Iglesia de San Gerónimo (Los Jerónimos) de Madrid. Boceto para "restauración del ábside".

 

 

RESUMEN

Este trabajo es una aproximación a la cultura política del progresismo español en la época de la revolución liberal a partir, esencialmente, de las propuestas ideológicas de uno de los grandes líderes de esa opción durante los años treinta, Joaquín María López. A tal efecto, se analizan las utopías del primer liberalismo, su reformulación en el proyecto progresista y las críticas surgidas desde la opinión pública moderada. Se estudian los supuestos morales, políticos y sociales que articulan la visión progresista en torno a las relaciones entre la sociedad civil y la esfera pública.

Palabras clave: Liberalismo, revolución liberal, cultura política progresista, opinión pública moderada.

This article is an approach to Spanish progressive political culture in the age of the liberal revolution. It is based essentially on the ideological proposals made by Joaquín María López, one of the main progressive leaders in the 30’s (19th century). The article also analyses early liberal utopias, its reformulation in the progressive project and the criticisms expressed by moderate public opinion. This paper studies moral, political and social assumptions which integrated the progressive ideology on the relationships between civil society and public sphere.

Key words: Liberalism, Liberal Revolution, progressive political culture, moderate public opinion.

 
 

 

I. A finales de la década de 1830, Juan Donoso Cortés organizó a través de la prensa una agresiva campaña contra el progresismo. Desde las páginas de El piloto, el director político presentó a la opinión pública moderada lo que consideraba que eran los rasgos esenciales del partido rival. Lo primero que llama la atención es su insistencia en definirlo como “partido democrático”. Para Donoso Cortés esto significaba una opción que proclamando la libertad había renunciado al orden al proponer como núcleo básico un “terrible Leviatán”, el pueblo. Este principio no podía dar lugar más que a “un sistema reaccionario que, si bien se mira, no está en contradicción con el despotismo porque le combate, sino porque le traslada, viniendo a reclamar estos modernos absolutistas para la muchedumbre la misma omnipotencia social y los mismos derechos imprescriptibles, que los absolutistas de otros tiempos reclamaban en nombre de Dios para los reyes1. Era “el representante del despotismo mediato o inmediato de la muchedumbre; es decir, el representante de la omnipotencia de la cámara electiva o de la omnipotencia del pueblo”.

Donoso Cortés pretendía fijar con esos artículos unas fronteras supuestamente evidentes entre las dos opciones políticas que se reclamaban liberales. La estrategia retórica desplegada para tal fin, la comparación dicotómica entre dos alternativas irreconciliables, podía ser circular y simple, pero no carecía de contundencia. Se trataba de desacreditar el progresismo de tal manera que, a través del contraste, se realzara el “partido monárquico” como partido del trono, del orden, del buen gobierno, defensor de la tradición y costumbres españolas y arraigado en “la clase media, especie de aristocracia compuesta de todas las aristocracias existentes, a saber: la del talento, la heráldica y la de la fortuna”2. Por supuesto, la argumentación donosiana ni era en sí misma una novedad, ni sería la última reflexión al respecto. A la altura de 1839, los enfrentamientos ideológicos y políticos entre ambas propuestas tenían una historia, si no amplia, al menos intensa; una historia, de la que el espacio público, tanto más que la tribuna parlamentaria, había sido protagonista de excepción. No obstante, la escritura de Donoso tenía el mérito de crear algunos de los “lugares comunes” por los que discurriría durante años la percepción que del progresismo se hicieron muchos grupos socialmente acomodados. Además, su palabra se recubría con la fuerza de un discurso plenamente moderno y al margen de viejos y caducos postulados. Por último, su crítica apuntaba también hacia el pasado del liberalismo español, con la pretensión de borrar de esta tradición toda la carga de utopía transformadora que había significado.

El lector de tales artículos quedaba atrapado en la red de caracterizaciones que un día sí y al otro también dejaba caer Donoso sobre lo que denominaba “la amenaza del progresismo”3. Había que descalificar política y moralmente esta opción, y la mejor manera era negarle todo indicio de respetabilidad. El “partido” era “revolucionario”, “anárquico”, “desorganizador”, incapaz de generar la confianza de la Corona y promotor de levantamientos sin fin con el único objeto de acaparar el poder. Anclado en la “escuela filosófica del siglo XVIII”, pretendía “organizar la sociedad a priori y en virtud de ciertos principios abstractos” que giraban en torno al “gobierno de la muchedumbre”. Su propósito era conmover el Estado hasta en sus más hondos cimientos (la monarquía y la religión) por medio de una revolución social y realizar de este modo su verdadero ideal, “el gobierno del populacho para el populacho y por el populacho”; porque esa era la verdadera faz que para las “personas decentes” escondía la apelación al pueblo como soberano. Para ganar las simpatías populares, no sólo pretendía la “extensión del derecho electoral hasta las fronteras del proletarismo”, sino que, peor aún, impulsaba “un sistema desastroso”: “la abolición de los diezmos, las reformas hechas o intentadas en nuestra antigua legislación sobre los mayorazgos, la famosa ley de señoríos”4 y la desamortización civil y eclesiástica. Resultaba también evidente para Donoso Cortés que todo ese esfuerzo transformador era vano. El progresismo se enajenaba tanto a la “clase alta de la sociedad” como a la “clase media”:

“la clase media no puede simpatizar con un orden de cosas en que se conceden a las turbas los mismos derechos que a sus individuos; no puede simpatizar con un orden de cosas en que, haciendo la ley iguales entre sí a los que saben y a los que ignoran, a los que tienen mucho y a los que tienen poco o nada tienen, consagra una desigualdad real proclamando una igualdad aparente. Esa desigualdad entre individuos a quienes la educación, el talento o la fortuna han hecho desiguales, es un escandaloso privilegio: este es su verdadero nombre”5.

Sin el apoyo de las clases sociales, el progresismo disponía a lo sumo del favor de individuos movidos por pasiones destructoras, surgidas de la faz más horrible de la modernidad: la muchedumbre, el populacho. Por consiguiente, la apelación al pueblo como soberano implicaba tanto una aberrante distorsión de la realidad social como la introducción en la sociedad y en la política de la “revolución permanente”. Al fin y al cabo, de ese pueblo imaginado estaban ausentes “todos los que se distinguen por sus adelantamientos en las ciencias, y todos los que han heredado de sus mayores o adquirido con el sudor de su frente una inmensa fortuna”. Para frenar la revolución sólo cabía una alternativa, el triunfo de los “hombres monárquicos”, los únicos identificados con el conjunto de la sociedad y capaces de homogeneizarla políticamente: el clero, por la defensa de la religión; la clase más acomodada de la sociedad, porque se le aseguraba “una intervención preponderante en los asuntos políticos”; las clases aristocráticas, que podían conservar su posición eminente; los “hombres entendidos”; y, finalmente, el verdadero pueblo, cuya obligación era “respetar en todas sus reformas los intereses creados, respetar la propiedad de los particulares”6.

Despojado de todo atisbo de respetabilidad y excluido de fundamentos sociales, la crítica donosiana desplazaba y expulsaba el progresismo del verdadero liberalismo. ¿Cómo podían reivindicar ante la opinión pública la dignidad liberal hombres que confundían la libertad con la omnipotencia ilimitada del populacho y que destruían la monarquía constitucional con su absolutismo asambleario? El liberalismo significaba ante todo seguridad individual de las haciendas y de las vidas, gobierno fuerte como condición de existencia de la propia sociedad y defensa de los intereses creados. Decididamente, todo lo contrario de lo que defendían los progresistas, congelados en un tiempo ya pasado procedente de la Constitución de 1812, “entendimiento esclavo de aquellas anárquicas doctrinas que aparecieron en los malos tiempos de la república francesa”7. Había, en fin, “un abismo sin puente” entre “los hombres monárquicos” y los progresistas: aquél que separaba la democracia y las convulsiones sociales de un mundo regido por el orden y la monarquía.

La capacidad de convicción de Donoso Cortés dependía de una serie de argumentaciones compartidas por la opinión pública moderada. Como he señalado anteriormente, su crítica no introducía aportaciones novedosas desde el punto de vista semántico e ideológico. Sus artículos tenían la habilidad, en todo caso, de identificar al progresismo mediante términos, aunque políticamente falsos y simplistas, muy aptos para la descalificación del adversario -“demócrata”, “anárquico” o “desorganizador”- porque simbolizaban lo que era más temido. En esta línea, exponía con contundencia la identidad de los progresistas con la democracia, la violencia revolucionaria, el gobierno de la muchedumbre “hasta las fronteras del proletarismo” y las amenazas a los privilegiados de la fortuna y de la sangre. Esta retórica política era ciertamente consecuencia del miedo a la revolución. Pero más aún era resultado de las incertidumbres y desasosiegos que en el mundo conservador había creado el actor político responsable de la revolución: unos fanáticos más o menos respetables que habían osado despertar a las masas del “sueño de la inocencia”. La coherencia de Donoso Cortés en este punto le llevaría incluso a polemizar con otros moderados. Como le señaló a Andrés Borrego, la mejor práctica política en relación con las clases subalternas era el silencio. No sólo debían estar ausentes del Estado, sino que tan siquiera debían ser nombradas en la esfera pública, y mucho menos debía apelarse a ellas como hacían los progresistas con su constante invocación a la “voluntad del pueblo”8. Eran todas ellas estrategias peligrosas porque destruían la estabilidad social.

