ilustres como Antonio Moro, Alonso Sánchez Coello o Agostino Carracci. Nunca sabremos si el pintor realizó estas imágenes por propia iniciativa o a requerimiento del monarca, como parece lo más probable. Pero lo indudable es que, en estos años centrales de su producción, los retratos de estas "sabandijas de palacio", ocupan una parte muy importante de su tiempo, y que en ellos nos ha dejado una galería impresionante de seres tristes, vistos con una atención que podía parecer despiadada, si no estuviesen velados todos ellos por un sutil tono de severa melancolía y tierna conmiseración que los levanta a nuestro mismo nivel y nos impone su innegable condición de humanos. Hay figuras de enanos de inolvidables expresiones, desde el llamado Calabacillas, con la mirada perdida, mendigante de afecto, a la profunda interrogación, casi angustiosa del inteligente Sebastián de Morra, o la expresión perdida y ausente de El niño de Vallecas. y junto a ellos las figuras de otros locos y bufones, con amplios gestos que ejemplarizan sus locuras, donde parece ser que el pintor ha querido experimentar algunas de las más audaces y expresivas posibilidades de su pincel. Así, en el fondo del retrato del bufón llamado Don Juan de Austria,loco de obsesiones bélicas, que creía ser el vencedor de Lepanto, Velázquez ofrece un perfecto homenaje a Tiziano, con la abreviada y llameante apariencia de batalla naval. En el Pablillos de Valladolid la definición del espacio físico que envuelve al personaje está lograda con una portentosa maestría, sin referencia geométrica alguna, a base tan sólo de la luz y la sombra, en un alarde de perspectiva aérea de sabiduría suprema. Otros muchos retratos de importancia realiza en esos años en los que su papel en la corte se afianza y en los que va obteniendo sucesivos ascensos en su carrera oficial. En 1634, es nombrado "ayuda de guardarropa", cediendo el puesto anterior de ugier de cámara a su yerno Juan Bautista del Mazo, casado con su hija Ignacia. En 1643, "ayuda de cámara", y en 1646 "ayuda de cámara, con oficio", lo que le va aproximando cada día más al inmediato entorno del rey, que demuestra tener en él confianza creciente y segura estima. La circunstancias de la política española no pueden, mientras tanto, dejar de influir en las actividades de quienes tan cerca se hallan del centro del poder. En 1640 habían estallado las sublevaciones de Portugal -que se separa de la corona española- y de Cataluña, esta última con el apoyo de tropas francesas. La caída del conde duque, separado del poder en 1643 y desterrado a Toro, decide al monarca a afrontar directamente las responsabilidades de gobierno, y participa en la campaña militar de Aragón, a donde va en dos ocasiones, acompañado de Velázquez que, en junio de 1643, le retrata en la ciudad aragonesa de Fraga, en traje de campaña (Colección Frick, Nueva York). Una serie de desgracias familiares se abaten también sobre el rey. La muerte de la reina y del príncipe Baltasar Carlos constituyen golpes terribles que se reflejan en la correspondencia del soberano. Pero sin embargo, las obras reales se mantienen. La exigencia de sostener un "decoro" adecuado a la importancia del Imperio, que quizá se tambalee, pero que aún se presenta como una gran potencia europea frente a la Francia creciente, llevan a Felipe IV a ordenar la transformación del viejo Alcázar de modo que se aproxime más a la "manera italiana" que se había hecho ya consustancial en los palacios, como expresión de riquezas y poder. El severo ámbito herreriano, de austera gravedad y desnudas bóvedas, ha de transformarse en un palacio "a la moderna", con salones enfilados, gabinetes y decoraciones al fresco. La ordenación de las nuevas decoraciones se encomienda a Velázquez por una serie de órdenes reales que le van haciendo responsable de las obras que se realizan, especialmente de las de la "pieza ochavada", que se desea sea algo parecido a la Tribuna medicea de los Uffizi. En 1647 se le nombra "veedor y contador" de esas obras, es decir, inspector y administrador con plenos poderes, lo que no deja de producir tensiones en otros empleados palaciegos que veían con recelo, ya desde años anteriores, la creciente importancia de Velázquez en la vida cortesana. Estas obras van a determinar un segundo viaje del pintor a Italia, para, como dice Palomino: "comprar pinturas originales y estatuas antiguas y vaciar algunas de las más celebradas que en diversos lugares de Roma se hallan". Las circunstancias, tanto históricas como personales, hacen de este nuevo viaje algo muy diverso de lo que fue el primero. Si en 1630 podía hablarse de "viaje de estudios", el artista es ya ahora un absoluto maestro y su presencia en Italia, como hombre de confianza del rey de España, hubo de condicionar una significación, artística y personal, de signo bien distinto.
