El león, símbolo de San Marcos, presentado por un ángel. Fresco  Abside de Sant Climent de Tahull, Cataluña . Arte románico: fin del siglo XI principio del XII (Foto Yan.)

 

 

       En esta composición, donde todo está dominado por la obsesión del círculo, la presentación del símbolo del evangelista San Marcos, el león, toma dimensiones fantásticas. El ángel y la bestia, dentro de los dos círculos que los encierran, tienen cada uno su aureola: dos círculos blancos como ojos. Los ojos están en todas partes: puntúan el cuerpo del león e invierten los papeles. Por medio de ellos el cuadro parece miramos.

El león, símbolo de San Marcos, presentado por un ángel .
Fresco del ábside románico de Sant Climent de Tahull, Cataluña ,fin del siglo Xl, principio del XII. (Foto Yan.)

 

 

 

Año 1000, más allá de los natural.

 

   

Varias historias tomadas en el mismo movimiento, parecen complacerse en marchar de modo distinto. Una corre hacia un desenlace rápido: es la historia de la multitud de acontecimientos. La otra, pausadamente, se encamina a poner en peligro o a salvar a los pueblos según la evolución económica, demográfica, biológica incluso: es la historia de las estructuras. La última, en fin, la más lenta de todas, es también la más profunda y por ello mismo la más descuidada: es la historia de las creencias, de las ideologías y de las estructuras mentales. A ella se deben supersticiones, leyendas y saberes. Esta manera de ser de nuestro universo (o esta manera de no ser), es tan importante como el aspecto material (antagónico muy a menudo) de nuestra vida y nuestro medio.

Lo maravilloso y lo cotidiano se hallan así ligados por dos historias paralelas, relacionadas a tal punto que lo real. en ciertas ocasiones, llega a participar de lo sobrenatural. de lo maravilloso, mientras que lo maravilloso entra en la realidad de manera eficaz y sólida.

El hombre, infinitamente pequeño en un universo que se ensancha a medida que los conocimientos prosperan, siente la necesidad de alcanzar otras dimensiones; ésta es la ventaja del mito: sin perder nada de su humanidad, el hombre gana con él algo divino que le conduce a las grandes hazañas, a la fuerza suprema, a la invul­nerabilidad. al menos por un tiempo. Los mitos heroicos representaban, por tal motivo, la gran evasión de los griegos. La Edad Media ha elaborado, con menos amplitud, un conjunto de leyendas donde el deseo de aventura encuentra con qué saciarse. En el maravilloso mundo medieval. no solamente el hombre, también el universo se hace propenso y dócil a lo extraordinario. ¿Por qué? Sin duda porque, realmente, el hombre de aquel tiempo, el mismo de los terrores del Año Mil, descubre nuevos medios de acción sobre el mundo y la naturaleza. El milagro. la hazaña, el «poder», constituyen. al nivel común, la explicación sana y tranquilizante de cómo se actúa sobre el mundo. El hombre no acepta ser todopoderoso: ello supone una respon­sabilidad demasiado grande. La intercesión de los santos y la intervención de Dios o del demonio, el sabio concurso de los hechiceros. le devuelven la serenidad y la paz del espíritu en ocasión de arduos empeños. Es así como todas las grandes realizaciones técnicas se atribuyen al diablo: los «puentes del diablo», por ejemplo, son innumerables. Y aún subsisten muchos hoy día, con toda su carga de leyendas acumuladas a través de los siglos.

Hay en todas las obras del hombre algo que parece cumplirse más allá de él. sin él y, no obstante, para él. Lo maravilloso viene dado por este aspecto de la realidad que el hombre recibe. vive y acepta, creyente, por otra parte. de que le corresponde. Lo maravilloso son todas estas trascendencias y lo que las motiva. 

 

 

los habitantes del cielo

 

     Los seres celestes, en número muy importante a veces, tenían fama de ocuparse en precisas y terrenales tareas. Había ángeles (el vocablo significa mensajeros) dedicados a los hombres, y otros que se interesaban por el mundo animal y vegetal. Las embajadas confiadas a los arcángeles aparecían como más trascendentes que las confiadas a los simples ángeles: las comunidades humanas (ciudades o naciones) y los hombres dedicados a las altas funciones públicas, debían ser guardados por un arcangel o por un principado.