Los vínculos entre progresismo y revolución se mantuvieron apenas sin cambios en la retórica moderada. En realidad, hasta la época de la Restauración no hubo reflexión procedente de esa orientación política que no recorriera la senda trazada hacía décadas. La respetabilidad social y económica de la mayoría de los líderes progresistas no era garantía suficiente de consideración política. Su liberalismo era en sí mismo sospechoso; y sospechoso en virtud de dos presupuestos clave, la revolución y la Constitución de 1812.

En primer lugar, los progresistas no habían asumido lo que a todas luces era evidente, que la revolución había concluido con la emancipación política de la sociedad, que una vez destruido el poder absoluto había llegado la hora de organizar la libertad a través del principio de la autoridad9. Incluso gente como Andrés Borrego o Nicomedes Pastor Díaz, para quienes la revolución podía haber sido hasta cierto punto necesaria10 o estaban dispuestos a admitir la validez de las reformas introducidas y a reconocer la legitimidad de los intereses creados por ellas11, negaba al progresismo toda capacidad para construir, desde las ruinas del viejo orden, un futuro de armonía social habida cuenta de su imposibilidad de avanzar con el curso de la historia. Como escribió Borrego a mediados de los años cincuenta, “el partido progresista representa la protesta, la anatema, la insurrección contra todo nuestro pasado histórico. El valor de su idea es puramente revolucionario; opera sobre la sociedad, como la piqueta en los edificios, y su poder es semejante al de los huracanes, que si bien purifican, a veces, la atmósfera, nunca bajo su azote logran sazonar los frutos de la tierra”12.

La revolución “permanente” que auguraba Donoso Cortés en caso de que en las elecciones de 1839 y 1840 triunfara esa opción, al igual que la metáfora de Borrego quince años después, no era más que el resultado inevitable, e indeseable, de la subordinación del progresismo a unos principios abstractos, caducos y extraños a las costumbres y tradiciones nacionales. Esos principios procedían directamente del primer liberalismo español, el de la Constitución de 1812. El círculo de la sospecha se cerraba, en consecuencia, con la imagen de un eterno retorno al sistema democrático que el código gaditano había levantado. De esta forma, se negaba a esta alternativa liberal no sólo capacidad de evolución ideológica y política, sino también credibilidad a la hora de desplegar los cambios introducidos en 1837 en el edifio constitucional. Donoso Cortés en los años treinta, Pastor Díaz en los cuarenta y Borrego en los cincuenta definirían única y exclusivamente el progresismo como partidario de la escuela de Cádiz, por muchos esfuerzos que éste hiciera por abandonar el modelo político de 1812.

Desde sensibilidades distintas, los moderados construyeron su particular visión de Cádiz. Las Cortes de 1810 y su gran obra, la carta magna, se envolvieron en un halo de condena sin paliativos. Contaban para ello con toda la revisión que el liberalismo de orden europeo y español había formulado años antes tanto a 1789 como a 1812. No obstante, el continuado empeño moderado desde la década de los treinta por revisar y distanciarse del primer liberalismo acabó plasmándose en una retórica que más que borrar todo recuerdo incitaba a imaginar 1812 como el mito democrático por excelencia, y a los progresistas como los propiciadores de la democracia española.

Porque el contenido democrático de la constitución gaditana era lo que más horrorizaba a los moderados, era también el primer aspecto sobre el que llamaban la atención de sus lectores. Había quedado en el olvido aquel Donoso Cortés, que en agosto de 1834 había escrito en una extensa nota de su folleto Consideraciones sobre la diplomacia que, aunque “el principio democrático dominó, y no pudo menos de dominar en la Constitución de Cádiz” y debía ser considerada por tanto como “un hecho imposible en la sociedad”, “el filósofo” debía pensarla como un hecho “glorioso en nuestros anales, y que allí la respeta y la admira como un monumento magnífico de libertad, de independencia y de gloria”13. El público de El Piloto sólo encontraría la recusación de ese principio -la soberanía nacional y la voluntad del pueblo-, perversión radical de la razón y origen del caos social. Con menor crudeza, pero con la misma finalidad, Andrés Borrego explicaría cómo lo que el código gaditano consagraba no era el sistema representativo inglés o francés sino el régimen democrático.

Junto con la denuncia del “despotismo de las turbas”14, el otro aspecto básico en la visión moderada era el rechazo del contenido social y, más todavía, de un sistema que construía la política como la instancia decisiva del cambio social. Borrego logró condensar estas críticas en una frase especialmente significativa: en Cádiz prevalecieron las ideas de Argüelles sobre las de Jovellanos. El sistema de 1812 implicaba un “espíritu contrario al influjo y regalías de las clases privilegiadas” al no dar cabida “a todos los intereses y hechos sociales existentes a la sazón en España”. El resultado de ello, se lamentaba Borrego, fue que en realidad “no hemos modificado” la sociedad antigua, como era la aspiración de toda la “opinión nacional” en 1808, “sino que hemos cambiado enteramente, alterando una organización de siglos”. En lugar de oír esa opinión favorable a la creación de instituciones intermedias, el liberalismo español nació “divorciándose de los sentimientos y de los hechos que tenían arraigo en nuestro suelo; desechando la cooperación de la sociedad constituida y aspirando a construir una nueva”. Los liberales, con la “bandera que inscribía en su trapo soberanía nacional, libertad de discusión, igualdad civil y perfectibilidad humana”, se lanzaron a la guerra “contra las clases constituidas que formaban la armazón de la secular sociedad española”. Aquí comenzaron los desvaríos de unos y de otros. De unos, los serviles y los que habían invocado “una libertad indígena con sus frailes, sus canónigos, sus mayorazgos, sus hermandades y cofradías, que todas esas cosas caben dentro de la verdadera libertad”, porque no supieron manifestar su protesta de forma inteligente, es decir, no elaboraron “un liberalismo histórico y católico y si se quiere hasta monacal”. De haberlo hecho, “el liberalismo enciclopedista no habría podido resistirlo”. De otros, los liberales, porque su proyecto político cuestionaba “las jerarquías sociales legadas por la historia y que forman la fisonomía peculiar de España” 15 y a la larga cometieron “el error de equivocar el fin y objeto de la victoria con el instrumento que debía procurarla. La libertad y la revolución son dos cosas muy diversas, que la propagación de las ideas francesas en el mundo han confundido para mal y castigo de la humanidad”16.

Según Borrego, como tantos otros moderados desde los años treinta, Jovellanos comprendió, a diferencia de Argüelles, que el liberalismo y la revolución eran dos procesos históricos distintos. Las reformas eran necesarias, por supuesto. Pero esas reformas debían haberse desarrollado “sin necesidad de romper la armonía, ni alterar la solidaridad existente entre las diferentes clases de que se componía el pueblo español”:

“La esencia del cambio consistía en la introducción del principio de libertad de pensamiento y de iniciativa individual, cambio que, para ser eficaz, reclamaba la completa admisión de la forma de gobierno representativo, como medio de asegurar la espresión (sic) sincera de la voluntad y de las aspiraciones de la nación, pero cambio que no exigía la perturbación radical de las condiciones de nuestra existencia ni la ruptura de los vínculos de armonía que unían a las diferentes clases del Estado”17.

Los progresistas bebían directamente de esas fuentes terribles y, en consecuencia, sus aspiraciones conducían a unos principios “contrarios en su esencia a lo que ha dado de sí en España su tradición histórica”: negar o entorpecer la supremacía del Papa en materias eclesiásticas, privar a la Corona de toda autoridad, descentralizar completamente el poder, armar al pueblo y “desamortizar y fraccionar la propiedad hasta lo infinito”18. Por el contrario, el proyecto moderado en la perspectiva de Borrego aspiraba a:

“que el Estado, que el Gobierno, no deben tener más poder que el absolutamente necesario para la protección y fomento de los intereses comunes, y que la legislación ha de intervenir lo menos posible en todas aquellas cosas que los ciudadanos sean aptos para arreglar entre sí. Este principio se extiende a no perturbar innecesariamente el estado de relaciones existentes entre los individuos de una nación, a respetar los hechos existentes cuando no causan perjuicios reconocidos y un mal general. Y en el orden de estos hechos la propiedad y las influencias morales establecidas por las costumbres ocupan el primer lugar. Donde no existen privilegios de clase, desigualdad de derechos civiles, monopolios esclusivos, usurpaciones reconocidas en perjuicio del pueblo, la influencia suave y puramente moral de las clases acomodadas es siempre benéfica y provechosa para este mismo pueblo”19.

El mundo profundamente convulsionado de la primera mitad del siglo XIX no se les presentaba a los individuos sino a través del sistema de representaciones mediante el cual, y con el cual, lo percibían. El mundo era para los moderados lo que se manifestaba a través de esas percepciones histórica y socialmente construidas. Ese mundo respondía, en primer lugar, a una honda y duradera cesura política, ese “abismo sin puente” del que hablaba Donoso Cortés, alimentada por la misma evolución de los acontecimientos. Una fractura, por otra parte, que cruzaba las jerarquías sociales hasta el punto de marcar con una intensidad que no deberíamos los historiadores minusvalorar muchas de las divisiones de la sociedad, en particular entre los grupos dominantes.