ITALIA OTRA VEZ
Si en el primer viaje, el joven artista se unió al séquito del general Arnbrosio Spínola, también en esta ocasión y por obvios motivos de comodidad y seguridad, el viaje se realiza con un cortejo oficial: el del duque de Maqueda y Nájera, que iba a Trento para recoger y acompañar a la archiduquesa doña Mariana de Austria, prometida de Felipe IV. La comitiva salió de Madrid en octubre de 1648 y, por Granada, se dirigió a Málaga, donde embarcó en enero de 1649. Velázquez es un hombre ya maduro que acaba de cumplir los 50 años; goza de un puesto importante en la corte y su misión, por encargo expreso del monarca, va a ser la adquisición de obras de arte para la colección real y la contratación de decoradores al fresco. No hay en Italia en este momento, aparte quizá Bernini, ningún artista vivo cuya lección pueda interesarle. Sus intereses van a ir más bien, una vez más, hacia la meditación sobre el pasado. Su vieja devoción a Venecia, que comparte con los artistas todos del Barroco, le ha llevado ya a un punto de perfección técnica, luminosa y vibrante, que no han podido igualar los artistas italianos de su tiempo. El viaje va a suponer, para el maduro artista, el reencuentro con un ambiente de familiaridad con la belleza, de inmersión en la atmósfera casi paganizante de la alegoría mitológica, de un sentido de la libertad que, junto a sus obligaciones de buscar obras de arte para su señor y cierto episodio sentimental recientemente descubierto, van a ir retrasando su retorno, como si se resistiera -pese a los reiterados requerimientos que desde la corte se le hacen-, a abandonar la grata vida de viajero ilustre, cuya libertad señoril contrastaba sin duda con sus constantes, ya veces abrumadoras, obligaciones palaciegas. Llegando a Génova, pasa por Milán, y sin esperar a la archiduquesa, pasa a Venecia, para cumplimentar cuanto antes los encargos reales. El embajador español le pone en contacto con mercaderes y vendedores, y consigue adquirir algunas obras importantes de Veronés y Tintoretto. Su estancia veneciana debió dejar cierto recuerdo en la ciudad pues, años más tarde, un escritor y poeta veneciano, Marco Boschini, recoge en su Carta del Naveggiare pintoresco, el testimonio vivo de la admiración de Velázquez por el arte veneciano, contrapuesto a la tradición del rigor romano: "A Venezia si trova el bel e il bello, Titian e chel che porta la bandiera", son las significativas palabras que pone en boca del maestro, en contraposición a su desdén por Rafael. De allí, por Bolonia, Módena y Parma, va a Florencia, donde no estuvo en su primer viaje, y pasa luego a Roma, desde donde baja a Nápoles para hacer efectivos, en aquel virreinato español, algunos cobros de dinero, allí situados por orden real. En Roma permanece todo el año 1650 y su condición de pintor del rey de España le abre las puertas del Vaticano, donde se le ofrece ocasión de retratar al pontífice Inocencio X -de tradicional política filoespañola- en el portentoso retrato que hoy guarda la colección Doria-Pamphili. Veláquez, que llevaba varios meses sin tomar los pinceles, quiso antes de enfrentarse al pontífice, y tal como relata Palomino: "prevenirse antes en el ejercicio de pintar una cabeza del natural". Su criado-esclavo, Juan de Pareja, que le acompañaba en el viaje, le suministró el modelo y el soberbio retrato pintado en aquella ocasión es, sin duda, una de las obras capitales del pintor. El personaje, mulato, pintor también, posa ante su maestro y dueño, con una fuerza interior y una contenida grandeza, que desborda toda condición servil y se nos muestra con una altiva afirmación de sí mismo? casi desafiante. El lienzo, expuesto en ocasión de la fiesta de San José, sorprendió a la Roma del momento por su excepcional maestría y seguridad, y de inmediato se abrieron para Velázquez las