   El culto de los ángeles tuvo su cuna en Oriente. Una obra reciente sobre angelología copta prueba que no es necesario buscar el origen de la devoción angélica en el Asia Menor, como se había pensado en un principio, sino en Egipto, dond vivía mezclada con los elemento auctóctonos una comunidad judeo cristiana muy importante. El cristiano copto parece haber considerado a lo ángeles como compañeros indispensables del hombre. Su imaginación los pinta con los más vivos colores en innumerables relatos se expone su intercesión directa y eficaz cerca de Dios.

 

Carol Heitz / Architecture et liturgie à l'époque carolingienne / E.P.H.E., edires / Paris, 1963.

 

Toda una superrealidad poblada y actuante: hechiceros, hadas, diablos, potencias invisibles y demás. Lo maravilloso es todo lo que le ocurre al hombre mismo, con carácter inhumano o sobrehumano. Lo maravilloso, repitámoslo de nuevo, es una parte de la realidad.

Los seres sobrenaturales

      Para la gente de la Edad Media, la distinción entre lo natural y lo sobrenatural no contaba; se vivía en pleno milagro. Nadie dudaba de que los habitantes del cielo o del infierno se mezclasen libremente a nuestra existencia. Las supersticiones relativas a la religión, a las ciencias, a la agricultura, a los nacimientos, a las bodas, a los funerales, son, como otras tantas, residuos de antiguas religiones. A pesar de la inmensa muchedumbre de seres sobrenaturales que el cielo cristiano admite en su Gloria o el infierno custodia en su abismo de llamas, aún quedan otros que, escapando a toda clasificación, acompañan o persiguen sin cesar a los hombres. Las hadas, provistas de' mágicas varitas, compasivas o maliciosas, inmortales en su brillante juventud o su deforme vejez, habitan las grutas, los tupidos bosques, los desiertos arenales. En Bretaña hay korrigans que viven bajo las antiguas piedras paganas y salen de noche para retozar a la luz de la luna; rodean al viajero retrasado, le incorporan a sus rondas y le obligan a bailar con ellos hasta la muerte. En las aguas se esconden las ondinas o sirenas, cuya hermosura atrae a los imprudentes caballeros; en las montañas, los gnomos tienen la llave de tesoros subterráneos. Los ogros acechan a los niños para devorarlos; hay monstruos que desentierran a los difuntos para roer sus huesos; los vampiros se levantan de noche para chupar la sangre de los vivientes, seres que pueden transformarse en bestias atacan al caminante solitario; los fuegos fatuos sobre los pantanos son almas de niños muertos sin bautizar; las lavanderas que durante la noche lavan a orilla de los ríos no se sabe qué lienzos fúnebres, anuncian, a quien las encuentra, un presagio de infortunio. En Toulouse, los paseantes nocturnos se exponen a encontrar la Mala Peste, y en Tarascón a la Tarasca. En Provenza los dracs se llevan los niños a palacios subterráneos o acuáticos. En el Este, Hellequin pasea por las noches de tormenta sus canes infernales; en otro lugar será un hechicero que conduce una jaurÍa de lobos.

Algunos de estos seres sobrenaturales son bondadosos con la pobre gente: en el Delfinado, los soleves acaban, durante la noche, el trabajo del labrador; en Normandía, Gobelin es un demonio travieso que hace a veces bromas al campesino, pero ayuda en sus faenas al ama de casa; en el Franco Condado, un «espíritu burlón-, más malicioso que perverso, enreda las colas de las vacas y desordena los utensilios de la cocina.

No hay castillo ni ruina que no tenga su leyenda, su brujo familiar, sus fantasmas. Desde el castillo de Lusignan grita Melusina, mitad mujer, mitad serpiente; en no pocas casas solariegas, una dama blanca aparece para anunciar una muerte en la familia. En el Franco Condado, la vouivre es una serpiente con alas y cabeza adornada con piedras de fuego, que abandona cuando va a beber, buen momento para apoderarse de ellas.

 

Las maravillas

      Los seres sobrenaturales se mueven, pues, en el espacio y en la vida cotidiana. El mundo real está impregnado por lo maravilloso. Más allá del mundo concreto, donde viven los hombres, se extiende un universo extraordinario. No se trata de un ultramundo religioso de paraísos o infiernos. Es un más allá de la imaginación; mejor dicho, una prolongación imaginaria del mundo real.