En segundo lugar, ese mundo se había configurado a partir de un proceso revolucionario que los moderados consideraban ya no sólo innecesario para el triunfo del liberalismo, sino incluso destructor del mismo proyecto liberal por ellos defendido. La defensa de las libertades individuales, de las garantías jurídicas, la lucha contra la arbitrariedad y el abuso de poder ¿debían fundarse en la revolución? Las experiencias europeas, en particular la inglesa, pero también la Francia de la Restauración y de la monarquía de Luis Felipe, abrían un abanico de posibilidades históricas que no pasaron desapercibidas a los moderados españoles. La superación del absolutismo y la aspiración a un gobierno representativo estable no implicaban necesaria y lógicamente la ruptura revolucionaria. La consolidación de la monarquía fuerte, aunque templada y modificada por el principio parlamentario, el respeto de la propiedad y el “intento de hacer de ella y de la inteligencia las condiciones de participación al poder político”20 podían, y debían, ser resultado de una evolución política respetuosa con ese depósito de tradiciones e intereses particulares y legítimos que era la historia.

La crítica implacable que formularon al voluntarismo revolucionario con su principio de soberanía nacional se trasladaba, además de a lo político, a la visión de la sociedad. En este sentido, los moderados rechazaban explícitamente que la revolución fuera la condición obligada para el desarrollo del mundo moderno, o si se quiere, “burgués”. No postulaban como incompatibles el respeto al orden natural de las cosas históricamente fundado y, por tanto, a los derechos adquiridos, que el uso y el tiempo habían confirmado, la monarquía constitucional, es decir, “aquella en que el poder es limitado y uno”21, y el desenvolvimiento de una sociedad regida, al igual que en el orden político, por las “clases acomodadas”. Clases acomodadas que, en palabras de Borrego, debían componerse de “la antigua nobleza del Reino, de los grandes propietarios territoriales, de los ricos comerciantes y banqueros, de los hombres de capital y de industria que de estos necesitan; de los abogados de crédito amigos de la libertad moralizada y juiciosa, de los literatos y hombres de ingenio que en el duelo existente entre la sociedad y la revolución, tomen parte por aquella para defenderla de su enemiga”22. Su proyecto era indudablemente elitista, pero liberal; no hacía tabla rasa del pasado –recordemos lo que el mismo Borrego afirmaba sobre la pervivencia de determinados privilegios jurídicos-, pero era compatible históricamente con el desarrollo de un modelo de sociedad vinculada a una particular evolución capitalista, aquella “sociedad de notables” configurada a lo largo del siglo XVIII en torno a las relaciones de propiedad capitalista y el orden señorial23.

Todo ello no eran meras especulaciones al margen de la realidad pasada y presente que les tocó vivir a esos moderados y de las experiencias históricas europeas. No eran, pues, elucubraciones sin base que se proponían como simple encantamiento a la opinión pública española. Hace algún tiempo que la historiografía más atenta a las evoluciones del liberalismo europeo y a los desarrollos de “la sociedad burguesa” en la Europa del siglo XIX ha cuestionado las relaciones causales que han enlazado las ecuaciones liberalismo, revolución, capitalismo y burguesía como si fueran leyes inmanentes de la historia. Cada uno de estos conceptos remite a dinámicas históricas diferentes que los coetáneos, a diferencia de muchos historiadores de hoy en día, tuvieron mucho cuidado en no identificar.

Por otra parte, las visiones que los moderados formularon sobre la dinámica histórica a partir de 1808 coinciden, más allá de la pluralidad de sensibilidades existentes, en un aspecto al que en general se le concede poca relevancia. Me refiero al significado esencialmente político que tuvo la revolución liberal desde una doble perspectiva. En primer lugar, las críticas de Donoso Cortés, Borrego y Pastor Díaz concebían la revolución como un proceso fundamental y prioritariamente político. En segundo lugar, la acción política de los liberales revolucionarios, lejos de considerarse como innecesaria o secundaria para el desarrollo social, se pensaba como el factor decisivo en la remodelación de la sociedad española. En este sentido, su perspectiva encaja mal con aquellas tesis que o bien postulan que todo estaba hecho socialmente antes de la revolución, o bien plantean ésta como el paso obligado, es decir, normativo, de supuestos modelos de feudalismo al capitalismo. En un caso, la acción política se diluye en un continuismo social que, sin embargo, no era percibido como tal por los sujetos protagonistas de las luchas políticas de la primera mitad del siglo XIX. La tan socorrida alusión a El gatopardo y a sus personajes Tancredi y don Fabrizio como metáfora de la revolución puede apaciguar y contentar a algunos historiadores, narradores omniscientes de un relato construido al margen de las voces de unos hombres que, antes de convertirse en “personajes-función” de una acción cuyo significado les trasciende, fueron individuos con experiencias particulares y complejas a partir de las cuales construyeron su realidad. La reflexión de Giuseppe Tomasi di Lampedusa, aun conociéndola, no hubiera podido calmar los ánimos de esos individuos inmersos en un mundo convulsionado, abierto a diversas posibilidades, cuyo “final feliz” desconocían. Escuchar esas voces en lo que tienen de individualidad y comprender las inquietudes y desconciertos de esos hombres deberían ser tareas prioritarias de los historiadores interesados en los orígines de la contemporaneidad española, antes de sentenciar que todo siguió igual. En el otro caso, se puede llegar hasta el extremo de que el relato ya ni tan siquiera sea interpretado por “personajes-función”, sino por modelos ideales convertidos, a pesar de la prudencia de Marx y Weber, en sujetos históricos absolutos movidos por las cuerdas de las “leyes” de la historia.

Por último, las reflexiones de esos moderados muestran hasta qué punto sus experiencias y sus expectativas estaban moduladas e informadas por las representaciones del pasado. De ahí que arrojen una perspectiva más dinámica sobre lo que era el liberalismo que quisieron (y lograron) reformular, sobre su significado y alcance concretos. Su enfrentamiento con el universo progresista y radical estaba lastrado ante todo por el rechazo a lo que para ellos era el verdadero rostro del primer liberalismo, revolucionario y utópico, capaz de hacer tabla rasa del paso, de trastocar los cimientos de las jerarquías sociales y de crear inestabilidad política y social. En otras palabras, criticaron con dureza al progresismo también porque lo percibieron como el heredero de las dos grandes utopías liberales que, muy pronto, fueron discutidas y olvidadas.

II. Como pusieron de manifiesto algunos moderados, las Cortes de Cádiz significaron ante todo la recuperación de la política en sentido fuerte. Esta fue la primera utopía liberal; una utopía que no desaparecería, a pesar del olvido de la constitución de 1812, y que condicionaría durante décadas la interpretación de la realidad social, de sus tensiones y de sus posibles soluciones. Es bien sabido que ese modelo constitucional, referente insoslayable del primer liberalismo, se basó en una radical afirmación de la soberanía nacional, de la voluntad política general como necesaria para remodelar la sociedad civil y, por último, del poder constituyente. Esta dimensión era el núcleo central de la crítica que se formularía años después. El liberalismo nacía en España como un discurso esencialmente político. Pero más relevante que este rasgo era el hecho de que la política no sólo se entendía como la instancia de cambio social, sino que se pensaba como la condición obligada para crear una sociedad armoniosa. La cultura de las libertades propuesta podía estar informada desde luego por la historia, pero su planteamiento no puede tildarse de historicista. La regeneración de la sociedad consistía en la superación de los privilegios y de los particularismos. Para tal fin se requería un nuevo orden político fundado en la voluntad de los individuos ciudadanos que componían la nación. A ello contribuía también la idea de la constitución como el instrumento que por sí mismo aseguraría el mundo de la libertad y de la virtud frente al despotismo.

En segundo lugar, el liberalismo político se inaugura en Cádiz a partir de premisas socialmente muy abiertas. Como indica Jesús Millán, la crítica racional al orden existente y al uso del poder era la vía de acceso hacia la emancipación de la sociedad con respecto a la autoridad sagrada e indiscutible24. Aquí radica su potencial subversivo y emancipador, incluso a largo plazo. El discurso esencialmente político del liberalismo había desarrollado la noción de ciudadano, un concepto que se dirigía contra el privilegio y el despotismo. La imagen del ciudadano apuntaba el carácter artificial, fruto de la voluntad, de la política liberal y, por tanto, abría la visión de una sociedad sin clases25. El liberalismo contenía una utopía igualitaria que no se fundaba en la abolición de la propiedad, sino en una vaga promesa de propiedad para todos a partir de la creencia en que el mercado y la eliminación de “los obstáculos al progreso” permitirían a todos alcanzar la condición de propietario. Es decir, la esfera pública política era concebida como potencialmente abierta a todos los individuos y no limitada al monopolio de un determinado estrato o grupo social.

