RESUMEN Éste artículo persigue poner en cuestión la mítica imagen del gran desastre nacional de 1898. En realidad, ni el 98 español fue una gesta heroica ni constituyó un hecho único en la Europa de fin de siglo. La pérdida de las posesiones en ultramar no representó más que el momento culminante en la crisis del sistema colonial español. Esta no sólo venía arrastrándose por muchos años, sino que además se produjo en una era de auge, imperialista y redistribución colonial en el mundo. Lo realmente sorprendente es que a diferencia con otras naciones, la derrota de España se recibió por la población en general con una mezcla de escepticismo e indiferencia. La clase obrera, en particular, recogió con júbilo las noticias del final de una guerra en la que el injusto sistema de redención en metálico del servicio militar había supuesto el envío de 200.000 de sus hijos a los lejanos campos de batalla.El revés militar en ultramar no se tradujo en crisis de Estado. Los mismos partidos turnantes con sus elecciones amañadas y gobiernos fabricados seguirían en el poder 25 años más. Pero desde 1898 la oligarquía dominante ya no pudo ocultar tras la posesión de un imperio la corrupción administrativa imperante ni el retraso socio-económico de España. Palabras clave: desastre colonial, 1898, Restauración, tumo pacífico, oligarquía, regeneración.
This article seeks to question the mythical image of the great national disaster of 1898. It was far from being an heroicalfeat or constituting a unique case in fin de siécle Europe. The loss of the overseas possessions was no more than the culmination of the long-lasting crisis of the Spanish colonial system, which took place in an era marked by territorial e distribution throughout the world. The real shocking fact is that in contrast to other nations in Europe, Spain's defeat was greeted by the population in general with a mixture of scepticism and indifference. The working class, in particular, received with relief the news of the end of the war as the unfair system of conscription had called up 200,000 of its sons.The overseas military set-back was not followed by a crisis of the state. The same old parties with their rigged elections and artificial governments would hang on to power for twenty five more years. Yet from 1898 the ruling oligarchy could no longer conceal behind imperial greatness Spain's administrative corruption and socio-economic backwardness. Key words: colonial disaster, 1898, Restoration, turno pacifico, oligarchy, regeneration.
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0. INTRODUCCIÓN Se cumple el primer centenario del desastre colonial de 1898. En virtud del tratado de paz firmado en París el 10 de diciembre de aquel año se produjo la pérdida irrevocable de los restos del otrora vasto imperio ultramarino español. Las islas de Cuba, Puerto Rico y Guam son cedidas a los Estados Unidos que también obtienen el control, previo pago de una indemnización de 20 millones de dólares, del archipiélago de las Filipinas. A los pocos meses España vende por 25 millones de marcos a Alemania sus últimas posesiones en el Pacífico (las islas Marianas, las Carolinas y las Palaos). Cien años después, queda en manos del historiador analizar con rigor el impacto y la transcendencia de aquellos acontecimientos, y por tanto, en cierta medida iniciar la tarea de su desmitificación. La envergadura de la debacle militar y la consiguiente pérdida colonial han servido tanto para ocultar la complejidad del 98 como la realidad de su impacto en el sistema de la Restauración. Con frecuencia se ha querido ver en esta fecha el fin de una era.1 Así, el período anterior se describe como un momento de relativa estabilidad social y armonía política en contraste con el siguiente, definido por la crisis, el pesimismo y la decadencia. Sin embargo, cuando analizamos la Restauración en su conjunto, resulta difícil estar de acuerdo con esa imagen simbólica y mítica del 98 como línea divisoria entre dos etapas radicalmente diferentes. Ni España disfrutaba de una época dorada en los años anteriores al desastre, ni posteriormente el país se vio asolado por una crisis desbordante. Como la reciente compilación de artículos por Juan Pablo Fusi y Antonio Niño sobre los orígenes y antecedentes del desastre revelan, ni la crisis finisecular se puede reducir a una hecatombe militar, ni la derrota colonial fue un cataclismo repentino que se abatiera sobre el país, de forma inesperada y sorprendente. El 98 se produce en el momento en que se acumulaban los movimientos de protesta y primeros síntomas de descomposición del orden vigente.2 El período histórico que conocemos como la Restauración se inicia en diciembre de 1874 con el pronunciamiento del General Martínez Campos y el regreso de los Borbones en la persona de Alfonso XII al trono español. Su artífice y arquitecto, Antonio Cánovas del Castillo, construye un orden político liberal que no sólo garantiza la libertad de prensa y asociación y la tolerancia religiosa, sino que también concede en 1890, antes que la mayoría de países europeos, el sufragio universal masculino. Cánovas pone final al exclusivismo político y así su partido, el Conservador, se turna pacíficamente en el poder con el Liberal cuya jefatura ocupa Práxedes Mateo Sagasta. Sin embargo, destrás de toda las apariencias democráticas, el sistema canovista es ante todo una estructura política elitista que garantiza de una manera armónica y estable la hegemonía de las oligarquías económicas de España. Los dos partidos dinásticos, Liberales y Conservadores, son poco más que formaciones de notables y profesionales de la política, que monopolizan y se alternan en el gobierno por medio de la manipulación y falsificación electoral. Esta es la España de los amigos políticos; donde las elecciones no producen cambios políticos sino que los gobiernos fabrican los resultados con anterioridad previo pacto con los caciques locales o tiranos chicos. Durante este largo período de historia española prolifera el sistemático abuso y adulteración de la legalidad constitucional merced al retraso cultural y social, la llamada ruralización de la vida política que permite la continuidad de lazos locales clientelistas y caciquiles y la desmovilización general del electorado.' La arbitrariedad, el favoritismo y la corrupción imperantes no eran características idóneas para garantizar a largo plazo la estabilidad monárquica ante el natural incremento de las demandas específicas de las clases medias y los trabajadores vinculadas a los procesos de urbanización, secularización y crecimiento de la conciencia de clase. La ilusión de cambio político con el turno pacífico de los partidos dinásticos solo sirve para ocultar una realidad social explosiva que empeora con la llegada de la crisis económica a partir de 1880. Cerrados por el fraude electoral los canales normales de expresión, no queda más alternativa que buscar otras formas de canalizar el descontento popular. En la última decada del siglo XIX el divorcio entre la España oficial y la España real se hace cada vez más evidente. Es el momento del despertar del nacionalismo catalán y vasco, y del crecimiento del movimiento obrero tanto socialista como anarquista, este último adquiriendo con frecuencia un carácter violento en forma de insurrecciones campesinas en Andalucía y de terrorismo en Cataluña. 