puertas de la Academia de San Lucas y la "dei Virtuosi al Pantheon". Documentos recientemente dados a conocer nos han hecho saber, además, que fue precisamente en Roma donde Velázquez otorgó a Pareja, esclavo hasta entonces, la absoluta libertad el día 23 de noviembre de 1650. El retrato del papa, pintado inmediatamente después que el de Pareja, quizá sea, como tantas veces se ha dicho, el mejor retrato de toda Roma. Velázquez consigue, sin apartarse del esquema tradicional del retrato pontificio, vigente desde tiempos de Rafael, imponer con su técnica y su difícil acorde de colores rojos, algo de deslumbradora novedad. La personalidad cruel, recelosa y en el fondo vulgar, del papa, queda fijada con tan extraordinaria exactitud, que el propio pontífice, al contemplarlo exclamó: "Troppo vero". El retrato, admirado y envidiado, hubo de ejercer una intensa y prolongada influencia en el medio romano, desde Bacciccia a Maratta, y deslumbró a cuantos pintores, italianos o extranjeros, pasaron por Roma en el siglo XVIII. Reynolds, por ejemplo, lo consideraba como la más admirable de las pinturas que había visto. Velázquez gozó en Roma de un prestigio respetuoso, aunque se temen sus gestiones para adquirir obras artísticas para su señor, pues hace valer en algunos casos la influencia política para conseguir, y aun forzar, la adquisición o el regalo, no sin la soterrada oposición de ciertos nobles españoles que sólo ven en su gestión un dispendio desproporcionado a la situación real de España, en plena crisis económica. Junto a las adquisiciones de obras de arte, su otro encargo expreso era el de llevar a Madrid pintores al fresco para completar la decoración del Alcázar. Sus gestiones para comprometer a Pietro de Cortona no dieron fruto, pues el gran maestro no quería en modo alguno dejar Italia. Inició entonces conversaciones con los boloñeses Agostino Mitelli y Michel Angelo Colonna que, mejor dispuestos, concluyen por aceptar la invitación, si bien el viaje no se hizo realidad hasta 1658. Simultáneamente debió realizar una actividad considerable como retratista, pues conocemos algunos de los retratos entonces pintados y sabemos de otros no conservados. Su arte podía, sin duda, ayudarle también a abrir algunas puertas y facilitar su misión Pero también Roma le brindó la ocasión de un episodio recientemente entredescubierto, que pone un tanto de aventura humana y apasionada en su biografía, hasta ahora aparentemente serena, equilibrada y distante. Unos documentos publicados por Jennifer Montagu procedentes de los archivos romanos, nos informan, en 1652, de la existencia de un hijo natural del pintor, de cuya madre nada sabemos. Un episodio amoroso contribuyó, pues, a que Velázquez se hallase en Italia a sus anchas a pesar de las repetidas indicaciones que el rey dirige al embajador español, reclamándole. En una de esas cartas, el rey se refiere a "la flema del pintor" en un tono de amable tolerancia, que refleja, desde luego, la evidente confianza entre ambos. Esa confianza con el rey hace, sin duda, que Velázquez se recree en la libertad y la belleza romanas. Un delicado y bellísimo testimonio de su mirada sobre la vieja ciudad son los dos exquisitos pequeños paisajes de la Villa Medici, que guarda el Prado, y que según ciertas referencias indirectas deben corresponder casi con seguridad a este momento. Durante su primer viaje Velázquez se albergó algún tiempo en aquella villa, propiedad del duque de Toscana. Ahora, pasados veinte años, vuelve a ella y recoge, con lirismo no exento de melancolía, la imagen de aquellos rincones que evocan su primera iluminada juventud. El toque ligero, casi inmaterial, ya impresionista, resulta de una extrema modernidad y libertad y nos acerca, quizás más que cualquier otra obra concluida y elaborada, al "jardín secreto" de su recatada sensibilidad.