Hay países en donde viven seres fantásticos. Países de hombres con grandes orejas; también de hombres con cabeza de perro. El país de los hombres con cabeza de perro es el Oriente. Existía una antigua tradición griega (una descripción de la India por Ctesias) de hombres con cabeza de perro poblando las regiones orientales. Pero la tradición de la Edad Media está, sin duda, más ligada a las fábulas del Asia oriental; un reino de perros está mencionado en una historia de Tcheu, y los anales de las Cinco Dinastías (907-960) dan una descripción completa del país de Keu, región en donde los habitantes cinocéfalos se entienden a ladridos. También se decía que los perros eran los antepasados de otros pueblos, como los javaneses y los ainos. Esta fauna invade la iconografía occidental durante el siglo XI, como una de las consecuencias, sin duda, de los intercambios entre Oriente y Occidente.

Es por la misma época (el hecho es significativo) cuando el primer camello portador de mer­cancías llega a Colonia. En Oriente, siempre en Oriente, de IÍrboles extraordinarios penden como fruta cabezas humanas. La leyenda tiene varias versiones. Unas, dicen que este árbol prodigioso crece en una isla lejana y lleva en su ramaje las cabezas de los hijos de Adán. A la madrugada y al anochecer, grita: wak-wak y entona himnos al Creador. Según otras, tales árboles tienen por frutos cuerpos enteros de mujer y sus llamadas de «wak-wak- son de mal augurio; esta leyenda se relata en los Libros de las maravillas de la India (siglo x), donde se hace referencia a un árbol cuyos frutos, parecidos a calabazas, ofrecen cierto parecido con rostros humanos. Pero la primera mención conocida corresponde a un relato chino, T' ong-tien, de Tu-Yeu, redactado después de su cautiverio, a raíz de la batalla de Talás en 751, y después de su estancia entre los árabes. El texto precisa exactamente su procedencia: el rey de los Ta-che (los árabes) había enviado una expedición marítima cuyos miembros, al cabo de ocho años de navegar, descubrieron una gran roca cuadrada. Sobre este peñasco había un árbol cuyas ramas eran encarnadas y las hojas verdes. Sobre el árbol había crecido una multitud de niños; eran largos de seis a siete pulgadas; cuando veían hombres, no hablaban pero podían reír y agitarse. Cuando los hombres los descolgaban y los tomaban en sus manos, se secaban y volvían negros. Los enviados regresaron con una rama de este árbol.

Todo es posible

       Hay también países maravillosos donde las plantas hablan o la flora y la fauna se entrelazan en perpetuas metamorfosis; los pájaros de colores vivos nacen en los granados, los hombres se transforman en árboles, otros dejan de vivir, fijados para la eternidad en una figura de piedra.

Entre los artistas se despierta la conciencia de un poder de creación. Precisando, puede decirse que fueron los pintores chinos los más sensibles a este despertar. La moda de la pintura china, en la época de los Song (960-1126, para los Song del Norte), es el paisaje, pero un paisaje grávido siempre de vida interior, una naturaleza cercana de continuo a la metamorfosis. La explicación viene dada por el pintor Song Ti (después de 1074): «Escoged una vieja pared en ruinas, extended sobre ella un trozo de seda blanca. Miradlo de día y de noche, hasta que por fin podáis ver la ruina a través de la seda, sus sinuosidades, sus niveles, sus zigzags, sus grietas, grabándolo en vuestros ojos y vuestro espíritu. Haced de las prominencias montañas, de las depresiones aguas, de los huecos barrancos, de las grietas torrentes, de las zonas iluminadas vuestras proximidades y de las zonas en sombra vuestras lejanías; fijadlo todo en vuestro interior y pronto veréis hombres, pájaros, plantas, árboles y figuras volando o moviéndose. Así, podréis jugar con vuestro pincel en alas de la fantasía. Y el resultado será algo del cielo y no del hombre».

En este mundo donde las formas son inciertas, abocadas a una perpetua transformación, todo es posible. La biología se libera de los límites estrechos de la vida y de la muerte: muertes aparentes, resurrecciones, extraordinarias supervivencias, curaciones milagrosas. La historia se desentiende del tiempo: el pasado más profundo y el porvenir más lejano afloran en la superficie del presente. Es rasgo común a todas estas representaciones históricas vestir las personas y las cosas, sea cual fuere la distancia cronológica del acontecimiento, con los atavíos de la actualidad.