1. CRÓNICA DE UNA DERROTA ANUNCIADA La insurreción independentista en las posesiones ultramarinas es parte de ese movimiento de protesta contra el régimen canovista. El primer aviso de descontento contra el régimen colonial español se había ya materializado en la rebelión cubana de 1868 que a duras peras se pudo suprimir mediante la Paz de Zanjón de febrero 1878, prometiendo una amplia autonomía a la isla. Durante los siguientes años los políticos dinásticos fueron incapaces de cumplir aquella promesa y todo intento de introducir un proyecto descentrali-zador, como el de Antonio Maura, Ministro de Ultramar en el gobierno Liberal de 1893, se encontró con el rechazo unánime de las Cortes. Como en la misma España, la política colonial española, obsoleta, intolerante y centralista, estaba dirigida a defender los privilegios de una oligarquía penisular en detrimento de las aspiraciones de los nativos. En este sentido se puede hablar de un autentico lobby colonial opuesto a cualquier cambio en el status quo. Este está formado por los hacendados y comerciantes cuyas fortunas se debían a su papel predominante en la vida económica y política de las posesiones ultramarinas; los militares y civiles que nutrían la administración colonial; la Iglesia, principal terrateniente sobre todo en las Filipinas, la burguesía industrial textil catalana, los cerealistas castellanos y aquellos sectores cuya producción encontraba fácil acceso en los mercados protegidos de ultramar, que además con su producción de lucrativas materias primas (azúcar, tabaco, café, algodón) ayudaban a compensar el crónico déficit comercial de España." Era prácticamente inconcebible que un orden elitista en España pudiera introducir un sistema reformista y democrático en sus colonias. Por ello, incapaces de modernizar el obsoleto modelo colonial, cuando la rebelión estalló en Cuba en febrero de 1895, los gobernantes españoles analizaron el problema colonial ante todo corno una cuestión doméstica, de orden público. Tanto Sagasta como Cánovas subscribieron la famosa cita de que «España está dispuesta a gastar su última peseta y a dar la última gota de sangre de sus hijos en defensa de sus derechos y de su territorio».5 Pero los discursos altisonantes no vienen acompañados por las victorias en el campo de batalla. Así, aunque durante los siguientes tres años el gobierno no escatima recursos humanos ni materiales, su control sobre el imperio se desmorona gradualmente. España, en vano, intenta aferrarse a los restos de una época dorada con una campaña basada en buques viejos y soldados baratos.6 200.000 reclutas son enviados a la guerra. Son los hijos de la clase obrera que no pueden disponer de la cuota de 2.000 pesetas que redime del servicio militar. A pesar de estas elevadas cifras, el ejército español, pobremente armado, vestido y alimentado, sólo puede controlar las ciudades fortificadas. Las zonas rurales pronto se pierden ante un enemigo invisible que hostiga constantemente en una campaña moderna de guerrillas. Las bajas en el campo de batalla apenas rebasan el 4 por ciento del total mientras aquellas producidas por la combinación de enfermedades tropicales (paludismo, fiebre amarilla, etc) con el deplorable estado de la sanidad son escalofriantes.7 En estas condiciones la rebelión no solo se extiende por Cuba, sino que una insurrección similar estalla en las Filipinas en 1896. El desgaste militar y económico es tal que a fines de 1897, el gobierno Liberal de Sagasta cambia radicalmente de estrategia e intenta lo impensable dos años antes: conseguir la paz con la introducción de un régimen de amplia autonomía. Pero lo que tal vez hubiera sido solución en 1895 llega no sólo demasiado tarde para convencer a los rebeldes cubanos que, cada día más fuertes, lo consideran un burdo ardid, sino también para impedir la temida intervención de los Estados Unidos. Para desgracia de los gobiernos de la Restauración, el ocaso del imperialismo español coincide con el pujante expansionismo de los Estados Unidos. Tras el final de la guerra civil y la conquista del oeste, la creciente producción norteamericana comienza a buscar la penetración y conquista de nuevos mercados en el exterior. Es el llamado «destino manifiesto» o la expansión del capitalismo americano cuyos primeros objetivos serán el Caribe, Latinoamérica y el Pacífico. La isla de Cuba, y en menor medida el archipiélago de las Filipinas, son por tanto claras metas del imperialismo estadounidense. A través del siglo XIX se habían hecho numerosas ofertas de comprar Cuba, siempre rechazadas por España. Hacia la década de 1890 era ya un hecho que la isla se deslizaba inexorablemente hacia la órbita económica de su poderoso vecino y que España poco podía hacer para impedirlo. En 1894, el 43,1% de la importaciones de Cuba provenían de España, y a pesar de las altas tarifas, 37,4% de los Estados Unidos. Más determinante era el hecho de que Cuba exportaba el 88,1% de su producción a Norteamérica mientras sólo el 8,9% podía ser absorbida por España." La insurreción cubana facilita las apiraciones de los grupos expansionistas en América que a partir de marzo de 1897, tras el triunfo electoral del Republicano William McKinley, cuentan con aliados tan importantes en la nueva administración como el subsecretario de Estado para la Marina, Theodore Roosevelt. Al mismo tiempo, la prensa sensacionalista de los magnates William Randolph Hearst y Joseph Pulitzer, contribuyen a inflamar la opinión pública describiendo con detalle tanto los fracasos de España por pacificar la rebelión como las atrocidades cometidas contra los rebeldes. Como quedaría bien demostrado después de 1898, el altruismo e idealismo americano no era más que pura retórica. Lejos de ansiar la independencia de cubanos o filipinos, se buscaba simplemente reemplazar el tambaleante y endeble dominio español por la dallar diplomacy. Sólo faltaba un pretexto para justificar la intervención y no tardaría en llegar. Ante el creciente acoso periodístico y político, McKinley envía en enero el acorazado Maine a Cuba como garantía de protección de la vida y propiedades de este país. El 15 de febrero una misteriosa explosión hunde el Maine en el puerto de La Habana matando a 264 marinos y 20 oficiales norteamericanos. Una comisión de investigación designada por el senado atribuye el naufragio a una explosión externa, lo que claramente implicaba a las autoridades españolas en el naufragio. En una atmósfera belicista, McKinley obtiene de las dos cámaras del Congreso el 19 de abril una declaración conjunta, equivalente a un ultimátum, exigiendo el cese de la autoridad española en Cuba en el plazo de tres días y facultando al presidente para disponer de las fuerzas annadas para entrar en combate.'' El gobierno Sagasta se encuentra impotente para frenar el desenlace fatal contra los Estados Unidos. Se intentan diferentes vías diplomáticas.'" Todo aquello que pueda evitar el estallido del conflicto salvo negociar la soberanía española en Cuba. A pesar del peligro inminente, más que una cuestión colonial, la pérdida de las posesiones ultramarinas sigue siendo un problema de política interior. Así, tanto una oferta americana en marzo para la venta de la isla por 300 millones de dólares como