LOS ÚLTIMOS AÑOS
El regreso de Velázquez a Madrid se produce en junio de 1651, es decir, más de dos años después de su partida y más de uno después de las primeras reclamaciones reales. Ya en la corte, continúa los trabajos para la decoración del Alcázar, razón primera de su viaje. Las pinturas y esculturas que trae consigo complacen extraordinariamente al rey, que en 1652, anteponiéndolo a otros personajes de la corte, propuestos en primer lugar por el Consejo real, le nombra Aposentador mayor de palacio, cargo de suma responsabilidad, que le inserta aún más en la vida cortesana, pero que de hecho limita extraordinariamente el tiempo que puede dedicar a la pintura. Ha de ocuparse de la vida cotidiana de palacio, al modo de un mayordomo o intendente, atender a los viajes y desplazamientos del rey y de la corte, disponiendo los sucesivos alojamientos, ropas y vajillas, y ha de ordenar las decoraciones y el ceremonial protocolario de cualquier presencia real fuera de palacio, desde la decoración de una iglesia donde los reyes hayan de asistir a una festividad religiosa, hasta la disposición de los balcones o tribunas desde las que hayan de presenciar un festejo profano. Para decorar una de las salas del Alcázar, cuya decoración se le ha encomendado, pinta cuatro lienzos mitológicos, tres de los cuales (Venus y Adonis, Psiquis y Cupido, Apolo y Marsias) se han perdido. El cuarto, por fortuna conservado, es el Mercurio y Argos, obra maestra, de pincelada casi inmaterial y gama de color en grises y malvas refinadísimos, que hace lamentar aún más la pérdida de sus compañeros. Sin duda, su estancia italiana le había hecho revivir el gusto por el lenguaje de la fábula clásica, que se le imponía, palpitando a su alrededor en cuantos palacios visitaba, aparte sus gestiones para adquirir obras de arte. De hecho, en la figura del pastor Argos, dormido, vencido del cansancio, se advierte, aunque interpretado con una admirable realidad de vida sorprendida el eco muy directo de la escultura clásica del galo moribundo, que hubo de ver en el Capitolio romano. En cierta relación con estos lienzos, aunque su fecha permanezca imprecisa y controvertida y quizá responda -como a veces se ha dicho- al momento inmediatamente anterior al segundo viaje a Italia, están dos de las obras capitales del autor, en las que culminan su devoción a la fábula antigua y su personalísimo modo de entenderla e interpretarla. Se trata de La Venus del espejo, hoy en Londres, y Las hilanderas o Fábula de Aracne del Prado. En la primera, pintada para un poderoso noble, el marqués de Reliche, hijo de don Luis de Haro, sucesor del conde duque de Olivares, en el favor real, el desnudo femenino, siempre excepcional en el arte español, se brinda con gozosa plenitud. La lección de Tiziano es por supuesto decisiva en la concepción misma del lienzo, así como el conocimiento del mundo flamenco de Rubens. Pero Velázquez sustituye la rotundidez clásica del primero o la cálida sensualidad del segundo por una nerviosa vitalidad, y una vibración de gracilidad juvenil enteramente nuevas. En la Fábula de Aracne -pintada también para un coleccionista privado, integrada luego en las colecciones reales, a comienzos del siglo XVIII y restaurada y ampliada en el incendio de 1734- tenemos quizá la más interesante afirmación de su actitud frente a la mitología. Como en los cuadros de su juventud, en los que el tema religioso se relega al último término con una voluntaria ambigüedad, y el primer plano se interpretaba en los términos concretísimos del cuadro de género o de bodegón, aquí también la acción principal (el momento en que Minerva anatematiza a la joven Aracne, que se ha atrevido a desafiarla a tejer, convirtiéndola en araña ante el tapiz en que ha representado el Rapto de Europa) se desplaza al fondo, luminoso, pero ambiguo en su tratamiento. En el primer término nos presenta un taller de hilanderas y tejedoras en toda la inmediata y directa realidad cotidiana de los ovillos de lana y las devanaderas, el girar de la rueda del torno de hilar, e incluso el gato semidormido entre los vellones caídos. No puede sorprender que durante mucho tiempo -hasta 1947se haya interpretado esta obra maestra, con mentalidad realista, positiva y burguesa, de cuadro de género, como una simple "instantánea" del obrador de hilanderas de la fábrica real de tapices de Santa Isabel. El cuadro es, sin duda, una de las composiciones más sabias, más complejas y más enigmáticas de su autor. En la