El modelo de sociedad clasista que vendría después no podía ser imaginado por los primeros liberales. El ideal de sociedad de ciudadanos en una de sus ramas se fue dotando a lo largo del siglo XIX de unos contenidos económico-sociales concretos, de tal modo que el liberalismo se fue haciendo más burgués y menos abierto. Pero el primer liberalismo representaba un proyecto potencialmente igualitario y atractivo para una diversidad de grupos y capas sociales. A diferencia de otros lenguajes políticos, éste expresaba la emancipación política y social del conjunto de la sociedad (masculina). La promesa universal e igualitaria, la esperanza en una sociedad humana mejor en el futuro, constituyó la segunda gran utopía del proyecto liberal.

Las dos utopías, la política como el campo privilegiado de transformación de la sociedad y los principios inclusivos de carácter universal, estaban en el centro del programa de la Constitución de 1812. De ahí también que no se estableciera con rotundidad la práctica del sufragio censitario -a diferencia del primer código francés- y las restricciones al derecho de voto en razón de los recursos económicos o las contribuciones tuvieron una importancia muy reducida26. Como se argumentó en el Discurso preliminar, en el que por cierto Agustín de Argüelles tuvo destacado protagonismo,

“nada arraiga más al ciudadano y estrecha tanto los vínculos que le unen a su patria como la propiedad territorial o la industrial afecta a la primera. Sin embargo, la Comisión, al ver los obstáculos que impiden en el día la libre circulación de las propiedades territoriales, ha creído indispensable suspender el efecto de este artículo hasta que removidos los estorbos, y sueltas todas las trabas que la encadenan, puedan las Cortes sucesivas señalar con fruto la época de su observancia”27.

Estas palabras responden a unos planteamientos que, por un lado, vinculan la representación política con la transformación de la sociedad agraria que dirige la nación en uso de su soberanía y, por otro, abren un futuro incierto e inestable, como denunciarían años después los moderados. La primera cuestión apunta un horizonte liberal alejado de las argumentaciones historicistas. El nuevo orden político no se imaginaba como producto de la historia. No se pensaba como ratificación del orden natural de las cosas históricamente dado, de unos derechos ya adquiridos que debían ser protegidos de la injerencia del poder político en la sociedad civil. En este sentido, el modelo español se distancia de la estructura liberal de “gobierno moderado” que caracterizó la experiencia británica para abrazar el otro gran referente de la época, el francés. Aunque conocían sus peligros, los liberales españoles fijaron una cultura política que repetía las tensiones y los desgarros que habían introducido los hombres de 1789 al deslizarse por la senda de la voluntad política constituyente de la nación. Si, a pesar de todo, se optó por esa vía fue debido tanto al propio contexto político de crisis como a la impronta o herencia del reformismo ilustrado28.

En efecto, además de la perspectiva contractualista, cuyo corolario era la soberanía nacional, el liberalismo español se nutrió también de un cierto trasvase con el mundo del reformismo ilustrado. De un reformismo que en su momento había reclamado la intervención del poder político, es decir, de la monarquía, para remodelar la sociedad y eliminar así los “obstáculos” que impedían el logro de la felicidad pública. Más allá de la idea de robustecimiento e intervención de la acción del Estado, los ecos del reformismo también se perciben en el modelo ideal de sociedad que el Discurso preliminar trasluce. La patria imaginada no estaba muy alejada de la sociedad ideal que había propuesto Campomanes a través de la generalización del pequeño o mediano labrador independiente y libre de trabas y obstáculos. La “nueva sociedad” sin hipotecas del pasado que Campomanes pensó para las colonizaciones de Sierra Morena era esencialmente una sociedad agraria igualitaria que excluía los estamentos del antiguo régimen. Las desigualdades que pudieran surgir derivarían de los resultados del trabajo y del capital de cada colono, y no de situaciones de partida en sí mismas desiguales. En la mentalidad ilustrada de la época, además, el pequeño o mediano agricultor independiente se concebía como el más productivo, el más virtuoso y el más patriótico de todos los ciudadanos29.

El poder político de los liberales debía asegurar esa patria de ciudadanos con intereses. Y sólo una lectura anacrónica y ahistórica podría señalar que la referencia a esa patria escondía las exigencias de la burguesía española. Por el contrario, los liberales de Cádiz construían su programa desde las visiones y tradiciones disponibles, siendo la que gozaba de mayor prestigio la que procedía del mundo clásico. El ideal de “la libertad de los antiguos” se fundaba en las responsabilidades del ciudadano: cuanto más bienes dispusiera, más posibilidades de consagrar su tiempo y sus esfuerzos a la patria y más interesado en la participación activa en la vida pública se mostraría. Esa visión del ciudadano antiguo, cuya independencia a través de la tierra y las armas aseguraba la virtud política, designaba al “patriota” de la época prerrevolucionaria en la tradición del humanismo civico europeo30. Para los diputados gaditanos, el ciudadano-propietario y amante del interés general no tenía existencia plena y libre. Había por tanto que crearlo. Para ello, debían remover previamente todos los obstáculos que entorpecían el desarrollo de una sociedad de mercado libre, impedían el surgimiento de la “democracia” de los pequeños propietarios y se oponían a la felicidad de la nación. Pero con estas máximas el liberalismo abría un futuro incierto. ¿Quién y cuándo podría dar por acabada la eliminación de “todas” las trabas que encadenaban la propiedad territorial o, más ampliamente, impedían la marcha de una sociedad armoniosa y civilizada? Por su propia naturaleza, la utopía liberal era capaz de crear amplias expectativas entre diferentes sectores sociales, al tiempo que podía originar importantes disidencias burguesas.

La herencia de un liberalismo decididamente partidario de las reformas, incluso aunque ello significase introducir la revolución en la política, no desapareció del horizonte español. Más aún, los argumentos que habían justificado la intromisión del Estado en las relaciones sociales y económicas volverían a ser esgrimidos, sin apenas diferencias, por destacados progresistas en diferentes ocasiones. Poco después de la revolución de 1835, en plena discusión de la ley electoral de 1836, los diputados “avanzados” sostendrían que la propiedad no podía ser el único y exclusivo criterio organizador de la representación política. La esfera política, afirmaban, no podía concebirse como la instancia mediante la cual se congelara el orden existente de relaciones sociales. Por el contrario, se imaginaba como el instrumento de cambio que permitiría crear precisamente al ciudadano-propietario, virtuoso y patriótico y, con él, la sociedad abierta, o al menos no restringida, a la que aspiraban. En otras palabras, mientras la propiedad se mantuviera estancada, poco y mal repartida, postular, como hacían los moderados, que el objeto de la representación política debía ser el orden social establecido era tanto como “sostener que las garantías con respecto a la sociedad sólo se adquieren de una manera, excluyendo categorías de un modo imprudente y ofensivo”31.

Casi treinta años después, y en un contexto bien distinto, el progresismo continuaría planteando en los foros parlamentarios y publicísticos la misma defensa a ultranza de la centralidad de la política y reivindicando como propia la labor realizada durante la revolución liberal. Salustiano de Olózaga, uno de los máximos dirigentes del partido, explicaría en el Congreso en 1861 que:

 “Las Cortes constituyentes de Cádiz, las Cortes constituyentes también del año 37, y algo también las Cortes del 21, tuvieron que tomar, señores, una providencia, que por más necesaria que fuese, y era absolutamente indispensable, es la más grave, es la más terrible de las que pueden tocar jamás los legisladores. Pusieron en cuestión la propiedad, la propiedad inmemorial, la posesión perpetua, la posesión acreditada de los siglos, y a los señores les obligaron a presentar los títulos primordiales de muchos siglos atrasados, y cuando no los pudieron presentar en los pueblos donde habían ejercido la jurisdicción, les privaron de su propiedad y dejaron libres a los colonos. Yo, señores, si hubiera culpa en esto, me acusaría de haber tenido la mayor, porque trabajé con afán y empleé mis pocos conocimientos y toda mi energía para venir a la resolución que se consideró más equitativa entre las leyes de 1813 y 1821; y en la ley que rige y que se ha aplicado en todas las provincias, me cabe una parte mayor de la que yo merecía. Pero confesando la que tuve en ella, yo no desconocía entonces que ibamos a dar una lección terrible a las gentes viciosas, avaras e ignorantes, cuyo instinto podía ser pervertido por algún ánimo dañado que lisonjease su avaricia, su codicia, y que fuese derramando la semilla de la perturbación y el odio a las clases superiores”32.

Aun conscientes de los peligros -entre ellos, “el fuego del socialismo”- que podían derivarse para la estabilidad social, los progresistas consideraban las medidas de intervención, como las expuestas por Olózaga, absolutamente necesarias e imprescindibles para el progreso de la nación y para el desarrollo de una sociedad más justa. Las utopías del primer liberalismo estaban presentes, aunque reformuladas, en el horizonte progresista de la década de los sesenta. Es más, constituían el núcleo central sobre el que se levantaría la tradición progresista.

