Desde antiguo los seres humanos han dividido el universo en dos partes: el mundo "visible" y el "invisible", o, dicho de otro modo, el natural y el sobrenatural. Por lo menos en la cultura occidental tradicional, heredera del helenismo y del judaísmo –y a la que se han añadido otros elementos culturales del mundo céltico y germánico– estos dos mundos nunca se conciben como separados e independientes; los elementos que los constituyen interactúan continuamente, pues existe una estrecha comunicación entre ambos. Las acciones que en estos ámbitos se ejecutan mantienen una relación causa-efecto constante e ineludible: lo que ocurre en uno de estos mundos siempre repercute en el otro. Esta relación es la que asegura que ambos mundos formen un conjunto inseparable. Mucho antes de la llegada del cristianismo al occidente europeo, incluso antes de la acción igualitaria -en materia de religión- emprendida por el imperio romano, existía esta dualidad de mundos, pero ocurría de forma diferente, pues, al parecer, las manifestaciones más antiguas de religiosidad en estas tierras eran de tipo matriarcal. Muchos investigadores sobre las religiones antiguas llegan a afirmar que las religiones arcaicas daban culto a la Diosa Madre; este culto fue sustituido siglos más tarde por las religiones cuya mitología es de tipo patriarcal, entre las que se encuentra la judeocristiana. Esta sustitución quizá fue debida a la invasión de pueblos guerreros cuya estructura social se basaba en el patriarcado. Si bien la política romana aconsejaba no desechar los mitos y cultos de los pueblos conquistados, sino todo lo contrario, adoptarlos y adaptarlos al imperio, con lo cual las diosas madres pervivían, aunque perteneciendo a un rango inferior. Con la llegada del cristianismo, la divinización del elemento femenino cesó, por lo menos oficialmente, ya que se basaba en el judaísmo, religión fuertemente patriarcal. No obstante, la necesidad de rendir culto al "elemento madre" y no solo al padre celestial persistió en los pueblos, y esa necesidad fue satisfecha, de cierto modo con el culto que se desarrolló hacia la Virgen María. Fue sin duda el Císter la orden que más impulsó la devoción mariana, y con ella, un conjunto de ritos y de leyendas que le daba forma narrativa. En la Europa del siglo XIII, el culto a la Virgen María se encontraba ya fuertemente institucionalizado y continuaba su expansión. Gonzalo de Berceo, primer poeta español de nombre conocido y cuya obra se desarrolla en la primera mitad del siglo XIII, formó parte de este movimiento, por lo que se puede ver en algunas de las obras que nos legó. Utilizó la relación básica de interacción entre el mundo sobrenatural y el terrenal en los Milagros de Nuestra Señora como base a su doctrina. Esta obra presenta las razones por las que los cristianos deben adoptar a la Gloriosa como señora y rendirle un constante y devoto servicio, ya que es este la mejor garantía para lograr la entrada en la gloria eterna tras la muerte. Esta doctrina no se desarrolla en un escrito argumentativo o expositivo, sino que se encuentra hilvanada y diluida en una serie de relatos maravillosos (milagros) que nos van retratando no solo a los diferentes protagonistas humanos de las historias, sino también a los seres que habitan el mundo sobrenatural y su entorno. Según nos la presenta Berceo, y de acuerdo a la tradición europea en general, y a la cristiana específicamente, la esfera sobrenatural pertenece al mundo de los muertos y de los inmortales. Los personajes que habitan este mundo invisible tienen la facultad de ver claramente lo que ocurre en el mundo terrenal –que está asignado a los vivos– y de actuar en él, mientras que los ocupantes del mundo terrenal no están naturalmente capacitados para percibir este otro mundo invisible. Sin embargo la comunicación continua entre ambos se logra gracias a la extraordinaria capacidad de los seres sobrenaturales de trasladarse y actuar en el mundo terrenal, por un lado, y a la fe que tienen los individuos terrenales, que les permite dirigirse a estos seres invisibles para obtener de ellos alguna acción favorable o para impedir algún mal. A veces, debido a un poder especial otorgado a un individuo de esta esfera terrenal, este podía percibir el otro mundo. Esto que presenta Berceo no es nada nuevo en la narrativa medieval. Baste pensar en los cientos de relatos de visitas y visiones del otro mundo que han perdurado en la literatura occidental, desde la antigüedad hasta nuestros días. El interés de los relatos de Gonzalo de Berceo estriba en que su obra no es un tratado de teología, sino una obra narrativa en verso, en la que el narrador debe plasmar de una forma comprensible para un público general, no necesariamente versado en las sutilezas típicas de la escolástica, su visión del mundo sobrenatural, y comunicarla. Debe, por un lado, respetar la tradición