contraposición de las actitudes de las dos figuras del primer término señaló Angulo el eco de dos de los ignudi de Miguel Ángel en la Capilla Sixtina, que sabemos fue atentamente estudiada por Velázquez en su primer viaje a Italia. En el tapiz del fondo hay un fervoroso homenaje a Tiziano, cuyo Rapto de Europa se utiliza de modo bien adivinable. En el temblor luminoso, en la silenciosa melancolía de la historia toda, en la sutil vibración del aire, donde parece respirarse el polvillo dorado de la lana, está íntegro lo más personal e inaprensible de la sensibilidad del artista. Formando parte, sin duda, de sus obligaciones palaciegas se le encomienda en 1656 la instalación en El Escorial de algunos lienzos de los traídos de Italia y de los comprados en la almoneda organizada por Cromwell con los lienzos que habían pertenecido al decapitado rey Carlos I de Inglaterra. Velázquez se muestra en esta ocasión como un cuidadoso museólogo, llegando incluso a redactar una memoria descriptiva, hoy perdida, de la que se ha creído encontrar ecos en las páginas de las sucesivas Descripcionesde El Escorial, que escribió el padre Santos, prior del convento, a partir de 1658. Ese año de 1656 es también el de la realización de la que todos reconocemos por su obra maestra y tal vez de toda la historia de la pintura: Las meninas, como se la conoce desde el pasado siglo, o La familia, tal como se le conoció en su tiempo. Culmina en este lienzo portentoso la doble actitud del genial artista que junta la verdad inmediata de lo visivo y el enigma de lo intelectual; la realidad, de apariencia simple, como una cosa sorprendida al azar, y la compleja elaboración mental que obliga a plantear el cuadro, cuando se le examina atentamente, como un enigma que hay que resolver. El famoso lienzo muestra a la infanta Margarita rodeada de sus "meninas" -damas jóvenes de la nobleza que la atienden-, sus servidores, sus enanos y bufones (la Maribárbola, monstruosa, o el joven Pertusato que hostiga al enorme mastín en reposo), en el escenario de grave austeridad de un salón palaciego, a cuyo fondo se abre una puerta que da a una escalera por la que vemos la silueta a contraluz de un caballero cuyo nombre, don José Nieto, se nos ha conservado también. Velázquez mismo está pintando un enorme lienzo del que vemos la parte superior y, pincel en mano, parece interrogar con la mirada al espectador, como si éste fuese lo que va a recoger en el lienzo que pinta. La clave la suministra un espejo con grueso marco de ébano, que aparece en el muro del fondo. En él se reflejan, imprecisas en la plateada superficie, las efigies del rey y de la reina. Son, sin duda, ellos lo que Velázquez pinta en tan ostentosa y respectuosa actitud; son ellos los verdaderos protagonistas de la composición y los que la dotan de un sentido, pues probablemente hay en el lienzo una intención simbólica que presenta a la infanta -en aquellos momentos heredera de la corona (por la falta de hermano varón, y por la renuncia obligada de su hermana mayor, prometida al rey de Francia)- en una especie de homenaje de pleitesía, como jura anticipada de sus derechos a la corona. Pero todo esto se sugiere apenas en una penumbra dorada del salón, en el ámbito donde la captación del "aire ambiente" ha llegado a la más suprema perfección, pues por el pavimento -del que ha desaparecido toda referencia lineal que facilitase los efectos de perspectiva como aún había usado el pintor en La túnica de José- puede, como dice Palomino, caminarse, y las gradaciones luminosas, los planos de luz que el aire intercepta, sugieren el espacio, la distancia y el ámbito concreto con veracidad deslumbradora. Velázquez ha conseguido formular lo que quizás sea la definición misma de la pura pintura: sustituir la realidad por un reflejo, y hacer que éste, sin renunciar a la condición fantasmal, a su calidad de imagen y de apariencia, nos resulte tanto o más verdad que la realidad misma. En estos últimos años de su vida, en los que su actividad palaciega hubo de reducir bastante su labor de pintor -encomendaba a su yerno Mazo la repetición de retratos más o menos oficiales- hubo, sin embargo, de realizar algunos retratos maravillosos en los que el proceso de desmaterialización de su pincelada alcanza la suprema maestría. Especialmente significativos son la serie de retratos de los infantes, conservados hoy en Viena, donde su refinamiento al reflejar la gracia infantil logra su máxima exquisitez. Sus modelos obligados son la infanta