el ultimátum de abril son rechazados. Los políticos dinásticos se encuentran ante un dilema. Son conscientes de que sin aliados en Europa y con un ejército agotado y anémico es una temeridad, si no una locura, el enfrentarse a la primera potencia industrial en el mundo. No obstante, sus iniciativas se encuentran al mismo tiempo mediatizadas por la realidad nacional: el interés de la oligarquía por mantenerse a toda costa en las colonias; el ejército, que ya había exteriorizado su descontento con los planes de conceder la autonomía a Cuba, insiste en la resistencia a ultranza; y, por último, el clamor patriótico que emana de la mayor parte de la prensa." Así en abril de 1898 el gobierno español opta por ir a la guerra contra los Estados Unidos. La opción bélica, lejos de ser una decisión suicida, numantina o irracional, resulta ser la salida fácil, el mal menor. El temor a una debacle en el campo de batalla es superado por el miedo a un movimiento popular o a un golpe de estado desencadenados por una capitulación sin lucha. Por ello, con resignación pesimista se embarca a la nación en lo que se juzga un sacrificio inevitable, una guerra que se sabe perdida de antemano,. pero que dejaría el honor a salvo y garantizaría la supervivencia del régimen.12 Durante los 113 días que dura el conflicto hispano-americano los políticos de la Restauración son protagonistas de una de las mayores tragicomedias de nuestra historia contemporánea.13 Acallando la razón, no se explica al país la verdadera fuerza de los Estados Unidos, la nación más poderosa del mundo. Al contrario, se permite la existencia de un clima marcado por un fervor patriótico tan absurdo como demencial. La prensa se deleita en fantasías cotidianas en las que el heroísmo nacional y las supuestas gestas y hazañas del pasado dan por descontado una victoria fácil ante un enemigo al que se insulta y se menosprecia. En las calles de la grandes ciudades y pueblos se manifiesta una delirante psicosis bélica. Casi se veía a las tropas españolas camino de Nueva York. Por fin, el viejo león, España, iba a ajustar las cuentas a los «tocineros» yankees. Las manifestaciones públicas son diarias y con ellas el alborozo, las zarzuelas, corridas de toros y procesiones que pasean cabezas de cerdo representando a los americanos. La iglesia no ahorra esfuerzos acompañando las salidas de tropas con bendiciones de banderas, rogativas y sermones, legitimando la causa española como una cruzada contra las dobleces y mezquindades de una nación mercantil y protestante.14 Tan brillante ejercicio de hipocresía esconde una realidad muy diferente. El gobierno no sólo sabe que la guerra no se puede ganar sino que la conduce con voluntad deliberada de perderla lo antes posible. Todos los esfuerzos se reducen a oponer una resistencia que hiciera pasar la derrota por honrosa y dejara intacta la dignidad del país.15 La hidalguía y el quijotismo serían entonces los términos justificadores a través de los cuales el fracaso se inscribiría en la ideología ibérica, ocultando las responsabilidades concretas del régimen. La guerra pues se detendría cuando ya no pudiera continuarse ante la superioridad bélica del enemigo. Así, tras el hundimiento de la flota dirigida por el Almirante Montojo en el Pacífico el 1 de mayo, se sacrifica la escuadra del Atlántico, entonces en Santiago de Cuba. El 3 de julio se ordena al Almirante Cervera que abandone la plaza y entable combate con la infinitamente superior armada americana. En lo que fue poco más que un ejercicio de tiro al blanco, los americanos, que sólo contaron como bajas, un muerto y dos heridos, barrieron literalmente del mar a los navios españoles en cuestión de minutos. Ya se sabe, España prefiere honra sin barcos a barcos sin honra. Y sin barcos, la suerte de un ejército que luchaba a miles de millas de distancia estaba echada. Con los americanos avanzando en todos los frentes y sin posibilidad de recibir socorros o refuerzos, ni los sectores más intransigentes de las fuerzas armadas se atreven a discutir un armisticio que por fin se firma el 12 de agosto.16 En 1898 España no perdió su última peseta ni su última gota de sangre. Pero el saldo de la derrota fue muy elevado. En el aspecto territorial la liquidación del poder español en ultramar es completo. A la ya cierta pérdida de Cuba y Puerto Rico, se une tras la intransigencia americana, auspiciada por una Gran Bretaña temerosa de los designios alemanes en el área, la anexión de todo el archipiélago de las Filipinas." La guerra también representa una profunda sangría para la hacienda y la población de la metrópoli: los gastos ascienden a unos 2.000 millones de pesetas y cerca de 60.000 españoles han perdido sus vidas en ultramar.18 Nada capta mejor la imagen de la derrota que el espectáculo dantesco que se repite en los meses posteriores al armisticio durante la repatriación de las tropas. Hacinados en las bodegas de los barcos de la compañía Trasatlántica, propiedad del Marqués de Comillas, miles de soldados famélicos, enfermos y harapientos, desembarcan en los puertos españoles. Muchos tendrán que mendigar transporte y comida en el largo viaje hacia sus hogares.19 2. DESPUÉS DEL 98 Una vez vistos los orígenes y desenlace de los acontecimientos que llevaron a la hecatombe colonial, la cuestión fundamental es observar su transcendencia en el estado y la sociedad española. Y es aquí donde aparece el contraste evidente entre por un lado el trastorno moral y psicológico, sustento de la mitificación posterior, y por otro, su escaso impacto social y político. El «detonante» del 98 no representa más que el momento culminante de una crisis del sistema colonial español que venía arrastrándose desde muchos años atrás. Es la oligarquía y sus representantes políticos en el turno, los mismos que no pudieron enfrentarse al problema cubano con una dosis mínima de objetividad y ecuanimidad, los que realizan una interpretación nacionalista de la crisis del 98. La identificación de sus intereses de clase con los de la nación en su conjunto les lleva a concluir que la derrota en ultramar representa el derrumbe de toda la nación. De hecho, lo único que entra en crisis es la legitimidad de la oligarquía dominante para dirigir los destinos del estado. El sueño imposible de una España anclada en un pasado glorioso e imperial se hunde para siempre al mismo tiempo que los barcos de Montojo y Cervera en aguas de Cavite y Santiago.211 En una era de auge imperialista y darwinismo social, cuando la virilidad de las naciones parecía medirse por el número de sus colonias, España aparece como una nación enferma y atrasada en relación con sus rivales europeas. Pero esta enfermedad, producto del atraso social y económico, no surge como por arte de magia en 1898, sino que es una realidad cimentada en generaciones de mal gobierno y corrupción administrativa que hasta entonces habían podido ocultarse tras la posesión de un imperio en ultramar. La derrota de 1898 pone así fin a lo que Tuñón de Lara describe como la ideología de «consolación» que daba una falsa conciencia de dominadores y civilizadores cuando en realidad se estaba en una situación marginal con respecto a Europa.21 Al mismo tiempo, son las élites culturales del país (poetas, escritores y novelistas como Azorín, Baroja, Valle Inclán, Machado