Está por hacer una historia de esa tradición, pero probablemente los años 1860-1868 representen un momento clave de esa historia. Un momento especialmente difícil para el progresismo en su conjunto, obligado, por un lado, a recomponer sus filas por la experiencia de gobierno de la Unión Liberal y la integración en ésta de antiguos progresistas, y confiando, por otro, en el éxito de la estrategia del retraimiento electoral. Como hizo en 1863 el historiador Ángel Fernández de los Ríos con la biografía de Salustino de Olózaga, era la ocasión de presentar a la opinión pública la historia no sólo de un hombre, sino de la fidelidad a unas ideas que el partido había encarnado desde sus principios, las de libertad y progreso, “los horizontes de nuestro siglo”. A través de Olózaga, Fernández de los Ríos hacía algo más que relatar de manera interesada las luchas políticas de ese siglo. Inventaba la historia de ese partido y construía para el futuro una tradición que enlazaba directamente 1808 con el presente. El partido progresista, nacido en 1810 y organizado en 1812, había asumido la herencia legítima dejada por los legisladores de Cádiz. Una herencia constituida por un dogma, la soberanía nacional, pero también por el patriotismo sin sombras, las tradiciones de moralidad y virtud, la constancia cívica y la resignación en las adversidades. De poco había servido todo ello, sin embargo. “En los cincuenta años transcurridos desde que se proclamó la primera Constitución, ni una sola vez ha sido llamado al poder el partido que fundó el sistema representativo”. A pesar de “su condición de paria de la política”, a él debía la nación los grandes cambios de la época, desde el fin del antiguo régimen hasta el crecimiento económico de la década de los cincuenta33.

El empeño de Fernández de los Ríos por definir y caracterizar lo que había sido y lo que era el progresismo no era en realidad un hecho aislado. La situación política forzaba una clarificación de los postulados doctrinales y de las estrategias a seguir. En el verano de 1863, el gobierno moderado de Miraflores convocó elecciones al tiempo que dictó unas disposiciones muy restrictivas para regular el derecho de reunión durante la campaña. Los progresistas, tras una larga discusión, concluyeron que no había garantías para que las elecciones reflejaran la voluntad del electorado, y optaron por abstenerse y no participar en el nuevo Parlamento. El retraimiento electoral ponía en cuestión ya no sólo el juego parlamentario sino incluso el propio sistema político vigente. Al romper con las instituciones, los progresistas amenazaban con el uso de la fuerza y de la violencia para acceder al poder, con el riesgo evidente de que ese proceso acabara afectando a la propia monarquía. El camino de la revolución, en todo caso, dependería de la actitud de la Corona y de su gobierno. Si las amenazas no surtían los efectos deseados, podía pensarse en establecer algún concierto con los demócratas. Todo ello hacía aún más urgente, si cabe, la reflexión pública sobre el proyecto político progresista34.

Como había hecho Fernández de los Ríos, otros publicistas de la primera mitad de la década de 1860 pretendieron recrear la historia del partido progresista buscando en el pasado reciente español las constantes que pudieran organizar el presente político. Pero ni ese pasado era tan evidente, ni esas constantes recibían contenidos homogéneos -en particular, si de lo que se trataba era de definirse en relación con los demócratas-. Indalecio Martínez Alcubilla, en una expresión convertida en cajón de sastre, denunciaba los “obstáculos tradicionales” –abusos, tropelías y caciquismo- que se habían consolidado desde 1845 y que alejaban al partido del poder. Pero las consecuencias de esta situación iban más allá de la exclusión progresista para afectar al propio sistema representativo, profundamente deteriodado. La única solución era forzar el restablecimiento de la Constitución de 1837, expresión de un verdadero régimen parlamentario. Otros, sin embargo, pensaban que esos obtáculos tenían una larga historia, tan larga como la del propio partido. Evaristo Escalera consideraba que “los anatemas” comenzaron en el momento en que nació el progresismo, cuando el diputado Muñoz Torrero proclamó el dogma de la soberanía nacional porque “los hombres que allí reunidos echaban el ancho cimiento de patria y libertad, eran progresistas”. Desde entonces fueron perseguidos. De poco sirvieron sus sacrificios al renunciar en 1836-37 a la Constitución de 1812, que “era como un lábaro sagrado, el símbolo que le recordaba su glorioso nacimiento; las etapas que había andado en la senda de la civilización…”. Ofrecieron entonces una ley fundamental de concordia y conciliación que asentaba la monarquía constitucional en España. Y, no obstante, continuó la persecución. Según Escalera, el estigma progresista procedía de haber contribuido a salvar la corona en 1808, formado una muralla para resguardar el trono de Isabel II, enseñado al pueblo sus derechos y a la reina constitucional sus deberes; haber dado “el golpe de gracia a las tradiciones del despotismo” al abolir la Inquisición, acabar con el diezmo, con los mayorazgos, con la amortización, con los privilegios de la Mesta, con los derechos señoriales; y haber declarado que no está nunca cerrado el periodo de las revoluciones “mientras exista el reinado de la inmoralidad”35.

Por esos años, La Iberia, periódico del que se haría cargo tiempo después Práxedes Mateo Sagasta, aseguraba que “el planteamiento en España de todas las libertades que constituyen la verdadera libertad política es la constante y perenne aspiración del partido progresista, desde que las Cortes de Cádiz proclamaron la doctrina de la soberanía nacional y de los derechos imprescriptibles de la ciudadanía. Su desarrollo forma el designio de su propaganda, y su política de acción lleva dentro de sí el propósito eficaz de remover cuantos obstáculos se opongan al progresivo y rápido desenvolvimiento”. No se podía resumir mejor el núcleo básico del progresismo: el dogma de la soberanía nacional y de los derechos de la ciudadanía, la consecución de las libertades y la lucha contra los obstáculos tradicionales, con una mención explícita al momento fundacional gaditano. De acuerdo con estas interpretaciones, el progresismo asumía como propias la defensa del sistema representativo, la herencia de la revolución liberal y, en consecuencia, un cierto intervencionismo que encauzara el desarrollo de la sociedad hacia la ampliación continua de las clases medias.

Transcurridos los tormentosos años de la revolución, la mirada de esos plublicistas hacia el pasado convertía el progresismo en el agente único de cambio social, político y económico de la historia reciente de España. Ciertamente su relato carecía de esos matices que constituyen la urdimbre de la historia. Su propósito, en cualquier caso, era apelar al progreso en cuanto a principio inexorable o “ley de la Historia” encarnado en un partido o en unos hombres, cuyos primeros combates se entretejían con la libertad política de la nación española y liberal.

 

III. Como he señalado en otro lugar, los progresistas de los años treinta y cuarenta habían renunciado a mantener las expectativas de emancipación del conjunto de la sociedad contenidas en el viejo liberalismo mediante el sufragio prácticamente universal masculino36. Su proyecto de Estado, sabido es, se situaba lejos del modelo gaditano que “nivelaba las condiciones políticas” con tintes democratizadores37. De un modelo que, en la versión exaltada del trienio liberal, hacía descansar en la movilización de un pueblo vigilante la garantía de la libertad y la consolidación del sistema constitucional, lo que llevaba a legitimar el uso de la violencia insurreccional. Para que tal manera de articulación entre la sociedad civil y la sociedad política hubiera prosperado en el contexto de aquella época se requería algo más que la voluntad de algunos hombres. Se necesitaba el gobierno revolucionario que los jacobinos franceses habían logrado imponer. Pero eso era precisamente de lo que los liberales españoles, incluso exaltados, abominaban. Como manifestaría el anónimo autor de una reflexión sobre el trienio, escrita en la década de los treinta, el “partido liberal” pecó “por demasiado horror a la vida revolucionaria, nunca por amor a mudanzas en este sentido tumultuoso: por obstinación en querer lo imposible, antes que por resolución de correr los riesgos que eran necesarios para salir de aquella situación tan apurada”:

“La Nación se hallaba, pues, en el caso o de entrar de nuevo en una revolución que alterando las leyes existentes, asegurase de cualquier modo sus libertades y derechos, o de echarse en los brazos del Monarca, y someterse por segunda vez a ser regida por su absoluta voluntad; es decir, de someterse voluntariamente al yugo de su despotismo. Se hizo lo primero en Francia, cuando se convencieron los ánimos de la imposibilidad de la Constitución de 1791: fue imposible el segundo método en España, por oponerse a él el texto de las leyes existentes. Por adoptar el término medio, por obstinarse en seguir el sendero constitucional; es decir, un sistema en que las cosas eran incompatibles ya con las personas, se vivió desde entonces sin saber verdaderamente qué leyes la regían, y siempre con la vista puesta en el abismo, a donde nos iba conduciendo un plan absolutamente impracticable. El remedio de meterse de nuevo en una revolución, era tal vez difícil y expuesto a dolorosas contingencias; mas era el único que restaba a la Nación en dicha crisis. Cuando la ley es imposible, es preciso salir del régimen legal, o correr al precipicio en que se sume la vida pública de las naciones. La experiencia lo dice, y la historia de todas ellas no hace más que confirmarlo a cada paso”38.