recibida, ya sea porque se basa en fuentes que traduce, o porque sigue las enseñanzas recibidas en su educación clerical. Pero por otra parte, si quiere que su discurso sea eficaz, tiene que presentar este mundo sobrenatural de una forma comprensible para su auditorio. Su presentación tendrá un valor artístico que no pueden tener la de los teólogos, y a veces, llevado por su afán de glorificar a la Virgen, la enseñanza que se deriva de los relatos puede rayar en la heterodoxia, al otorgar de una forma u otra a la Madre mayor poder que al Hijo, o por lo menos mayor eficacia, como veremos más adelante. La noción de que todo ser humano está destinado a habitar, tras la muerte, en el mundo sobrenatural (segundo mundo para los seres terrenales, según la tradición cristiana) se fue desarrollando ya desde hacía muchos siglos, y es uno de los postulados fundamentales de las religiones derivadas de la Biblia. Desde antiguo se comenzó a aceptar que el lugar que ocuparía cada individuo en el mundo sobrenatural se decidía según unas reglas que eran dictadas desde allí, reglas que estaban contenidas en las Escrituras, fuente de todo saber, según los criterios de entonces. Estas reglas eran comprendidas con más o menos claridad por los seres terrenales, y en los tiempos de nuestro clérigo, se interpretaban y explicaban de acuerdo a un criterio legalista de corte feudal, que dictaminaba las relaciones de vasallaje y sus recompensas. Era necesario, pues, para actuar según esta forma prescrita, conocer bien las reglas que desde el otro mundo se promulgaban para así poder asegurarse un buen lugar en el mundo sobrenatural tras la muerte. El mundo sobrenatural cristiano medieval, pues, está dividido en dos áreas claramente definidas como Cielo o Paraíso, a donde van los que se salvan, e Infierno, o morada de los condenados. La entrada a uno u otro de estos mundos se decide en el momento mismo de morir. Si la muerte ocurre cuando el ser humano no está cumpliendo los requisitos necesarios que lo hacen merecedor del cielo, se condena, y viceversa, así nos lo dice nuestro poeta: “Escripto es que omne, allí do es fallado, / o en bien o en mal, por ello es judgado” (91 a-b)[1]. En el cielo habitan Dios, la Virgen, a quien constantemente llama La Gloriosa, los ángeles y los santos; en el infierno están los diablos y los condenados. Otro lugar que aparece en la obra de Berceo es el purgatorio, y aunque no queda claramente definido, pues el desarrollo de este concepto y su aceptación en el mundo católico fue algo posterior, queda plasmado de una manera más clara que en los escritos que probablemente le servían de fuente. Más adelante tendremos ocasión de hablar de ello. Entre el mundo sobrenatural y el natural existe un territorio concebido como campo de batalla o “tierra de nadie” en el que las fuerzas celestiales e infernales se disputan las almas de los difuntos. Si la disputa no pueda resolverse, se lleva el caso a un tribunal, generalmente presidido por Dios, el Juez Supremo, aunque a veces, en la hagiografía mariana, lo puede presidir su madre, la Gloriosa. El alma, mientras tanto queda en suspenso en esta tierra de nadie. El cielo, la parte buena del mundo sobrenatural, es presentado como un reino, presentación que se apoya en las propias palabras de Jesús. Es allí donde se toman las decisiones sobre el destino final de las almas (Milagros: 93-95, 168-172, 2098-213, 256-260, 264, 811-814). Gonzalo de Berceo lo presenta como “un seguro logar” (581c, 602d) “do el bien nunqa fina”. Así pues, el cielo, presentado como un reino cristiano, era un lugar seguro para los oyentes de las obras de Berceo. No podía ser de otro modo si consideramos que el público a quien se destinaba la obra estaba formado por cristianos peninsulares. Los reinos cristianos les ofrecían la garantía de una vida segura. Por el contrario, y como se puede esperar, el infierno se presenta como un lugar poco apetecible por el sufrimiento que en él pasan los condenados “graves logares” (263d) “váratro, de deleit bien vazío” (85d), “fuego perennal” (329c), “malos suores” (197d), “mala cadena” (277d). Dos veces se describe el infierno por medio de los sentidos en esta obra: “la posada do nunqua [...] verié sol ni luna ni buena rucïada” (249 a-c), “es logar fediondo, fedionda confradía” (802c-d). Aparte de lo que le podía ofrecer la tradición cristiana y los textos que tenía a mano, Berceo, utilizó para plasmar de una manera más realista para los oyentes de su época, la propia realidad social y política de la España de su época. En estos tiempos la Península estaba ocupada por dos pueblos difícilmente reconciliables: los cristianos y los musulmanes. Desde el punto de vista cristiano de la época, que es el que nos interesa en este momento, los musulmanes (y los judíos) eran seguidores de la secta del mal, y por tanto, enemigos de los cristianos, a quienes harían todo el mal que pudieran. Veamos algunos ejemplos del trato que dan los moros a los cristianos que toman cautivos, tal como queda reflejado en otra de sus obras, la Vida de Santo Domingo de Silos:
Si comparamos las acciones de los musulmanes de la Vida de Santo Domingo con las de los diablos de los Milagros de Nuestra Señora veremos que el parecido es más que notable. El propósito de Berceo no era otro que el de presentar a los diablos de una forma fácilmente reconocible por su público, igualando a los enemigos de la esfera terrenal con los de la sobrenatural. El infierno es, pues el territorio enemigo, donde los “guerreros malos” atormentan en sus prisiones a las víctimas que capturan. Existe en los Milagros de Nuestra Señora un caso que ofrece la dificultad de no poder discernirse bien si el lugar que se describe es el infierno o el purgatorio; esto ocurre en el milagro XII, donde se narra cómo el prior de un monasterio cae al morir en un lugar que se presenta enigmáticamente como “exilio crudo e desemprado” y cuyo “príncep [...] Smirna era clamado” (295 c-d). El nombre de Smirna aparece también el manuscrito Thott, que si no fue la fuente de la obra de Berceo, está muy relacionado con ella. De este lugar lo salva la Virgen, con lo cual parece que no puede ser el infierno, pues el recate de la Gloriosa iría en contra de la tradición cristiana. El nombre proviene de una carta de San Juan en Apocalipsis II, 8-11, según explica Jesús Montoya[2]. El texto bíblico dice así: “Escribe al Ángel de la Iglesia de Esmirna: [...] No temas por lo que vas a sufrir: el diablo va a meter a algunos de vosotros en la cárcel para que seáis tentados y sufriréis una tribulación de diez días”. Esto parece haber dado pie a que se interpretara como una alusión al purgatorio. El concepto de purgatorio no se desarrolló plenamente ni fue aceptado de un modo oficial por la Iglesia hasta finales del siglo XII. Los textos que servían de fuente a Berceo pertenecían a una tradición anterior, y por tanto no pueden reflejar este concepto con claridad. No obstante, en Berceo la idea aparece más nítida; en el verso 241b, el narrador nos cuenta que el alma del cardenal Pedro fue “alos purgatorios”, mientras que los textos latinos dicen “in poenas purgatorias” (Dutton, ed. Milagros 101; Pez 13). La diferencia estriba en que Berceo ya lo define como lugar, y no como estado, como hace el texto latino. El desarrollo de la idea de purgatorio fue lento. Agustín de Hipona, cuya enseñanza es una de las bases del pensamiento medieval, aceptó la idea de un fuego purgatorio, y su autoridad hizo que el fuego fuera no de sus elementos característicos. Este fuego estaba reservado solo para purificar las almas de unos pocos hombres, y solo de pecados veniales. Gregorio Magno afirmaba que las oraciones de los vivos servían para mejorar la situación de las almas en pena. Para este papa, el lugar de expiación se encontraba en este mundo, y las almas volvían al lugar donde habían pecado para purificarse. Isidoro de Sevilla, apoyándose en Agustín enseñaba que los pecados de algunos serían purgados por el fuego, sin referirse a un lugar específico. Fue a principios del siglo XI cuando comenzó a aceptarse la idea de un lugar de expiación de los pecados cometidos en vida. En este siglo, los monjes cistercienses empezaron a celebrar la fiesta de los Fieles Difuntos, marcando así con fuerza la idea de que entre vivos y muertos existía una conexión, y de que por medio de la intercesión de los vivos se obtiene el perdón de los pecados de los difuntos. Por otra parte, Bernardo de Claraval afirmaba que existían lugares de purgación en donde se expiaban los pecados antes de entrar en la gloria eterna. Pero en quien mejor se percibe este cambio de concepto es en Pedro Comestor, uno de los teólogos más importantes de la escuela de Notre-Dame, quien antes de 1170 usaba la expresión “fuego purgatorio”, mientras que entre esta fecha y 1179 usaba solamente “purgatorio”. Fue el papa Inocencio III (1198-1216) el que, en un sermón para el día de Todos los Santos, utilizó varias veces la palabra purgatorio al referirse a los tipos de iglesia que existían, dejando sentada la cuestión. San Agustín había dividido la iglesia en dos, la peregrinante y la celestial; Pedro Comestor, en triunfante y militante. A estas dos categorías Inocencio III añadió la de iglesia del purgatorio. En el segundo concilio de Lyon (1274) el purgatorio fue finalmente institucionalizado. Nuestro clérigo riojano está, pues muy cerca ya del concepto final. El purgatorio, pues, a diferencia del cielo y el infierno, se concibe tanto como un lugar de tránsito, compartiendo esta característica con el mundo terrenal, como de cautiverio, lo que lo iguala al infierno. La “tierra de nadie” es donde el alma en tránsito, esto es, fuera ya del cuerpo en donde se alojaba, espera ser llevada a su destino final (241d); este lugar se describe como un camino, o en palabras de Berceo, “carrera” (198c); allí los diablos se apoderan de las almas que creen poseer por derecho, es decir, porque han muerto en pecado y según las reglas les pertenecen (85b-d, 163d, 197, 273), allí también los santos atormentan a los que en vida los ofendieron, antes de dejarlos en manos de los diablos (242-243); los ángeles descienden también a este lugar para recoger las almas destinadas al cielo o para disputárselas a los diablos (86, 274). A veces, es un santo quien se enfrenta a la mesnada de diablos que se llevan el alma cautiva camino del infierno para detenerlos, pues no están obrando en derecho (173, 198). Esta tierra de nadie queda plasmada en la obra con las características muy similares a las de los territorios fronterizos que existían entre los reinos cristianos y los musulmanes de la época, lugares que permanecían desiertos, sobre todo al principio de la reconquista. Allí el caminante indefenso estaba expuesto a toda serie de peligros por parte de las bandas de guerreros que salían de sus reinos a devastar las tierras enemigas. Gonzalo de Berceo nos ofrece una descripción de estas tierras en la Vida de Santo Domingo de Silos:
Berceo seguramente usaba un manuscrito en donde el alma que iba a ser rescatada se colocaba, no en esta tierra vacía, sino en el infierno. Un caso interesante de la diferencia de presentación de lugares entre Berceo y las colecciones anteriores, la podemos ver en el Milagro X de la colección de Berceo, que cuenta la historia de los dos hermanos romanos Esteban y Pedro, y cómo el primero fue rescatado por la Virgen, y logra que el papa diga una misa por su hermano, que está en el purgatorio. En el Ms. Thott se presenta el rescate del alma de Esteban de esta manera: “Post hoc dum Stephanus Domino iudice [...] in loco ubi Iudas torquebatur, qui erat quasi puteus clavis acutis prefixus circumquaque, fuisset immersus, venit iussio altissimi Dei ut anima eius rediret ad corpus” (Dutton Milagros 101). El texto de Pez describe la escena prácticamente con las mismas palabras. Gonzalo, en cambio, no llega a colocar el alma de Esteban en el infierno, sino que la presenta en el camino, haciendo así más plausible el relato: “Avíenla ya levada cerca de la posada / do [...] serié en tiniebra como emparedada” (249). Cuando llega la sentencia del juicio divino a oídos de los diablos que acompañan el alma de Esteban, estos la abandonan a su suerte, y entonces San Proyecto se hace cargo de ella:
La descripción del mundo sobrenatural en Berceo, al incluir esto que llamo la “tierra de nadie”, se presenta de una modo más coherente y realista que en sus fuentes. Por un lado se mantiene dentro de la doctrina de la Iglesia de su época, al no colocar en el infierno a los personajes que van a ser devueltos al mundo terrenal, y por otro se apoya en la visión guerrera de su lugar y época para describir de una forma, realista y alegórica a la vez, los diferentes lugares que conforman el mundo sobrenatural. La interpretación que el texto de los Milagros de Berceo nos da de los requisitos para la entrada al cielo está basada en la idea de servicio y protección dentro de la estructura jerárquica del feudalismo. La base de la interacción entre los personajes es el contrato feudal, en el cual, en pocas palabras, una parte se obligaba a servir y honrar, y la otra a premiar y proteger. En este mundo que nos presenta el clérigo riojano el ser humano puede elegir entre el servicio a dos señores, Dios o el diablo, idea que ciertamente viene del evangelio, pero que en la obra se interpreta bajo el punto de vista feudal.[3] Tras la muerte, el servicio a Dios tiene como consecuencia la entrada al reino del cielo, y el servicio al diablo conlleva el cautiverio permanente en el infierno. Ya desde el principio de la obra, el narrador se expresa en estos términos, al dirigirse a las personas que formarían su público llamándolas “vassallos de Dios” (1a). El servicio a Dios conlleva un comportamiento estipulado, conocido de todos por la predicación de la Iglesia; si este servicio no se cumple, se incurre en la ira divina, con lo cual el contrato se invalida y el hombre, desprotegido, cae en manos del enemigo. Esta ira divina, que se presenta como saña o malquerencia en los textos de Berceo, es un fiel reflejo de la ira regia, en la que podían incurrir los vasallos de un rey, y perder con ella sus fueros y privilegios; recuérdese el Poema de Mio Cid. De este modo comprenden esta relación entre los cristianos vasallos y su Señor los personajes de los Milagros: “Sennor, los tos amigos en el mar fallan vados / a los otros en seco los troban enfogados” (456c-d). La forma de recuperar la gracia divina, cuando esta se pierde, es por medio de la penitencia: “Si pecavan los omnes, fazién bien penitencia, / perdonávalis luego Dios toda malquerencia” (504 a-b). Por otra parte, de acuerdo con el concepto de “más valer” el fiel vasallo de Dios, gracias a su servicio, no solo se consideraba mejor, gracias a la gracia que recibía, sino que también engrandecía su entorno:
También en la Vida de Santo Domingo el concepto de más valer es utilizado como tema. Gimeno ha estudiado su desarrollo:
El diablo, por su parte, tiene sus vasallos, y a ellos protege, de acuerdo con la ley feudal, mientras que considera a los vasallos de Dios como enemigos:
Si un ser humano bautizado firma un contrato con el diablo, invalida su vasallaje a Dios y su alma pasa a pertenecer al reino del infierno, a no ser que este documento se rompa y se haga un nuevo contrato con Dios. Es esto lo que hace exclamar a Teófilo en el Milagro XXIV: “si non cobro la carta qe fici por mi mal, / contaré que non só quito del mal dogal” (800 c-d). No debemos olvidar que el mundo feudal, legalista en extremo, basaba el concepto de interacción social en los contratos que determinaban la situación de cada persona dentro de una estructura jerárquica, que, por otra parte, se concebía como reflejo de la estructura que existía en el mundo sobrenatural. El momento de la muerte decide el puesto que el ser humano ocupará, ya de modo permanente, en el mundo sobrenatural de acuerdo a su estado contractual. Es este un momento decisivo que hace que el personaje pase de un mundo móvil, en el que puede definir y redefinir su posición como vasallo, a otro inmóvil en el que el cambio ya no es posible. Si un personaje del mundo terrenal cumple como buen vasallo, Dios le dará un puesto en su reino. Si, por el contrario, incurre en la ira regia, el Señor lo abandonará, dejando que caiga en manos de los enemigos, que no tardarán en apoderarse de él y llevarlo cautivo a sus territorios. Es tal la importancia de este momento, que en los Milagros el narrador continúa muchas veces el relato con una especie de coda que nos cuenta el fin de la vida del protagonista, aunque ya no existan necesidades literarias para ello, ya que el argumento del milagro en sí ha sido narrado. En estas codas se presenta, por lo general, un final feliz (99, 157, 219, 234, 303. 315), que sirve de ejemplo al auditorio. Aun cuando la fuente en que se basa no indica el paradero final de un personaje, el narrador no puede resistir la tentación de relatar su último destino, aunque sea basándose en conjeturas:
Saugnieux, en su estudio sobre la economía de la salvación en Berceo, señala la obsesión de este escritor con la muerte: Sabe que llega un momento en que el mismo arrepentimiento ya no puede salvar al pecador: “Respondrá el diablo: tardi vos acordastes, / Quando poder aviedes esto non lo asmastes” (Loores 186). De este tema de la salvación [...] ha hecho el poeta motivo de casi todos sus escritos, pero de modo muy particularmente notable lo ha tratado en los Milagros.[5] El grupo de los vasallos del diablo está compuesto por los bautizados que reniegan de su vasallaje con Dios y por los infieles, en especial los judíos:
De hecho, todos los judíos que aparecen en los Milagros, excepto el “judiezno” son servidores del diablo. En el milagro XXIV, Berceo retrata a un judío entrando en la tienda del rey del infierno:
Este vasallaje no es necesariamente definitivo, pues el mundo terrenal es móvil; el judío puede entrar en vasallaje con Cristo (696 c-d). De hecho, el ficticio narrador de los Milagros presenta una plegaria para lograr la conversión de los vasallos del diablo antes de comenzar a narrar el Milagro XVIII: “Ella ruegue a Christo por los pueblos errados” (412d). Aparte del servicio a Dios o al diablo, servicio que refleja la concepción cristiano-feudal y guerrera de la salvación, aparecen otros tipos de servicio en los Milagros, el servicio que se rinde a los santos. En varias instancias los santos actúan dentro de su papel de señor obligado a intervenir a favor de sus servidores. El contrato que un personaje tiene con un santo no cambia de ninguna manera el que tiene con Dios. El santo, sin embargo, siente la obligación de proteger e interceder por su servidor ante Dios o ante la Gloriosa, y de protegerlo contra las trampas del diablo, pero la intervención de este señor feudal no es siempre eficaz por sí sola. Sin embargo, la obra nos presenta un tipo de servicio feudal cuya eficacia sí es garantizada: el que se rinde a la Gloriosa. Este servicio es, de cierta forma, independiente del que se rinde a Dios, como lo parecen demostrar las palabras que la Virgen dirige a un vasallo suyo pecador: “Traes Teófilo, rebuelta pleitesía; / bien lievé la mi fonta, bien te la perdonaría, /mas a lo de mi Fijo bien no me trevería” (787)[6]. El vasallaje a la Gloriosa, al igual que el que se rinde a los demás santos, obliga a esta señora celestial a una correspondencia hacia el alma que le queda encomendada, pero es esta una correspondencia de mayor alcance, pues ella, al contrario de lo que sucede con los demás santos, puede premiar con la gloria eterna a sus vasallos, como indican sus palabras: “recebí de ti siempre servicio e amor, /darte quiero el precio de essa tu lavor” (126c-d). Del mismo modo que un cristiano puede incurrir en la “ira regia” al romper su contrato con Dios, la desobediencia a la Gloriosa puede hacer que un personaje caiga en su “saña” con consecuencias terribles, como ocurre con el obispo del Milagro IX:
Mientras el ser humano se mantenga dentro de los parámetros del servicio a Dios, su salvación –entrada al Reino de los cielos– está asegurada, pero cuando el personaje que sirve fielmente a la Gloriosa no cumple con el contrato que con Dios tiene, se crea un conflicto que debe resolverse en el relato. La solución de este conflicto es el argumento de algunos de los Milagros de la obra (II, CI, XII, XVII, XX, XXI, XXIV). El mundo sobrenatural se presenta como reflejo de la jerarquía feudal y se adapta a la situación histórica, social y artística de la España del siglo XIII. El puesto preeminente pertenece a Dios, supremo jerarca, pero el poder de la Gloriosa es ilimitado, pues la voluntad divina no le es nunca contraria. Debajo de ellos están los otros seres celestiales (ángeles y virtudes) y los santos, que ocupan lugares importantes en el cielo, comparable a los de la nobleza en los reinos cristianos. Fuera del cielo, pero dentro del mundo sobrenatural están Belcebú y los demás diablos, y Judas y los condenados, formando a su vez una jerarquía. En el purgatorio se presenta igual jerarquía: Smirna reina sobre las ánimas cautivas. En el mundo terrenal coexisten los seres humanos agrupados bajo su propia jerarquía y conectados con el mundo sobrenatural como vasallos del cielo y del infierno, por un lado los cristianos y por otro los judíos y los renegados. La posición de los seres sobrenaturales no cambia, pues al estar en un mundo inmóvil su jerarquía es definitiva. Esta posición define la norma de su comportamiento; no ocurre lo mismo en el mundo terrenal, en el que los personajes tienen la libertad de servir a uno u otro señor, ganando o perdiendo gracia y valer, y decidiendo así su futuro. En los Milagros de Berceo el vasallaje y sus consecuencias se pueden reducir a ciertas leyes básicas que rigen la dinámica del mundo de los relatos en esta obra. Según la ley feudal, el servicio del vasallo hacia su señor lo hace merecedor del galardón y de la protección; el señor, pues, está obligado a premiar los servicios del vasallo y a respetar y hacer respetar sus derechos. El punto en que se define la posición final del personaje terrenal en el relato es la muerte, es decir, el paso del mundo móvil al fijo. Es en este momento cuando se galardona al vasallo fiel con su entrada en la corte celestial o, por el contrario, se expulsa al personaje desleal al destierro eterno. Existen cuatro tipos de servicio posibles en la obra: el servicio a Dios, el servicio al diablo, el que se rinde a la Virgen y el que se rinde a un santo. En este mundo no se concibe un personaje que habite el mundo que no esté sujeto a un contrato de vasallaje, es decir, que viva sin fueros y sin leyes. Esta concepción es también fiel reflejo de la del mundo terrenal: toda persona tiene sus fueros y está sujeto a alguna ley. Las posibilidades del servicio y su reciprocidad, desde el punto de vista de la salvación cristiana, según se desprende de los relatos los milagros marianos, y en consecuencia, en los que presenta Berceo, es la siguiente:
Así pues, tenemos que la protección más importante que un personaje del relato puede tener es la de la Gloriosa, superior a la de los santos, por garantizar la salvación, y la única que puede contrarrestar la falta de protección de Dios. El personaje más importante de la obra, la Gloriosa, es el único que aparece constantemente por toda la obra, tanto en los textos que enmarcan la obra, como en las narraciones. Además de actuar en persona, lo hace a través de sus imágenes. El texto no ofrece descripciones detalladas de su aspecto físico, sin embargo, de vez en cuando nos muestra cómo se presenta ante los demás seres, engrandeciéndola, al igual que se hace en los cuentos maravillosos tradicionales, con atributos tales como vestuario (468 a) y objetos que lleva en las manos, como por ejemplo en los versos (59 a-b): "Apareció·l la madre del Rey de Magestad / con un libro en mano de grand clartidat". El manto es, sin duda, entre los objetos íntimamente relacionados con la Gloriosa, el que más se nombra en la obra. En él se reflejan las tres cualidades temáticas que Gonzalo de Berceo repite constantemente en la obra: grandeza, por ser obra angélica (610 a-b), poder, que es tanto que el autor no cree que existan palabras para ponderar sus virtudes (614), y que sirve como arma contra las fuerzas del mal (469 a), y piedad, pues bajo él no solo se