 

Las cosas ocultas

 

En 1008, indicios diversos permitieron descubrir, en lugares donde habían quedado ocultas por mucho tiempo, numerosas reliquias de santos. Como si hubiesen estado aguardando el momento de alguna gloriosa resurrección, obedeciendo a una señal de Dios fueron entregadas a la contemplación de los fieles, y derramaron sobre su corazón un gran consuelo. Se sabe que tales descubrimientos empezaron en primer lugar en una villa de la Galia, en Sens, en la iglesia del bienaventurado mártir San Esteban. Era entonces Lierre el arzobispo de la ciudad, y él fue quien descubrió, cosa sorprendente, objetos del culto antiguo; entre otros hallazgos figura, según se dice, un fragmento del bastón de Moisés. Atraídos por tales descubrimientos, acudieron innumerables fieles no sólo de los países de la Galia, sino de casi toda Italia y de tierras de ultramar,. no fue raro ver allí enfermos que volvían a sus lares curados por la intercesión de los santos.

 

Raúl Glaber / Trad. E. Pognon / Gallimard, edit. / París.

 

Una de las consecuencias de este estado de ánimo es que todo se vuelve simbólico. Tanto las formas del universo inanimado como las manifestaciones de la vida, todo da testimonio de las cosas ocultas. Por este motivo, los chinos examinan con interés la configuración de las montañas para encontrar en ella una vida feliz, es decir, la cabeza, la cola o el corazón del dragón. En los contornos del relieve, los adivinos chinos leen lo mismo que los astró­logos observan en el cielo. De esta práctica proceden los dibujos y pinturas de montañas en forma de hombres o animales. Parece comprensible que se piense, como cosa natural. que los dioses o quienes tienen el poder de los dioses, así como también las huestes infernales, puedan, en cualquier momento, aparecer en esta naturaleza cómplice y casi comprometida. Pero el poder de transformarse no es del todo una buena señal. Hemos visto que la inmutabilidad es un atributo divino, mientras que la metamorfosis constituye un signo diabólico. No obstante, después del Año Mil, Dios sólo se opone al diablo usando de las mismas armas. Suscita en sus intercesores cambios de forma y de estado. La iconografía se enriquece con estas metamorfosis interminables de los dioses y de sus contrarios. Otra consecuencia es la promiscuidad cotidiana de seres reales e imaginarios; éstos, según los casos, encarnan la voluntad de Dios o del demonio. Siempre algún detalle les acusa: el vestido negro, los pies, la nariz, las manos demasiado limpias, los dedos excesivamente alargados. Es fácil. pues, reconocerlos; pintores y escultores pueden hacer su retrato.

Una vez desenmascarados, estos seres sobrenaturales no pueden cumplir el designio que motivó su venida. Asegurando el éxito de su astucia, pueden, en cambio, confundirse con los mortales. Y así. en las leyendas del Año Mil. se vuelve a las genealogías de la Antigüedad. El diablo, por ejemplo, suplanta al duque de Normandía para seducir a su esposa. De la unión del demonio con la duquesa nace Roberto el Diablo. Hemos de señalar que, según la manera pagana, esta filiación equivale a un parentesco divino. Se llama demonio al dios pagano que existió antes del Cristianismo. Simplemente, con la historia legendaria de Roberto el Diablo, se hace una insinuación recordando el origen divino de los reyes.

Prodigios y encantamientos.

Aún hay más que decir sobre esta manera de asociar los seres y las cosas a las metamorfosis del universo. Se encuentra en ella lo que los sociólogos llaman una Weltanschauung, es decir, una concepción del mundo. El mundo es mudable. Participar en la vida del mundo, es asociarse a sus cambios, más exactamente, considerarse «mudable» a través de la metamorfosis universal. De no hacerlo así, el hombre quedaría fuera de un movimiento que ya es el de la vida misma. Parece, por tanto, más ventajosa la mutabilidad que la condición invariable y sometida a unas leyes eternas que configuran al mundo tal como era el día de su creación.

¿Cómo se verifica en el pensamiento y la conciencia tal adhesión a la metamorfosis del mundo? Proclamando el esplendor del ser, es decir, liberando a la existencia de todas las dimensiones que de manera inflexible la limitan; el espacio y el tiempo ya no son coordenadas absolutas e intangibles. Se aceptan la omnipresencia y la omnipotencia. En la literatura de imaginación se expresa con toda libertad esta corriente del pensamiento. Se trata, simplemente, de la integración de la realidad a todos los alardes de lo sobrenatural: consideremos adonde llega su expresión plástica.