Según este autor, “los liberales no estaban a la altura de las circunstancias” porque “el régimen legal mataba la revolución” y con ella la voluntad de la nación para gobernarse. “La suberversión de las leyes fue para ellos un eterno objeto de aversión y hasta de horror. Por ella querían todas las reformas…Pocos estaban profundamente convencidos de que era esto una ilusión disipada fácilmente por los mismos hechos”. Podría discutirse hasta qué punto esas reflexiones acogían todas las experiencias de la España de 1820-1823, porque en determinadas ciudades, como Valencia, el gobierno revolucionario a lo Saint-Just se vislumbró en más de una ocasión39. En cualquier caso, exponen con absoluta claridad el hecho, tantas veces olvidado, de que los liberales si fueron revolucionarios lo fueron muy a su pesar, al tiempo que ponen de manifiesto los recelos de los liberales ante la participación popular, imprescindible para construir un Estado liberal desde los criterios de 181240.

Cuando en 1835 y 1836 el liberalismo recorrió, por necesidad, la senda revolucionaria, todos los grupos respetables optaron por un régimen legal al margen del modelo gaditano. Pero de entre ellos sólo los progresistas se plantearon realmente el gran problema de la revolución liberal española, la movilización social más allá de los estrechos círculos de las élites. Y si se lo plantearon fue debido a que ellos, en mayor medida que el universo moderado, protagonizaron esa “subversión de las leyes” de la que hablaba el autor de las Observaciones. La labor del progresismo fue, en definitiva, avanzar en las reformas, aun a través de la vía revolucionaria, y conjurar la agitación social. Para ello, la solución moderada era, a sus ojos, incluso peligrosa. El silencio, forzoso y forzado, de la ciudadanía era, en el mejor de los casos, una pura ilusión. Bien lo sabían ellos, conocedores de esa energía revolucionaria que se había instalado en tantas ciudades españolas.

Su modelo político y social, aun no siendo democrático, confiaba en cierta forma en la herencia utópica del primer liberalismo. Ese legado era lo suficientemente amplio y difuso como para permitir lecturas diversas y hasta contradictorias. Pero todas ellas, desde las de los años treinta hasta las de los sesenta, proponían una vía de articulación entre la sociedad civil y la esfera política muy distinta a la finalmente triunfante, la moderada. Esa vía apelaba a la construcción de una sociedad de ciudadanos-patriotas virtuosos, capaces de sacrificar los intereses particulares en aras del bien público, protegidos por la ley, fruto de la voluntad de la nación, y gobernados por “la monarquía templada, o sea mixta, que es la primitiva española, conocida hoy por monarquía constitucional”; una síntesis de “lo bueno de la monarquía y lo mejor de las repúblicas”, del “honor como el principal móvil de la primera, y las virtudes como que son la esencia de las segundas”41.

Esos gobiernos representativos, en consecuencia, no podían limitarse al poder de una reducida oligarquía. Como escribió Joaquín María López, ministro y presidente del gobierno en distintas ocasiones y uno de los grandes líderes del partido progresista durante la revolución liberal:

“Los que quieren hacer de todo un privilegio; los que desean monopolizar hasta los derechos más sagrados de los ciudadanos; los que aspiran a formar hasta en el santuario en que se elabora la ley una especie de oligarquía altiva y peligrosa, esos quieren que el círculo electoral tenga la menos extensión posible; los que por el contrario vemos en la dignidad del hombre y en el título de ciudadanía un blasón preferible a otros muchos con que se engalana la vanidad; los que creemos que el pobre más miserable está más interesado en que se hagan buenas leyes que el hombre más opulento, porque para éste la cuestión de las buenas leyes es solo tener más o menos lujo, más o menos boato, mas o menos ostentación, en tanto que para el pobre es tener o no un pedazo de pan que llevar a la boca de sus hambrientos hijos y un duro lecho sobre que descansar sus miembros fatigados por el trabajo; los que así pensamos, digo, deseamos que el círculo electoral se amplíe y extienda”42.

López, además, rechazaba todos y cada uno de los argumentos esgrimidos por los partidarios del sufragio restrictivo que, no contentos con despojar al pueblo “de un derecho tan esencial”, querían envilecerlo añadiendo la injuria al desprecio al insistir en la ignorancia, la indiferencia, la ferocidad y la depravación del pueblo. En realidad, afirmaba, eran ellos los de “costumbres depravadas, por las cuales devoráis en una noche de crápula y de escandalosa bacanal el sudor de una provincia entera que representa tal vez el trabajo de muchos años”. Si el pueblo era sangriento, habría que preguntarse hasta qué punto, por ejemplo, “¿fue el pueblo o el gobierno el que en tiempos de Luis Felipe cometió los asesinatos de Grenoble y de Lyon, porque sus habitantes pedían trabajo para tener pan?”. Y si, finalmente, era ignorante, “vosotros tenéis la culpa, porque lo habéis condenado a la triste condición de paria o ilota, porque habéis monopolizado las luces y la riqueza, y lo habéis hecho ciego para que así os estuviera sometido eternamente...”. Aunque hablaba de Europa occidental, tanto él como su público sabían a quiénes se estaba refiriendo con esa retórica. Sus planteamientos se fundaban en una visión de un mundo dividido entre los hombres del despotismo y la reacción, los moderados, y el campo del progreso, de la razón y de la marcha de la historia hacia la emancipación de la humanidad43.

Esta visión esencialmente binaria de lo social y lo político, la oligarquía y el pueblo, se fundamentaba en una concepción clásica de la moral que, a su vez, enfrentaba dos mundos, el de la corrupción y el de la virtud. En la defensa jurídica que hizo de los redactores de La Reforma, en 1849, denunciados por haber escrito que muchos moderados eran ladrones y vagos, llegó a decir que “la palabra moderado es por lo común, para nosotros, sinónimo de riqueza, de honores, de boato, de ostentación, de cintas, de condecoraciones y de otros disfraces de la vanidad humana, se aviene muy mal con esta idea de importancia y de respeto, la de ladrones y vagos”. Su defensa consistió en demostrar, o intentar demostrar, que las doctrinas del partido moderado eran en sí mismas un peligro y un germen de corrupción, “una evocación funesta del sistema de Epicuro” degradado por sus discípulos. Los moderados aspiraban “a las comodidades, al regalo, a lo que llaman bienes positivos”, al afán de poseer, “afán que desarrolla ambiciones vituperables y que compra aquellos deleites a precio de la conciencia, del decoro y la virtud”. Han sustituido el entusiasmo “por el sórdido interés y por el frío e inquieto egoísmo” como evidencian “tantas fortunas improvisadas en hombres que anteayer no tenían tal vez pan que llevar a la boca, y hoy se presentan con magníficos trenes, nadando en la opulencia insultante, rodeados de comodidades y de placeres y buscando, ya enervados, el modo de darles tregua y descanso, en medio de que al lado de esa brillante perspectiva se presenta por reverso del cuadro un pueblo abrumado por el trabajo y el hambre”44.

Desde estos presupuestos, la crítica al moderantismo era más que política. Era moral. Representaba en sí mismo el mundo del lujo, de la especulación al margen del trabajo productivo, del interés privado incapaz de pensar el bien general, de la corrupción. Frente a ese mundo se levantaba el pueblo, cuyo significado para Joaquín María López era el siguiente:

 “Es la porción más numerosa de la sociedad, que vive para trabajar y trabaja para vivir, y que sin embargo es la base de la opulencia de los que al nacer encuentran llena de riquezas la cuna que los recibe: es la clase morigerada y de rectos y maravillosos instintos, porque el trabajo purifica al corazón y suaviza las costumbres, en tanto que el ocio y los placeres pervierten y relajan y engendran los vicios: es el gigante que sostiene sobre sus hombros el peso de las cargas públicas, sin que frecuentemente se le conceda otro derecho que el de derramar su sangre y pagar las contribuciones: que sufre y calla por largo tiempo devorando en resignado silencio las injusticias y los ultrajes: que cuando llega el supremo momento en que agotada su paciencia... pelea como un león: que ve casas atestadas de riquezas mientras está combatiendo, sin que un deseo de codicia se infiltre en su corazón a través de su modesto vestido: que pide con el sombrero en la mano un vaso de agua para refrescar sus labios ennegrecidos con la pólvora: que si muere no obtiene un recuerdo ni una cruz, y que si vive, después del triunfo, con la una mano deja el fusil y con la otra toma la herramienta de su oficio para trabajar sin descanso y ganar para el día siguiente el pan que ha de alimentar a su familia. No tiene ni más horizonte, ni más expectativa, ni más porvenir, ni más aspiraciones, ni más recompensa. El da su heroísmo, y nunca se lo cobra. Este es el pueblo”45.

Cuatro rasgos definirían, en consecuencia, “el pueblo” del progresismo, tal y como lo entendía López: trabajador, contribuyente, armado, por cuanto la libertad debe ser defendida, y austero en sus modos de vida. Desconozco los orígenes de los supuestos morales, políticos y sociales sobre los que más tarde algunos progresistas construyeron el sentido de ese concepto. Pero, probablemente, en esa visión ideal del sujeto político-social confluían tradiciones diversas, unas vinculadas al primer liberalismo -como hemos visto en el Discurso preliminar- y otras con un pasado difuso procedente de líneas de reflexión en torno al mundo clásico. En cualquier caso, en torno a los años cuarenta se había elaborado un significado de pueblo en sentido fuerte, nada vaporoso o etéreo. Un significado que era la traslación a un sujeto colectivo de lo que debía ser la personalidad completa del individuo liberal: un hombre independiente, e independiente porque era propietario, aunque fuese de su herramienta de trabajo, de pasiones contenidas, incapaz de sacrificar sus deberes a la fortuna y a los goces materiales, enérgico para defender con las armas la res pública y cuya esfera privada se regía por el trabajo y la familia. Era, en fin, un héroe más clásico que romántico y creado más en razón de una moral o virtud específicas que en criterios económicos.