o Unamuno, entre otros), la llamada «Generación del 98», las que, haciendo suya esa interpretación nacionalista de la derrota, desempeñaron un papel decisivo y mitificador, presentando la crisis colonial como el «gran desastre nacional». Crean un pasado mítico, nostálgico e irreal de la pasada grandeza de España, identificando España con Castilla, y creando así la imagen de un imperialismo centralista castellano basado en pura demagogia. Por otro lado, los intelectuales acometen una acción nada desdeñable, la de regeneración nacional. Su pesimismo y crítica mordaz inician la acción demoledora de aquellos culpables de la decadencia de España, los notables del tumo, los caciques y las oligarquías. De aquí surgirán las bases fundamentales del pensamiento moderno español: uno progresista y reformista que busca la genuina democratización de la política y sus instituciones; el otro, centralista y autoritario, que pasa de la mera crítica al sistema viciado de los partidos turnantes de la Restauración a la oposición a toda forma de expresión política.22 Mientras el mito del gran desastre nacional ha dejado para la posteridad esa imagen de decadencia y crisis, es llamativo su escaso impacto a nivel social y político y la indiferencia o el escepticismo con el que se recibieron las noticias del final de la guerra por la población en general. Esto es todavía más chocante cuando se compara con otras naciones que atraviesan semejantes circunstancias en este período. España no es el único Estado que en esta época de imperialismo y redistribución colonial padece un 98.23 Tomemos los casos de Rusia e Italia. El imperio zarista choca en sus empeños expansionistas en Manchuria con una nueva potencia, el Japón. Contra todas las expectativas, la guerra de 1904-1905 se cierra con la derrota rusa tras una serie de reveses militares y el hundimiento de su flota en los estrechos de Tsushima. El joven estado italiano comienza un rápido proceso de penetración en el África Oriental ocupando Eritrea y Somalia pero el intento de anexionarse Abisinia concluye con el descalabro de Adua en Marzo de 1896. En ambos países sus derrotas militares desencadenan graves crisis domésticas. En el domingo sangriento (9 de enero de 1905) la policía abre fuego causando 200 muertos y centenares de heridos entre los manifestantes. Durante más de un año, la otrora poderosa autocracia rusa, se tambalea. La indignación popular se plasma en levantamientos campesinos, huelgas y formación de soviets en las principales ciudades, motines de marineros en Odessa y Krondstadt, insurrecciones nacionalistas en Polonia y Finlandia. El ciclo revolucionario sólo comienza a decrecer tras la concesión del zar Nicolás II en octubre de una constitución y la promesa de elecciones libres a una asamblea legislativa, Duma. De modo similar en Italia, la debacle de Adua inicia un período de revuelta y descontento social que sacude al país del Piamonte a Sicilia, alcanzando su punto álgido con la brutal represión de la insurrección de Milán de Mayo de 1898. Se suspende la Constitución hasta 1900 y el poder pasa a manos de un gobierno militar dirigido por el General Pelloux. En España, por el contrario, ni se produce un movimiento popular de carácter reformista o revolucionario ni hay un proceso involucionista que persiga derrocar el sistema constitucional. La crisis de legitimidad de la oligarquía gobernante no se traduce en una crisis de Estado. En 1898 no cambió el gobierno, ni la composición de las Cortes, ni mucho menos la Constitución o el sistema de partidos.24 El retraso socio-económico y el fuerte enraizamiento del caciquismo local, que aseguraba la ruralización política y la desmovilización popular, contribuyen a favorecer la continuidad del orden canovista. También el sistema demuestra ser lo suficientemente flexible y los políticos dinásticos, lo bastante hábiles, como para retener la iniciativa.25 Primero Francisco Silvela, formando un nuevo ministerio en marzo de 1899, y luego su sucesor en la jefatura del partido Conservador, Antonio Maura, hacen suyas las ideas regeneracionistas de dignificación de la política y revolución «desde arriba». Al mismo tiempo, la bonanza económica, generada por el aumento de las exportaciones tras la devaluación de la peseta y la repatriación del capital invertido en las colonias (unos 1.000 millones de pesetas), favorecen la impresión de normalidad. El Ministro de Hacienda, Fernández Villaverde, diseñó un programa deflacionista que fue un éxito al lograr restablecer la confianza del público. Una modesta reforma fiscal y el recorte del gasto público conduce a una serie de años con superávit presupuestario. Igualmente, su empréstito de reconversión de la deuda pública se cubrió 25 veces.26 La estabilidad política del sistema se asegura también por la debilidad e incapacidad de sus adversarios para aprovechar la coyuntura de 1898." El desencanto popular se expresa en las tradicionales revueltas de consumos, con asaltos a almacenes bajo el grito de pan barato, o en tumultos y motines producidos por el triste espectáculo del desembarco de soldados enfermos. Son por tanto desórdenes de carácter local fácilmente neutralizados por las autoridades.28 Igualmente, los intentos de regeneracionistas como Joaquín Costa, Basilio Paraíso o Santiago Alba para movilizar a la pequeña burguesía (Cámaras agrícolas y de comercio, Círculos industriales y mercantiles), nunca pasan de ser una reacción agria y condenada al fracaso. Huérfanos de objetivos políticos, no van más allá de un vano intento de convertirse en un grupo de presión de las llamadas clases productoras, que intenta imponer un vasto programa de reformas administrativas y económicas para la regeneración nacional. Su pulso con el gobierno Silvela, en junio de 1900, al abogar por el cierre de tiendas y la huelga de contribuyentes concluye con un estrepitoso fracaso cuando las autoridades declaran el Estado de guerra y comienzan a embargar a los morosos. El movimiento regeneracionista de la pequeña burguesía se disuelve como un castillo de naipes en los siguientes meses. Algunos de sus líderes incluso entran en pactos políticos con los partidos dinásticos para ganar actas de diputado. Santiago Alba, por ejemplo, llegará a convertirse en el gran cacique de Valladolid y uno de los notables del partido Liberal.29 El «Desastre» del 98 es, pues, un caso de exageración o percepción sobredimensionada de unos acontecimientos, de limitada importancia en sí mismos, pero vividos como una desgracia colectiva de proporciones cataclísmicas. Lo único que se «perdió en Cuba» fue una ilusión, un ensueño imperial, la ficción de ser todavía uno de los grandes poderes coloniales.3" Sería, sin embargo, erróneo concluir que 1898 no tiene repercusiones importantes en el país. Nada cambia en el orden político pero tampoco se puede afirmar que todo continúa como antes." El 98 produce consecuencias importantes en la evolución de las fuerzas armadas, el triunfo del catalanismo político y el desarrollo del movimiento obrero. Existe la idea generalizada que el año 1898 supuso el regreso de los militares en la política. En realidad, la apariencia civil del sistema de la Restauración es engañosa. El ejército es, desde el primer momento, una parte central y vital del bloque de poder. El sistema canovista