 

 

No se libera el arte del encerramiento concreto y de la sujeción de la atmósfera moral. más que por resortes materiales: para volar, se tienen alas; para desplazarse tan rápidamente como la luz, hay vehículos como la alfombra mágica o las botas de siete leguas. Todo este arsenal parece, a simple vista, ridículo. En realidad tiene un gran significado, como afirmación de una entrega al movimiento metamórfico del mundo, cuyas manifestaciones económicas, políticas y sociales ya fueron analizadas. La omnipotencia y la omnipresencia son afirmaciones de este nuevo espíritu.

Estas suprimen, en sus representaciones del mundo y de los seres, todo lo que les ata al espacio-tiempo, medido por la física normal. Una condición técnica desarrolla la expansión plástica de tal concepto: es el desconocimiento, quizá mejor dicho, oposición a las leyes de la perspectiva. Es más fácil, de esta manera, liberar al per­sonaje de ataduras como la gravedad, la distancia, la relación de las dimensiones, las convenciones del movimiento... De esta facilidad deliberada procede el gran acierto de los frescos: hemos citado varios ejemplos, occidentales, precolombinos, orientales. El fresco precolombino de Tepantitla, es de todos el más próximo a la perfección. Tiene, casi, el valor de una revelación manifiesta. El tema es un paraíso, un Más Allá del espacio; allí se representa el gozo de los escogidos en un mundo encantador de agua, flores, árboles y cánticos; el movimiento de los cuerpos se suaviza por las aguas que sobre ellos discurren acariciadoras y ondulantes; se trata, en definitiva, de un plano distinto al de la creación: la fluidez, la ligereza, la movi­lidad de la materia, la libertad de los cuerpos en el espacio, la espontaneidad de la vida, todo colabora a hacer plásticamente sensible la liberación de los seres respecto a las cotidianas ataduras de este mundo.

Los frescos catalanes, con menos esplendor en el florecimiento de los seres y las plantas, transfiguran de igual modo los acontecimientos y los hombres. La embajada portadora de presentes, bajo las vestiduras de los Reyes Magos, se mueve en un pretérito que parece actual, pero con dimensiones eternas; el anacronismo es una manera de negar la Historia o la historicidad de la anécdota escogida como pretexto, abriendo una nueva dimensión, más allá del tiempo vivido.

Los frescos de la India, son, hacia el Año Mil, la resultante de una esplendorosa tradición, más ligada a cánones formales y a un estilo elaborado, influidos por la plástica griega. El arte hindú tiene sus trabas, inhibiciones que, durante el Renaci­miento, el Occidente, asimismo, padecerá. Pero este afán por la representación exacta, este ideal de belleza conseguida mediante la sumisión al canon, es impulsado por un amor al esplendor de los cuerpos y al dinamismo de las formas que, pese a su excesivo realismo, vivifica al arte hindú. No hay aquí el expresionismo del fresco precolombino o románico. El virtuosismo técnico suprime las cualidades que las pinturas murales del Año Mil ganan ignorando las sutilezas según las cuales la apariencia de la tercera dimensión viene dada sobre las dos dimensiones del plano. Desde el siglo VI, los frescos de Ajanta, luego los de Ellorah, sugieren la perspectiva, tanto si se trata de representar la vida palaciega como del pintoresquismo de un palafrenero bregando con sus corceles; el movimiento se traduce según las deformaciones impuestas por la perspectiva; en realidad, Mantegna antes de Mantegna.

El resplandor del ser

        Hay otra manera de traducir la emancipación frente al espacio y el tiempo. Si el ser les escapa, está omnipresente: no solamente traspasa, como los espíritus, las barreras físicas del tiempo y el espacio, sino que además, puede, a voluntad, hallarse simul­táneamente en diversos lugares. La pintura representa esta ubicuidad, multiplicando los personajes en un espacio que conserva su coherencia y estrechez. En el fondo, no se hace cuestión del mundo; sólo la manera de ser es revolucionaria. Es esto lo que, confusamente, todos los artistas interpretan: la independencia del protagonista, del hombre, se acentúa mediante el voluntario desconocimiento de las proporciones y la repetición del mismo personaje en acciones simultáneas. Como si la envoltura del ser no fuera, en estas reproducciones múltiples, más que la traducción de un mismo principio, a imagen de la vieja tradición de las variadas reencarnaciones de los dioses, y, desde luego, a imagen de las metamorfosis del mundo en los años Mil. Compenetrándose con los dioses que «cambian., el hombre toma partido por el diablo, cuya versátil condición se opone al Dios inmutable de la ortodoxia y al orden monolítico y tradicional.