María Teresa, ya adolescente; la infanta Margarita, protagonista de Las meninas, en imágenes que la recogen desde sus tres años hasta los ocho apenas cumplidos que parece mostrar en el bellísimo retrato con traje azul, y Felipe Próspero, el infante malogrado, con su perrillo. Pero él sabe hacer de ese mundo cortesano un pretexto para volcarse en su personalísima creación, donde el desdén por la precisión del entorno, y el gusto por el color puro, interpretado en sutilísimas variaciones casi musicales, parecen ser su única razón de ser. Pero conocedor siempre excepcional, de la condición humana, logra simultáneamente transmitirnos toda la emocionada gravedad melancólica, que envuelve a esos niños reales, precozmente ajados por la rigurosa etiqueta, la mala salud y la dramática tensión de la historia, de tal modo que su profunda verdad humana se nos hace poéticamente presente, transfigurada en pura pintura, envolviéndonos en un acorde de misteriosa vibración. Junto a esas temblorosas imágenes infantiles, prodigio de refinados efectos de color, ha dejado también imágenes inolvidables de la joven reina doña Mariana, posando con grave compostura ante los pesados cortinajes centelleantes de oros, o del rostro, cada día más marchito, blando y dolorido del rey, en amargo declive de ilusiones, pero severo y digno siempre en la gravedad de su negro ropaje, apenas animado a veces por el toque vibrante de la cadena de oro, que sostiene el Toisón, tal como aparece en el emocionante retrato de Londres. Una carta del rey fechada en 1653 y publicada recientemente nos dice, con cierta melancólica amargura, cómo Felipe IV temía el testimonio terrible de los años. En carta a sor Luisa Magdalena de Jesús, que había sido condesa de Paredes yaya de la infanta María Teresa (y que se hizo monja carmelita en el convento de Malagón, abandonando la corte), el rey afirma textualmente que "hace nueve años que no se ha hecho ninguno [retrato suyo] y no me inclino a pasar por la flema de Velázquez, así por ella, como por no verme ir envejeciendo". Estos retratos, pues, en los que hubo de aceptar la lentitud flemática del pintor, que testificaba la decadencia física del monarca serán, pues, posteriores a esa fecha de 1653 y casi seguramente de hacia 1656. Este monarca envejecido y entristado hará culminar -por personalísima decisión y en contra del Consejo de Órdenes que no creía suficientemente probadas la "nobleza y calidades" del pintor- los deseos de ennoblecimiento que Velázquez ha ido madurando durante su larga carrera palaciega. Ya en ocasión de su segundo viaje a Italia el pintor había hecho saber, a través de sus contactos con la alta curia romana, su deseo de obtener un título de nobleza o al menos el ingreso en una Orden de caballería. Por fin, en 1659 y no sin vencer dificultades, consigue que el soberano obtenga del Papa una bula especial que le dispense de las enojosas pruebas negativas, siendo nombrado caballero de Santiago. Culmina así su lento y seguro ascenso en la vida social española, uniendo a la maestría de los pinceles, llegada a la culminación en las obras de esos años, la realización de una aspiración que ha movido seguramente su comportamiento a lo largo de su vida entera y ha condicionado quizá muchas de sus actitudes, que pueden parecer a veces difíciles de explicar. En los largos expedientes de las pruebas para testimoniar la nobleza de su familia, encontramos los testimonios, falsos, de algunos artistas que le conocían bien y que no dudaron en mentir respecto a cuestiones tales como el haber sido examinado como pintor, o haber tenido taller para vender pintura, cuestiones "bajas y de servil condición", que impedían el acceso a la nobleza. Alonso Cano, Zurbarán, Carreño de Miranda y otros artistas, así como algunos de los personajes con quienes convive en palacio, testifican a su favor con la decidida voluntad de favorecerle y obtener así quizás alguna forma de estima y provecho. No deja de ser curioso que Velázquez, muy consciente de su valer, pero muy celoso también de su papel cortesano y de la dignidad de la pintura, procure evitar los competidores de origen menos digno. Cuando se van produciendo vacantes en la nómina de los pintores de cámara, nada hace para que se cubran y procura reinar solo. Es significativo que, salvo el italiano Angelo Nardi, que le sobrevive y de cuya modesta personalidad artística y humana nada podía temer, tras la muerte de Cajés (1635) y de Carducho (1638) el único artista que obtiene