sustituye a los militares con el turno de partidos como instrumento de cambio político pero aquellos se convierten en el brazo armado del nuevo orden. La Ley Constitutiva del Ejército de 29 noviembre de 1878 dice en su artículo segundo que la primera y más importante misión de las fuerzas armadas es la de defender a la patria de los enemigos interiores. A cambio, los generales son absorbidos por el sistema político con puestos importantes en los dos partidos dinásticos, títulos aristocráticos, asientos vitalicios en el senado y también con la promesa implícita de no interferencia civil en asuntos militares, que equivalía a la tácita aceptación de una oficialidad sobrecargada y, por consiguiente, de un desproporcionado presupuesto de Guerra.32 En 1898, con los militares tan comprometidos como los civiles en la derrota, nunca hubo un peligro serio de sublevación. El General Camilo Polavieja, héroe de la guerra en Filipinas, al publicar un manifestó que atacaba el mal gobierno y abogaba por una descentralización en el plano económico, es la única excepción. El suyo es un gesto individual que acaba elocuentemente con su inclusión en el ministerio de Silvela. No obstante, tras la debacle colonial aumenta la sensibilidad castrense ante toda crítica externa. Al mismo tiempo, traumatizados por la derrota en ultramar, las fuerzas armadas perciben su papel de defensores de la patria contra sus enemigos internos como su nueva y más decisiva batalla. Identificando su causa con la defensa de los valores sagrados de la nación, los oficiales comienzan a desplazar a los políticos dinásticos en la lucha contra las dos grandes amenazas al orden social: el separatismo catalán y la revolución obrera.33 La hecatombe colonial opera como importante catalizador de fuerzas sociales y políticas adversas al sistema oligárquico imperante. En el caso de Cataluña, el débil proceso integrador y el centralismo del orden canovista había favorecido el crecimiento de un movimiento nacionalista. Hasta 1898, la burguesía catalana, con grandes intereses en el comercio antillano, había aceptado la dirección política de Madrid y apoyado la guerra. Esta situación concluye con el desmembramiento del imperio. Industriales y comerciantes catalanes dejan de acatar la hegemonía política del turno y traspasan su lealtad a un partido nacionalista y conservador, la Lliga Regionalista. En las elecciones de Mayo de 1901, la movilización popular en Barcelona se plasma en una victoria impresionante del nuevo partido catalanista seguida por los Republicanos. Es el principio del fin de la política de notables en Cataluña.34 El movimiento obrero, representado por el partido Socialista y diversos y fragmentados grupos anarquistas, es el sector social que en todo momento se opone radicalmente a la guerra colonial. Esa oposición adopta primero un carácter abstracto. Así siguiendo principios internacionalistas se tata de demostrar que el proletariado español no tiene nada que ganar en el campo de batalla. Los obreros no tienen patria; ésta no es más que la máscara tras la cual se disimulan los intereses de la burguesía. Con el agravamiento del conflicto, la prensa obrera, en particular, El Socialista, comienza a concretar sus críticas. Se culpa de la guerra a los partidos dinásticos, que con su ceguera por continuar una política imperialista y explotadora han provocado la insurrección de los nativos. Igualmente, en el verano de 1896 se inicia una campaña demandando equidad y justicia en el servició militar. Se trata de todos o ninguno. Ha llegado el momento de poner fin a un episodio sangriento que tantas lágrimas y vidas cuesta al proletariado mientras las clases pudientes alardean de patriotismo, pero ni empuñan el fusil, ni mandan a sus hijos a la guerra. Por ello, la llegada de la paz, lejos de ser un humillante trastorno, es recibida con entusiasmo por la prensa obrera. No se llora por la pérdida de las colonias sino que se celebra el fin de la tragedia.35 El espectáculo denigrante de la repatriación de los soldados hambrientos y enfermos de ultramar, a los que el gobierno adeuda más de 40 millones de pesetas, confirma al movimiento obrero en su determinación de evitar situaciones semejantes en el futuro.36 Como consiguiente, tras 1898, los gobiernos españoles, en contraste con otros en Europa, no pueden utilizar el llamado imperialismo social para aunar el sentimiento popular y desviar presiones domésticas hacia el expansionismo colonial.37 Esta resolución se hace patente cuando con las memorias aún recientes del penoso desenlace en Cuba y Filipinas, España, comprometida por sus acuerdos con Francia y Gran Bretaña, se lanza hacia una nueva aventura en el norte de África. La campaña en Marruecos, carente de los vínculos emocionales e históricos de Cuba, más aún que las guerras coloniales de 1895-1898, se convierte en una pesadilla para los gobiernos de la Restauración y es motivo de hostilidad popular. Cuando en el verano de 1909, tras sufrir más de 1.000 bajas en una operación militar, el ministerio Maura ordena la movilización de reservistas, el movimiento obrero responde alertando al proletariado para que no sirva de nueva carne de cañón en otra aventura imperialista.38 La retórica da pie esta vez a la convocatoria de una huelga general contra la guerra en Marruecos. Esta adquiere un carácter violento en Barcelona donde la ciudad vive días de anarquía con barricadas, tiroteos en las calles e incendios de conventos e iglesias.39 La llamada Semana Trágica no es todavía un ataque frontal al régimen sino un gigantesco motín antimilitarista y anticlerical que carece de clara dirección u objetivos políticos. Pero sus consecuencias son importantes: la campaña nacional e internacional montada a raíz de la brutal represión lleva primero a la caída de Antonio Maura, el único político monárquico con genuino arraigo popular, y luego a su salida del partido Conservador en octubre de 1913 provocando la primera escisión irreparable de uno de los grupos dinásticos; el partido socialista abandona su tradicional sectarismo y entra en alianza con el republicanismo; y por último, los grupos sindicalistas y anarquistas deciden fundar un movimiento sindical nacional, la Confederación Nacional del Trabajo.40 3. QUIEBRA Y AGONÍA DEL SISTEMA DE LA RESTAURACIÓN Irónicamente, es la Primera Guerra Mundial, un conflicto en el que España no interviene, el que produce la quiebra política final del orden canovista. La crisis orgánica del estado español se puede analizar como la versión regional de la crisis general europea: el momento en que el antiguo orden de élites y clientelas se derrumba ante la presión de la politización y movilización de las masas. Aunque la neutralidad española evita el sacrificio humano de otros países, no se escapa de los efectos del conflicto europeo. España no entra en la guerra pero la guerra entra en España y su impacto político y socio-económico destruye las bases del sistema de la Restauración.41 El país se divide entre dos campos ideológicamente opuestos: Francófilos y Germanófilos. Los primeros (Socialistas, Republicanos, Catalanistas y la mayoría de los intelectuales) confían en que una victoria de los Aliados en Europa genere un movimiento de democratización política. Por el contrario, Germanófilos son aquellos grupos (iglesia, ejército y aristocracia) que esperan que una victoria de Alemania produzca la consolidación de los valores tradicionales de monarquismo, jerarquía social y elitismo político. La agria polémica entre los dos bandos se puede interpretar como una «guerra civil retórica» que presagia el futuro conflicto fratricida entre las dos Españas.42 Al mismo tiempo, España atraviesa una era de boom económico y expansión industrial. Su neutralidad le permite no sólo abastecer a ambos campos sino también penetrar en mercados que han de ser abandonados por las naciones beligerantes. La balanza comercial pasa de un estado de déficit crónico a fabulosos superávits acarreando la entrada y acumulación de capital y oro en el país.43 Sin embargo, el desarrollo económico sólo beneficia a una minoría e incrementa las disparidades regionales y sociales. Así, zonas industriales como Cataluña experimentan un aumento extraordinario en su producción pero las regiones agrarias del centro y el sur se ven asoladas por la pobreza y el paro. En consecuencia, se produce un gran movimiento migratorio del campo hacia las ciudades. Este reajuste demográfico ahonda las tensiones y desequilibrios sociales ya existentes. El despilfarro de las clases acaudaladas con sus exorbitantes ganancias contrasta con las condiciones infrahumanas de higiene, acomodación y jornales ínfimos en que la nueva mano de obra se encuentra. Al mismo tiempo, la boyante demanda externa unida al descenso en picado de importaciones tiene como resultado la carestía de productos básicos y el ascenso ininterrumpido del coste de la vida. Así, mientras ésta es una época dorada para industriales, financieros y especuladores, para la mayoría de la población, éstos son años marcados por privaciones, empobrecimiento del nivel de vida y crisis de subsistencias.44 La realidad socio-económica y política nacional impulsa un proceso de malestar, protesta y movilización que pone fin a la hegemonía de los partidos del turno. En julio de 1916 las dos grandes centrales sindicales, la UGT y la CNT, abandonan su tradicional animosidad y forman una alianza destinada a forzar a los gobiernos a tomar medidas para resolver la inflación y la crisis de subsistencias.45 Durante la segunda mitad de 1916, la Lliga Regionalista se erige en uno de los partidos de mayor fuerza nacional cuando organiza dentro y fuera del parlamento una campaña nacional que arruina los planes del Ministro de Hacienda, Santiago Alba, de introducir un vasto programa de Reconstrucción Nacional financiado por las ganancias durante la guerra acumuladas por la industria y el comercio pero no por los terratenientes.46 Simultáneamente, oficiales del ejército, con su nivel de vida mermado por la constante inflación y furiosos por la intención del gobierno de introducir una reforma militar que redujera los gastos del presupuesto de Guerra, comienzan a organizarse en una especie de sindicatos castrenses, las Juntas Militares de Defensa.47 Los acontecimientos se precipitan en 1917. En marzo la caída del zarismo en Rusia da vigor a los grupos francófilos y antimonárquicos. Ese mes, el movimiento obrero unido, por primera vez en la Restauración, publica un manifiesto en el que ya aparece una conciencia política clara, amenazando con una huelga revolucionaria para acabar con el régimen.48 Asustado por la creciente campaña intervencionista de los francófilos y por las noticias de Rusia, el rey Alfonso XIII toma dos medidas que contribuyen a acelerar el descalabro del artilugio cano-vista: en abril el Conde de Romanones, que con sus iniciativas pro-Aliadas ponía en peligro la neutralidad, es reemplazado como jefe de gobierno por el líder de una facción rival, el Marqués de Alhucemas; poco después el monarca ordena la disolución de las Juntas de Defensa.49 El resultado es, primero, la división del partido Liberal y, luego, la caída fulminante del ministerio Alhucemas en junio ante la rebelión y el desafío de los junteros.50 Aunque pocos advirtieron el peligro pretoriano en aquellas fechas, la victoria de las Juntas en junio de 1917 significa el paso del Rubicón en el proceso de claudicación del poder civil y protagonismo militar en política. Los políticos dinásticos se limitaron al turno de gobierno, subiendo al poder el ministerio Conservador presidido por Eduardo Dato que pronto se entregó a una política de apaciguamiento de las Juntas.51 Por su parte, alentadas por los vitriólicos ataques contra el sistema llevados a cabo por La Correspondencia Militar, órgano de prensa de los oficiales, todas las fuerzas reformistas en España creyeron llegado el momento de una profunda renovación política.52 Los intentos de revolución democrática son dirigidos por la Lliga Regionalista, que con el apoyo de Republicanos y Socialistas convoca en Barcelona una Asamblea de Parlamentarios para el 19 de julio. El objetivo es llevar a cabo un proceso de renovación política pacífica por medio de la creación de un gobierno provisional que organizaría elecciones libres a unas Cortes Constituyentes que concederían la autonomía a Cataluña y abordarían la reforma del estado. Esta iniciativa fracasa cuando el movimiento obrero lanza en apoyo de la Asamblea una huelga revolucionaria el 13 de agosto que es ahogada en sangre por la represión del ejército.53 Los sucesos de 1917 ponen fin a la esperanza de conseguir la democratización del sistema político. En realidad, a partir de este momento, el régimen liberal tiene sus días contados. Los oficiales del ejército son los auténticos triunfadores de la crisis. Olvidando su retórica reformista, la intervención militar en agosto ha salvado al orden canovista, pero éste ha hipotecado su existencia a la voluntad militar. Cuando en octubre derriban al gobierno Dato, las Juntas demuestran que tienen una agenda propia y ésta no es la de ser la guardia pretoriana de la oligarquía política.54 A partir de 1917 asistimos no ya a la quiebra sino a la lenta agonía del sistema de la Restauración. A diferencia de lo sucedido en 1898, los partidos dinásticos son incapaces de ganar la iniciativa ante la creciente movilización social e injerencia castrense en los asuntos de estado. Los oficiales, con el apoyo de la Corona, detentan funciones de veto, haciendo y deshaciendo ministerios.55 El turno pacífico, el mecanismo de transición política por más de 40 años, yace pulverizado. El caciquismo rural aún funciona eficazmente, pero los partidos Liberal y Conservador, en pleno proceso de desintegración, son poco más que camarillas de facciones rivales que ya fracasan en las grandes concentraciones urbanas. Durante los años de la postguerra, España se ve inmersa en el ciclo revolucionario que se extiende por Europa. La recesión económica, las noticias del triunfo bolchevique en Rusia, el empeoramiento de la crisis de subsistencias y la continua alza de precios desembocan en un período de inusitada violencia social. Es el momento de crecimiento vertiginoso del sindicalismo cenetista. Las huelgas paralizan las ciudades y se producen insurrecciones populares en el campo andaluz. La crisis de autoridad del estado liberal es patente. Los efímeros gobiernos en Madrid son incapaces de detener la guerra social que enfrenta a sindicalistas contra patronos en colusión con militares y que ensangrienta a diario las ciudades españolas.56 