En realidad, los antiguos dioses se instalan de nuevo en las creencias, porque son más aptos para presidir un mundo en plena transformación: en Occidente renacen con apariencia diabólica y en Oriente bajo el rostro apenas cambiado de los antiguos dioses del brahmanismo. En América precolombina, las nuevas corrientes amenazan de modo más profundo la existencia de la teocracia. su preeminencia y privilegios; las transformaciones sociales se hacen. poco a poco. incompatibles con la dictad exclusivista de la casta sacerdotal. Entre los mayas, la mitología expresa la de de los sacerdotes por la desaparición del antiguo dios, al que se dirigían especialmente las devociones de dicha casta, hay, sin embargo, una reserva respecto el porvenir: el dios que desapareció por el Oeste volverá por el Este, con piel y barba blancas. Se dice que esta creencia favoreció considerablemente la instalación de los españoles, cuyo jefe, Hernán Cortés, respondía en algunos puntos a tales señas.

La metamorfosis de los seres y de los dioses es, también, la transposición plástica de una vivencia del Año Mil: la de un irresistible gran cambio universal. Se ha de conocer el mecanismo de estos cambios para controlar sus procesos: es esta coyuntura cuando, en el mundo entero, las técnicas para el dominio del mundo a través de sus transformaciones fijan y perfeccionan métodos y sistemas. A estas transformaciones se aplican la alquimia y la magia. Los adivinos y augures, asimismo, están en auge, porque es indispensable predecir los cambios a fin de dominar su curso. Las profecías se corresponden también con una gran inquietud de los espíritus, discrepantes con las nuevas concepciones y el nuevo orden de cosas y de fenómenos.

 

El dominio del universo

 

La dimensión impresionante de un mundo que cambia es su porvenir. Poseer los medios de penetrar este porvenir es una necesidad. Guardando las proporciones (no hemos de ceder en todo a las excentricidades de un lenguaje demasiado moderno) hay, no obstante, hacia el Año Mil una «preocupación operacional», incitadora de preguntas sobre el porvenir, las respuestas permitirían, anticipadamente. una «gestión prospectiva». El espíritu de la adivinación no responde a otro fin.

        Se cree que el conocimiento del futuro sólo se puede obtener por una mediación humana. Tal mediación es, indudablemente, la del profeta, su figura toma gran predicamento en la iconografía del Occidente cristiano, las profecías prometen, más allá del castigo, la reconciliación y la salvación: «La espada causará estragos en ciudades, exterminará a sus hijos, se cebará en sus fortalezas .... pero en mi pecho mi corazón se conmueve y se estremecen mis entrañas. No daré curso al ardor de mi cólera, no destruiré más ... porque soy Dios y no hombre: frente a ti soy el Santo, y no me gusta la destrucción».

        En la iconografía precolombina, los profetas, directa o indirectamente, asumen también gran importancia. Un buen número de prácticas rituales son, simplemente una manera de formular augurios: el juego de pelota, por ejemplo. Ante la encrucijada histórica, se valorizan todas las técnicas de investigación del porvenir, la astrología en especial. Como una gran parte de los más antiguos ritos se liga a un simbolismo cósmico, todo se junta para que la vida religiosa se encamine hacia el estudio y previsión del porvenir terrestre.

         Hay otros caminos, además de la escatología. Dos al menos, que se fundan en posible influencia sobre las cosas y el desenvolvimiento de los fenómenos: la magia  y la alquimia. Un tercer camino es el de la ciencia, pero ésta no ha alcanzado suficiente desarrollo en aquel tiempo; es el camino que pretende seguir la filosofía árabe, en especial la de Avicena: una explicación científica y racional del mundo y de sus fenómenos. Aventurado en una sociedad poco dispuesta a recibir tal en enseñanza, peligrosa para la fe, el intento de la filosofía árabe es fácilmente vencido a principios del siglo XII por Ghazzali. El mago, hacia el Año Mil, procura obrar siempre bajo la capa de la religión: refiriéndose a su poder, dice tenerlo de Dios; la magia no se ha secularizado aún y por ello, la operación mágica y el milagro vienen a ser casi lo mismo. Todo es aceptado y de nada se sospecha mientras no se trate sino de influir sobre los fenómenos. Pero si se quiere tocar a la esencia de las cosas, ello, evidentemente, representa culpar a Dios. Es proclamar que el hombre puede cambiar las cosas, darles otra naturaleza. La mutabilidad de la materia es el principio sobre el que se funda la alquimia.