acogen los mortales (448 b-c, 609 c), sino hasta su propia corte (612 a-b). La única parte del cuerpo en la que el autor se fija son sus manos, que aparte del ejemplo anterior aparecen dos veces en el Milagro VI como arma de defensa. Como ser sobrenatural de gran poder, puede la Gloriosa mostrarse en el mundo terrenal como una visión, con lo cual es vista y oída o solo dejar que se oiga su voz, sin que pueda ser vista. Cuando aparece, su persona se encuentra envuelta por un gran resplandor "más que estrella" (256 a) o rodeada de luces (490 b). Esta luminosidad desde antiguo fue utilizada en las artes representativas como signo de divinidad, de santidad o de poder. La Gloriosa, como reina de los cielos, se rodea de su propia corte, formada por un coro de vírgenes (29 c-d, 168 c-d), cuando está en su palacio o va a visitar a su hijo, o acompañada de ángeles (529 c-d) cuando sale al mundo terrenal. Pero su poder es tanto que muchas veces aparece sin compañía alguna, incluso para luchar contra el diablo, como ocurre en el Milagro XX. La Gloriosa se presenta en la obra bajo una doble perspectiva: como una reina y como madre. Como reina se presentan sus sentimientos bajo la dicotomía benevolencia-saña, que marca la relación feudal entre ella y los demás personajes, ya sea como reacción a un servicio o a una ofensa. La benevolencia -el amor regio- es quizá el punto que más subraya Gonzalo de Berceo; en ningún caso un servicio hecho a la Gloriosa queda sin recompensa, y gracias a su grandeza, esta recompensa es siempre mucho mayor que el servicio, de hecho, garantiza la entrada a su reino. Los ejemplos abundan por toda la obra, ya que esta idea constituye el tema central de la hagiografía mariana. Por otra parte, la capacidad de mostrar saña, es una de las cualidades que más nos llaman la atención en nuestros tiempos. Cuando un vasallo perdía el favor real caía en lo que se llamaba la ira regia, es decir, la saña. Esto conllevaba la ruptura de relaciones e incluso el destierro. El mejor ejemplo que tenemos en nuestra literatura lo encontramos en el Poema de Mio Cid. Gran parte de la obra se basa en el afán con que Rodrigo intenta recuperar el favor real perdido. Esta reina por excelencia, no puede comportarse de otra manera dentro de los parámetros feudales de la obra. Si el servicio de sus vasallos despierta en ella la benevolencia, las ofensas, o sencillamente el incumplimiento del servicio, causará su saña. De esta manera se muestra en la obra: "Tóvose la Gloriosa mucho por afontada" (383 c), "pesól de corazón, fo ende despechada" (384 c), mostró qe del servicio non era muy pagada" (882 c). Esta saña se puede dirigir al diablo, enemigo suyo por excelencia, demostrando así su poder, pues siempre lo vence (477-478), pero su actitud ante este ser malvado puede tomar la forma de desprecio, como signo de grandeza, negándose a desafiarlo, de acuerdo con la costumbre feudal según la cual se consideraban deshonrosos los retos entre personas de diferente alcurnia: "non te riepto, ca eres una cativa bestia" (92 b). Los calificativos que la Gloriosa emplea para dirigirse a los que la ofenden muestran muy bien su saña: "Don suçio, don maliello" (801 a), "don renegado malo, de Judas muy peor" (779 c). La forma en que los seres humanos pueden aplacar a esta reina y hacer que pase de la saña a la benevolencia es por medio de la súplica y de la penitencia, pues, como dice el narrador, "nunca falleció / a qi de corazón a piedes li cadió" (227 a-b). Este comportamiento queda bien reflejado cuando los tres caballeros del Milagro XVII le suplican que los perdone: "La duenna pïadosa qe fue ante irada / fue perdiendo la ira e fue más amansada; / perdonólis la sanna qe lis tenié alzada" (395 a-c). Esta propensión a la benevolencia, siempre que se cumplan las reglas, se basa en su función de madre. Como reina tiene la facultad de negarse a recibir como vasallo a quien la ha ofendido, pero como madre se muestra siempre inclinada al perdón. La maternidad de la Gloriosa es doble. Por un lado es madre de Dios, y así se presenta siempre que se le pide que se identifique: "Yo só Sancta María / madre de Jesu Christo qe mamó leche mía" (109 a-b), "Yo só [...] la madre de Dios vero" (309 c), "yo só la qe parí al vero Salvador" (487 b). Estamos ante la presentación literaria de la Theotocos, cuya representación escultórica o pictórica, es típica del románico: la Virgen entronizada con el Niño en los brazos. Pero a partir de la enorme relevancia que el culto mariano tuvo, gracias a la difusión de las obras de san Bernardo, la Virgen comenzó a ser concebida como madre del género humano. Esta concepción de María como madre de Cristo y de los hombres proviene de la humanización de Cristo y de María que se fue desarrollando durante la Edad Media. San Anselmo explicaba que los seres humanos, al compartir el dolor de la Virgen en la contemplación