Como golpe final, en el verano de 1921 llegan trágicas noticias de la olvidada guerra de Marruecos: Unos 12.000 soldados han perecido en Annual y el frente de la comandancia de Melilla se desmorona ante los ataques de las cabilas rifeñas. A diferencia con 1898, los gobiernos esta vez no pueden acallar la reacción popular exigiendo responsabilidades por la debacle. El pronunciamiento de Primo de Rivera en Septiembre de 1923 no sorprende a nadie. En medio del descalabro colonial, los atentados sociales y el vacío de poder político, si algo extraña es la tardanza con el que se produce.57 La importancia del golpe de fuerza militar radica tanto en su contemporaneidad como en su originalidad. Como otros movimientos similares en Europa, se trata de una iniciativa antiliberal y antiparlamentaria que aparece en el momento en que el antiguo régimen oligárquico ha entrado en crisis y es incapaz de garantizar el orden social y hacer frente a la súbita irrupción de las masas en la política. El ejército no se presenta, como en los frecuentes pronunciamientos decimonónicos, como punta de lanza de ninguna facción política. Esta es la primera, pero no última vez, en la historia de España en que una reacción nacionalista y centralista irrumpe en la política basando su legitimidad golpista en su identificación con los valores sagrados de la nación (defensa de la patria, familia, propiedad y orden) y organizada en torno a la nostalgia de las glorias del pasado. Así, Primo de Rivera, ya en su primer manifiesto al país, justifica su actuación remontándose a 1898. El mito del desastre nacional, de la España imperial traicionada por los profesionales de la política y rescatada por un ejército regenerador y ejecutor de la voluntad nacional, se convertía en realidad.58
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NOTAS 1. Véase el reciente libro de J. Eslava Galán y D. Rojano Ortega, La España del 98. El fin de una era (Madrid: EDAF, 1997). 2. J.P. Fusi y A. Niño (eds.), Antes del «desastre»: Orígenes y antecedentes de la crisis del 98 (Madrid: Universidad Complutense, 1996), pp.XI-XII; artículo en el mismo libro de C. Gil Andrés, «Vísperas malhadadas. Crisis social y protesta popular en la última decada del siglo XIX. La Rioja, 1890-1898», pp.47-48. 3. Para un análisis del sistema caciquil veáse J. Várela Ortega, Los Amigos políticos. Partidos, elecciones y caciquismo en la Restauración, 1875-1900 (Madrid: Alianza Editorial, 1977), pp.353-396; M. Tuñón de Lara, Política y sociedad en España, 1900-1931 (Madrid: Austral, 1992), pp. 119-123; los artículos de J. Romero Maura, «El caciquismo: tentativa de conceptualización», J. Várela Ortega, «Los amigos políticos», y J. Tusell, «La descomposición del sistema caciquil español» en Revista de Occidente, no.127 (Diciembre 1973); L. Arranz y M. Cabrera, «El Parlamento de la Restauración», Hispania, Vol.LV, no. 189 (Enero-Abril 1995). 4. C. Serrano, Final del Imperio. España, 1895-1898 (Madrid: Siglo XXI, 1984), pp.10, 14-16,47-53. 5. Cánovas empleó ese discurso por primera vez en las Cortes en julio de 1891. Sagasta lo repetiría en marzo de 1895. 6. Serrano, op.cit., pp.38-40. 7. Elena Hernández Sandoiea y María Fernanda Mancebo, «Higiene y sociedad en la guerra de Cuba (1895-1898). Notas sobre soldados y proletarios», Estudios de Historia Social, nos.5-6 (1978), pp.365-366. 8. Serrano, op.cit., p. 12.9. Hay abundante literatura que recoge el conflicto entre España y los Estados Unidos desde el ángulo americano. Dos estudios clásicos son W. Lafeber, The New Empire: An Interpretation of American Expansion, IS60-1898 (London: Norton, 1989) y P.S. Forner, La guerra hispano-cubano-americana y el nacimiento del imperialismo norteamericano (Madrid: Akal, 1975); dos publicaciones recientes son J. Smith, The Spanish-American War. Conflict in the Caribbean and the Pacific, 1895-1902 (Harlow: Longman, 1994) y M. Golay, The Spanish-American War (New York: Facts on File, 1995).10. S. Balfour, The End of the Spanish Empire, 1898-1923 (Oxford: Clarendon Press, 1997), pp.27-28. 11. M. Pérez Ledesma, «La sociedad española, la guerra y la derrota», 5. Pan-Montojo (coord.), Más se perdió en Cuba. España, 1898 y la crisis de fin de siglo (Madrid: Alianza Editorial, 1998), pp. 106-112; J. Várela Ortega, «Aftermath of Splendid Disaster: Spanish Politics before and after the Spanish American War of 1898», Journal of Contemporary History, vol.15 (1980), p.3I8, 320; Eslava y Rojano, op.cit., pp. 182-188; Serrano, op.cit., pp.90-118.12. Várela, Los amigos políticos, pp.315-318; E. Moradiellos, «1898: A Colonial Disaster Foretold», Association for Contemporary Iberian Studies (ACIS), Vol.6, no.2 (Otoño 1993), p.36-37; Várela, «Aftermath of Splendid Disaster», pp.319-322; Serrano, op.cit., pp.38-43.13. Para una detallada narrativa de los sucesos de 1898 ver Rafael Pérez Delgado, ¡898. El año del desastre (Madrid: Tebas, 1976), pp. 181-398.14. M. Pérez Ledesma, op.cit., pp. 104-105; S. Balfour, «The Lion and the Pig: Nationalism and National Identity in Fin-de-Siécle Spain», en C. Mar-Molinero y A. Smith (eds.), Nationalism and the Nation in the Iberian Peninsula (Oxford: Berg, 1996), pp.109-111.15. El Conde de Romanones escribió: «Precisa recordar la reunión que se celebró en el Palacio Real con la asistencia de los generales del mar y tierra de mayor prestigio y el criterio de todos de que para salvar la paz interior y para satisfacer las exigencias, inspiradas en nobles móviles, del elemento militar, había que rendirse a la inexorable fuerza de los acontecimientos y acudir a la guerra como único medio honroso de que España pudiese perder lo que aún le restaba de su inmenso Imperio colonial». Romanones, Las Responsabilidades del antiguo Régimen, 1875-1923 (Madrid: Renacimiento, sf), p.33. 16. Várela, «Aftermath of Splendid Disaster», pp.322-25; Serrano, op.cit., pp.38-47; Eslava y Rojano, op.cit,, p.314. 17. Smith, op.cit,, pp. 196-199. 18. Pérez Ledesma, op.cit., p. 123; Hernández y Mancebo, op.cit., pp.363-364; S. Payne, Los militares y la política en la España contemporánea (Madrid: Ruedo Ibérico), p.72. 19. El Marqués de Comillas, uno de los notables de la época, se enriqueció como primer accionista de la compañía Trasatlántica que poseía casi un monopolio del comercio antillano, y desde 1895 estaba a cargo del transporte de tropas. Patriota entusiasta, el Marqués también controlaba los seguros de redención del servicio militar. Ver Serrano, op.cit., pp.49-50; Hernández y Mancebo, op.cit., pp.367-368. 20. M. Tuñón de Lara, España: La quiebra del 98 (Madrid: Sarpe, 1986), p.13.21. M. Blinkhorn, «Spain: The Spanish Problem and the Imperial Myth», Journal of Contemporary History, vol.15 (1980), pp.8-10; Tuñón, La quiebra, p.25.22. J.L, Aballan, «La guerra de Cuba y los intelectuales», Historia 16, no.27 (Julio 1978); Tuñón, La Quiebra, p.63. El término «Generación del 98» fue acuñado en febrero de 1913 por José Ortega y Gasset para él mismo y sus coetáneos.23. Rosario de la Torre, «Los noventa y ocho», Historia 16, Siglo XX, Historia Universal 1 (1983), pp.49-50. 24. J. Pro Ruíz, «La política en tiempos del Desastre», Pan-Montojo (coord.), Más se perdió en Cuba, p.215. 25. Várela, Los Amigos políticos, pp.319-320. 