Ese ideal y la manera como López entendía la articulación entre el pueblo y la política eran a la vez, y aunque pueda resultar paradójico, igualitarios y elitistas. Fijémonos en que, en principio, los no-contribuyentes quedaban al margen del pueblo. Pero al mismo tiempo la política de remover los obstáculos al progreso tenía como horizonte ampliar el número de los ciudadanos-propietarios. No congelaba por tanto la estructura social, sino que se pretendía impulsarla y dinamizarla hasta la emancipación completa:

“El dominio del mundo está reservado a las ideas; y fuera grande error suponer que los destinos de la sociedad humana y de la civilización moderna son fijos, y que no pueden hacer otra cosa que rodar sobre la misma órbita de acontecimientos semejantes y de instituciones imitadas. No, señores, no: nosotros no estamos en el mundo para pronunciar oraciones fúnebres sobre el pasado... debemos trabajar sin descanso en el desarrollo intelectual, moral y material del pueblo, y esperar sin inquietud y pacíficamente el triunfo de nuestra causa. Cuando el cristianismo hizo de la esperanza una virtud, proclamó el progreso”46.

Esa política, por otra parte, introducía de nuevo el carácter resueltamente elitista del proyecto progresista. Porque los reponsables de la misma no podían ser todos, ni tan siquiera “el pueblo”. Respecto al todo, que incluía tanto a hombres como a mujeres, niños, impedidos e imbéciles –ese era el repertorio de López-, no debía ni plantearse “porque las imposibilidades que son efecto de la naturaleza no pueden remediarlas los hombres, ni las leyes”. En relación con la parte, los argumentos eran más sutiles. Dado que los corruptos, ociosos, especuladores procuran “que el pueblo sea un eterno ilota(,) (d)ediquémonos nosotros a instruirlo, porque es el soberano de derecho, y porque cuando el pueblo sea verdaderamente instruido, será realmente el pueblo rey por el pensamiento. Los que trabajen en quebrantar la estatua del error, en disminuir el poder de las tinieblas, esos son los que aceleran el verdadero reinado de la libertad. ¿Y por qué no poner en la propagación de las luces inmensas esperanzas?”. En definitiva, el pueblo necesita pensar. Es decir, convencerse “de que la edad de oro no está detrás de nosotros, sino que nos la guarda el tiempo, y el destino la ofrece como premio a nuestros esfuerzos”; persuadirse de que la libertad es el mejor patrimonio y aprender “a conocer a los proteos políticos, cuyas palabras suenan dulcemente al oído, pero llevan la muerte al corazón”. Mientras todo ello no sucediera, los progresistas, conocedores de la verdad, debían dar ejemplo de virtud al tiempo que tutelar la sociedad. Los progresistas, recomendaba López, debían presentarse como individuos justos, morales, virtuosos y respetuosos con la ley. Eran la guía de la sociedad, precisamente por su elevada moralidad, una moralidad además reconocible por todos los miembros de la sociedad. A ellos, por tanto, les cabía la responsabilidad de ejecutar y desarrollar esa política47.

La edad de oro llegaría, y con ella un gobierno justo y reformador cuyo objeto primario debería ser la creación de intereses entre las masas y la mejora de su condición, porque las masas “son la nación, porque ellas alimentan con su sudor y defienden con su sangre a las demás clases”48. Todo ello significaría el triunfo de la igualdad bien entendida, el triunfo, en fin, de la virtud, del trabajo y de una legislación protectora de ambos.

Desconozco en qué medida los postulados de López podrían dar cuenta de ese magma tan fluido y tan diverso que fue el progresismo. Probablemente a partir de mediados de siglo, y después del fracaso de la experiencia de 1854-1856, la opción política se viera profundamente reformulada. Con toda seguridad, alguno de los nuevos dirigentes que comenzaban a despuntar por entonces, como Práxedes Mateo Sagasta, se horrorizaría de mucho de lo que dijo y escribió un antiguo camarada49. En cualquier caso, por mucho que no podamos, ni debamos, reducir el progresismo al “idealismo social” de López –en expresión suya-, no hay duda de que el lenguaje de la virtud, del ejemplo social y de la política como bien público y no como negocio formó parte de otras experiencias. Así, por ejemplo, en el verano de 1848 el periódico madrileño Don Circunstancias criticó el socialismo por lo que entendía que era un sistema irrealizable, que aspiraba a destruir la propiedad y la familia y se encaminaba a la disolución social. Utilizando los planteamientos del republicano moderado francés Albert Marrast proponía una alternativa que, en síntesis, partía de los siguientes postulados. En primer lugar, no todos los hombres tienen derecho a lo necesario, porque ello significaría a la larga “no pensar en trabajar ni aprender ningún oficio, puesto que nada nos faltaría teniendo derecho a reclamar a la sociedad lo necesario”. En segundo lugar, nadie tiene derecho a lo superfluo “mientras alguno sea acreedor y carezca de lo necesario”, siendo “acreedor a lo necesario el que sabe trabajar y no es holgazán”. En consecuencia, “los que tienen amor al trabajo y saben un oficio, son realmente acreedores a que se les proporcionen los medios de subsistir” al igual que los que no se encuentran en disposición de trabajar –enfermos y niños-. Por último, el Estado y la sociedad deberían ensayar fómulas no egoístas que aseguraran la instrucción, moralidad y bienestar de la población trabajadora virtuosa50.

Probablemente en ese lenguaje del “idealismo social” debamos encontrar algunas de las motivaciones que explicarían el eco social que en determinadas ciudades tuvo el progresismo frente a otras opciones supuestamente “más propias” del mundo del trabajo. El estudio realizado por Genís Barnosell no deja lugar a dudas sobre los vínculos entre el liberalismo progresista y el incipiente movimiento obrero en la Barcelona de los años cuarenta51. Y tal vez a través de él podamos comprender los miedos de aquellos moderados que cuestionaron, aunque por otros motivos, la respetabilidad burguesa del progresismo. Sus postulados elitistas sobre la autoridad política no eran suficientemente tranquilizadores en la medida que podían inscribirse en una cultura política exigente, la dedicada a la virtud pública y el bien de la comunidad por encima de los egoísmos particulares, de perturbadoras resonancias republicanas, crítica del capitalismo especulativo y opuesta al positivismo. En este sentido también el progresismo era inquietante: cuando en Europa y en Estados Unidos hacía décadas que esa cultura política había sido en gran parte olvidada o reformulada, en España se mantuvo o, más bien, se actualizó en el contexto de revolución de los años treinta y de la crisis global del Estado. Se podría decir que las “leyes” de la historia habían mezclado y confundido sus flechas.

 

 

 

NOTAS

1. J. DONOSO CORTÉS: Artículos políticos en “El Piloto”. Pamplona, EUNSA, 1992, pp. 171 y 208. Este trabajo forma parte del Proyecto de Investigación PB98-1503, financiado por la DGCYT.

2. Op. cit., p. 300.

3. Artículo publicado el 12 de septiembre de 1839. 114. Op. cit., pp. 412, 686, 367 y 274. 5. Op. cit., p. 275. 6. Op. cit., pp. 590-592 y 623-624. 12

7. Op. cit., p. 681.

8. He analizado esta cuestión en Mª C. ROMEO: “Sueño de la inocencia” y “política y mala crianza”: la diversidad del universo moderado” (en prensa).

9. N. PASTOR DÍAZ: Diez años de controversia parlamentaria en, Obras completas. Madrid, B.A.E., 1970, vol. II, pp. 276-281. 13

10. Andrés Borrego afirmaba que “la revolución es el instrumento de la guerra de la humanidad, el azote de que la Providencia se sirve para derribar las potestades, que sordas a sus omnipotentes designios, desoyen la voz del tiempo y de las naciones, cuando estas piden lugar y espacio para la manifestación de los progresos intelectuales, morales y materiales de la sociedad”. De la organización de los partidos en España, considerada como medio de adelantar la educación constitucional de la Nación, y de realizar las condiciones del gobierno representativo. Madrid, Anselmo Santa Coloma, editor, 1855, p. 275.

11. N. PASTOR DÍAZ: Op. cit., p. 282.

12. A. BORREGO: Op. cit., p. 301. 14

13. J. DONOSO CORTÉS: Obras completas. Madrid, B.A.C., 1970, vol. I, pp. 249 y 251.

14. J. DONOSO CORTÉS: Artículos políticos…, pp. 326-327.

15. Las citas proceden de A. BORREGO: Op. cit., pp. 54-61.

16. A. BORREGO: España y la revolución o estudio sobre el carácter de las reformas que han cambiado el estado de la sociedad española. Origen, síntomas y pronósticos de la Revolución de 1854. Madrid, Imp. de Manuel Minuesa, 1856, p. 33.