 

 

 penetrar este porvenir

 

Para todas las personas con capacidad de reflexión, el mundo sensible venia a ser una especie de máscara, tras la cual pasaban las cosas en verdad importantes: o bien un lenguaje cuyo fin era expresar, por medio de signos, una realidad más profunda. Así como un tejido de apariencias no tiene más que un reducido interés por si mismo, de tal actitud resultaba que se prefiriese la interpretación a la observación. En un pequeño tratado sobre el Universo que, escrito en el siglo IX, gozó de mucho prestigio, Rábano Mauro explica como sigue su pensamiento: «he tenido la idea de componer un opúsculo ... que tratara, no solamente de la naturaleza de las cosas y de la propiedad de las palabras... sino también de su significación mística», Así se comprende, en gran parte, la mediocre penetración de la ciencia en una naturaleza que, al fin y al cabo, no parecía merecer una atención excesiva. La técnica, hasta en sus progresos a veces considerables, no era más que puro empirismo ...

¿No era la naturaleza, en el infinito detalle de su ilusorio desarrollo, concebida ante todo como obra de voluntades ocultas? De voluntades, en plural, si damos crédito a las gentes sencillas y aun a muchos de los doctos. Ya que, bajo un Dios Unico y subordinado a su todopoderosa voluntad -sin que se representara, de ordinario, bien claramente el exacto alcance de esta sujeción-, el común de los hombres imaginaba que, en estado de lucha constante, había una muchedumbre de seres buenos y malos que esgrimían sus voluntades opuestas: ángeles, santos, demonios sobre todo. «¿Quién ignora - escribía el sacerdote Helmold ­ que las guerras, los huracanes, las pestes, todos los males que se ceban sobre el género humano llegan en realidad por intervención de los demonios?» Las guerras, como se ve, se citan junto con las tempestades: los accidentes sociales se ponen, pues, al mismo nivel de los que hoy consideramos fenómenos de la naturaleza. De lo cual deriva una actitud mental que ha ilustrado la historia de las invasiones; no se trata de una renuncia, en el estricto sentido de esta palabra; era, más bien, un refugio en medios de acción considerados más eficaces que el propio esfuerzo.

 

Marc Bloch / La Société féodale, tomo I, pág. 133 / Albin Michel, edit. / París, 1939.

 

   

Admitir que la materia cambia nos lleva a reconocer que la materia vive o tiene una vida latente: dos principios, como en la filosofía china; uno macho y otro hembra. Esta interpretación es el origen de todo un simbolismo: tras la imagen de Adán y Eva, los alquimistas ocultan, a menudo, referencias a sus investigaciones sobre la transmutación. Otros símbolos se juntan a esta iconografía elemental: la salamandra, que designa para los iniciados el cumplimiento de la Gran Obra (el cambio de un metal grosero en oro, o, más simbólicamente, la transmutación de la materia); el anciano, símbolo del mercurio; el dragón, el laberinto ...

Frente a esta primera química experimental, que funda su desarrollo sobre el principio de la mutabilidad de la materia, las metafísicas, afirmando una eterna armonía universal, defienden la inmutabilidad de Dios y del mundo, al menos en sus aspectos esenciales. Lo que se altera es tan sólo una relación entre las cosas, entre los elementos de la creación y Dios, pero no la esencia de las cosas y los seres. Este es el argumento que San Anselmo sostiene en su Monologium. Este escrito figura en el origen de lo que sus exégetas llaman «racionalismo cristiano».