26. Serrano, op.cit,, pp. 131-136; Balfour, The End of the Spanish Empire, pp.53-54; .1. Harrison, The Spanish Economy in the Twentieth Century (London: Croorn Helm, 1985), p.28.27. Tuilón, La quiebra, p.13.28. Hernández y Mancebo, op.cit., pp.381-382; Pérez Ledesma, op.cit., p. 122.29. J. Harrison, «The Regenerationist Movement in Spain after the Disaster of 1898», European Studies Review, vol.9 (1979), pp.7-20; Várela, «Aftermath of Splendid Disasters, pp.322-339.30. J. Alvarez Junco,«La nación en duda», Pan-Montojo (coord.), Más se perdió en Cuba, p.411.31. S. Balfour, «Riot, Regeneration and Reaction: Spain in the Aftermath of the 1898 Disaster, The Historical Journal, 38,2 (1995), p.423.32. M. Ballbé, Orden público y militarismo en la España constitucional, 1812-1983 (Madrid; Alianza Universidad, 1985), pp.226-228,233,248-250; I. Lleixá, Cien años de militarismo en España (Madrid: Anagrama, 1986), pp.60-64.33. F.J. Romero Salvado, «The Failure of the Liberal Project of the Spanish Nation-State, 1909-1923», en Molinero y Smith (eds.), Nationalism, p. 121.34. Borja de Riquer, Regionalistes i Nacionallstes, 1898-1931 (Barcelona: Dopesa, 1979), pp.42-49; J. Harrison, «The Catalan Industrial Elite, 1898-1923», en P. Preston y F. Lannon, Elites and Power in Twentieth-Century Spain: Essays in Honour of Sir Raymond Carr (Oxford: University Press, 1990), pp.53-55.35. Editoriales que resumen el punto de vista socialista durante la guerra: «La Depresión Social» (2 Agosto 1895), «Oh, La Patria» (18 Octubre 1895), «Lo de Cuba» ( 17 Enero 1896); «Odiemos la Guerra» (24 Enero 1896), «Los Verdaderos Culpables» (13 Marzo 1896), «Lo que Pide el Pueblo» (28 Agosto 1896), «Más Gente al Matadero» (27 Noviembre 1896), «Como se trata a los Proletarios» (17 Diciembre 1897), «Los Causantes de la Guerra» (22 abril 1898), «Guerra a la Guerra» (1 Mayo 1898), «Culpa del Régimen» (27 Mayo 1898), «La Paz» (19 Agosto 1898); ver también C. Serrano, Le Tour Du Peuple. Crise nationale, mouvements populaires et populisme en-Espagne, 1890-1910 (Madrid: Bibliothèque de la casa de Velázquez, 1987), pp.64-97; C. Serrano, «El PSOE y la guerra de Cuba, 1895-1898», Estudios de Historia Social, nos.22-23 ( 1982); María Teresa Noreña, «La prensa obrera ante la crisis del 98», en J.M. Jover Zamora (ed.), El Siglo XIX en España: Doce estudios (Barcelona: Planeta, 1974), pp.571-606.36. El Socialista: «Páguese a los Repatriados» (6 Enero 1899) 37. Balfour, The End of the Spanish Empire, p.123.38. El Socialista: «Estemos Alerta»! (18 Junio 1909), «Contra la Guerra» ( 16 Julio 1909), «No retrocederemos» (23 Julio 1909). 39. J. Connelly Ullman, The Tragic Week. A Study o/Anticlericalism in Spain, 1875-1912 (Harvard: University Press), pp.I67-282; J. Romero Maura, La rosa de fuego. El obrerismo barcelonés de 1899 a 1909 (Madrid: Alianza Universidad, 1989), pp.501-542; P. Voltes, La Semana Trágica (Madrid: Espasa Calpe, 1995), pp.85-133.40. F.J. Romero Salvado, «The Organized Labour Movement in Spain; the Long Road to its Baptism of Fire, 1868-1917», Tesserae, vol.2, n.l (Verano 1996), pp.5-6.41. F.J. Romero Salvado, «Spain and the First World War; The Structural Crisis of the Liberal Monarchy», European History Quarterly, Vol.25 (1995), p.532.42. G.A. Meaker, «A Civil War of Words», en H.A. Schmitt (ed.), Neutral Europe between War and Revolution (Charlottesville; University of Virginia Press, 1988), pp.6-7. En realidad, aunque se puede concluir que en general las derechas eran germanófilas y las izquierdas francófilas, se pueden encontrar excepciones en ambos bandos.43. Harrison, The Spanish Economy, pp.38-40.mas Sociales, Movimientos de precios al por menor durante la guerra (Madrid, 1923). 45. Este proceso se puede seguir con detenimiento en Fundación Pablo Iglesias, Archivo Amaro del Rosal, Informes del Comité Nacional de la UGT (Año 1916). 46. M. Cabrera, F. Comín y J.L. García Delgado, Santiago Alba; un programa de reforma económica en la España del primer tercio del siglo XX (Madrid: Instituto de Estudios Fiscales, 1989), pp.251-367; F. Cambó, Memorias (Madrid: Alianza Editorial, 1987), pp.222-224. 47. B. Márquez y J. Capó, Las Juntas Militares de Defensa (La Habana: Porvenir, 1923), pp.22-24; CP. Boyd, Praetorian Politics in Liberal Spain (Chapel HUÍ: University ot'North Carolina Press, 1979), pp.51-52. 48. El Socialista (28 Marzo 1917). 49. Para la caída de Romanones ver Real Academia de la Historia, Archivo Romanones: legajo 63, carpeta 46 (Abril 1917); para la disolución de las Juntas ver Romanones, Notas de mi vida, 1912-1931 (Madrid: Espasa Calpe, 1947), p.95. 50. Para la división del partido Liberal ver Archivo Romanones, Legajo 1 (Junio-Julio 1917). Para las Juntas ver J.A. Lacomba, La crisis española de 1917 (Málaga: Ciencia Nueva, 1970), pp.120-140; J. Buxadé, España en crisis. La bullanga misteriosa de 1917 (Barcelona: Bauza, 1918), pp.39-62. 51. La iniciativa más escandalosa tomada por Dato fue la del envío a través de Leopoldo Matos, Gobernador Civil de Barcelona, y con el desconocimiento del Ministro de la Guerra, Fernando Primo de Rivera, de una nota pidiendo a las Juntas una lista de sus reclamaciones con la promesa de que ellas serían satisfechas por reales decretos. Ver Real Academia de la Historia. Archivo Natalio Rivas, Legajo 8911 (1917), y Archivo Dato. Carta de Primo de Rivera a Dato (28 Julio 1917). 52. Durante el mes de junio de 1917 La Correspondencia Militar publicó una serie de editoriales criticando el sistema de oligarquía y caciquismo existente. 53. Los sucesos del verano de 1917 se pueden seguir en F. Soldevilla, El ario político de 1917 (Madrid: Julio Cosano, 1918), Lacomba, op.cit., pp.213-284. Para la actuación de los Socialistas ver L. Simarro, Los sucesos de agosto en el parlamento (Madrid, 1918). 54. Márquez y Capó, op.cit., pp.216-222. 55. Ejemplos de caídas de gobierno derribados, directamente o indirectamente, por el ejército serían ta crisis de 1918 que produce la caída del gobierno de concentración del Marqués de Alhucemas, la del gobierno de minoría Liberal de Romanones en abril de 1919, la del gobierno de minoría Conservador de Sánchez de Toca en diciembre de 1919, y, naturalmente, el último gobierno de concentración Liberal del Marqués de Alhucemas en Septiembre de 1923. Omitimos aquellas crisis relacionadas con la guerra de Marruecos, de particular relevancia desde el verano de 1921. 56. El campo andaluz y Cataluña fueron los lugares más afectados por la lucha social. Ver entre la abultada bibliografía sobre estos años J. Díaz del Moral, Las agitaciones campesinas del período bolchevista (Madrid: Biblioteca de la Cultura Andaluza, 1985); A. Balcells, El Sindicalisme a Barcelona, 1916-1923 (Barcelona: Nova Terra, 1965); J. León Ignacio, Los años del pistolerismo (Barcelona: Planeta, 1981); F. del Rey, Propietarios y patronos. La política de las organizaciones económicas en la España de la Restauración, 1914-1923 (Madrid: Ministerio de Trabajo, 1992). 57. Ballbé, op.cit., p.306. 58. Manifiesto de Primo de Rivera en ABC (14 Septiembre 1923). J.L. Gómez Navarro. El régimen de Primo de Rivera. Reyes, dictaduras y dictadores (Madrid: Cátedra, 1991), pp.66, 317-329.
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LA LENTA QUIEBRA DEL SISTEMA DE LA RESTAURACIÓN.
Francisco J. Romero Salvadó
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