17. A. BORREGO: Op. cit., pp. 41-42.

18. A. BORREGO: Op. cit., p. 49.

19. A. BORREGO: De la organización…, p. 231.

20. A. BORREGO: Op. cit., p. 232.

21. J. DONOSO CORTÉS: Artículos políticos…, p. 374.

22. A. BORREGO: De la organización…, p. 232.

23. Sobre esta cuestión, C. WINDLER: Élites locales, señores, reformistas. Redes clientelares y Monarquía hacia finales del Antiguo Régimen. Sevilla, Universidad de Córdoba/Universidad de Sevilla, 1997; M. C. ROMEO: “Com situar el trencament? L’evolució de l’Antic Règim i el pes de la revolució en l’obra de Christian Windler”, Recerques, nº 38 (1999), pp. 151-157.

24. J. MILLÁN: El poder de la tierra. La sociedad agraria del Bajo Segura en la época del liberalismo, 1830-1890. Alicante, Instituto de Cultura “Juan Gil-Albert”, 1999, p. 255.

25. D. LANGEWIESCHE: “Liberalismo y burguesía en Europa” en, J.M. FRADERA y J. MILLÁN (eds.): Las burguesías europeas del siglo XIX. Sociedad civil, política y cultura. Madrid-Valencia, Biblioteca Nueva-Universitat de València, 2000, pp. 169-201.

26. Sobre la ciudadanía desde una perspectiva comparada, M. PÉREZ LEDESMA: “La conquista de la ciudadanía política: el continente europeo” en M. PÉREZ LEDESMA (comp.): Ciudadanía y democracia. Madrid, Pablo Iglesias, 2000, pp. 115-147.

27. A. DE ARGÜELLES: Discurso preliminar a la Constitución de 1812. Madrid, Centro de Estudios Constitucionales, 1981, p. 85.

28. En un reciente ensayo sobre la herencia liberal reivindicada por los revolucionarios franceses en 1789, Claude Nicolet sugiere que “la excepción francesa” y el unicameralismo de 1791 podrían explicarse en razón de la importancia de la tradición monárquica centralizadora, absolutista y estatalista. C. NICOLET: Histoire, nation, république. París, Editions Odile Jacob, 2000, pp. 45-46.

29. V. LLOMBART: Campomanes, economista y político de Carlos III. Madrid, Alianza Editorial, 1992, pp. 191-233. La tradición de crítica a los “obstáculos al progreso” en, R. ROBLEDO: Economistas y reformadores españoles. La cuestión agraria. Madrid, Ministerio de Agricultura, 1993, pp. 43-63.

30. J.G.A. POCOCK: Virtue, Commerce and History. Cambridge University Press, 1985; también L. COLLETTI: Ideología y sociedad. Barcelona, Fontanella, 1975.

31. Diario de Sesiones de Cortes: Procuradores, 9 de enero de 1836.

32. “Discursos que pronunció en el Congreso de los diputados el Excmo. Señor Don Salustiano de Olóazaga” reproducidos en A. FERNÁNDEZ DE LOS RÍOS: Olózaga. Estudio político y biográfico encargado por la Tertulia progresista de Madrid. Madrid, Imp. de Manuel de Rojas, 1863, p. 13.

33. A. FERNÁNDEZ DE LOS RÍOS: Olózaga. Estudio político y biográfico…, especialmente pp. 579-619.

34. Sobre la diversidad de posturas respecto al retraimiento electoral, N. DURÁN: La Unión Liberal y la modernización de la España isabelina. Una convivencia frustrada, 1854-1868. Madrid, Akal, 1979, pp. 276 y ss.

35. I. MARTÍNEZ ALCUBILLA: Cuatro palabras escritas á la ligera sobre el retraimiento del partido progresista. Madrid, Imp. de A. Peñuelas, 1864. E. ESCALERA: Guerra a cuchillo al partido progresista, por desleal y antidinástico, por subversivo y antipatriótico. Folleto de Evaristo Escalera con una carta-contestación (Volar la Santa Bárbara) de Manuel de Llano y Pérsi. Madrid, Imp. La Iberia, 1864, pp. 12, 16 y 19.

36. Mª. C. ROMEO MATEO: “Lenguaje y política del nuevo liberalismo: moderados y progresistas, 1834-1845”, Ayer, nº 29 (1998), pp. 37-62.

37. Tomo la expresión de la obra Observaciones sobre la historia moderna del siglo XIX desde la guerra de la Independencia hasta la caída del gobierno constitucional. Castellón, Oficina de Gutiérrez, 1835, p. 147 (cito por la edición de Valencia, París-Valencia, 1996). El autor, probablemente Evaristo San Miguel, comentando las relaciones entre el gobierno español y la Santa Alianza en 1823, afirma que los argumentos esgrimidos a favor de la reforma constitucional “Hicieron un efecto en los ánimos de los que, si bien querían para España un estado de civilización y de reformas, conservaban su odio hacia una Constitución que nivelaba las condiciones políticas de una manera que ofendía singularmente su amor propio”.

38. Observaciones sobre la historia moderna del siglo XIX…, pp. 64-65.

39. Op. cit, pp. 87 y 117. Sobre Valencia, M.C. ROMEO MATEO: Entre el orden y la revolución. Alicante, Instituto de Cultura “Juan Gil-Albert”, 1993 y “La sombra del pasado y la expectativa de futuro: “jacobinos”, radicales y republicanos en la revolución liberal”, en L. ROURA e I. CASTELLS (eds.): Revolución y democracia. El jacobinismo europeo. Madrid, Orto, 1995, pp. 107-138.

40. I. BURDIEL: “Dret, compromís i violència en la revolució burgesa: la revolució del 1836”, Recerques, nº 22 (1989), pp. 63-81 y “Morir de éxito: El péndulo liberal y la revolución española del siglo XIX”, Historia y Política, nº 1 (1999), pp. 181-203.

41. Archivo Histórico Municipal de Valencia: Hojas políticas, 1839: “Breve contestación al difuso escrito del señor Don Nicomedes Pastor Díaz, con motivo de las elecciones”.

42. J.M. LÓPEZ: “Explicaciones pronunciadas en el Ateneo de Madrid, en el año 1853 al 54, sobre los gobiernos representativos en Europa, lo que deberían ser y lo que son” en, Colección de Discursos Parlamentarios, Defensas forenses y producciones literarias de D. Joaquín María López, publicados por D. Feliciano López, abogado del Ilustre Colegio de Madrid. Madrid, Imp. de Manuel Minuesa, 1856, t. V, pp. 243-244.

43. J.M. LÓPEZ: Op. cit., pp. 245-247.

44. J.M. LÓPEZ: “Defensa pronunciada por el Sr. D. Joaquín María López, sobre el artículo denunciado de “La Reforma” correspondiente al día 2 de enero de 1849” en, Colección…, t. IV, pp. 51 y 53.

45. J.M. LÓPEZ: “Glosa á las palabras de un creyente, de Mr. Lamennais, ó sea el pasado y la actualidad” en, Colección…, t. V, p. 252.

46. J. M. LÓPEZ: “Discurso inaugural pronunciado en la apertura de las cátedras del Porvenir en 19 de enero de 1848” en, Colección, t. V, p. 300.

47. J. M. LÓPEZ: “Explicaciones pronunciadas…”, p. 241; “Discurso inaugural pronunciado en la apertura de las cátedras…”, p. 300; “Glosa…”, p. 253.

48. J. M. LÓPEZ: “Defensa de don Manuel García Uzal, autor de un artículo inserto en una hoja volante, titulada el Zurriago, pronunciada en 1 de noviembre de 1840” en, Colección…, t. IV, p. 25.

49. Las fronteras del progresismo fueron tan fluidas hasta el punto de que a la altura de 1848 el periódico Don Circunstancias, periódico satírico-político-liberal, que se presentaba a sí mismo como progresista, reivindicó abiertamente el sufragio universal masculino y criticó todas las objeciones lanzadas contra tal sistema electoral (triunfo del carlismo, ignorancia del pueblo y facilidad de corromper a los pobres mediante la compra de votos). Hemeroteca Municipal de Madrid: Don Circunstancias, 23 de agosto de 1848. En todo caso, Sagasta aprovecharía esa idea de que “los liberales” eran los mejores; cf. J.L. OLLERO: El progresismo como proyecto político en el reinado de Isabel II: Práxedes Mateo Sagasta, 1854-1868. Logroño, Instituto de Estudios Riojanos, 1999.

50. A.H.M.M.: Don Circunstancias, 10 de septiembre de 1848. Sobre Marrast, republicano influido por Bouchez y redactor de La Tribune, B.H. MOSS: Aux origines du mouvement ouvrier français. Le socialisme des ouvriers de métier, 1830-1914. París, Annales Littéraires de l’Université de Besançon, 1985.

51. G. BARNOSELL: Orígens del sindicalisme català. Vic, Eumo, 1999.

 
 

 

LA CULTURA POLÍTICA DEL PROGRESISMO:
LAS UTOPÍAS LIBERALES, UNA HERENCIA EN DISCUSIÓN

 

María Cruz Romeo Mateo
Universitat de València

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