Pero hacia el Año Mil, el mundo se halla tan lanzado en un proceso de transformación, que la tesis de San Anselmo, así como cualquier otra del mismo jaez, no satisfacen a los espíritus. La vivencia de una metamorfosis necesaria, de que todos son a la vez artífices y sujetos pasivos, impulsa a los hombres del Año Mil a impetrar la protección de los dioses, cuyo cometido era, precisamente, presidir las metamorfosis de los seres y las plantas; ello correspondía a las antiguas divinidades agrarias: espíritus de los bosques, de los campos y de las aguas, genios constructores o inventores. Frente a esta resurrección de viejas divinidades, las ortodoxias redescubren tácticas de defensa ya utilizadas en otros tiempos: presentar como feos y espantosos a los dioses enemigos. El procedimiento iconográfico es viejo de más de mil años: se ha presentado siempre bajo los aspectos insólitos del hombre deforme o la bestia disfrazada a los dioses que cambian algo del universo, del orden cósmico o natural, del orden social también. El revolucionario es siempre castigado cuando la sociedad no se halla madura para acoger sus ideas o cuando las capas directoras se mantienen con fuerza bastante para oponerse a un vigoroso impulso de transformación.

Desde este punto de vista, podría justificarse el decir que la iconografía religiosa es casi siempre reaccionaria porque está comprometida con ideologías que la evolución social ha superado. La ortodoxia queda sumida en una voluntad de dominación que no es más que una voluntad impotente, puesto que ya lleva en sí la renuncia a cambiar absolutamente nada del orden establecido.

Para arrancarse a esta inmovilidad, el hombre del Año Mil ha buscado en lo sobrenatural otras dimensiones: en todos los mitos que ha forjado, se ha atribuido algo del poder divino sin perder, no obstante, su humanidad. Va en busca, pues, de las proezas más extraordinarias, de la invulnerabilidad. En lo maravilloso del Año Mil, no solamente el hombre, todo el universo se adapta a lo extraordinario. ¿Por qué? Sin duda, porque el hombre descubre, en verdad, nuevos medios de acción sobre la naturaleza. El milagro, la hazaña, el «poder», son para la gente común la explicación sana y tranquilizante de la marcha del mundo. El hombre se espanta de aquello que le hace parecer todopoderoso. La intervención de los hechiceros, de Dios o del diablo le devuelven la buena conciencia.

 

 

 

Los tres jóvenes en el horno. Miniatura de la Biblia de Citeaux, llamada "Bible d´Entienne Harding". Final del siglo XI. Biblioteca de Dijon: manuscrito 12-15. (Foto Garnier)

 

la filosofía árabe

En aquella época, la filosofía era considerada como el conjunto de todas las ciencias. Más exactamente, el conjunto de lo que llaman las «ciencias extranjeras», las ciencias griegas, es decir, las ciencias racionales. Un autor contemporáneo de la juventud de Avicena, Mohamed Ibn Yusuf al-Khwarizmi (que no debe confundirse con el gran matemático Abdalllh Ibn Musa al-Khwarizmi. de cuyo nombre viene la palabra «guarismo»), escribió un magnifico tratado de terminología cientifica, que clasifica cuidadosamente las disciplinas intelectuales, agrupándolas en dos categorías. Empieza por las ciencias árabes, es decir, aquellas que se fundan sobre la tradición y la revelación: jurisprudencia religiosa, retórica, gramática, escritura, poesía, historia. Luego siguen las «ciencias extranjeras», agrupadas bajo el nombre de filosofia (falsafa). No carece de interés el pasaje de Khwarlzmi sobre tal tema, que traducimos a continuación:

 

«El vocablo falsafa se deriva del griego philâsophiâ (sic), es decir, amor a la sabiduría. Cuando pasó al árabe, primeramente se empleó la forma faylassuf (filósofo), y, más tarde (siguiendo las reglas de la lengua árabe), se formó la voz falsafa. La filosofía se define como ciencia de la realidad de las cosas y (de la elección) de la acción más acertada y justa. Se divide en dos partes: la teórica y la práctica. Algunos consideran la lógica como una tercera

parte (de la filosofía), mientras otros la incluyen como parte de la ciencia teórica, otros como instrumento de la filosofía, y aún otros ven en ella a la vez parte e instrumento de la misma».

 

 

Maxime Rodinson / La pensée d'Avicenne, págs. 6-7 / "La pensée", números 45-47 / 1952-1953.

 
 

 

10. MÁS ALLÁ DE LOS NATURAL
 

ROBERT PHILIPPE
Universidad de la Sorbona

DE LA HUMANIDAD.
Una historia del arte y el mundo bajo la dirección de Robert Philippe
10.MÁS ALLÁ DE LO NATURAL
Págs. 177192