puesto de pintor de cámara es Juan Bautista Martínez del Mazo, que en 1633 había casado con su hija primogénita y permaneció siempre fiel al estilo de su suegro, siendo, hoy mismo, apenas una sombra del maestro. Tras su nombramiento como caballero, su actividad cortesana culmina en su importante y directa participación en la ceremonia de la entrega de la infanta María Teresa, hija de Felipe IV, a su prometido el rey Luis XIV de Francia, celebrada en la isla de los Faisanes, sobre el río Bidasoa, en junio de 1660 y con la que se sellaba la Paz de los Pirineos entre Francia y España, que ponía fin a una larga guerra. La ceremonia, de importancia política y simbólica excepcional, fue enteramente ordenada y dispuesta por Velázquez en su condición de aposentador mayor. El pintor, asistió a ella -según se complacieron en describir sus primeros biógrafos-, con galas palaciegas de subido valor. Era, sin duda, su definitiva consagración. A su regreso a Madrid, tras una rápida enfermedad, falleció el 6 de agosto de ese año de 1660. Siete días después murió también su esposa, la hija de Pacheco, que tan silenciosamente le había acompañado. El inventario de sus bienes, redactado pocos días después, informa detalladamente de su tono de vida, ciertamente acomodado, con lujos no frecuentes en la España de su tiempo y desde luego excepcionales en un pintor. Su biblioteca estaba muy bien provista de libros de teoría arquitectónica, de matemáticas, de astronomía y astrología, filosofía e historia antigua y bastantes obras poéticas en español, italiano y latín. Sorprendentemente, como ya hemos indicado, son muy escasos los libros religiosos. Una acusación de sus enemigos -evidentemente muchos y poderosos- puso sus bienes bajo secuestro, con el pretexto de una defraudación a la corona en el ejercicio de su oficio. La investigación abierta le demostró exento de toda culpa. Su biógrafo Palomino alude a estas acusaciones, que la investigación documental ha confirmado, con estas palabras: " Aun después de muerto le persiguió la envidia, de suerte que habiendo intentado algunos malévolos destituirle la gracia de su Soberano con algunas calumnias siniestramente impuestas, fue necesario que don Gaspar de Fuensalida, por amigo, por testamentario y por el oficio de Grefier, satisfaciese algunos cargos en audiencia particular con Su Magestad asegurándola de la fidelidad y legalidad de Velázquez y la rectitud de su proceder en todo; a lo cual respondió Su Magestad: 'Creo muy bien lo que me decis de Velázquez, porque era bien entendido' ". Tal es, brevemente expuesta, la peripecia vital y artística del gran maestro. Advertimos en él, ante todo, su "flema", a la que repetidas veces se refieren sus contemporáneos. Esa flema refleja su tranquilo continente, su altiva superioridad que le distancia del tráfago cotidiano, pero que unidos a su profundo conocimiento del corazón humano y de las vanidades y miserias de la vida cortesana, le permiten utilizarlas en su beneficio, con su evidente deseo de ascenso social y de afirmación de la calidad moral de su arte. Nada o casi nada se transparenta de su vida privada, que permanece distante y casi secreta, salvo el episodio amoroso que entrevemos en su viaje a Italia y la preocupación por la carrera profesional y social de su yerno que culmina luego en el matrimonio noble de sus nietos. Pero su devoción a Italia, su resistencia a volver, a pesar de los requerimientos de su rey, el episodio apuntado y el melancólico lirismo de sus paisajes de la Villa Medicis, nos permiten quizá entrever una contenida reserva ante la disciplina rigorista del vivir español. Como para Cervantes, que en alguna ocasión evocaría "la libre vida de Italia", Velázquez vio -y vivió- en la Italia deseada, un horizonte diverso, unas gozosas posibilidades artísticas y humanas. Si en la plenitud vital de los treinta años, halló en ella otros modelos y otros estímulos artísticos, en la madurez serena de la cincuentena, vivió allí con gozosa intensidad, la evocación de un bello tiempo pasado, el ardor de unos últimos fuegos y el paladeo, señorial y reservado, de la belleza de los seres y las cosas que su pincel se dignaba, en ocasiones, recoger sobre la superficie del lienzo, con el "roce fugaz de un ala perdurable", como tan bellamente acertó a decir, una vez más, Alberti.
Este estudio de la obra de Velázquez ilustra el Catálogo de la exposición sobre el pintor, Indice del monográfico
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