de la pasión de su Hijo, también comparten el derecho de ser hijos suyos[7] y San Bernardo llevó más adelante esta idea insistiendo no solo en los lazos maternales que la Virgen tiene con la humanidad, sino también en la relación fraternal entre los hombres y Cristo. Berceo, en los Loores, utiliza esta idea al dirigir una plegaria a la Gloriosa: [el ruego] se apoya también, de acuerdo con la técnica emotiva característica de la obra, en el sentimiento que hace de María madre de los hombres: "Barones e mug(i)eres por Madre te catamos, / tú nos guía, Sennora, co(m) tus fijos seamos" (estr. 218) [...] María aparece entonces [...] como la madre cariñosa, cuyo afecto, entretejido por sentimientos y emociones con el afecto de los hombres, vela por estos, y por éstos se preocupa.[8] Esta forma de presentar a la Virgen es típica, por otra parte, de los milagros marianos a partir de los comienzos del gótico y del movimiento cisterciense y se aleja de la mariología de san Ildefonso, como ha señalado Jesús Menéndez Peláez.[9] Volvemos, pues a los orígenes: Esa entidad femenina que reinó en tiempos prehistóricos en el imaginario colectivo bajo lo que hoy llamamos la Gran Diosa Madre, vuelve a manifestarse en el mundo medieval cristiano, con casi igual grandeza, poder y piedad, en el mundo cristiano medieval, y desde entonces no ha desaparecido ni dejado de engrandecerse. Baste recordar que no hace demasiados años, si se piensa en el amplio ámbito histórico que aquí se pretende presentar, la Iglesia Católica convirtió en dogma la Inmaculada Concepción y la Asunción, igualando su figura a la de su Hijo. Desconocemos el alcance que tuvo la obra de Gonzalo de Berceo en su tiempo, pero lo que sí podemos afirmar es que en sus Milagros plasma de forma muy acertada la tradición hagiográfica mariana, adaptándola al auditorio de su época, y esto lo hizo de forma magistral utilizando la técnica de mostrar el mundo del más allá según los parámetros del más acá, y creando así un mundo cercano y comprensible, regido por unas leyes no muy diferentes de las que rigen ese mundo de "nunca jamás" de los cuentos. Pero Berceo no escribía cuentos. Creía y esperaba que se creyeran las historias que contaba. Su labor sobrepasa este nivel y sobrepasa también el nivel de la leyenda, al presentar un mundo fuertemente trascendental pare el ser humano. Trabaja el mito, concebido como una verdad trascendental puesta en forma narrativa. Sin pretender originalidad, cosa impensable para la mentalidad de su época (y él mismo se consideraba un eslabón más en la cadena de transmisión de los milagros que narra), la consiguió, trabajando textos tradicionales, gracias precisamente a la mitologización de la Virgen María. Gimeno Casalduero, Joaquín. La creación literaria de la Edad Media y del Renacimiento. Su forma y significado. Madrid: Ediciones Purrúa Turanzas, 1977. ______________. El misterio de la Redención y la cultura medieval: el "Poema de Mio Cid" y los "Loores" de Berceo. Murcia: Academia Alfonso X el Sabio, 1988. Gonzalo de Berceo. Vida de Santo Domingo de Silos. Ed. Teresa Labarta de Chaves. Madrid: Castalia, 1972. ______________. Milagros de Nuestra Señora. Ed. Claudio García Turza. Logroño: Colegio Universitario de la Rioja, 1984. Grassotti, Hilda. Las instituciones feudo-vasallísticas en León y Castilla. 2 vols. Spoleto: 1969. Menéndez Peláez, Jesús. "La tradición mariológica en Berceo." Actas de las II Jornadas de Estudios Berceanos. Ed. Claudio García Turza. Logroño: Instituto de Estudios Riojanos, 1981: 113-127. Montoya, Jesús. Las colecciones de milagros de la Virgen en la Edad Media: El milagro literario. Granada: Universidad de Granada, 1981. Sánchez Albornoz, Claudio. “Berceo, horro del impacto islámico.” España, un enigma histórico. 2 vols. Buenos Aires: 1956. I 423-438. Saugnieux, Joël. Berceo y las culturas del siglo XIII. Logroño: Institutos de Estudios Riojanos, 1982. Valdeavellano, Luis G. de. “Les liens de vassalité et les immunités en Espagne.” Les liens de vassalité et les immunités. Paris: Dessain et Lora, 1983. 223-255.
[1] Utilizo la edición crítica de García Turza. Indico entre paréntesis el número de la estrofa, y si es preciso, con una letra, el verso. [2] Las colecciones de milagros de la Virgen en la Edad Media, 129, nota a 295d. [3] El vasallaje a lo divino queda claramente explicado en Claudio Sánchez Albornoz (423-438). Para un estudio sobre las relaciones feudales en la España medieval, véanse la obra de Hilda Grassotti y el artículo de Luis G. de Valdeavellano. [4] Creación literaria, 72. [5] Culturas, 10. [6] García Turza no acentúa el vocablo lieve. Considero esto una errata, ya que siempre pone el acento ortográfico sobre las formas verbales agudas en su edición. Corrijo, pues, la errata. [7] Cf. Gimeno Misterio p. 72. [8] Ibid. 248-249. [9] P. 120.
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